31 de diciembre de 2016

Santo Evangelio 31 de Diciembre 2016


Día litúrgico: 31 de Diciembre (Día séptimo de la octava de Navidad)

Texto del Evangelio (Jn 1,1-18): En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios. Ella estaba en el principio con Dios. Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe. En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron. 

Hubo un hombre, enviado por Dios: se llamaba Juan. Éste vino para un testimonio, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por Él. No era él la luz, sino quien debía dar testimonio de la luz. 

La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre; la cual no nació de sangre, ni de deseo de hombre, sino que nació de Dios. Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad. 

Juan da testimonio de Él y clama: «Éste era del que yo dije: El que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo». Pues de su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia. Porque la Ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, Él lo ha contado.


«Y la Palabra se hizo carne»
Rev. D. David COMPTE i Verdaguer 
(Manlleu, Barcelona, España)


Hoy es el último día del año. Frecuentemente, una mezcla de sentimientos —incluso contradictorios— susurran en nuestros corazones en esta fecha. Es como si una muestra de los diferentes momentos vividos, y de aquellos que hubiésemos querido vivir, se hiciesen presentes en nuestra memoria. El Evangelio de hoy nos puede ayudar a decantarlos para poder comenzar el nuevo año con empuje.

«La Palabra era Dios (...). Todo se hizo por ella» (Jn 1,1.3). A la hora de hacer el balance del año, hay que tener presente que cada día vivido es un don recibido. Por eso, sea cual sea el aprovechamiento realizado, hoy hemos de agradecer cada minuto del año.

Pero el don de la vida no es completo. Estamos necesitados. Por eso, el Evangelio de hoy nos aporta una palabra clave: “acoger”. «Y la Palabra se hizo carne» (Jn 1,14). ¡Acoger a Dios mismo! Dios, haciéndose hombre, se pone a nuestro alcance. “Acoger” significa abrirle nuestras puertas, dejar que entre en nuestras vidas, en nuestros proyectos, en aquellos actos que llenan nuestras jornadas. ¿Hasta qué punto hemos acogido a Dios y le hemos permitido entrar en nosotros?

«La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo» (Jn 1,9). Acoger a Jesús quiere decir dejarse cuestionar por Él. Dejar que sus criterios den luz tanto a nuestros pensamientos más íntimos como a nuestra actuación social y laboral. ¡Que nuestras actuaciones se avengan con las suyas!

«La vida era la luz» (Jn 1,4). Pero la fe es algo más que unos criterios. Es nuestra vida injertada en la Vida. No es sólo esfuerzo —que también—. Es, sobre todo, don y gracia. Vida recibida en el seno de la Iglesia, sobre todo mediante los sacramentos. ¿Qué lugar tienen en mi vida cristiana?

«A todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios» (Jn 1,12). ¡Todo un proyecto apasionante para el año que vamos a estrenar!

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Jaculatoria


El nacimiento del Señor es el nacimiento de la Paz



EL NACIMIENTO DEL SEÑOR ES EL NACIMIENTO DE LA PAZ

Aunque el estado de infancia, que el Hijo de Dios asumió sin considerarlo impropio de su grandeza, se haya transformado ya en estado de varón perfecto y aunque, una vez consumado el triunfo de la pasión y resurrección, haya llegado a su fin todo lo que era propio del estado de anonadamiento, que el Señor aceptó por nosotros, sin embargo, la fiesta de la Natividad renueva para nosotros los comienzos sagrados de la vida de Jesús, nacido de la Virgen María; y, al adorar el nacimiento de nuestro Salvador, se nos invita a celebrar también nuestro propio nacimiento como cristianos.

La generación de Cristo, en efecto, es el origen del pueblo cristiano, ya que el nacimiento de la cabeza incluye en sí el nacimiento de todo el cuerpo.

Aunque cada uno de los que llama el Señor a formar parte de su pueblo sea llamado en un tiempo determinado y aunque todos los hijos de la Iglesia hayan sido llamados cada uno en días distintos, con todo, la totalidad de los fieles, nacida en la fuente bautismal, ha nacido con Cristo en su nacimiento, del mismo modo que ha sido crucificada con Cristo en su pasión, ha sido resucitada en su resurrección y ha sido colocada a la derecha del Padre en su ascensión.

El creyente que en cualquier parte del mundo es regenerado en Cristo se libra de la culpa original y, al renacer, se transforma en un hombre nuevo; en adelante ya no cuenta la generación carnal de sus padres, sino la generación por la que ha renacido del Salvador, que quiso hacerse Hijo del hombre para que nosotros pudiéramos llegar a ser hijos de Dios.

Pues, si él no hubiera descendido por su humildad hasta nosotros, jamás ninguno de nosotros, por sus propios méritos, hubiera podido llegar hasta él.

Por eso la misma grandeza del don que nos ha sido otorgado exige de nosotros una veneración proporcionada a la excelsitud de esta dádiva; así nos lo enseña el Apóstol, cuando dice: No hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para conocer las gracias que Dios nos ha otorgado; el mejor modo de ofrecer a Dios nuestro homenaje religioso es, sin duda, ofrecerle lo que él mismo nos ha dado.

Y ¿qué cosa mejor podríamos encontrar entre los dones divinos, para honrar la fiesta de hoy, que aquella paz que anunciaron los ángeles en el nacimiento del Señor?

En efecto, esta paz es la que engendra hijos de Dios, la que alimenta el amor, la que es madre de la unidad. Ella es descanso para los santos y tabernáculo donde moran los invitados al reino eterno. El fruto propio de esta paz es que se unan a Dios aquellos que el Señor ha segregado del mundo.

Por tanto, que quienes traen su origen no de la sangre ni del deseo carnal ni de la voluntad del hombre, sino del mismo Dios, ofrezcan al Padre la concordia propia de los hijos que están animados por el deseo de la paz, y que todos los miembros de la familia de adopción vivan unidos en aquel que es el primogénito de la nueva creación, que no vino a hacer su propia voluntad, sino la voluntad de aquel que lo envió. Pues los que han sido adoptados por la gracia del Padre, para ser sus herederos, no son los que viven en medio de discordias y contiendas, sino los que tienen un único pensar y un mismo querer. Los que han sido llamados a reproducir la única imagen del Padre deben tener una sola alma. 

Por ello el nacimiento del Señor es el nacimiento de la paz; como lo dice el Apóstol: Él es nuestra paz; él ha hecho de los dos pueblos una sola cosa, porque, tanto los judíos como los gentiles, por medio de él tenemos acceso al Padre en un solo Espíritu.

De los Sermones de san León Magno, papa

30 de diciembre de 2016

Santo Evangelio 30 de Diciembre 2016


Día litúrgico: La Sagrada Familia (A)

Texto del Evangelio (Mt 2,13-15.19-23): Después que se fueron los Magos, el Ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: «Levántate, toma contigo al niño y a su madre y huye a Egipto; y estate allí hasta que yo te diga. Porque Herodes va a buscar al niño para matarle». Él se levantó, tomó de noche al niño y a su madre, y se retiró a Egipto; y estuvo allí hasta la muerte de Herodes; para que se cumpliera el oráculo del Señor por medio del profeta: De Egipto llamé a mi hijo. 

Muerto Herodes, el Ángel del Señor se apareció en sueños a José en Egipto y le dijo: «Levántate, toma contigo al niño y a su madre, y ponte en camino de la tierra de Israel; pues ya han muerto los que buscaban la vida del niño». El se levantó, tomó consigo al niño y a su madre, y entró en tierra de Israel. Pero al enterarse de que Arquelao reinaba en Judea en lugar de su padre Herodes, tuvo miedo de ir allí; y avisado en sueños, se retiró a la región de Galilea, y fue a vivir en una ciudad llamada Nazaret; para que se cumpliese el oráculo de los profetas: «Será llamado Nazareno».

«Levántate, toma contigo al niño y a su madre, y ponte en camino de la tierra de Israel»

Rev. D. Joan Ant. MATEO i García 
(La Fuliola, Lleida, España)


Hoy contemplamos el misterio de la Sagrada Familia. El Hijo de Dios inicia su andadura entre los hombres en el seno de una familia. Es el designio del Padre. La familia será siempre el hábitat humano insustituible. Jesús tiene un padre legal que le “lleva” y una Madre que no se separa de Él. Dios se sirvió en todo momento de san José, hombre justo, esposo fiel y padre responsable para defender a la Familia de Nazaret: «El Ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: ‘Levántate, toma contigo al niño y a su madre y huye a Egipto’» (Mt 2,13).

Hoy, más que nunca, la Iglesia está llamada a proclamar la buena noticia del Evangelio de la Familia y la vida. Hoy más que nunca, una cultura profundamente inhumana intenta imponer un anti-evangelio de confusión y de muerte. San Juan Pablo II nos lo recordaba en su exhortación Ecclesia in Europa: «La Iglesia ha de proponer con fidelidad la verdad sobre el matrimonio y la familia. Es una necesidad que siente de manera apremiante, porque sabe que dicha tarea le compete por la misión evangelizadora que su Esposo y Señor le ha confiado y que hoy se plantea con especial urgencia. El valor de la indisolubilidad matrimonial se tergiversa cada vez más; se reclaman formas de reconocimiento legal de las convivencias de hecho, equiparándolas al matrimonio legítimo...». 

«Herodes va a buscar al niño para matarle» (Mt 2,13). Herodes ataca de nuevo, pero no temamos, porque la ayuda de Dios no nos faltará. ¡Vayamos a Nazaret! Redescubramos la verdad de la familia y de la vida. Vivámosla gozosamente y anunciémosla a nuestros hermanos sedientos de luz y esperanza. El Papa nos convoca a ello: «Es preciso reafirmar dichas instituciones [el matrimonio y la familia] como provenientes de la voluntad de Dios. Además es necesario servir al Evangelio de la vida».

De nuevo, «el Ángel del Señor se apareció en sueños a José en Egipto y le dijo: ‘Levántate, toma contigo al niño y a su madre, y ponte en camino de la tierra de Israel’» (Mt 2,19-20). ¡El retorno de Egipto es inminente!

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Jaculatoria


El ejemplo de Nazaret



EL EJEMPLO DE NAZARET

Nazaret es la escuela donde empieza a entenderse la vida de Jesús, es la escuela donde se inicia el conocimiento de su Evangelio.

Aquí aprendemos a observar, a escuchar, a meditar, a penetrar en el sentido profundo y misterioso de esta sencilla, humilde y encantadora manifestación del Hijo de Dios entre los hombres. Aquí se aprende incluso, quizá de una manera casi insensible, a imitar esta vida.

Aquí se nos revela el método que nos hará descubrir quién es Cristo. Aquí comprendemos la importancia que tiene el ambiente que rodeó su vida durante su estancia entre nosotros, y lo necesario que es el conocimiento de los lugares, los tiempos, las costumbres, el lenguaje, las prácticas religiosas, en una palabra, de todo aquello de lo que Jesús se sirvió para revelarse al mundo. Aquí todo habla, todo tiene un sentido.

Aquí, en esta escuela, comprendemos la necesidad de una disciplina espiritual si queremos seguir las enseñanzas del Evangelio y ser discípulos de Cristo.

¡Cómo quisiéramos ser otra vez niños y volver a esta humilde pero sublime escuela de Nazaret! ¡Cómo quisiéramos volver a empezar, junto a María, nuestra iniciación a la verdadera ciencia de la vida y a la más alta sabiduría de la verdad divina!

Pero estamos aquí como peregrinos y debemos renunciar al deseo de continuar en esta casa el estudio, nunca terminado, del conocimiento del Evangelio. Mas no partiremos de aquí sin recoger rápida, casi furtivamente, algunas enseñanzas de la lección de Nazaret.

Su primera lección es el silencio. Cómo desearíamos que se renovara y fortaleciera en nosotros el amor al silencio, este admirable e indispensable hábito del espíritu, tan necesario para nosotros, que estamos aturdidos por tanto ruido, tanto tumulto, tantas voces de nuestra ruidosa y en extremo agitada vida moderna. Silencio de Nazaret, enséñanos el recogimiento y la interioridad, enséñanos a estar siempre dispuestos a escuchar las buenas inspiraciones y la doctrina de los verdaderos maestros.
Enséñanos la necesidad y el valor de una conveniente formación, del estudio, de la meditación, de una vida interior intensa, de la oración personal que sólo Dios ve.

Se nos ofrece además una lección de vida familiar. Que Nazaret nos enseñe el significado de la familia, su comunión de amor, su sencilla y austera belleza, su carácter sagrado e inviolable, lo dulce e irreemplazable que es su pedagogía y lo fundamental e incomparable que es su función en el plano social.

Finalmente, aquí aprendemos también la lección del trabajo. Nazaret, la casa del hijo del artesano: cómo deseamos comprender más en este lugar la austera pero redentora ley del trabajo humano y exaltarla debidamente; restablecer la conciencia de su dignidad, de manera que fuera a todos patente; recordar aquí, bajo este techo, que el trabajo no puede ser un fin en sí mismo, y que su dignidad y la libertad para ejercerlo no provienen tan sólo de sus motivos económicos, sino también de aquellos otros valores que lo encauzan hacia un fin más noble.

Queremos finalmente saludar desde aquí a todos los trabajadores del mundo y señalarles al gran modelo, al hermano divino, al defensor de todas sus causas justas, es decir: a Cristo nuestro Señor.

De las Alocuciones del papa Pablo sexto

29 de diciembre de 2016

Santo Evangelio 29 de Diciembre 2016


Día litúrgico: 29 de Diciembre (Día quinto de la octava de Navidad)

Texto del Evangelio (Lc 2,22-35): Cuando se cumplieron los días de la purificación según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor, como está escrito en la Ley del Señor: Todo varón primogénito será consagrado al Señor y para ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o dos pichones, conforme a lo que se dice en la Ley del Señor. 

Y he aquí que había en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y en él estaba el Espíritu Santo. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor. Movido por el Espíritu, vino al Templo; y cuando los padres introdujeron al Niño Jesús, para cumplir lo que la Ley prescribía sobre Él, le tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel».

Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de Él. Simeón les bendijo y dijo a María, su madre: «Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción -¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!- a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones».

«Ahora, Señor, puedes (...) dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación»
Chanoine Dr. Daniel MEYNEN 
(Saint Aubain, Namur, Bélgica)


Hoy, 29 de diciembre, festejamos al santo Rey David. Pero es a toda la familia de David que la Iglesia quiere honrar, y sobre todo al más ilustre de todos ellos: ¡a Jesús, el Hijo de Dios, Hijo de David! Hoy, en ese eterno “hoy” del Hijo de Dios, la Antigua Alianza del tiempo del Rey David se realiza y se cumple en toda su plenitud. Pues, como relata el Evangelio de hoy, el Niño Jesús es presentado al Templo por sus padres para cumplir con la antigua Ley: «Cuando se cumplieron los días de la purificación según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor, como está escrito en la Ley del Señor: Todo varón primogénito será consagrado al Señor» (Lc 2,22-23).

Hoy, se eclipsa la vieja profecía para dejar paso a la nueva: Aquel, a quien el Rey David había anunciado al entonar sus salmos mesiánicos, ¡ha entrado por fin en el Templo de Dios! Hoy es el gran día en que aquel que San Lucas llama Simeón pronto abandonará este mundo de oscuridad para entrar en la visión de la Luz eterna: «Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos» (Lc 2,29-32).

También nosotros, que somos el Santuario de Dios en el que su Espíritu habita (cf. 1Cor 3,16), debemos estar atentos a recibir a Jesús en nuestro interior. Si hoy tenemos la dicha de comulgar, pidamos a María, la Madre de Dios, que interceda por nosotros ante su Hijo: que muera el hombre viejo y que el nuevo hombre (cf. Col 3,10) nazca en todo nuestro ser, a fin de convertirnos en los nuevos profetas, los que anuncien al mundo entero la presencia de Dios tres veces santo, ¡Padre, Hijo y Espíritu Santo!

Como Simeón, seamos profetas por la muerte del “hombre viejo”! Tal como dijo el Papa San Juan Pablo II, «la plenitud del Espíritu de Dios viene acompañada (…) antes que nada por la disponibilidad interior que proviene de la fe. De ello, el anciano Simeón, ‘hombre justo y piadoso’, tuvo la intuición en el momento de la presentación de Jesús en el Templo».

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CUANDO LLEGÓ LA PLENITUD DE LOS TIEMPOS, SE NOS DIO TAMBIÉN LA PLENITUD DE LA DIVINIDAD



CUANDO LLEGÓ LA PLENITUD DE LOS TIEMPOS, SE NOS DIO TAMBIÉN LA PLENITUD DE LA DIVINIDAD

Dios, nuestro Salvador, hizo aparecer su misericordia y su amor por los hombres. Demos gracias a Dios, pues por él abunda nuestro consuelo en esta nuestra peregrinación, en este nuestro destierro, en esta vida tan llena aún de miserias.

Antes de que apareciera la humanidad de nuestro Salvador, la misericordia de Dios estaba oculta; existía ya, sin duda, desde el principio, pues la misericordia del Señor es eterna, pero al hombre le era imposible conocer su magnitud. Ya había sido prometida, pero el mundo aún no la había experimentado y por eso eran muchos los que no creían en ella. Dios había hablado, ciertamente, de muchas maneras por ministerio de los profetas. Y había dicho: Sé muy bien lo que pienso hacer con vosotros: designios de paz y no de aflicción. Pero, con todo, ¿qué podía responder el hombre, que únicamente experimentaba la aflicción y no la paz? «¿Hasta cuándo -pensaba- iréis anunciando: "Paz, paz", cuando no hay paz?» Por ello los mismos mensajeros de paz lloraban amargamente, diciendo: Señor, ¿quién ha dado fe a nuestra predicación? Pero ahora, en cambio, los hombres pueden creer, por lo menos, lo que ya contemplan sus ojos; ahora los testimonios de Dios se han hecho sobremanera dignos de fe, pues, para que este testimonio fuera visible, incluso a los que tienen la vista enferma, el Señor le ha puesto su tienda al sol.

Ahora, por tanto, nuestra paz no es prometida, sino enviada; no es diferida, sino concedida; no es profetizada, sino realizada: el Padre ha enviado a la tierra algo así como un saco lleno de misericordia; un saco, diría, que se romperá en la pasión, para que se derrame aquel precio de nuestro rescate, que él contiene; un saco que, si bien es pequeño, está ya totalmente lleno. En efecto, un niño se nos ha dado, pero en este niño habita toda la plenitud de la divinidad. Esta plenitud de la divinidad se nos dio después que hubo llegado la plenitud de los tiempos. Vino en la carne para mostrarse a los que eran de carne y, de este modo, bajo los velos de la humanidad, fue conocida la misericordia divina; pues, cuando fue conocida la humanidad de Dios, ya no pudo quedar oculta su misericordia. ¿En qué podía manifestar mejor el Señor su amor a los hombres sino asumiendo nuestra propia carne? Pues fue precisamente nuestra carne la que asumió, y no aquella carne de Adán que antes de la culpa era inocente.

¿Qué cosa manifiesta tanto la misericordia de Dios como el hecho de haber asumido nuestra miseria? ¿Qué amor puede ser más grande que el del Verbo de Dios, que por nosotros se ha hecho como la hierba débil del campo? Señor, ¿qué es el hombre para que le des importancia, para que te ocupes de él? Que comprenda, pues, el hombre hasta qué punto Dios cuida de él; que reflexione sobre lo que Dios piensa y siente de él. No te preguntes ya, oh hombre, por qué tienes que sufrir tú; pregúntate más bien por qué sufrió él. De lo que quiso sufrir por ti puedes deducir lo mucho que te estima; a través de su humanidad se te manifiesta el gran amor que tiene para contigo. Cuanto menor se hizo en su humanidad, tanto mayor se mostró en el amor que te tiene, y cuanto más se anonadó por nosotros, tanto más digno es de nuestro amor. Dios, nuestro salvador -dice el Apóstol-, hizo aparecer su misericordia y su amor por los hombres. ¡Qué grande y qué manifiesta es esta misericordia y este amor de Dios a los hombres! Nos ha dado una grande prueba de su amor al querer que el nombre de Dios fuera añadido al título de hombre.

De los Sermones de san Bernardo, abad

28 de diciembre de 2016

Santo Evangelio 28 de Diciembre 2016



Día litúrgico: 28 de Diciembre: Los Santos Inocentes, mártires

Texto del Evangelio (Mt 2,13-18): Después que los magos se retiraron, el Ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: «Levántate, toma contigo al Niño y a su madre y huye a Egipto; y estate allí hasta que yo te diga. Porque Herodes va a buscar al Niño para matarle». Él se levantó, tomó de noche al Niño y a su madre, y se retiró a Egipto; y estuvo allí hasta la muerte de Herodes; para que se cumpliera el oráculo del Señor por medio del profeta: «De Egipto llamé a mi hijo». 

Entonces Herodes, al ver que había sido burlado por los magos, se enfureció terriblemente y envió a matar a todos los niños de Belén y de toda su comarca, de dos años para abajo, según el tiempo que había precisado por los magos. Entonces se cumplió el oráculo del profeta Jeremías: «Un clamor se ha oído en Ramá, mucho llanto y lamento: es Raquel que llora a sus hijos, y no quiere consolarse, porque ya no existen».


«Se levantó, tomó de noche al Niño y a su madre, y se retiró a Egipto»
Rev. D. Joan Pere PULIDO i Gutiérrez Secretario del obispo de Sant Feliu 
(Sant Feliu de Llobregat, España)


Hoy celebramos la fiesta de los Santos Inocentes, mártires. Metidos en las celebraciones de Navidad, no podemos ignorar el mensaje que la liturgia nos quiere transmitir para definir, todavía más, la Buena Nueva del nacimiento de Jesús, con dos acentos bien claros. En primer lugar, la predisposición de san José en el designio salvador de Dios, aceptando su voluntad. Y, a la vez, el mal, la injusticia que frecuentemente encontramos en nuestra vida, concretado en este caso en la muerte martirial de los niños Inocentes. Todo ello nos pide una actitud y una respuesta personal y social.

San José nos ofrece un testimonio bien claro de respuesta decidida ante la llamada de Dios. En él nos sentimos identificados cuando hemos de tomar decisiones en los momentos difíciles de nuestra vida y desde nuestra fe: «Se levantó, tomó de noche al Niño y a su madre, y se retiró a Egipto» (Mt 2,14). 

Nuestra fe en Dios implica a nuestra vida. Hace que nos levantemos, es decir, nos hace estar atentos a las cosas que pasan a nuestro alrededor, porque —frecuentemente— es el lugar donde Dios habla. Nos hace tomar al Niño con su madre, es decir, Dios se nos hace cercano, compañero de camino, reforzando nuestra fe, esperanza y caridad. Y nos hace salir de noche hacia Egipto, es decir, nos invita a no tener miedo ante nuestra propia vida, que con frecuencia se llena de noches difíciles de iluminar.

Estos niños mártires, hoy, también tienen nombres concretos en niños, jóvenes, parejas, personas mayores, inmigrantes, enfermos... que piden la respuesta de nuestra caridad. Así nos lo dice San Juan Pablo II: «En efecto, son muchas en nuestro tiempo las necesidades que interpelan a la sensibilidad cristiana. Es la hora de una nueva imaginación de la caridad, que se despliegue no sólo en la eficacia de las ayudas prestadas, sino también en la capacidad de hacernos cercanos y solidarios con el que sufre».

Que la luz nueva, clara y fuerte de Dios hecho Niño llene nuestras vidas y consolide nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra caridad.

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Aún no hablan y ya confiesan a Cristo


AÚN NO HABLAN Y YA CONFIESAN A CRISTO

El gran Rey nace como un niño pequeño. Vienen los magos desde tierras lejanas; vienen para adorar al que está todavía acostado en un pesebre, pero que reina ya en el cielo y en la tierra. Cuando los magos hacen saber a Herodes que ha nacido el Rey, Herodes se altera y, para no perder su reino, quiere matar al recién nacido; y, sin embargo, si hubiese creído en él hubiera podido reinar tranquilo aquí en la tierra y para siempre en la otra vida. ¿Por qué temes, Herodes, al oír que ha nacido el Rey? Él no ha venido para destronarte, sino para vencer al diablo. Pero esto tú no lo entiendes y por esto te alteras y te llenas de furor; y, para perder al único niño que buscas, te conviertes en el cruel asesino de muchos.

No te detienen ni las lágrimas de las madres ni el dolor de los padres que lloran la muerte de sus hijos ni los gritos y quejidos de los niños. Matas los cuerpos de los niños, porque a ti el temor te mata el corazón; y piensas que, si logras tu objetivo, podrás vivir por largo tiempo, cuando en realidad pretendes matar al que es la Vida en persona.

Aquel que es la fuente de la gracia, que es pequeño y grande a la vez, que está acostado en un pesebre, te hace temer por tu trono; por medio de ti, y sin que tú lo sepas, realiza sus designios y libra a las almas de la cautividad del demonio. A los que habían nacido en pecado los recibe en el número de sus hijos adoptivos.

Aquellos niños, sin saberlo, mueren por Cristo, y sus padres lloran la muerte de aquellos mártires; Cristo, cuando eran todavía incapaces de hablar, los convierte en idóneos testigos suyos. Así es el reinado de aquel que ha venido para ser rey. Así libera aquel que ha venido a ser libertador, así salva aquel que ha venido a ser salvador. Pero tú, Herodes, ignorando todo esto, te alteras y te llenas de furor; y, al llenarte de furor contra aquel niño, le prestas ya tu homenaje sin saberlo.

¡Cuán grande y gratuito es el don! ¿Qué merecimientos tenían aquellos niños para obtener la victoria? Aún no hablan y ya confiesan a Cristo. Sus cuerpos no tienen aún la fuerza suficiente para la lucha y han conseguido ya la palma de la victoria.

27 de diciembre de 2016

Santo Evangelio 27 de Diciembre 2016


Día litúrgico: 27 de Diciembre: San Juan, apóstol y evangelista

Texto del Evangelio (Jn 20,2-8): El primer día de la semana, María Magdalena fue corriendo a Simón Pedro y a donde estaba el otro discípulo a quien Jesús quería y les dice: «Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde le han puesto». Salieron Pedro y el otro discípulo, y se encaminaron al sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió por delante más rápido que Pedro, y llegó primero al sepulcro. Se inclinó y vio las vendas en el suelo; pero no entró. Llega también Simón Pedro siguiéndole, entra en el sepulcro y ve las vendas en el suelo, y el sudario que cubrió su cabeza, no junto a las vendas, sino plegado en un lugar aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado el primero al sepulcro; vio y creyó.

«Vio y creyó»
Rev. D. Manel VALLS i Serra 
(Barcelona, España)


Hoy, la liturgia celebra la fiesta de san Juan, apóstol y evangelista. Al siguiente día de Navidad, la Iglesia celebra la fiesta del primer mártir de la fe cristiana, san Esteban. Y el día después, la fiesta de san Juan, aquel que mejor y más profundamente penetra en el misterio del Verbo encarnado, el primer “teólogo” y modelo de todo verdadero teólogo. El pasaje de su Evangelio que hoy se propone nos ayuda a contemplar la Navidad desde la perspectiva de la Resurrección del Señor. En efecto, Juan, llegado al sepulcro vacío, «vio y creyó» (Jn 20,8). Confiados en el testimonio de los Apóstoles, nosotros nos vemos movidos en cada Navidad a “ver” y “creer”.

Uno puede revivir estos mismos “ver” y “creer” a propósito del nacimiento de Jesús, el Verbo encarnado. Juan, movido por la intuición de su corazón —y, deberíamos añadir, por la “gracia”— “ve” más allá de lo que sus ojos en aquel momento pueden llegar a contemplar. En realidad, si él cree, lo hace sin “haber visto” todavía a Cristo, con lo cual ya hay ahí implícita la alabanza para aquellos que «creerán sin haber visto» (Jn 20,29), con la que culmina el vigésimo capítulo de su Evangelio.

Pedro y Juan “corren” juntos hacia el sepulcro, pero el texto nos dice que Juan «corrió más aprisa que Pedro, y llegó antes al sepulcro» (Jn 20,4). Parece como si a Juan le mueve más el deseo de estar de nuevo al lado de Aquel a quien amaba —Cristo— que no simplemente estar físicamente al lado de Pedro, ante el cual, sin embargo —con el gesto de esperarlo y de que sea él quien entre primero en el sepulcro— muestra que es Pedro quien tiene la primacía en el Colegio Apostólico. Con todo, el corazón ardiente, lleno de celo, rebosante de amor de Juan, es lo que le lleva a “correr” y a “avanzarse”, en una clara invitación a que nosotros vivamos igualmente nuestra fe con este deseo tan ardiente de encontrar al Resucitado.

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En la Encarnación se ha manifestado la misma Vida en Persona



EN LA ENCARNACIÓN SE HA MANIFESTADO LA MISMA VIDA EN PERSONA

Lo que existía desde un principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos Y lo que tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida. ¿Quién podría tocar con sus manos a la Palabra, si no fuese porque la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros? Esta Palabra, que se hizo carne para que pudiera ser tocada, comenzó a ser carne en el seno de la Virgen María; pero no fue entonces cuando empezó a ser Palabra, ya que, como nos dice Juan, existía desde un principio. Ved cómo concuerda su carta con las palabras de su evangelio, que acabáis de escuchar: Ya al comienzo de las cosas existía la Palabra, y la Palabra estaba con Dios.

Quizá alguien piense que hay que entender la expresión «la palabra de vida» como un modo de hablar que se refiere a Cristo, pero no al cuerpo de Cristo que podía ser tocado por nuestras manos. Atended a las palabras que siguen: Porque la vida se ha manifestado. Por tanto, Cristo es la Palabra de vida.

¿Y de dónde se ha manifestado esta vida? Existía desde un principio, pero no se había manifestado a los hombres; en cambio, sí se había manifestado a los ángeles, que la veían y se alimentaban de ella como de su propio pan. Pero, ¿qué dice la Escritura? El hombre comió pan de ángeles.

Así, pues, en la encarnación se ha manifestado la misma Vida en persona, y se ha manifestado para que, al hacerse visible, ella, que sólo podía ser contemplada con los ojos del corazón, sanara los corazones. Porque la Palabra sólo puede ser contemplada con los ojos del corazón; en cambio, la carne puede ser contemplada también con los ojos corporales. Éramos capaces de ver la carne, pero no a la Palabra; por esto la Palabra se hizo carne, que puede ser vista por nosotros, para sanar en nosotros lo que nos hace capaces de ver a la Palabra.

Y nosotros -continúa- testificamos y os anunciamos esta vida eterna, la que estaba con el Padre y se nos ha manifestado, esto es, se ha manifestado entre nosotros y, para decirlo con más claridad, se ha manifestado en nuestro interior.

Lo que hemos visto y oído os lo anunciamos. Atended, queridos hermanos: Lo que hemos visto y oído os lo anunciamos. Ellos vieron al mismo Señor presente en la carne y oyeron las palabras que salían de su boca, y nos lo han anunciado. Nosotros, por tanto, hemos oído, pero no hemos visto.

¿Somos por eso menos dichosos que ellos, que vieron y oyeron? Pero entonces, ¿por qué añade: A fin de que viváis en comunión con nosotros? Ellos vieron, nosotros no, y sin embargo vivimos en comunión con ellos, porque tenemos una fe común.

Y esta nuestra comunión de vida es con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Os escribimos estas cosas -continúa- para que sea colmado vuestro gozo. Gozo colmado, dice, en una misma comunión de vida, en una misma caridad, en una misma unidad.

De los Tratados de san Agustín, obispo, sobre la primera carta de san Juan

26 de diciembre de 2016

Santo Evangelio 26 de Diciembre 2016



Día litúrgico: 26 de Diciembre: San Esteban, protomártir

Texto del Evangelio (Mt 10,17-22): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus Apóstoles: «Guardaos de los hombres, porque os entregarán a los tribunales y os azotarán en sus sinagogas; y por mi causa seréis llevados ante gobernadores y reyes, para que deis testimonio ante ellos y ante los gentiles. Mas cuando os entreguen, no os preocupéis de cómo o qué vais a hablar. Lo que tengáis que hablar se os comunicará en aquel momento. Porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hablará en vosotros. Entregará a la muerte hermano a hermano y padre a hijo; se levantarán hijos contra padres y los matarán. Y seréis odiados de todos por causa de mi nombre; pero el que persevere hasta el fin, ése se salvará».


«Os entregarán a los tribunales y os azotarán»
Fray Josep Mª MASSANA i Mola OFM 
(Barcelona, España)


Hoy, recién saboreada la profunda experiencia del Nacimiento del Niño Jesús, cambia el panorama litúrgico. Podríamos pensar que celebrar un mártir no encaja con el encanto navideño… El martirio de san Esteban, a quien veneramos como protomártir del cristianismo, entra de lleno en la teología de la Encarnación del Hijo de Dios. Jesús vino al mundo para derramar su Sangre por nosotros. Esteban fue el primero que derramó su sangre por Jesús. Leemos en este Evangelio como Jesús mismo lo anuncia: «Os entregarán a los tribunales y (…) seréis llevados ante gobernadores y reyes, para que deis testimonio» (Mt 10,17.18). Precisamente “mártir” significa exactamente esto: testigo.

Este testimonio de palabra y de obra se da gracias a la fuerza del Espíritu Santo: «El Espíritu de vuestro Padre (…) hablará en vosotros » (Mt 10,19). Tal como leemos en los “Hechos de los Apóstoles”, capítulo 7, Esteban, llevado a los tribunales, dio una lección magistral, haciendo un recorrido por el Antiguo Testamento, demostrando que todo él converge en el Nuevo, en la Persona de Jesús. En Él se cumple todo lo que ha sido anunciado por los profetas y enseñado por los patriarcas.

En la narración de su martirio encontramos una bellísima alusión trinitaria: «Esteban, lleno del Espíritu Santo, miró fijamente al cielo y vio la gloria de Dios y a Jesús de pie a la diestra de Dios» (Hch 7,55). Su experiencia fue como una degustación de la Gloria del Cielo. Y Esteban murió como Jesús, perdonando a los que lo inmolaban: «Señor, no les tengas en cuenta este pecado» (Hch 7,60); rezó las palabras del Maestro: «Padre, perdónales porque no saben lo que hacen» (Lc, 23, 34).

Pidamos a este mártir que sepamos vivir como él, llenos del Espíritu Santo, a fin de que, fijando la mirada en el cielo, veamos a Jesús a la diestra de Dios. Esta experiencia nos hará gozar ya del cielo, mientras estamos en la tierra.

«Os entregarán a los tribunales y os azotarán»
+ Rev. D. Joan BUSQUETS i Masana 
(Sabadell, Barcelona, España)


Hoy, la Iglesia celebra la fiesta de su primer mártir, el diácono san Esteban. El Evangelio, a veces, parece desconcertante. Ayer nos transmitía sentimientos de gozo y de alegría por el nacimiento del Niño Jesús: «Los pastores regresaron glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto» (Lc 2,20). Hoy parece como si nos quisiera poner sobre aviso ante los peligros: «Guardaos de los hombres, porque os entregarán a los tribunales y os azotarán» (Mt 10,17). Es que aquellos que quieran ser testimonios, como los pastores en la alegría del nacimiento, han de ser también valientes como Esteban en el momento de proclamar la Muerte y Resurrección de aquel Niño que tenía en Él la Vida.

El mismo Espíritu que cubrió con su sombra a María, la Madre virgen, para que fuera posible la realización del plan de Dios de salvar a los hombres; el mismo Espíritu que se posó sobre los Apóstoles para que salieran de su escondrijo y difundieran la Buena Nueva —el Evangelio— por todo el mundo, es el que da fuerzas a aquel chico que discutía con los de la sinagoga y ante el que «no podían resistir a la sabiduría y al Espíritu con que hablaba» (Hch 6,10).

Era un mártir en vida. Mártir significa “testimonio”. Y fue también mártir por su muerte. En vida hizo caso de las palabras del Maestro: «No os preocupéis de cómo o qué vais a hablar. Lo que tengáis que hablar se os comunicará en aquel momento» (Mt 10,19). Esteban, «mirando al cielo, vio la gloria de Dios y a Jesús de pie a la derecha de Dios» (Hch 7,55). Esteban lo vio y lo dijo. Si el cristiano hoy es un testigo de Jesucristo, lo que ha visto con los ojos de la fe lo ha de decir sin miedo con las palabras más comprensibles, es decir, con los hechos, con las obras.

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Jaculatoria


La salvación de los cristianos y y la salvación del mundo



La salvación de los cristianos y y la salvación del mundo

SAN Ignacio de Loyola, que describió en el librito de los 
ejercicios el camino de su conversión del servicio del mundo al 
servicio de Jesucristo, exige al que quiere seguir sus pasos, en el 
primer día de la segunda semana, que medite sobre el misterio 
fundamental de la encarnación de Dios. De acuerdo con la forma 
de sus meditaciones propone, ante todo, hacerse presente la 
situación que constituye el trasfondo de este acontecimiento. En el 
libro de los ejercicios se dice:

El primer preámbulo es traer la historia de la cosa que tengo de 
contemplar; que es aquí cómo las tres personas divinas miraban toda la 
planicie o redondez de todo el mundo llena de hombres, y cómo viendo 
que todos descendían al infierno, se determina en la su eternidad, que la 
segunda persona se haga hombre, para salvar al género humano, y así 
venida la plenitud de los tiempos, enviando al ángel san Gabriel a 
Nuestra Señora.

Ignacio ve ante sí un mundo irredento, entregado a la eterna 
condenación. El pensamiento de que todos los hombres anteriores 
a Cristo y todos los que, después de él, permanecen al margen de 
la fe de la Iglesia, sufren este destino, fue lo que más le impulsó a 
consagrarse con tanto ardor a la predicación del evangelio. 

Podemos deducir la importancia de este pensamiento tan 
conmovedor como lúgubre del hecho de que aparece dos veces 
en la misma meditación. Dos veces exige al ejercitante que 
contemple el mundo con los ojos de Dios para ver cómo todos los 
hombres, hasta la encarnación de Cristo, descendían al infierno 

4. La angustia que puede producir esta idea, y el impulso a servir a 
los hombres ligados a ella, se encuentra también en la obra del 
gran misionero jesuita Francisco Javier. Este hizo los ejercicios 
bajo la dirección de su padre espiritual y, conmovido por tales 
experiencias, marchó a anunciar la palabra de Dios a todo el 
mundo y a salvar de la condenación eterna al mayor número 
posible

 5.Si intentamos repetir hoy la meditación de Ignacio, 
reconoceremos pronto que no podemos admitir plenamente estas 
ideas. Todo lo que creemos de Dios y lo que sabemos del hombre 
nos impide aceptar que fuera de la Iglesia no hay salvación, y que 
todos los hombres anteriores a Cristo se hayan condenado. No 
somos capaces ni estamos dispuestos a pensar que nuestro 
vecino, que es una persona excelente y, en muchas cosas, mejor 
que nosotros, se vaya a condenar por el sólo hecho de no ser 
católico. No estamos dispuestos a pensar que los hombres de 
Asia, África o cualquier otro sitio, deben sufrir la pena eterna sólo 
porque su pasaporte no indica: «católico». De hecho, antes y 
después de Ignacio, los teólogos se han preguntado muchas 
veces cómo es posible que los hombres, aun sin saberlo, 
pertenezcan en cierto modo a la Iglesia y a Cristo y, por tanto, 
puedan salvarse. Incluso hoy se elaboran reflexiones con gran 
sagacidad.

Pero si somos honrados, debemos conceder que éste no es 
nuestro problema. Lo que nos preocupa no es si los otros pueden 
salvarse y cómo. Estamos convencidos de que Dios puede 
hacerlo, con nuestra teoría o sin ella, con nuestra sagacidad o sin 
ella, y de que no necesita que le ayudemos con nuestros 
pensamientos. El problema que en realidad nos acucia no es cómo 
consigue Dios que los otros se salven.


Lo que nos preocupa es más bien por qué hemos de ser 
precisamente nosotros los que debamos practicar la fe cristiana; 
por qué se nos exige que llevemos, día tras día, el peso del dogma 
y la moral cristianos, cuando hay tantos otros caminos que 
conducen al cielo y a la salvación. Nos encontramos, pues, 
partiendo desde un punto diferente, ante la misma pregunta que 
dirigíamos ayer a Dios y con la que terminábamos: ¿cuál es, 
propiamente, la realidad cristiana que supera el puro moralismo? 
¿En qué consiste eso específico del cristianismo que no sólo lo 
justifica, sino que nos fuerza a ser cristianos y a vivir como tales? 
Vimos claramente que no existe una respuesta que solucione el 
problema con la claridad inequívoca e irrefutable del dato científico 
o matemático. El «sí» al ocultamiento de Dios es una parte 
esencial de ese movimiento del espíritu que llamamos fe.


Aún es necesaria otra reflexión previa. Si nos planteamos el 
problema acerca del fundamento y sentido de nuestra existencia 
cristiana tal como lo hicieron antes de nosotros, nos sentiremos 
equivocadamente envidiosos de la vida más sencilla y cómoda de 
los otros que «también» van al cielo. Nos pareceremos demasiado 
a los obreros de la primera hora de los que habla la parábola de 
los viñadores (/Mt/20/01-16). Estos no comprendieron para qué se 
habían esforzado durante todo el día, al ver que el sueldo de un 
denario podía ganarse también de forma mucho más sencilla. 

Pero, ¿de dónde deducían ellos que es mucho más cómodo estar 
sin trabajo que trabajar? Y, ¿por qué sólo les agradaba su salario 
con la condición de que a los otros les fuese peor que a ellos? Mas 
la parábola no era para los trabajadores de entonces, sino para 
nosotros. Pues al plantearnos estas preguntas sobre nuestro 
cristianismo, actuamos igual que aquellos obreros. Damos por 
supuesto que la falta de trabajo espiritual —una vida sin fe ni 
oración— es más cómoda que el servicio espiritual. Y, ¿de dónde 
sacamos esto? Nos fijamos en el esfuerzo cotidiano que exige el 
cristianismo y olvidamos que la fe no es sólo un peso que nos 
oprime, sino también una luz que nos instruye, que nos marca un 
camino y nos da un sentido. Sólo vemos en la Iglesia las 
ordenaciones exteriores que coartan nuestra libertad y pasamos 
por alto que es una patria que nos acoge en la vida y en la 
muerte. Sólo vemos nuestra propia carga y olvidamos que los otros 
también tienen la suya, aunque no la conozcamos. Y, sobre todo: 
¿qué actitud tan mezquina es ésa de no considerar retribuido el 
servicio cristiano porque sin él también se puede alcanzar el 
denario de la salvación? Por lo visto, queremos ser pagados no 
sólo con nuestra salvación sino, ante todo, con la condenación de 
los otros —igual que los obreros de la primera hora—. Esto es muy 
humano; pero la parábola del Señor nos indica claramente que, al 
mismo tiempo, es tremendamente anticristiano. El que ve la 
condenación de los otros como condición para servir a Cristo sólo 
podrá al final retirarse murmurando porque esta forma de salario 
contradice a la bondad de Dios.

Cristificación del hombre 
Encarnación de Dios
Así, pues, nuestro problema no puede ser por qué Dios permite 
que los «otros» se salven. Esa es cuestión suya, no nuestra. Lo 
que sí podemos y debemos hacer es, con todas las limitaciones, 
naturalmente, a que nos han conducido las anteriores reflexiones, 
intentar repensar diariamente lo que significa el que seamos 
cristianos: por qué Dios nos ha llamado a nosotros. En definitiva, 
es sólo otra forma de preguntarse sobre el sentido de la 
encarnación de Dios: ¿para qué ha venido al mundo si no lo ha 
cambiado, si no lo ha transformado en un mundo salvo?
Iniciamos antes un primer intento de respuesta. La fuerza de 
Cristo, decíamos, supera en riqueza y amplitud a la distribución del 
mundo en un período de salvación y otro de condenación. No sólo 
alcanza (¡qué raro sería eso!) a los que han existido después de 
él, sino a la totalidad, dando a todos libertad de entregarse. De 
hecho, los padres de la Iglesia no conocieron la expresión tan 
corriente de «época de transición», de mitad de los tiempos, en la 
que Cristo vino; ellos hablan de que Cristo vino al final de los 
tiempos. Lo que quiere decir que él es la meta y el sentido de todo 
6.
En nuestra imagen actual del mundo podemos quizás 
representarnos este hecho de forma nueva. Hoy no concebimos al 
mundo como un depósito inmóvil y perfectamente ordenado, en el 
que cada objeto tiene desde el principio su puesto determinado, 
sin que nada creado pueda cambiar de lugar. El mundo nos 
aparece, más bien, como un inmenso y único movimiento de 
evolución, como una sinfonía del ser que se desarrolla en el 
tiempo paso a paso.
Si, en cuanto nos es posible como hombres, intentamos 
comprender esta sinfonía evolutiva en sus subidas y descensos, 
en su riqueza y privación, podremos captar un punto que nos 
aparece como una transición decisiva de esta sinfonía cósmica, 
con el que comienza un tema completamente nuevo y, sin 
embargo, siempre anhelado: me refiero al momento en que, por 
primera vez, surge el espíritu en el mundo, en el que por primera 
vez brota la conciencia que no es un simple objeto, como las otras 
cosas, sino que es capaz de pensar en sí misma y en el mundo, 
capaz de contemplar lo eterno, a Dios. Todo lo precedente recibió, 
a partir de este hecho, del nacimiento del espíritu, un nuevo 
sentido. Todo lo precedente aparece ahora como preparación de 
este paso, y el espíritu lo toma a su servicio, dándole una 
significación nueva que antes no tenía por sí mismo. No obstante, 
si sólo hubiese existido el espíritu humano, el movimiento del 
cosmos hubiese sido, en definitiva, una trágica carrera hacia el 
vacío, porque todos sabemos que el hombre solo es incapaz de 
dar un sentido satisfactorio al mundo y a sí mismo.

ENC/SENTIDO-HT: Pero si contemplamos el mundo con la fe, 
sabemos que existe aún un segundo momento de transición: el 
instante en el que Dios se hizo hombre, en el que no sólo se dio el 
paso de la naturaleza al espíritu, sino el paso de creador a 
criatura. Aquel instante en el que, en un lugar, Dios y mundo se 
unificaron. El sentido de toda la historia posterior no puede ser, en 
el fondo, más que atraer todo el mundo a esta unificación, dándole 
a partir de ella el sentido pleno de ser uno con su creador. «Dios 
se ha hecho hombre para que los hombres fuesen dioses», dijo el 
santo obispo Atanasio de Alejandría. Podemos decir que aquí se 
nos muestra el auténtico sentido de la historia. En el paso del 
mundo a Dios, todo lo anterior y todo lo siguiente recibe su sentido 
como orientación del gran movimiento cósmico hacia la 
divinización, hacia la vuelta a aquél del que ha salido.

CR/QUE-ES: Si nos paramos a reflexionar y nos fijamos en 
nosotros mismos, resulta claro que lo que al principio sólo nos 
parecía una especulación original sobre el mundo y las cosas, 
contiene un programa muy personal para nosotros mismos. Pues 
la inmensa posibilidad del hombre consiste en seguir esta línea, 
tomando parte en el sentido del universo, o resistirse a ella, 
llevando su vida hacia el absurdo. Pero ser cristianos no significa 
otra cosa que decir «sí» a este movimiento y ponerse a sus 
órdenes. Hacerse cristiano no es asegurarse un premio individual; 
no es conseguirse una entrada privada para poseer un asiento en 
el cielo, de forma que, mirando a los otros, podamos decir: «tengo 
lo que los otros no tienen; a mí me reservan una salvación que los 
otros no poseen». Hacerse cristiano no es algo que se nos 
concede para que nosotros, los individuos particulares, nos lo 
guardemos, despreocupándonos de los que están vacíos. No: en 
cierto sentido, no se es cristiano para uno mismo, sino para la 
totalidad, para los otros, para todos. El movimiento de 
cristianización, que comienza en el bautismo y se debe 
perfeccionar en toda nuestra vida, significa la disposición de 
realizar en la historia lo que Dios quiera de nosotros. 
Seguramente, no siempre podemos comprender por qué he de ser 
yo el que lleve a cabo este servicio. Esto iría contra el misterio de 
la historia, basado en el hecho impenetrable de la libertad del 
hombre y de la libertad de Dios. Bástenos saber por la fe que 
nosotros, mientras nos hacemos cristianos, nos ponemos en 
disposición de servir a todos. Hacerse cristiano no significa, pues, 
conseguir algo para uno mismo; significa, por el contrario, salir del 
egoísmo que sólo piensa en sí mismo, y caminar hacia la nueva 
forma de existencia del que vive para los demás.

El sentido de la historia de la salvación
HTSV/SENTIDO: En este conjunto deberíamos entender todo lo 
referente a la historia de la salvación cristiana. Sólo en él podemos 
captar el sentido de la sagrada Escritura. Fijémonos en el Antiguo 
Testamento, en la elección de Israel: Dios no tomó a Israel para 
preocuparse solamente de este pueblo, despreciando a todos los 
otros. Lo tomó para que realizase un servicio. Y lo mismo ocurre 
cuando contemplamos a Cristo y a la Iglesia. Repito que no se 
trata de que unos sean amados y otros olvidados por Dios, sino de 
que todos son para todos. El misterio de Israel y el de la Iglesia 
implican esta misma enseñanza: Dios sólo quiere venir a los 
hombres por medio de los hombres. No deja caer su mirada 
verticalmente sobre los particulares como si la fe y la religión 
hubiesen de realizarse sólo entre él y el individuo. Más bien quiere 
edificar el sentido de la historia a través de nuestro servicio al 
prójimo y con el prójimo. Ser cristiano significa, pues, siempre y 
ante todo, liberarse del egoísmo del que sólo vive para sí mismo, e 
incorporarse en la gran orientación fundamental del existir para 
los otros.

Todas las grandes imágenes de la sagrada Escritura lo indican 
en el fondo. La imagen de la pascua, que se completa en el 
misterio neotestamentario de la muerte y resurrección; la imagen 
del éxodo, de la salida de lo corriente y de lo propio, que comienza 
con Abrahán y es ley fundamental de toda la historia sagrada, 
quieren expresar este movimiento básico de autoliberación del 
puro existir para sí mismo. Cristo lo dijo de forma más profunda en 
la ley del grano de trigo, que muestra, al mismo tiempo, que este 
principio fundamental no sólo rige toda la historia, sino también 
toda la creación de Dios.

En verdad, en verdad os digo que, si el grano de trigo no cae en la 
tierra y muere, quedará solo; pero si muere, llevará mucho fruto (Jn 12, 24).

Cristo cumplió en su muerte y resurrección esta ley del grano de 
trigo. En la eucaristía, pan de Dios, se ha convertido realmente en 
el fruto «centuplicado» del que aún vivimos. Pero en este misterio 
de la eucaristía, en el que es verdadera y plenamente «el que 
existe para nosotros», nos exige, día a día, el cumplimiento de esta 
ley que es la expresión definitiva de la esencia del verdadero amor. 

Pues, en el fondo, el amor no puede significar otra cosa que el 
apartarnos de las miras estrechas y egoístas y, saliendo de 
nosotros mismos, comenzar a existir para los demás. En definitiva, 
el movimiento fundamental del cristianismo no es otro que el simple 
movimiento fundamental del amor, en el que participamos del amor 
creador del mismo Dios.

Si decimos, pues, que el sentido del servicio cristiano, el sentido 
de nuestra fe, no se puede determinar a partir de una creencia 
individual, sino del hecho de que ocupamos un puesto insustituible 
en el todo y con relación al todo; si es verdad que no somos 
cristianos para nosotros mismos, sino porque Dios quiere y 
necesita nuestro servicio en la magnitud de la historia, tampoco 
podemos caer en el error de creer que el individuo es solamente 
una ruedecilla en la gran maquinaria del cosmos. Aunque es 
verdad que Dios no quiere puramente al individuo, sino a todos en 
armonía y ayuda mutua, también es verdad que conoce y ama a 
cada particular como tal. Jesucristo, el Hijo de Dios e Hijo del 
Hombre, en el que se realizó el paso decisivo de la historia 
universal hacia la unificación de la criatura y Dios, era un individuo 
concreto, nacido de una madre humana. Vivió su vida particular, 
arrostró su propio destino y murió su muerte. El escándalo y la 
grandeza del mensaje cristiano sigue siendo que el destino de toda 
la historia, nuestro destino, depende de un individuo: de Jesús de 
Nazaret.

En su figura quedan patentes ambas cosas: que vivimos unos 
de otros y para otros, y que Dios, sin embargo, conoce y ama de 
forma inconmovible a cada particular. Pienso que ambas cosas 
deben impresionarnos profundamente. Por una parte, debemos 
apropiarnos la interpretación del cristianismo como existencia para 
los demás. Pero debemos vivir no menos de esta gran seguridad y 
alegría de que Dios me ama a mí, a este hombre; que ama a 
cualquiera que tiene un rostro humano, por irreconocible y 
profanado que esté dicho rostro. Y cuando decimos, «Dios me 
amas», no sólo debemos sentir la responsabilidad, el peligro de 
hacernos indignos de ese amor, sino que debemos aceptar ese 
amor y esa gracia en toda su plenitud y pureza. Dicha afirmación 
implica también que Dios es perdonador y bondadoso. Es posible 
que en la predicación eclesiástica hayamos neutralizado en 
exceso, con una falsa angustia pedagógico-moral, las grandes 
parábolas del perdón: la del acreedor al que se le perdona una 
deuda de millones; la del pastor que busca a la oveja perdida y la 
de la mujer que se alegra más de la dracma perdida y encontrada 
que de todas las otras que no había perdido. La osadía de estas 
parábolas no es mayor que la osadía de los hechos de Jesús 
cuando toma entre sus amigos más íntimos al publicado Leví y a la 
prostituta Magdalena. En el atrevimiento de este testimonio se 
expresan dos ideas fundamentales: queda claro que el verdadero 
creyente no puede abusar de la seguridad del perdón divino como 
si fuese un título de libertad para entregarse al desenfreno, igual 
que el amante no abusa de la fidelidad del amor del otro, sino que 
se siente obligado a ser lo más digno posible de ese amor. Pero 
esta disposición a la que nos impulsa la fe en el amor no descansa 
en el miedo, sino en la plena y alegre seguridad de que Dios 
verdaderamente —y no sólo con frases piadosas— es más grande 
que nuestro corazón (1 Jn 3, 20).

Quizás merezca la pena, antes de acabar, reflexionar de nuevo 
sobre cómo debería presentarse hoy la meditación de san Ignacio 
si quisiéramos proponerla en nuestro momento histórico. Lo 
fundamental permanece: los hombres no pueden dar por sí 
mismos un sentido a su historia. Si se les dejase solos, la historia 
humana correría hacia el vacío, hacia el nihilismo, hacia el 
absurdo. Nadie ha comprendido esto más profundamente que los 
poetas de nuestro tiempo, que viven y sienten la soledad del 
hombre abandonado, que describen el aburrimiento y la vanidad 
como los sentimientos fundamentales de este hombre que se 
convierte en un infierno para sí mismo y para los otros.

También sabemos que Cristo ha dado un sentido al universo; 
que, en el paso de creador a criatura, el movimiento hacia el vacío 
se ha convertido en movimiento hacia la plenitud, con eterno 
sentido. Mas, superando a Ignacio, aceptaremos hoy que la 
misericordia de Dios, manifestada en Cristo, es suficientemente 
rica para todos. Tan rica, que nos obliga a ser instrumentos de su 
compasión y bondad. Para esto somos cristianos. Que Dios nos 
ayude a serlo verdaderamente. 


Benedicto XVI