EL SEÑOR ESTÁ PRESENTE ENTRE NOSOTROS
Por Antonio García-Moreno
1.- ¡CENTINELA, ALERTA! El Señor le dice al profeta Ezequiel que lo ha puesto como atalaya, como torre de centinela, promontorio que domina el horizonte, para avisar con tiempo la llegada del enemigo. Centinela alerta que dará, en el momento preciso, la voz de alarma; para poner en guardia a los defensores de la fortaleza. Pieza importante en la batalla, acción decisiva que dará la victoria o provocará la derrota.
Por eso, en muchos casos, el centinela que se duerme durante la guardia es reo de muerte. Y es que todo está en sus manos mientras que monta la guardia. Todos confían en él y duermen tranquilos porque sabe que hay quien vela y vigila.
Un centinela hay que ser en la propia fortaleza del alma, siempre con la guardia montada, ojo avizor, pendiente de las asechanzas del enemigo. También en esas pequeñas escaramuzas, que nos pueden parecer sin importancia... Centinela alerta. Siempre. Lo dijo el Señor: velad, pues no sabéis cuándo sonará la hora. Y también dice san Pedro: Sed sobrios y vigilad, que vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda rondando y busca a quien devorar. Resistidle firmes en la Fe.
Centinela alerta también en beneficio de los demás. No podemos pensar sólo en nosotros mismos. No es lícito olvidarse de los otros, prescindir de ellos, contentarse con salvarse a sí mismos, abandonando en el peligro a los demás. El "sálvese quien pueda" no es nunca compatible con la fidelidad a la doctrina de Cristo.
Por eso hoy nos dice el Señor: "Si yo digo al malvado que es reo de muerte, y tú no le hablas poniéndole en guardia, para que cambie de conducta, el malvado morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuenta de su sangre. Pero si pones en guardia al malvado, para que cambie de conducta y no cambia, él morirá por su culpa, pero tú habrás salvado tu vida".
Está claro. No podemos vivir tranquilos, pasar de largo ante quien se hunde en la miseria, en el peor de los cenagales, en el lodo movedizo del pecado... Centinela, alerta. Con la guardia bien montada, dispuestos a romper el silencio de la noche con nuestro grito de alarma que detecte el peligro y salve la situación.
2.- IGLESIA JERÁRQUICA.- "Si tu hermano peca, repréndelo a solas...", dice hoy el evangelio. Refleja el mensaje salvador de Cristo enseña que el hombre no puede desentenderse de su prójimo. Considera que todos somos hermanos y que nadie puede pensar tan sólo en sí mismo. Los pecados ajenos no pueden dejarnos tranquilos, lo mismo que no podemos eludir las necesidades ajenas, si está en nuestras manos el aliviarlas. Por eso cuando alguien obra mal, tenemos la obligación de corregirle, de advertirle de su error. Y eso hecho por amor y con amor, buscando el bien del prójimo y no nuestra propia satisfacción o vanagloria. Ha de ser una corrección de hermano a hermano, a solas y con prudencia, sin humillar en lo más mínimo. Con el deseo sincero de levantar a quien ha caído, persuadidos de que también nosotros podemos caer.
El pasaje evangélico de hoy nos habla, además, de la Iglesia y de su constitución jerárquica. De esas estructuras visibles, queridas por Jesucristo, mediante las cuales se lleva a cabo la misión salvadora que Dios le ha encomendado. Para ello dio el Señor a Pedro y a los demás apóstoles el poder de atar y de desatar. Es decir, el Colegio Apostólico, formado hoy por los obispos en comunión con el Papa, ha recibido los poderes necesarios para regir a la Iglesia y a cuantos formamos parte de ella. Es una realidad que, por voluntad de Cristo, persiste a través de los tiempos, por mucho que estos puedan cambiar.
El Señor está presente entre nosotros que, sin duda, estamos en la Iglesia en nombre de Jesús. Su promesa no falla. Hemos de creerlo firmemente y permanecer muy unidos entre sí. De este modo daremos un testimonio evidente que atraerá a los que están fuera de la Iglesia. Por otra parte, nuestra oración será escuchada de modo más seguro si oramos unidos. Así lo ha prometido Jesús y así será. En este sentido recordemos que la plegaria por excelencia es la que tiene lugar en la Santa Misa, en la celebración de la Eucaristía, cuando Jesús mismo se ofrece como víctima de propiciación y como intercesor eficaz ante Dios nuestro Padre
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