30 de abril de 2022

Santo Evangelio 30 de Enero 2022

  


Texto del Evangelio (Jn 6,16-21):

 Al atardecer, los discípulos de Jesús bajaron a la orilla del mar, y subiendo a una barca, se dirigían al otro lado del mar, a Cafarnaúm. Había ya oscurecido, y Jesús todavía no había venido donde ellos; soplaba un fuerte viento y el mar comenzó a encresparse. Cuando habían remado unos veinticinco o treinta estadios, ven a Jesús que caminaba sobre el mar y se acercaba a la barca, y tuvieron miedo. Pero Él les dijo: «Soy yo. No temáis». Quisieron recogerle en la barca, pero en seguida la barca tocó tierra en el lugar a donde se dirigían.



«Soy yo. No temáis»


Rev. D. Vicenç GUINOT i Gómez

(Sant Feliu de Llobregat, España)

Hoy, Jesús nos desconcierta. Estábamos acostumbrados a un Redentor que, presto para atender todo tipo de indigencia humana, no dudaba en recorrer a su poder divino. De hecho, la acción transcurre justo después de la multiplicación de los panes y peces a favor de la multitud hambrienta. Ahora, en cambio, nos desconcierta un milagro —el hecho de andar sobre las aguas— que parece, a primera vista, una acción de cara a la galería. ¡Pero no!, Jesús ya había descartado el uso de su poder divino para buscar el lucimiento o el provecho personal cuando al inicio de su misión rechazó las tentaciones del Maligno.

Al andar sobre las aguas, Jesucristo está mostrando su señorío sobre las cosas creadas. Pero también podemos ver una escenificación de su dominio sobre el Maligno, representado por un mar embravecido en la oscuridad.

«No temáis» (Jn 6,20), les decía Jesús en aquella ocasión. «Confiad, yo he vencido al mundo» (Jn 16,33), les dirá después en el Cenáculo. Finalmente, es Jesús quien dice a las mujeres en la mañana de Pascua, después de levantarse del sepulcro: «No tengáis miedo». Nosotros, por el testimonio de los Apóstoles, sabemos de su victoria sobre los enemigos del hombre, el pecado y la muerte. Por esto, hoy, sus palabras resuenan en nuestro corazón con una fuerza especial, porque son las palabras de Alguien que está vivo.

Las mismas palabras que Jesús dirigía a Pedro y a los Apóstoles las repetía San Juan Pablo II, sucesor de Pedro, al inicio de su pontificado: «No tengáis miedo». Era una llamada a abrir el corazón, la propia existencia al Redentor para que con Él no temamos ante los embates de los enemigos de Cristo.

Ante la personal fragilidad para llevar a buen puerto las misiones que el Señor nos pide (una vocación, un proyecto apostólico, un servicio...), nos consuela saber que María también —criatura como nosotros— oyó las mismas palabras de parte del ángel antes de afrontar la misión que el Señor le tenía encomendada. Aprendamos de ella a acoger la invitación de Jesús cada día, en cada circunstancia.


Clica en la imagen para rezar a JESÚS SACRAMENTADO

 


Clica en la imagen para rezar los MISTERIOS GOZOSOS

 


San Pio V, 30 de Abril

 



San Pio V, 30 de Abril

 († 1572)


 Bosco Marengo es una villa del norte de Italia, cercana a Alessandría; en ese paisaje melodiosamente umbrío, equidistante del mar de Génova y de los Alpes suizos, hay una casita humilde, cuidada, blanca; el 17 de enero de 1504, fiesta de San Antonio Abad, nació allí un niño predestinado a la gloria de este mundo y, lo que es mejor, a la gloria de los santos.

 El matrimonio de Pablo y Dominga Augeria era cristiano y pobre; la familia de los Ghislieri había venido a menos en lo económico, pero sin perder el rango espiritual. Al niño le pusieron el nombre del santo abad y le educaron en el temor de Dios. Antonio mostró en aquella infancia oscura anhelos de buscar el camino vocacional del claustro; pero la pobreza era tanta que tuvo que dedicarse a pastorear un rebaño. El pastorcillo cumplía resignadamente el oficio y, entre el ganado, no se cansaba de levantar el corazón a Dios en oración limpia. Y su oración fue oída. El señor Bastone, natural también de Bosco Marengo, le ayudó generosamente, enviándole a la escuela de los dominicos en compañía de su hijo Francisco. Antonio, redimido de su ocupación pastoril, y Francisco, el vástago del señor Bastone, iban todos los días muy de mañana a la escuela juntos. Antonio reveló unas excepcionales condiciones para el estudio y un alma transparente, en la que ardía de antiguo la llama de la vocación. Los padres le allanaron las dificultades, y el joven Antonio, con catorce años al hombro y un mundo de sueños, recibió el hábito de dominico en Voghera, no muy lejos de Bosco; de Voghera le destinan a Vigevano, donde hace el noviciado y profesa el 18 de mayo de 1521; el pastor Antonio Ghislieri es ya fray Miguel de Alejandría. Bolonia, con sus torres y sus cátedras, guarda los restos mortales de Santo Domingo de Guzmán; junto a la celda y al sepulcro del fundador, fray Miguel, estudia filosofía, teología y santidad. En 1528 está ya en Génova y allí recibe el orden sacerdotal.

 Empieza una nueva etapa de su vida: la de la acción. Si buscásemos un símbolo para definir la entrega y fidelidad con que fray Miguel de Alejandría se dedicó a la enseñanza, a la predicación, a la pobreza, a los oficios divinos, al destierro de la herejía en Pavía, en Alba, en Como, no sería menester alejarse del primitivo empleo que tuvo en la infancia, recreciendo el significado vulgar con el concepto evangélico del "buen pastor". Austero y tenaz en todo, le comparaban a San Bernardino de Siena en la pobreza y a San Pedro Mártir en el celo por la verdad y por la fe. Más se pareció a éste, pues estaba cortado por el mismo patrón dominicano y, como él, fue inquisidor en la diócesis de Como; caminaba a pie siempre, vestido con su hábito, el hatillo al hombro, la mirada puesta en el cumplimiento del deber. No le arredraban los peligros, ni los trabajos, ni las amenazas. Se enfrentaba, si era preciso, con el lucero del alba y le cantaba las cuarenta a los nobles y a los herejes cuantas veces era preciso, sin intimidarse nunca. El conde de la Trinidad, furibundo, le dijo en Alba que le arrojaría a un pozo; no se inmutó. En Como tuvo que refugiarse en casa de Bernardo Odescalchi porque los mercaderes de libros heréticos habían promovido una algarada contra él, pues decomisó sus mercancías; en otra ocasión, le aconsejaron que se disfrazase para no ser reconocido por los herejes en tierras de grisones. "Preferiría —contestó— ser mártir con el hábito puesto."

 A fines de 1550 se fue fray Miguel a Roma para justificar su conducta de inquisidor. Las acusaciones de mala fe le estaban formando en la Ciudad Eterna un ambiente difícil. El cardenal Caraffa supo comprenderlo y admirarlo. No salió solamente justificado; aumentó su prestigio. Un año más tarde Julio III, a instancias de Gian Pietro Caraffa, le nombró comisario general de la Inquisición; con Caraffa y con Cervini fue fray Miguel el mismo de siempre: un austero religioso, un hombre de oración, un pastor vigilante.

 En 1555 falleció Julio III; el 9 de abril del mismo año es elegido Sumo Pontífice el cardenal Cervini —Marcelo II—; el reinado fue breve: murió el 30 de abril; el 23 de mayo la triple corona recae en Gian Pietro Caraffa: Paulo IV. El nuevo Papa confirmó a fray Miguel en el cargo de comisario general de la Inquisición, le preconizó obispo de Sutri y Nepi el 4 de septiembre de 1556; pero el dominico no deseaba más que la paz de su convento; le infundían pavor los cargos. Paulo IV dijo que sería preciso ponerle cadenas en los pies pira evitar que se encerrase en el claustro. Mas no fueron cadenas lo que le puso, sino el capelo cardenalicio: 15 de marzo de 1557. Un año más tarde le nombra inquisidor mayor de la Iglesia.

 El sucesor de Paulo IV fue Pío IV, Médicis de pura cepa, que fue coronado el 6 de enero de 1560. Pío IV fue el último Papa del Renacimiento; el cardenal Ghislieri —nuestro fray Miguel— le amonestó en más de una ocasión, ganándose el desprecio y la desgracia del Papa, que le postergó cuanto pudo. Ignoraba Pío IV que aquel cardenal inflexible, amante de la pobreza, despegado del mundo y de los honores, celoso por la gloria de la casa de Dios, iba a ser su sucesor; se llamaría también Pío, en gesto magnánimo a la memoria del papa difunto; pero sólo heredaría de él el nombre. El programa del pontificado seria totalmente distinto. Más que papa del Renacimiento, Pío V sería el Pastor de la Iglesia.

 Pío IV falleció el 9 de diciembre de 1565. El Cónclave para elegirle sucesor, después de los funerales acostumbrados, iba a celebrarse en la Torre Boria; Aníbal Altemps, con sus tercios de infantería, montó la guardia para que el curso de la elección no se enturbiase por las Intrigas externas. Más de medio centenar de cardenales se encerraron en cónclave el 20 de diciembre. Era la medianoche. El frío congeló la argamasa con que se tapió el Cónclave, según rito y usanza antiguos. Fuera, conjeturas, expectación, nerviosismo de los embajadores. Dentro, Borromeo, Farnesio y Este eran cabezas de los tres partidos más fuertes; Borromeo representaba a los cardenales creados por su tío Pío IV, que le aconsejó, ya en el lecho de muerte, que trabajase por la candidatura de uno de ellos; Este era el adalid de los cardenales adictos a Francia; Farnesio ejercía un influjo poderoso por su riqueza y su estirpe. Los tres cabezas bregaron como pudieron; Borromeo como un santo; Este y Farnesio como dos príncipes del Renacimiento. Cayó, por imposibilidad nacida de las oposiciones de los grupos, la candidatura de Morone —que había tenido que habérselas con la Inquisición"—, la de Farnesio —que se resignó a la fuerza, forjándose esperanzas para mejor ocasión—, la de Riccia —quien se opuso Borromeo por no parecerle digno por su vida anterior—, la de Sirleto, etcétera. Por fin, Farnesio y Borromeo, remontándose sobre los egoísmos, optaron por Ghislieri. La tarde del 7 de enero de 1566 quedó decidida la elección. Al anochecer, una teoría de púrpuras se encaminó a la celda del austero fraile. A la fuerza le condujeron a la capilla Paulina y allí le proclamaron Papa. Un momento de angustia se produjo cuando el cardenal decano, Pisani, le preguntó si aceptaba y Ghislieri guardó silencio: le instaban todos. Por fin, dijo: "Estoy conforme."

 El Cónclave se abrió. La Iglesia tenía Papa. Todos reconocían en el cardenal Ghislieri al hombre de magníficas virtudes, acérrimo defensor de la verdad, pero las intrigas de algunos soberanos y de algunos electores le habían excluido de antemano. “Nos llevó el Espíritu Santo sin padecerse presión —apunta Pacheco a su rey Felipe II—, como se ha visto hoy en muchos hombres, que, cuando entraron en Cónclave, antes se cortaran las piernas que ir a hacer Papa a Alejandrino y corrieron a hacerle los primeros." Los cardenales se alegraron. Pío V era el Papa que la Iglesia necesitaba.

 La fiesta de la coronación se fijó para el 17 de enero, sexagésimo segundo cumpleaños de Pío V; el júbilo del pueblo fue enorme. Diez días después tomó posesión de San Juan de Letrán. El Papa —mediana estatura, enjuto de carnes, de ojos pequeños y mirada aguda, nariz aguileña, barba nevada y cabeza venerablemente calva— vio aquel día entre la gente que le aclamaba a su antiguo condiscípulo Francisco Bastnne, que, desde Bosco, había acudido a Roma para asistir a la entrada de Pío V en San Juan de Letrán; el nuevo Pontífice le llamó y, en agradecimiento a su padre, le dio el cargo de gobernador del castillo de Sant-Angelo. Toda Roma se enteró así del humilde origen del Papa, maravillándose que Dios hubiese elevado al pastorcillo de Bosco a Pastor supremo de la cristiandad.

 La vida íntima de Pío V redobló el ritmo de la austeridad y de la oración; la tiara era su gran cruz; no se quitó la tosca ropa interior de fraile, fue muy parco en el comer, incansable en el trabajo; visitaba las iglesias a pie, ahuyentó del palacio a los bufones, vivía alla fratesca. Sus devociones preferidas eran la meditación de la Pasión, el Santísimo —decía misa todos los días— y el Rosario. En la procesión del Corpus llevaba la custodia a pie, descubierta la cabeza y arrobado en éxtasis adorante. La gente se asombraba de aquel recogimiento. El embajador español Requeséns opinaba que desde hacía trescientos años la Iglesia no había tenido mejor Pastor. Era enemigo de los aduladores y gustaba que le dijeran las verdades del barquero. Dadivoso en extremo con los pobres, les repartía con gozo cuanto estaba en sus manos.

 Las razones políticas no existían para él; sí, en cambio, las razones de Dios y del bien de la Iglesia. "Raras veces —comenta el autor de la Historia de los Papas— en un papa el príncipe temporal ha quedado tan por entero atrás del sacerdote, como en el hijo de Santo Domingo que estaba ahora sentado en la silla de San Pedro."

 No quiso saber nada de nepotismos, mal del tiempo. Cuando le indicaron que convenía elevar a sus parientes, respondió con firmeza: "Dios me ha llamado para que yo sirva a la Iglesia, no para que la Iglesia me sirva a mí". Inexperto en los negocios políticos, que no le atraían, cedió a los ruegos de todos los cardenales y del embajador español, nombrando cardenal y secretario de Estado a fray Miguel Bonelli, O. P., sobrino segundo, suyo; pero le obligó a seguir viviendo como un mendicante y le exigió una “vida parecida a la suya”; le reprendió tan severamente una vez, que el joven cardenal enfermó de tristeza; al cardenal Farnesio, que le sugería que fortificase Anagni, le replicó que la Iglesia no necesitaba cañones ni soldados, sino oración, ayuno, lágrimas y estudio de la Sagrada Escritura. La independencia de criterio de Pío V se debía a su carácter, pero también influyó en ello la desconfianza en los cardenales, a quienes, por otra parte, trataba con inaudita afabilidad y respeto, aunque pronto pensó purificar el Sacro Colegio con la elevación de hombres dignos de tal honor.

 Con denuedo trabajó Pío V para convertir a Roma en un dechado de ciudades cristianas, visitó las parroquias, como obispo; castigó los escándalos, sin acepción de personas; dio ejemplo con su santa vida. Roma, cuentan los embajadores, cambió por completo: la ciudad del lujo y de la frivolidad renacentistas parecía ahora un "convento seglar".

 El reinado de Pío V se centró o se abrió en cuatro dimensiones capitales: primera, la puesta en marcha de los decretos tridentinos, o sea la reforma de la Iglesia; segunda, la lucha contra los herejes; tercera, la cruzada contra los turcos, pesadilla de la cristiandad, y cuarta, el fomento de las ciencias eclesiásticas.

 El espíritu de Trento parecía haberse encarnado en la persona de Pío V. Todo el mundo estaba convencido de esta verdad. A raíz de su elevación al trono pontificio un observador extranjero comentó: "Tiene vida para diez años y planes de reforma para ciento y mil”. Empezó por la cabeza, ayudado de Ormaneto, instado por San Carlos Borromeo, dando a la Corte ejemplo incontrovertible de rigor y de vida austera, Reformó el Breviario, y el Misal, publicó el famoso Catecismo de Trento —llamado también de San Pío V—, que apareció ya en 1566 en la imprenta de Pablo Manucio; urgió la obligación de la residencia a los obispos, les impulsó a celebrar sínodos y visitas pastorales, adelantándoseles con el ejemplo. Tiépolo decía que el nuevo Papa no hacía otra cosa que reformar.

 Como Paulo IV, con quien estuvo tan compenetrado, sabía que la fe es sustancia y fundamento del cristianismo; los que esperaban que no se llevasen a la práctica los decretos tridentinos se equivocaron de punta a punta. Peor agüero fue Pío V para los herejes, pues los persiguió sin descanso. El viejo inquisidor no les concedió ni una sola tregua. El palacio inquisitorial, demolido a la muerte de Paulo IV, fue reedificado con mayor suntuosidad; el 2 de septiembre de 1566 atronaban el aire las salvas de los cañones de Sant-Angelo. Se estaba colocando la primera piedra del nuevo edificio. El Papa asistía a las sesiones de la Congregación de la Inquisición y creó una nueva —la del Indice de libros prohibidos— para velar por la ortodoxia. Otro medio eficaz fue el fomento de las ciencias eclesiásticas. Destinó crecidas sumas de dinero a la reedición de las obras de San Buenaventura y de Santo Tomás; a éste le declaró Doctor de la Iglesia por bula de 11 de abril de 1567, pues había sido el "gran teólogo" de Trento. Ningún concilio se celebraba sin el Aquinas; comisionó a San Pedro Canisio, a quien apreciaba grandemente, a refutar los centuriadores de Magdeburgo y la Confesión de Augsburgo; favoreció a Sixto Senense, autor de la Bibliotheca Sancta; desterró, cuanto pudo, las ponzoñas del Renacimiento y levantó la Universidad de Roma: la "Sapientia".

 Aquel fraile, que nada anhelaba más que la paz del claustro, soñó con una cristiandad bien hermanada, procurando que los príncipes cristianos estuviesen unidos. Pero, por fuerza de este anhelo, tuvo que convertirse en el Papa de las grandes batallas. El poderío turco era la pesadilla de la cristiandad. Pío V fue el paladín de la Liga Santa. Exhortó con machacona insistencia a España, a Venecia, a Francia..., incluso a Rusia, con cartas personales, con legados, con promesas. Las miras del Papa se clavaban en la defensa y expansión de la fe —aventajó a sus predecesores en el celo por las misiones— y en el robustecimiento de la paz, pues sólo así se podía llegar a una Europa robusta y cristiana. El 31 de julio de 1566 ordenó una procesión de rogativas para que el Señor alejase el peligro temible de los turcos; Pío V caminó a pie, rezando y llorando. Era conmovedor ver llorar al Papa. Si fuese posible remediar la amenaza con su sangre propia, dijo, la daría de buen grado. Ayudó al emperador, a los caballeros de Malta; visitó personalmente las fortificaciones que mandó hacer en Ancona, Civitavecchia y Ostia. Pero no se contentó con la defensa; la mejor manera de librar al Occidente del poderío de la media luna era aplastar ese poderío. Para ello se necesitaba una acción naval conjunta de todas las naciones cristianas.

 Después de mil intentos y mil fracasos, la constancia de Pío V logró ganar a Venecia y a España para la Liga; no fue fácil, pues Felipe II tenía que atender a sus amplísimos dominios, y Venecia jugaba constantemente a la traición. La tenacidad y las lágrimas de Pío V pudieron sobreponerse a todas las infidelidades y deserciones. El 27 de mayo de 1571 se publicó en San Pedro la noticia de la triple alianza: La Santa Sede, España y Venecia lucharían juntas contra el Islam; se acuñó una medalla conmemorativa Y se publicó un jubileo general para que el Dios de las batallas bendijese al ejército cristiano. Pío V mandó legaciones especiales al emperador y a los reyes.

 El 21 de junio la escuadra pontificia, al mando de Marco Antonio Colonna, se hizo a la vela rumbo a Messina, lugar de cita de las tres potencias; el 23 de julio llegó la escuadra veneciana, mandada por un viejo lobo de mar: Sebastián Veniero; la escuadra española hizo escala en Nápoles el 8 de agosto; don Juan de Austria fue nombrado almirante general de la empresa. Allí recibió el bastón de mando y el estandarte —damasco de seda azul, imagen del Salvador crucificado, escudos enlazados con cadenas de oro— de manos del cardenal Granvela. El almirante era un joven gallardo, de ojos azules y blondos rizos; contaba solamente veinticuatro años. El 24 de agosto arribó a Messina. Dos gloriosos marinos le acompañaban: Andrea Doria y Alvaro de Bazán. La tropa se preparó a la lucha confesando y comulgando. Pío V mandó decir a don Juan que iba a combatir por la fe católica y por eso Dios le concedería la victoria. Zarpó la escuadra hacia Corfú; los espías anunciaron que los turcos esperaban en Lepanto.

 El 7 de octubre, a la hora del alba, habían dejado atrás las islas Equínadas y entraban en el golfo de Patrás; don Juan dio, con un cañonazo, la señal de prepararse para el ataque y enarboló la bandera de la Liga en el palo mayor de su navío. Un grito cristiano resonó en las olas: ¡"Victoria, victoria"!

 Estadística de las fuerzas que iban a chocar:

 Turcas:

 222 galeras, 60 buques, 750 cañones, 34.000 soldados, 13.000 marineros, 41.000 galeotes.

 Cristianas:

 207 galeras, 30 buques, 6 galeazas, 1.800 cañones, 30.000 soldados, 12.900 marineros, 43.000 remeros.

 A mediodía chocan las escuadras: los representantes de Cristo y los secuaces de Alá. Se lucha por las alas y en el centro. Don Juan, con trescientos veteranos, adelanta su nave hacia la del generalísimo turco, que tiene a su lado a 400 jenízaros; el cielo está limpio, el mar en calma asustada; la pelea sigue indecisa. A las cuatro de la tarde cae muerto el gran almirante Alí. Los turcos se desalientan y huyen en retirada. Sobre las aguas del mar; sangre, cadáveres, naves rotas.

 Ocho mil turcos perdieron la vida, 10.000 cayeron prisioneros, 50 de sus galeras hundidas, 117 dejaron como botín con sus estandartes y artillería; los vencedores también pagaron tributo: 12 galeras, 7.500 muertos, otros tantos heridos; pero habían vencido. Doce mil esclavos condenados al remo hallaron la libertad; 2.000 eran españoles. La cristiandad respiró a pulmón, lleno. Lepanto fue, como dijo Miguel de Cervantes, que allí luchó mordido por la fiebre y perdió un brazo, “la más alta ocasión que vieron los siglos pasados y esperan ver los venideros". Pío V, que había estado en constante oración ante el crucifijo y la Virgen del Rosario, supo por revelación la noticia del triunfo y exclamó como el anciano Simeón: "Ahora, Señor, dejas ya a tu siervo en paz". La fiesta del Rosario quedará en la Iglesia como recuerdo de la victoria sin par. Y en las letanías se añadirá un piropo: "Auxilio de los cristianos ruega por nosotros."

 En realidad, Pío V podía morir tranquilo. Consumido por la penitencia y el trabajo, postrado en el lecho del dolor y de la muerte, exclamaba: "Señor, aumentad mis dolores, pero aumentad también mi paciencia". El día 1 de mayo de 1572 pasó a la vida bienaventurada. Había muerto un santo. La víspera de su tránsito ordenó que le vistiesen el hábito de su Orden para morir como un simple dominico. Su voluntad era que le diesen sepultura en Bosco, lugar donde nació y pastoreó, como el más humilde de los mortales. Pero Sixto V, que le debía el cardenalato, hizo trasladar sus restos, enterrados provisionalmente en el Vaticano, a un grandioso mausoleo en Santa María la Mayor, donde aún está revestido con vestiduras pontificias y cubierto el cráneo con una mascarilla de plata. A su lado está un libro viejo y usado: el libro de los decretos del concilio Tridentino, que siempre estuvo abierto en su mesa de trabajo. El 22 de mayo de 1712, Clemente XI le canonizó. Hasta San Pío X era San Pío V el último papa elevado a los altares. El humilde pastor de Bosco señaló una etapa nueva en la historia de la Iglesia. Los papas que le sucedieron seguirían sus huellas. Vencida la frivolidad del Renacimiento, la Iglesia ganó prestigio y hermosura, encauzada por el espíritu de Trento, que San Pío V encarnó en su vida y lo irradió a todos los estratos de la grey cristiana.

 ALVARO HUERGA, O. P.

San José Benito Cottolengo 30 de Abri

  


San José Benito Cottolengo 30 de Abril

 († 1842)


Cuando se dice "el Cottolengo" no se sabe si se indica al Santo o su obra, ya que hoy en día tanto el uno como la otra llevan idéntico nombre.

 La "PiccoIa Casa della Divina Providenza", que alberga ahora en Turín cerca de 10.000 hospitalizados, constituye el retrato más vivo del Santo y el reflejo más genuin de su espíritu.

 Nacido en Bra —Piamonte— el 4 de mayo de 1786, desde su infancia da claras muestras de su vocación. Efectivamente, un día es sorprendido mientras mide una de las habitaciones de su casa. Interrogado sobre lo que hacía, responde que quiere saber cuántas camas cabrían en aquella habitación para acoger enfermos pobres.

 Comenzados los estudios, éstos le resultan difíciles. Se encomienda a Santo Tomás de Aquino, quien le obtiene inteligencia y memoria. (Luego dará el nombre de "Tomasinos" a los aspirantes al sacerdocio de la "Piccola Casa".)

 De este modo puede terminar todos sus estudios. Y no sólo llegará al sacerdocio el 8 de junio de 1811, sino que incluso logrará —14 de mayo de 1816— el doctorado en teología. En 1818 es elegido canónigo de la colegiata del Corpus Domini, de Turín, y en 1827, en una situación dolorosa pero providencial, da inicio a su obra: recoger toda clase de abandonados que no encuentren asilo en otra parte.

 La característica preponderante de su santidad y de su obra es la confianza absoluta en la Divina Providencia. "Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura." En éste, como en otros puntos, San José Benito Cottolengo tomó el Evangelio al pie de la letra y lo sometió a la prueba de los hechos. Y éstos le dieron abundantemente la razón.

 Su fe era sencillamente maravillosa. ¿Acaso no estaba escrito en el Evangelio: Amen dico vobis, quia quicumque dixerit huie monti: Tollere et mittere in mare, et non haesitaverit in corde stio sed crediderit quia quodcumque dixerit fiat, fiet eí? (Mc. 11,23).

 Fue tan grande su ejercicio de fe que la convirtió en una certeza absoluta, indiscutible, superior a cualquier otra certeza humana. Solía decir: "Creo más en la Divina Providencia que en la existencia de la ciudad de Turín". Consiguientemente, no hay que maravillarse si una fe de tal calibre obtuvo resultados milagrosos. El padre Fontana, oratoriano, solía decir: "Se encuentra más fe en el canónigo Cottolengo que en toda Turín".

 El pensaba en los lirios del campo, en los pájaros del aire y quizás —aunque no hubiese existido de por medio la promesa del Salvador— habría encontrado por sí mismo la ejemplar conclusión de que el Padre celestial debía pensar y proveer a sus criaturas, creadas a su imagen y semejanza. Y si pensaba proveer a todas, tanto mayor debía ser su interés hacia las más desgraciadas, que, por serlo, muchas veces no pueden proveer a sí mismas.

 De ahí provenía esa su certeza absoluta, esa su postura habitual, que, si no hubiera sido estado de fe, hubiera podido interpretarse como un tentar a Dios.

 Faltaba lo necesario, y él pensaba en dilatar su obra lo más posible. "De todos modos —decía—, a la Providencia le da lo mismo mantener a 500 que a 5.000." "La "Piccola Casa" es una pirámide al revés que se apoya sobre un único punto: la Providencia de Dios." Y en verdad que su modo de proceder era completamente al revés del modo de obrar según la prudencia humana. Cuando les faltaba algo necesario en seguida enviaba a buscar si había alguna cama vacía, y, encontrándola, la señalaba como la causa de que el Señor no les enviara todo lo necesario. "¿Vivimos entre angustias y estrecheces? Demos lo que nos queda para dar vía libre a una mayor Providencia: sí no hay camas, aceptaremos enfermos; si no hay pan ni vino, aceptaremos más pobres."

 Es lógico pensar que, debiendo él mantener un número tan grande de hospitalizados, estuviese preocupado todo el día por ese vital y fundamental problema. Pero no era así. Su fe vivísima le hacía vivir despegado de todo lo terreno; como un peregrino ocupado sólo en las cosas del espíritu. No daba ninguna importancia a las cosas temporales; es más: sólo pensaba en ellas cuando debía tomar alguna determinación sobre las mismas.

 Todo ello era la consecuencia natural de su fe ciega en la Divina Providencia y de la doctrina que él profesaba y enseñaba a este respecto. "Estad seguros de que la Divina Providencia no falta nunca; faltarán las familias, los hombres, pero la Providencia no nos faltará. Esto es de fe. Por tanto, si alguna vez faltare algo, ello no puede ser debido sino a nuestra falta de confianza." "Es necesario confiar siempre en Dios; y, si Dios responde con su Divina Providencia a la confianza ordinaria, proveerá extraordinariamente a quien extraordinariamente confíe." ¡He aquí el secreto de los milagros de José Benito Cottolengo!

 ¿Por qué os angustiáis por el mañana? Si pensáis en el mañana, la Providencia no pensará en ello porque ya habéis pensado vosotros. No estropeéis, por tanto, su obra y dejadle hacer." "Si en casa hay poco, dad lo poco que tengamos; porque si la Divina Providencia nos ha de enviar, es necesario que la casa esté vacía; de lo contrario, ¿dónde meteremos todo lo que nos mandará?" Esta se llama lógica sobrenatural, incomprensible para los prudentes según el mundo. A éstos decía José Benito Cottolengo: "¡Qué gran injusticia haríais a la Divina Providencia si dudaseis de Ella un solo momento y si —lo que Dios no permita— os quejaseis de Ella!"

 Y a los suyos: "Vosotros os maravilláis y andáis diciendo: ¡Oh! ¡Oh!... Yo os digo que eso no es nada: es sólo el principio, y tenemos que extendernos por todas partes porque la Divina Providencia lo quiere y quienes vivan lo verán. No me preocupa tanto la falta de medios cuanto el temor de que ésta provenga quizá de alguna ofensa hecha al Señor".

 Era, pues, éste el temor y la cruz de San José Benito Cottolengo: temía que viniera a menos la fe en la Providencia, la esperanza y la certeza de su intervención... y que por ello se volvieran estériles las fuentes de la gracia.

 Acostumbraba repetir: "Quedad tranquilos y no tengáis miedo; todos nosotros somos hijos de un Buen Padre que piensa más en nosotros que nosotros en ÉI... Sólo debemos procurar estar bien con Dios, no tener pecados en el alma y amarle, y luego ningún temor: Dios nos está mirando y es imposible que nos olvide. Tanto mayor es el número de los que entran en la "Piccola Casa" y tanto mayor es la cantidad de pan que nos llueve del cielo: un pan al día para cada uno. Y es la Divina Providencia la que se divierte enviando pan sobre pan... Cuanto entra para los pobres debe gastarse en su manutención; si conservamos el oro o la plata la Providencia no nos los mandará más, porque sabe que ya los tenemos". "Entre la Divina Providencia y nosotros efectuamos dos trabajos diversos: Ella envía la comida, el vestido, la ropa y el dinero; y nosotros lo gastamos alegremente en favor de los pobres sin pensar en el día de mañana o de pasado mañana.

 Las características básicas, pues, de este abandono son:

 1.- No llevar cuenta de lo que se hace: "No anotéis lo que la Divina Providencia nos envía; y no queráis saber el número de los enfermos; cometeríais una indelicadeza con la Divina Providencia. Ella es más práctica que nosotros en la teneduría de libros y no nos necesita. No nos mezclemos, por tanto, en sus asuntos".

 2.- El no querer que se rece por un motivo determinado, explícito: ni por la salud, ni por las necesidades de la "Piccola Casa", ni por otro fin determinado que no sea el de "agradar al Señor". "El espíritu de la Piccola Casa" es el de rezar siempre para que en todo momento y en cada cosa sea hecha la santa voluntad de Dios... Posiblemente, cuando se rece, pedid al Señor que se cumpla siempre su voluntad. Y, si bien nos está permitido pedir un bien temporal determinado, sin embargo, en cuanto a mí se refiere, temería faltar si pidiese en tal sentido."

 “En la "Piccola Casa" no se debe rezar nunca por el pan material. Nuestro Señor nos ha enseñado a buscar, primero, el reino de Dios; que todo lo demás ya se nos dará por añadidura. Y nosotros debemos rezar así."

 Quizá se halla raramente, en la historia de la santidad, un abandono en Dios tan completo como el de San José Benito Cottolengo; él se sentía verdaderamente un puro instrumento, un peón de albañil que no tiene ni puede tener las preocupaciones y responsabilidad de toda la construcción, la cual depende, evidentemente, del arquitecto.

 Yo soy un peón de albañil —decía—, y nada más que un peón de albañil; el Arquitecto planea magníficamente sin necesidad de mí; por eso, cuando yo salgo, es Él quien piensa en lo que se debe hacer."

 Y no se oyó nunca decir que la Divina Providencia haya hecho quiebra.

 Y la Divina Providencia ha sido fiel a su cometido y nunca ha faltado el pan a esa inmensa familia que vive sólo de la pública caridad. En ella han encontrado acogida toda clase de desgraciados. Y ello porque en esta inmensa ciudad del dolor y de la serenidad resuena perpetuo el Deo gratias, perfumado por una perenne adoración eucarística.

 Los milagros se suceden sin tregua y toda la atmósfera está impregnada de fe y oración.

 El "Cottolengo" o "Piccola Casa" es como Lourdes, si bien en forma diversa, uno de los faros más potentes de irradiación de lo sobrenatural en un mundo tan natural...

 EUGENIO VALENTINI, S. D. B.

29 de abril de 2022

Santo Evangelio 29 de Abril 2022

 



 Texto del Evangelio (Jn 6,1-15):

 En aquel tiempo, se fue Jesús a la otra ribera del mar de Galilea, el de Tiberíades, y mucha gente le seguía porque veían las señales que realizaba en los enfermos. Subió Jesús al monte y se sentó allí en compañía de sus discípulos. Estaba próxima la Pascua, la fiesta de los judíos. Al levantar Jesús los ojos y ver que venía hacia Él mucha gente, dice a Felipe: «¿Dónde vamos a comprar panes para que coman éstos?». Se lo decía para probarle, porque Él sabía lo que iba a hacer. Felipe le contestó: «Doscientos denarios de pan no bastan para que cada uno tome un poco». Le dice uno de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro: «Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; pero ¿qué es eso para tantos?».

Dijo Jesús: «Haced que se recueste la gente». Había en el lugar mucha hierba. Se recostaron, pues, los hombres en número de unos cinco mil. Tomó entonces Jesús los panes y, después de dar gracias, los repartió entre los que estaban recostados y lo mismo los peces, todo lo que quisieron. Cuando se saciaron, dice a sus discípulos: «Recoged los trozos sobrantes para que nada se pierda». Los recogieron, pues, y llenaron doce canastos con los trozos de los cinco panes de cebada que sobraron a los que habían comido. Al ver la gente la señal que había realizado, decía: «Éste es verdaderamente el profeta que iba a venir al mundo». Dándose cuenta Jesús de que intentaban venir a tomarle por la fuerza para hacerle rey, huyó de nuevo al monte Él solo.



«Se lo decía para probarle, porque Él sabía lo que iba a hacer»


Rev. D. Jordi POU i Sabater

(Sant Jordi Desvalls, Girona, España)

Hoy leemos el Evangelio de la multiplicación de los panes: «Tomó entonces Jesús los panes y, después de dar gracias, los repartió entre los que estaban recostados y lo mismo los peces, todo lo que quisieron» (Jn 6,11). El agobio de los Apóstoles ante tanta gente hambrienta nos hace pensar en una multitud actual, no hambrienta, sino peor aún: alejada de Dios, con una “anorexia espiritual”, que impide participar de la Pascua y conocer a Jesús. No sabemos cómo llegar a tanta gente... Aletea en la lectura de hoy un mensaje de esperanza: no importa la falta de medios, sino los recursos sobrenaturales; no seamos “realistas”, sino “confiados” en Dios. Así, cuando Jesús pregunta a Felipe dónde podían comprar pan para todos, en realidad «se lo decía para probarle, porque Él sabía lo que iba a hacer» (Jn 6,5-6). El Señor espera que confiemos en Él.

Al contemplar esos “signos de los tiempos”, no queremos pasividad (pereza, languidez por falta de lucha...), sino esperanza: el Señor, para hacer el milagro, quiere la dedicación de los Apóstoles y la generosidad del joven que entrega unos panes y peces. Jesús aumenta nuestra fe, obediencia y audacia, aunque no veamos enseguida el fruto del trabajo, como el campesino no ve despuntar el tallo después de la siembra. «Fe, pues, sin permitir que nos domine el desaliento; sin pararnos en cálculos meramente humanos. Para superar los obstáculos, hay que empezar trabajando, metiéndonos de lleno en la tarea, de manera que el mismo esfuerzo nos lleve a abrir nuevas veredas» (San Josemaría), que aparecerán de modo insospechado.

No esperemos el momento ideal para poner lo que esté de nuestra parte: ¡cuanto antes!, pues Jesús nos espera para hacer el milagro. «Las dificultades que presenta el panorama mundial en este comienzo del nuevo milenio nos inducen a pensar que sólo una intervención de lo alto puede hacer esperar un futuro menos oscuro», escribió San Juan Pablo II. Acompañemos con el Rosario a la Virgen, pues su intercesión se ha hecho notar en tantos momentos delicados por los que ha surcado la historia de la Humanidad.


Clica en la imagen para rezar a JESÚS SACRAMENTADO

 



Clica en la imagen para rezar los MISTERIOS DOLOROSOS

 


Santa Catalina de Siena 29 de abril

 


Santa Catalina de Siena 29 de abril

(†  1380)


Fue el día de la Anunciación de la Virgen y Domingo de Ramos de 1347. La Iglesia y Siena, con cánticos y ramos de olivo, daban la bienvenida a la niña Catalina, que veía la luz de este mundo en una casa de la calle de los Tintoreros, en el barrio de Fontebranda.

 A Catalina y a su hermana gemela Giovanna les habían precedido ya otros veintidós hermanos y les siguió otro, en el hogar cristiano y sencillo de Giacomo Benincasa y Lapa de Puccio del Piangenti.

 Del padre, tintorero de pieles, parece haber heredado Catalina la bondad de corazón, la caridad, la dulzura inagotable, y de la madre, mujer laboriosa y enérgica, la firmeza y la decisión.

 Catalina, niña, era alegre, bulliciosa, vivaracha; su encanto la hacía un poco el centro del cariño del amplio círculo familiar y de las amistades. A sus cinco o seis años tuvo su primera experiencia de lo sobrenatural —una visión en el valle Piatta— que marcó una huella definitiva en su vida y la dejó orientada hacia Dios. "A partir de esta hora pareció dejar de ser niña", cuenta uno de sus biógrafos. Comprendió la vida de los que se habían entregado a la santidad y sintió nacer en sí unos irresistibles deseos de imitarlos.

 Se volvió más reservada, más juiciosa; buscaba más la soledad para tratar a solas con Dios. Ante un altar de la Virgen tomó la resolución de no querer nunca por esposo a nadie más que a Jesucristo. Pero no tendría que esperar a que llegara la madurez de su juventud para poder medir el valor y el sentido de su consagración a Dios.

 Entonces, y en Italia, a los doce años, una joven tenia que empezar a preocuparse de su porvenir, y, en consecuencia, de su arreglo personal y buen parecer para agradar a los hombres. Lapa había ya casado a dos de sus hijas y pensaba que buscar el matrimonio era, al fin, como para ella había sido, la misión de toda mujer.

 Hasta los quince años de Catalina duró la obstinada presión familiar. Jamás desistió ella de su primer deseo de virginidad, pero tuvo, ciertamente, una crisis en su fervor. Su vida espiritual aflojó al dejar penetrar en su alma, con una vanidad muy femenina, el deseo de complacer a las criaturas (su madre y sus hermanas) más que a Dios. La hermana Buenaventura, con más éxito que los demás, la había inducido a preocuparse de los vestidos, a teñirse el cabello, a realzar su belleza natural con el maquillaje de aquellos tiempos, casi tan completo y complejo como el de los actuales. Pero esta hermana murió en un parto en el mes de agosto de 1362. Las lágrimas abundantes de Catalina no fueron solamente por la pérdida de su hermana predilecta. La vela mortecina junto a aquel cadáver hizo penetrar una luz nueva en su alma. Ella la llamaba siempre su conversión, su vuelta a Dios, su retorno a la entrega sin reservas ni resortes de ninguna clase.

 La lucha familiar se exaspera en torno de Catalina, hasta convertirse en una especie de persecución tenaz que la reduce a la condición de una sirvienta y la encierra en un aislamiento que ella aprovecha para entrar en la "celda interior" del conocimiento de sí misma y del trato habitual con Dios, que ya no abandonará de por vida. Aumenta de modo casi inconcebible sus maceraciones, su ayuno, su constante vigilia, hasta agotar la exuberancia y las fuerzas corporales de que hasta entonces había gozado.

 Excepcionalmente, dados sus diecisiete años, es admitida entre las hermanas de la Penitencia de Santo Domingo, especie de terciarias dominicas, llamadas mantellate por el manto negro que llevaban sobre el hábito blanco ceñido por una correa. Sin abandonar el ambiente familiar, vivían con unas reglas propias bajo la dirección de una superiora y de un director, religioso dominico, y desarrollaban una extraordinaria actividad espiritual y benéfica. Eran las almas consagradas a los enfermos y a los pobres.

 Sus primeros años de mantellata se caracterizan por una intensísima vida espiritual, con sus luchas que la purifican y elevan, por su caridad inexhausta e incansable mortificación interior y exterior, por una parte, y, por otra, por las elevadas y delicadísimas gracias místicas con que Dios la regala frecuentísimamente. Son casi cuatro años de vida solitaria entre combates furiosos y tentaciones sutiles, y el trato personal de inefable dulzura con Jesucristo, la Santísima Virgen, los santos.

 El recogimiento, arrobado a veces, con que oraba, el llanto incontenible, a pesar de las prohibiciones del confesor, al acercarse a comulgar, lo que empezaba a oírse de sus mortificaciones, agitó inevitablemente la marea del ambiente de una ciudad religiosa, con sus capillitas y sus bandos, como la Siena del 1300: celos de mujeres devotas, escepticismo de frailes y sacerdotes, los doctos que opinan de la ignorancia un tanto atrevida, según ellos, de la hija del tintorero Benincasa, los corrillos de vecinas en el barrio, en el típico lavadero de Fontebranda, los rumores que llegan a los salones elegantes y a las tertulias acomodadas...

 Y por la calleja pendiente que lleva a Fontebranda se ve descender una dama noble, un grave eclesiástico, un campanudo maestro en teología, el mozo despreocupado y libre hacia la tintorería para hablar con Catalina, que contaba apenas unos veinte años. Tomás de la Fuente, entonces su confesor, la había autorizado para ello. Su vibrante angustia materna por las almas la obligaba a darse siempre que se la pudiese necesitar. Son los albores de una fecunda maternidad espiritual, que no iba a limitarse a los senos misteriosos de la intimidad del Cuerpo Místico; son los primeros contactos de una nueva gran familia que nace.

 Iba a empezar para esta criatura enferma y frágil el portento de una actividad múltiple de apostolado, de acción política y diplomática en favor de la Iglesia. Dios la iba preparando para esta misión con sus gracias y sus pruebas. Le hacía ahondar incesantemente en la consideración de la propia "nada" frente al "Ser" de Dios, base de toda su vida espiritual. La admirable vida activa que llevaría a cabo por voluntad de Dios hasta el día de su muerte necesitaba una no menos admirable intensidad de vida interior. Pero en Catalina la actividad y el recogimiento jamás entraron en colisión ni se desarrollaron en doloroso contrapunto, como en la mayor parte de las almas. Eran dos modos externamente distintos, internamente idénticos, de amor a Dios, de darse a Dios, de vivir su entrega de modo eficaz y práctico.

 En el umbral de su vida pública de apostolado y de acción pacificadora entre las potencias terrenas se verifica su místico desposorio con Jesús, del que, como testimonio perenne, guardará en su dedo, hasta la muerte, una alianza imperceptible a todos los demás.

 En mayo de 1374 se reunía en Florencia, en la capilla llamada "de los españoles", el Capítulo general de la Orden de Predicadores. Por la responsabilidad que a la Orden podía caberle, tratándose de una terciaria, el Capítulo asumió la tarea del examen del espíritu de Catalina Benincasa. Lo aprobó y le señaló como confesor y director al hombre sabio, prudente, fervoroso que era Raimundo de Capua. Por Raimundo de Capua, elegido al poco de morir Catalina maestro general de la Orden, conocemos, con riquísima abundancia de detalles, la vida, las virtudes, las gracias místicas y las actividades de la que fue su hija y maestra al mismo tiempo.

 La terrible peste negra que ha pasado a la historia como la gran mortandad y en la que pereció más de la tercera parte de la ciudad de Siena, ofreció a Catalina y a Raimundo de Capua y demás "caterinatos", a su retorno de Florencia, una nueva oportunidad para el heroísmo en su amor al prójimo.

 Luego las ciudades de Pisa, donde —entre otros prodigios-- recibió los estigmas invisibles de la Pasión; Lucca, cuya alianza con Florencia en la lucha contra el Papa trató de impedir a toda costa, y de nuevo Pisa y Siena fueron el escenario del vivir virtuoso y del apostolado de la Santa.

 Movida por su implacable anhelo de servicio de la Iglesia y rogada por la ciudad de Florencia, que se hallaba castigada con la pena del entredicho por su rebeldía contra el Papa, Catalina emprende en la primavera de 1376 su viaje a la corte pontificia de Aviñón. Estaba íntimamente convencida de que la presencia del Romano Pontífice en su Sede de Roma tenía que contribuir grandemente a la reforma de las costumbres, a la sazón muy relajadas en los fieles, en los religiosos y en el clero alto y bajo, y a la pacificación del hervidero de luchas enconadas de las pequeñas repúblicas que formaban el mosaico político de Italia entre sí y de buena parte de ellas con el poder temporal de la Santa Sede.

 Con la humilde y sumisa intrepidez con que antes y en otras ocasiones había dirigido sus cartas al sucesor de Pedro, le habló personalmente en esta ocasión. Aquella terciaria de veintinueve años no tenía más razones que las razones de Dios, Gregorio XI, de carácter débil y fluctuante, decidió, por fin, abandonar Aviñón y volver a Roma el 13 de septiembre de aquel mismo año.

 Al año siguiente una misión de paz lleva a Catalina al castillo de Roca de Tentennano, en la Val D'orcia. La acompañan algunos frailes, entre ellos su director fray Raimundo de Capua, algunos discípulos y mantellate. Apacigua los miembros de las familias de los señores del Valle y su estancia allí se convierte en una singular y fecundísima misión pública.

 Mientras tanto, la situación política de Florencia se había ido agravando desde los últimos meses. Los florentinos exasperados se habían rebelado contra el entredicho pontificio y habían celebrado insolentemente solemnidades religiosas en la plaza de la Señoría. El Papa manda a Catalina a Florencia. En una de las sublevaciones populares la Santa se ve amenazada de muerte. En medio de las negociaciones, Gregorio XI es sucedido por Urbano VI, al que la Santa escribe cartas que son un puro clamor de angustia, una súplica instante. Llega, por fin, la paz entre la ciudad de Florencia y la Santa Sede, pero poco después empieza a verificarse uno de los más amargos vaticinios de Catalina: el cisma de Occidente, con su antipapa, cisma al que abrieron las puertas, más que el carácter áspero y duro de Urbano VI, la ambición de unos gobiernos y la relajación y poco espíritu de los cardenales de la Corte pontificia.

 De retorno a Siena, sumida el alma en la amargura indecible de los males que agobian a la Santa Iglesia, Catalina se engolfa en la contemplación de la Misericordia y de la Providencia y vuelca su alma de fuego, toda la luminosa experiencia del conocimiento de Dios y de sí misma, todo el ardor de su anhelo por el bien de la Santa Iglesia, en las páginas de este libro incomparable, que la contiene y resume a toda ella, que es el Diálogo de la Divina Providencia.

 Las páginas vivas, palpitantes, del Diálogo contienen el grito inenarrable que compendia toda la existencia y la misión de Catalina, dirigido a Dios: "Por tu gloria, Señor, salva al mundo". Santa Catalina escribió en él no lo que sabia, sino lo que vivía, lo que era, recogiendo una serie de experiencias místicas que se habrían perdido definitivamente para nosotros si, de modo providencial, no hubieran encontrado el eco cálido en las páginas del Diálogo. Con la misma fuerza captamos en ellas la respuesta divina en una promesa de misericordia sobre el hombre y la Santa Iglesia y en la enseñanza de los caminos por los que el hombre hallará su salvación.

 En octubre de 1378 había terminado el dictado del mismo a tres de sus discípulos, que la servían también de secretarios para su abundante correspondencia. Hasta nosotros han llegado casi 400 cartas, vivo retrato de su alma excepcional, eco apasionado en su mayor parte, de sus objetivos: la reforma y la cruzada para la reconquista de los Santos Lugares,

 El Papa la quiere, en estas horas luctuosas, junto a sí, en Roma. En la Ciudad Eterna lleva a cabo una ardiente campaña en favor del verdadero papa Urbano VI. Habla en Consistorio a los cardenales, sigue escribiendo cartas a las personas de mayor influencia, llama junto a sí a las más relevantes personalidades, por su santidad, que había en Italia. Su visión es clara, irreductible: los males de la Iglesia no tienen más remedio que una inundación de santidad en los miembros de la jerarquía y en el pueblo fiel. No por esto deja de estar presente y de trabajar infatigable entre los partidarios de uno y de otro Papa.

 En los primeros meses del año 1380 —último de su existencia terrena— la vida de Catalina parece una pequeña llama inquieta que apenas puede ser ya contenida por la fragilidad del cuerpo que se desmorona. Pero mientras viva será un holocausto por la Santa Iglesia. Ella misma había escrito antes: "Si muero, sabed que muero de pasión por la Iglesia". "Cerca de las nueve —dice en una emocionante carta a su director—, cuando salgo de oír misa, veríais andar una muerta camino de San Pedro y entrar de nuevo a trabajar en la nave de la Santa Iglesia. Allí me estoy hasta cerca de la hora de vísperas. No quisiera moverme de allí ni de día ni de noche, hasta ver a este pueblo sumiso y afianzado en la obediencia de su Padre, el Papa". Allí, arrodillada, en un éxtasis de sufrimiento interior y de súplica, se siente aplastada por el peso de la navicella, la nave de la Iglesia, que Dios le hace sentir gravitar sobre sus hombros frágiles de pobre mujer. "Catalina —escribía otro de sus discípulos— era como una mansa mula que sin resistencia llevaba el peso de los pecados de la Iglesia, como en su juventud había llevado desde la puerta de la casa hasta el granero los pesados sacos de trigo."

 Cerca de la iglesia y del convento de los padres dominicos de Santa María de la Minerva, en la Vía di Papa, tenía durante su estancia en Roma su humilde habitación. Dicta sus últimas cartas-testamento, desbordantes de ternura y de firmeza, con su habitual visión sobrenatural de todas las cosas. Interrumpe reiteradamente su dictado, con un suspiro hondo: "Pequé, Señor; compadécete de mí", o con el grito anhelante de amor a Jesucristo crucificado que había consumido toda su existencia: "Sangre, sangre".

 Rodeada de muchos de sus discípulos y seguidores, consumida hasta el agotamiento y el dolor por la enfermedad, ofrendaba el supremo holocausto de una vida consagrada íntegramente a Dios y a la Santa Iglesia. Con las palabras de Jesús: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu", radiante su cara de luz inusitada, inclinó suavemente la cabeza y entregó su alma a Dios, en la plenitud del estallido de la primavera romana. Era el 29 de abril, domingo antes de la Ascensión del Señor del año 1380.

 La Santa Madre Iglesia, con el sello de su autoridad, avaló el prodigio de santidad de la humilde hija del tintorero de Siena, por boca de su vicario Pío II, al canonizarla solemnemente en la festividad de San Pedro y San Pablo del año 1461.


 ANGEL MORTA FIGULS


28 de abril de 2022

Santo Evangelio 2 de Mayo 2022

  


Texto del Evangelio (Jn 6,22-29):

 Después que Jesús hubo saciado a cinco mil hombres, sus discípulos le vieron caminando sobre el agua. Al día siguiente, la gente que se había quedado al otro lado del mar, vio que allí no había más que una barca y que Jesús no había montado en la barca con sus discípulos, sino que los discípulos se habían marchado solos. Pero llegaron barcas de Tiberíades cerca del lugar donde habían comido pan. Cuando la gente vio que Jesús no estaba allí, ni tampoco sus discípulos, subieron a las barcas y fueron a Cafarnaúm, en busca de Jesús.

Al encontrarle a la orilla del mar, le dijeron: «Rabbí, ¿cuándo has llegado aquí?». Jesús les respondió: «En verdad, en verdad os digo: vosotros me buscáis, no porque habéis visto señales, sino porque habéis comido de los panes y os habéis saciado. Obrad, no por el alimento perecedero, sino por el alimento que permanece para la vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre, porque a éste es a quien el Padre, Dios, ha marcado con su sello». Ellos le dijeron: «¿Qué hemos de hacer para realizar las obras de Dios?». Jesús les respondió: «La obra de Dios es que creáis en quien Él ha enviado».



«Obrad (…) por el alimento que permanece para la vida eterna»


Abbé Jacques FORTIN

(Alma (Quebec), Canadá)

Hoy, después de la multiplicación de los panes, la multitud se pone en busca de Jesús, y en su búsqueda llegan hasta Cafarnaúm. Ayer como hoy, los seres humanos han buscado lo divino. ¿No es una manifestación de esta sed de lo divino la multiplicación de las sectas religiosas, el esoterismo?

Pero algunas personas quisieran someter lo divino a sus propias necesidades humanas. De hecho, la historia nos revela que algunas veces se ha intentado usar lo divino para fines políticos u otros. Hoy, en el Evangelio proclamado, la multitud se ha desplazado hacia Jesús. ¿Por qué? Es la pregunta que hace Jesús afirmando: «Vosotros me buscáis, no porque habéis visto señales, sino porque habéis comido de los panes y os habéis saciado» (Jn 6,26). Jesús no se engaña. Sabe que no han sido capaces de leer las señales del pan multiplicado. Les anuncia que lo que sacia al hombre es un alimento espiritual que nos permite vivir eternamente (cf. Jn 6,27). Dios es el que da ese alimento, lo da a través de su Hijo. Todo lo que hace crecer la fe en Él es un alimento al que tenemos que dedicar todas nuestras energías.

Entonces comprendemos por qué el Papa nos anima a esforzarnos para re-evangelizar nuestro mundo que frecuentemente no acude a Dios por los buenos motivos. En la constitución "Gaudium et Spes" ("La Iglesia en el mundo actual") los Padres del Concilio Vaticano II nos recuerdan: «Bien sabe la Iglesia que sólo Dios, al que ella sirve, responde a las aspiraciones más profundas del corazón humano, el cual nunca se sacia plenamente con solo los alimentos terrenos». Y nosotros, ¿por qué continuamos siguiendo a Jesús? ¿Qué es lo que nos proporciona la Iglesia? ¡Recordemos lo que dice el Concilio Vaticano II! ¿Estamos convencidos del bienestar que proporciona este alimento que podemos dar al mundo?

Santo Evangelio 28 de Abril 2022

 



 Texto del Evangelio (Jn 3,31-36):

 El que viene de arriba está por encima de todos: el que es de la tierra, es de la tierra y habla de la tierra. El que viene del cielo, da testimonio de lo que ha visto y oído, y su testimonio nadie lo acepta. El que acepta su testimonio certifica que Dios es veraz. Porque aquel a quien Dios ha enviado habla las palabras de Dios, porque da el Espíritu sin medida. El Padre ama al Hijo y ha puesto todo en su mano. El que cree en el Hijo tiene vida eterna; el que rehúsa creer en el Hijo, no verá la vida, sino que la cólera de Dios permanece sobre él.



«El que cree en el Hijo tiene vida eterna»


Rev. D. Melcior QUEROL i Solà

(Ribes de Freser, Girona, España)

Hoy, el Evangelio nos invita a dejar de ser “terrenales”, a dejar de ser hombres que sólo hablan de cosas mundanas, para hablar y movernos como «el que viene de arriba» (Jn 3,31), que es Jesús. En este texto vemos —una vez más— que en la radicalidad evangélica no hay término medio. Es necesario que en todo momento y circunstancia nos esforcemos por tener el pensamiento de Dios, ambicionemos tener los mismos sentimientos de Cristo y aspiremos a mirar a los hombres y las circunstancias con la misma mirada del Verbo hecho hombre. Si actuamos como “el que viene de arriba” descubriremos el montón de cosas positivas que pasan continuamente a nuestro alrededor, porque el amor de Dios es acción continua a favor del hombre. Si venimos de lo alto amaremos a todo el mundo sin excepción, siendo nuestra vida una tarjeta de invitación para hacer lo mismo.

«El que viene de arriba está por encima de todos» (Jn 3,31), por esto puede servir a cada hombre y a cada mujer justo en aquello que necesita; además «da testimonio de lo que ha visto y oído» (Jn 3,32). Y su servicio tiene el sello de la gratuidad. Esta actitud de servir sin esperar nada a cambio, sin necesitar la respuesta del otro, crea un ambiente profundamente humano y de respeto al libre albedrío de la persona; esta actitud se contagia y los otros se sienten libremente movidos a responder y actuar de la misma manera.

Servicio y testimonio siempre van juntos, el uno y el otro se identifican. Nuestro mundo tiene necesidad de aquello que es auténtico: ¿qué más auténtico que las palabras de Dios?, ¿qué más auténtico que quien «da el Espíritu sin medida» (Jn 3,34)? Es por esto que «el que acepta su testimonio certifica que Dios es veraz» (Jn 3,33).

“Creer en el Hijo” quiere decir tener vida eterna, significa que el día del Juicio no pesa encima del creyente porque ya ha sido juzgado y con un juicio favorable; en cambio, «el que rehúsa creer en el Hijo, no verá la vida, sino que la cólera de Dios permanece sobre él» (Jn 3,36)..., mientras no crea.

Clica en la imagen para rezar a JESÚS SACRAMENTADO

 


Clica en la imagen para rezar los MISTERIOS LUMINOSOS

 


Gianna Beretta Molla 28 de Abril

 


Gianna Beretta Molla 28 de Abril

una santa del mundo de hoy

Sí a la vida.Esta es la opción fundamental de Gianna,mujer de su tiempo,miembro de la Acción Católica,esposa,madre

y pediatra de Milán.

 Falleció  hace 30 años,el 28 de abril de 1962, a los 39 años de edad,en el Hospital de Monza, llegará

a los altares, junto a Don Orione entre otros.

Gianna Beretta nació en Magenta (provincia de Milán) el día 4 de octubre de 1922. Desde su tierna infancia, acoge el don de la fe y la educación cristiana que recibe de sus padres. Considera la vida como un don maravilloso de Dios, confiándose plenamente a la Providencia, y convencida de la necesidad y de la eficacia de la oración.

Durante los años de Liceo y de Universidad, en los que se dedica con diligencia a los estudios, traduce su fe en fruto generoso de apostolado en la Acción católica y en la Sociedad de San Vicente de Paul, dedicándose a los jóvenes y al servicio caritativo con los ancianos y necesitados. Habiendo obtenido el título de Doctor en Medicina y Cirugía en 1949 en la Universidad de Pavía, abre en 1950 un ambulatorio de consulta en Mésero, municipio vecino a Magenta. En 1952 se especializa en Pediatría en la Universidad de Milán. En la práctica de la medicina, presta una atención particular a las madres, a los niños, a los ancianos y a los pobres.

Su trabajo profesional, que considera como una «misión», no le impide el dedicarse más y más a la Acción católica, intensificando su apostolado entre las jovencitas.

Se dedica también a sus deportes favoritos, el esquí y el alpinismo, encontrando en ellos una ocasión para expresar su alegría de vivir, recreándose ante el encanto de la creación.

Se interroga sobre su porvenir, reza y pide oraciones, para conocer la voluntad de Dios. Llega a la conclusión de que Dios la llama al matrimonio. Llena de entusiasmo, se entrega a esta vocación, con voluntad firme y decidida de formar una familia verdaderamente cristiana.

Conoce al ingeniero Pietro Molla. Comienza el período de noviazgo, tiempo de gozo y alegría, de profundización en la vida espiritual, de oración y de acción de gracias al Señor. El día 24 de septiembre de 1955, Gianna y Pietro contraen matrimonio en Magenta, en la Basílica de S. Martín. Los nuevos esposos se sienten felices. En noviembre de 1956, Gianna da a luz a su primer hijo, Pierluigi. En diciembre de 1957 viene al mundo Mariolina y en julio de 1959, Laura. Gianna armoniza, con simplicidad y equilibrio, los deberes de madre, de esposa, de médico y la alegría de vivir.

En septiembre de 1961, al cumplirse el segundo mes de embarazo, es presa del sufrimiento. El diagnóstico: un tumor en el útero. Se hace necesaria una intervención quirúrgica. Antes de ser intervenida, suplica al cirujano que salve, a toda costa, la vida que lleva en su seno, y se confía a la oración y a la Providencia. Se salva la vida de la criatura. Ella da gracias al Señor y pasa los siete meses antes del parto con incomparable fuerza de ánimo y con plena dedicación a sus deberes de madre y de médico. Se estremece al pensar que la criatura pueda nacer enferma, y pide al Señor que no suceda tal cosa.

Algunos días antes del parto, confiando siempre en la Providencia, está dispuesta a dar su vida para salvar la de la criatura: «Si hay que decidir entre mi vida y la del niño, no dudéis; elegid -lo exijo- la suya. Salvadlo».

La mañana del 21 de abril de 1962 da a luz a Gianna Emanuela. El día 28 de abril, también por la mañana, entre indecibles dolores y repitiendo la jaculatoria «Jesús, te amo; Jesús, te amo», muere santamente. Tenía 39 años.

«Meditada inmolación», Pablo VI definió con esta frase el gesto de la beata Gianna recordando, en el Ángelus del domingo 23 de septiembre de 1973: «una joven madre de la diócesis de Milán que, por dar la vida a su hija, sacrificaba, con meditada inmolación, la propia». Es evidente, en las palabras del Santo Padre, la referencia cristológica al Calvario y a la Eucaristía.

Fue beatificada por Juan Pablo II el 24 de abril de 1994, Año Internacional de la Familia.

San Luis María Grignon de Montfort 28 de Abril

 



San Luis María Grignon de Montfort 28 de Abril

 († 1716)

 

Es el apóstol por excelencia de la Santa Esclavitud de María, o de la Perfecta Consagración a la Santísima Virgen, según la fórmula por él popularizada: "Por María, con María, en María, para María".

 Nació el 31 de enero de 1673 en Montfort (Bretaña francesa), no lejos de la ciudad de Rennes. Fueron sus padres Juan Bautista Grignon y Juana Robert de la Biceule. Bautizado con el nombre de Luis el 1 de febrero en la iglesia parroquial de San Juan, hizo su primera comunión en el vecino pueblo de Iffendic. El nombre de "María" le tomó en la confirmación.

 Ocho años de estudios, hasta el primero de teología inclusive, en el colegio de los padres jesuitas de Rennes (1685-1693), donde fue congregante mariano y trabó amistad con sus compañeros Juan Bautista Blain y Claudio Poullart des Places; y otros ocho en París (1693-1700) completando los estudios de teología y preparándose para el sacerdocio a la sombra del seminario de San Sulpicio. El 5 de junio de 1700 era ordenado sacerdote, y poco después, en el altar de Nuestra Señora de San Sulpicio, que muchas veces, con cariño filial, había él adornado, decía su primera misa: "como un ángel”, en expresión de su amigo Blain.

 Su gusto hubiera sido consagrarse a la evangelización de los infieles en las misiones extranjeras; pero su director, el señor Leschassier, que lo era de San Sulpicio, tenía otros planes. Los jansenistas de Nantes monopolizaban por entonces la enseñanza en aquella ciudad. Dueños de la Universidad, habían logrado, además, eliminar del Seminario Mayor a los sacerdotes de San Sulpicio. Para contrarrestar su influjo en el clero, un santo sacerdote, Rene Léveque, de la diócesis de Nantes, en unión con uno de los arcedianos de la misma, el señor Jonchéres, había fundado una asociación de celosos sacerdotes, que formaron la Comunidad de San Clemente, así llamada de la parroquia a que fueron adscritos. El señor Jonchéres se encargó del Seminario y el señor Lévéque de la Comunidad. Como auxiliar de este último, ya anciano, era enviado a Nantes Montfort. La estancia iba a ser para él durísima. En el Seminario, se había infiltrado el espíritu jansenista en la persona del profesor Lanoë-Menard, y, obligada a oír sus conferencias, se había contagiado también la Comunidad de San Clemente. Muy pronto se dio cuenta Montfort de aquel ambiente, irrespirable para un fervoroso hijo de la Iglesia romana.

 Providencialmente Dios le sacó pronto de aquella casa, encaminándole a Poitiers, donde le esperaban no ligeras cruces, pero donde encontraría a la que años adelante, bajo su dirección, sería la fundadora de las Hijas de la Sabiduría, María Luisa Trichet, hija del primer magistrado de aquella ciudad. Nombrado capellán del hospital de Poitiers, por tres veces Fue despedido malamente de él. En una de estas ocasiones se trasladó a París. Destrozado del viaje, hecho como siempre a pie, se acogió al hospital de La Salpêtriére, en el cual, escribía él, se encontró con 5.000 pobres enfermos. Apenas repuesto un poco, había comenzado a ejercitar allí el oficio de enfermero con la misma heroica abnegación que en Poitiers, cuando un día, al sentarse a la mesa, encontró bajo su cubierto una esquela en que se le despedía. Y allí quedaba sin asilo y sin pan en medio de la ciudad inmensa. El pan se lo dieron de limosna las benedictinas del Santísimo Sacramento, y, por fin, bajo una escalera en la calle del Pot-de-fer, halló un cuchitril donde cobijarse. En este rincón se cree que escribió su primer libro; El amor de la sabiduría eterna, y en este inmenso desamparo fue donde comenzó a planear la fundación de la Compañía de María, poniéndose al habla con su antiguo condiscípulo Poullart des Places.

 Vocación definitiva de Montfort era la de misionero popular. En el mismo Poitiers dio ya con gran fruto cuatro o cinco misiones; pero, en vista de las dificultades que se le presentaban en aquella y en otras diócesis de Francia, pensó de nuevo en las misiones de ultramar, y con este intento se encaminó a Roma para pedir la bendición del Papa. El 6 de junio de 1706 era recibido en audiencia por Clemente XI, el debelador del renacido jansenismo, que le mandó quedarse en Francia. Para autorizar sus misiones le concedió el título de misionero apostólico.

 En los diez años escasos que le quedan de vida Montfort misionará, primero en medio de grandes contrariedades, en las diócesis de Rennes (1706), de Saint Malo y de Saint Brieuc (1707-1708) y en la de Nantes (1708-1711). Sólo los cinco últimos años (1711-1716) trabajará con alguna tranquilidad en las diócesis de La Rochela y de Lujon, cuyos prelados no se habían doblegado al jansenismo. En estos últimos años, sobre todo, se esforzará por formar sus Congregaciones religiosas.

 Una de las grandes tribulaciones de la primera etapa (1706-1711), tal vez la mayor de toda su vida, fue la demolición ordenada por Luis XIV, siniestramente informado, del grandioso Calvario de Pontchateau, en que, durante quince meses, dirigidos por Montfort, habían trabajado más de 20.000 obreros. Las misiones en las diócesis de La Rochela y de Luon fueron en conjunto triunfales, aunque no sin cruces: "Ninguna cruz: ¡que gran cruz!", solía decir el Santo.

 En las afueras de La Rochela, y en una ermita llamada de San Eloy, fue donde compuso las Reglas de las Hijas de la Sabiduría, y también, según se cree, el tratado de la verdadera devoción. Allí, una vez más, sintió la necesidad de reclutar un escuadrón de sacerdotes que se dedicaran a misionar por los pueblos. Tal vez allí brotó de sus entrañas la llamada justamente oración abrasada.

 Un viaje a París en el verano de 1713 buscando candidatos para la Compañía de María en el seminario fundado por su condiscípulo Poullart, y otro a Rouen, en el de 1714 para invitar a su amigo Blain, canónigo en aquella catedral, a que se le uniera en el proyecto de esta fundación. A la vuelta de este viaje se detuvo unos días en Nantes, en la casa de los "Incurables" por él fundada; y en Rennes, el último día de unos ejercicios hechos en su antiguo colegio, escribió la encendida carta a los amigos de la cruz.

 Vuelto a La Rochela, se ocupó, sobre todo, en organizar las escuelas de caridad, y fue allí donde, llamadas por él, vinieron a encontrarle sus hijas, María Luisa Trichet y Catalina Brunet —otra joven vivaracha de Poitiers—, para ponerse al frente de las escuelas de niñas, que se llamarían Escuelas de la Sabiduría.

 Pero se acercaba el fin de su vida —el había presentido y aun predicho que moriría antes de acabarse aquel año 1716—; y las fundaciones por que tanto había suspirado apenas estaban esbozadas. Había que alcanzar del cielo su desarrollo; y acudió a Nuestra Señora de Ardillers. Postrado a sus plantas se sintió escuchado. Ya podía morir.

 Su última misión fue la de San Lorenzo de Sévre. Pudiera decirse que la muerte le asaltó en el púlpito, predicando el último día por la tarde ante su gran amigo el obispo de La Rochela. El 27 de abril, después de dictar su testamento en el que pedía que su corazón fuera enterrado bajo la tarima del altar de la Santísima Virgen, entregaba su espíritu al Señor. Tenía cuarenta y tres años y tres meses. No menos de 100.000 personas de la comarca acudieron a venerar los restos de su apóstol

 Apenas ha podido entreverse por lo dicho aquí la eficacia extraordinaria de su palabra evangélica. Debíase esta eficacia, desde luego, a la gracia divina, que el Santo alcanzaba muy principalmente por intercesión de la Virgen Santísima. Junto con el crucifijo llevaba él siempre consigo una estatuita de Nuestra Señora, que instalaba en su habitación, en el confesonario, en el púlpito... en todas partes: Era la "Reina de los Corazones". A los ojos del pueblo, su vida penitente, su pobreza en el vestir, su espíritu de oración, su modestia constante, le conciliaban la veneración de todos. Venía sobre esto la predicación sabia y ardiente. Al mismo tiempo Montfort era maestro, en utilizar toda clase de recursos populares. Hasta siete procesiones, nos dice su contemporáneo Grandet, organizaba en cada misión. Especial solemnidad revestía la de la renovación de las promesas del bautismo. Otro elemento capital en todas sus misiones eran los cánticos. Son unos 24.000 los versos compuestos por él, que abarcan todos los temas usuales en las Misiones.

 Nada podemos decir aquí del desarrollo que, por fin, han logrado sus fundaciones religiosas. En cuanto a sus libros, ya se indicó la difusión inmensa que han tenido El secreto de María y la Verdadera devoción. Esos y los demás pueden verse en la edición española de la B. A. C., vol. III (1954), donde se hallará, en la introducción, la bibliografía que puede desearse. El 22 de enero de 1888 el siervo de Dios fue beatificado por León XIII; y el 20 de julio de 1947 canonizado por Pío XII.

 CAMILO Mª. ABAD, S. I.

27 de abril de 2022

Santo Evangelio 27 de Abril 2022

  


Texto del Evangelio (Jn 3,16-21):

 En aquel tiempo dijo Jesús a Nicodemo: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él. El que cree en Él, no es juzgado; pero el que no cree, ya está juzgado, porque no ha creído en el Nombre del Hijo único de Dios. Y el juicio está en que vino la luz al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal aborrece la luz y no va a la luz, para que no sean censuradas sus obras. Pero el que obra la verdad, va a la luz, para que quede de manifiesto que sus obras están hechas según Dios».



«Vino la luz al mundo»


Fr. Damien LIN Yuanheng

(Singapore, Singapur)

Hoy, ante la miríada de opiniones que plantea la vida moderna, puede parecer que la verdad ya no existe —la verdad acerca de Dios, la verdad sobre los temas relativos al género humano, la verdad sobre el matrimonio, las verdades morales y, en última instancia, la verdad sobre mí mismo.

El pasaje del Evangelio de hoy identifica a Jesucristo como «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6). Sin Jesús sólo encontramos desolación, falsedad y muerte. Sólo hay un camino, y sólo uno que lleve al Cielo,que se llama Jesucristo.

Cristo no es una opinión más. Jesucristo es la auténtica Verdad. Negar la verdad es como insistir en cerrar los ojos ante la luz del Sol. Tanto si le gusta como si no, el Sol siempre estará ahí; pero el infeliz ha escogido libremente cerrar sus ojos ante el Sol de la verdad. De igual forma, muchos se consumen en sus carreras con una tremenda fuerza de voluntad y exigen emplear todo su potencial, olvidando que tan solo pueden alcanzar la verdad acerca de sí mismos caminando junto a Jesucristo.

Por otra parte, según Benedicto XVI, «cada uno encuentra su propio bien asumiendo el proyecto que Dios tiene sobre él, para realizarlo plenamente: en efecto, encuentra en dicho proyecto su verdad y, aceptando esta verdad, se hace libre (cf. Jn 8,32)» (Encíclica "Caritas in Veritate"). La verdad de cada uno es una llamada a convertirse en el hijo o la hija de Dios en la Casa Celestial: «Porque ésta es la voluntad de Dios: tu santificación» (1Tes 4,3). Dios quiere hijos e hijas libres, no esclavos.

En realidad, el “yo” perfecto es un proyecto común entre Dios y yo. Cuando buscamos la santidad, empezamos a reflejar la verdad de Dios en nuestras vidas. El Papa lo dijo de una forma hermosísima: «Cada santo es como un rayo de luz que sale de la Palabra de Dios» (Exhortación apostólica "Verbum Domini").

Clica en la imagen para rezar a JESÚS SACRAMENTADO

 


Clica en la imagen para rezar los MISTERIOS GLORIOSOS

 


Santa Zita Virgen, patrona de las empleadas del servicio doméstico 27 de abril

 


Santa Zita Virgen, patrona de las empleadas

del servicio doméstico 27 de abril


Monsagrati (Italia), hacia 1218

+ Luca (Italia), 27-abril-1278

C. 5-septiembre-1696

 

Zita es una muchacha de servicio que la Iglesia venera como santa. Desde los doce años hasta su muerte estuvo empleada como doméstica en una casa, siendo primero tratada no muy amablemente y luego conquistando por completo el corazón de sus amos. Muerta Zita, será la familia a la que había servido, la que se encargará de conservar su memoria y promover su culto. Se recogió también por escrito el testimonio de la familia sobre Zita, incluyendo los hechos milagrosos que se le atribuyeron en vida, como se le atribuirían después de su muerte al comenzar el pueblo de Luca a invocarla como santa. Pero la santidad de Zita no estuvo basada, ante todo, en que hiciera milagros, sino en la multitud de virtudes que ejercitó esta humilde muchacha, santidad lograda exactamente en el ejercicio de sus deberes laborales. Se santificó en el trabajo y por su trabajo.

Su nacimiento hay que situarlo hacia 1218 en Monsagrati, una aldea de las cercanías de Luca, en un hogar campesino y modesto, que le transmitió a Zita un profundo sentido cristiano de la vida. Zita era una niña dulce y modesta que, al llegar a los doce años, siguió la suerte de tantas aldeanas de su clase social y de su tiempo: irse a la ciudad a ganarse la vida como chica de servicio.

La familia con la que se coloca es la familia Fatinelli, adinerada y bien situada socialmente en Luca. Zita es desde el principio una criada escrupulosa en el cumplimiento de sus deberes, en los que ponía el mayor empeño. Pero empezó a tener un pero ante sus amos: las sobras se las daba a los pobres, y a veces algo más que las sobras, porque su corazón sensible no resistía ver a gente hambrienta a la puerta de una casa donde había de todo. Claro que ese todo no era suyo, pero Zita intuía que, en la extrema necesidad, los bienes sobrantes deben ir a los pobres. Esta caridad le nacía a Zita de su intensa vida de piedad, para la que sacaba tiempo una vez cumplidas todas sus tareas domésticas.

Zita consideraba que su trabajo era la misión que el Señor le encomendaba y la realizaba, según dice el apóstol, no como quien sirve a los hombres, sino a Dios (Ef 6, 7). Muy de mañana se levantaba para hacer oración, restando esas horas al sueño y haciendo por tanto que sus devociones no fueran a expensas de sus deberes como criada.

El Señor permitió que su buena conducta no significara un aprecio inmediato de la familia ni de sus compañeras. Recibió no pocos desprecios de sus amos, consistentes en reprensiones, gestos desabridos, palabras hoscas y duras, y por parte de las otras criadas de la casa no faltaron incluso calumnias, acusándola de faltas que ella no había cometido. Zita no se defendió ni devolvió insultos ni se insurreccionó contra el trato injusto de sus amos. Consideró todo ello como parte de la cruz con la que debía seguir a Cristo y se ofreció al Señor para que en ella se cumpliera su divina voluntad.

Permaneció en la soltería porque quería ser virgen del Señor, y aunque su virginidad no estuvo consagrada por los votos religiosos, la suya fue una ofrenda íntegra y perfecta, viviendo con total recato su entrega al Señor.

Zita perseveró años en esta vida de piedad y trabajo, cumpliendo en el estado seglar el ora et labora de los monjes con rara perfección. Su capacidad de oración y trabajo estaba acompañada por una gran capacidad de paciencia y fortaleza, en la que maduró.

Esta conducta intachable y evangélica de Zita, poco a poco, cambió el corazón de la familia Fatinelli con ella. Los amos empezaron a ver que Zita era todo lo laboriosa y bien intencionada que cabía ser y que sus virtudes no merecían otra cosa que afecto y consideración. Empezaron, pues, a mejorar su trato hacia ella y a darle muestras de estima, hasta que decidieron ponerla al frente del servicio, que por su parte también había evolucionado en su actitud hacia Zita. Se vio así Zita como el ama de llaves de la casa, encargada de dirigir todos los servicios que en ella habían de prestarse. Esta nueva situación no alteró en nada su laboriosidad, su modestia, su humildad y su espíritu de compañerismo. No se sintió superior a los demás criados, sino siempre una leal compañera. No solamente no se vengó de quienes le habían mirado mal anteriormente, sino que trató a todos amistosamente.

Los amos le permitieron seguir sin dificultad su género de vida piadosa, su asidua asistencia a las iglesias para la misa y los sacramentos. La fama y la santidad de Zita empezó a correr por Luca y empezaron a atribuírsele hechos milagrosos.

Tenía unos sesenta años cuando se sintió enferma y hubo de guardar cama. Rodeada del afecto de sus amos y compañeros de trabajo, fallecía cinco días más tarde, el 27 de abril de 1278.

Enterrada en la basílica de San Fedriano, su tumba se convirtió muy pronto en objeto de culto, que expresamente autorizó el obispo de Luca cuatro años después de su muerte. Se dice que la clase popular de Luca vio en ella un exponente de sus propias reivindicaciones frente a la aristocracia. El papa Inocencio XII confirmó su culto el 5 de septiembre de 1696. La ciudad de Luca la proclamó su patrona. El papa Pío XI la nombró patrona de las empleadas del servicio doméstico en 1935.


JOSÉ LUIS REPETTO RETES