La salvación de los cristianos y y la salvación del mundo
SAN Ignacio de Loyola, que describió en el librito de los
ejercicios el camino de su conversión del servicio del mundo al
servicio de Jesucristo, exige al que quiere seguir sus pasos, en el
primer día de la segunda semana, que medite sobre el misterio
fundamental de la encarnación de Dios. De acuerdo con la forma
de sus meditaciones propone, ante todo, hacerse presente la
situación que constituye el trasfondo de este acontecimiento. En el
libro de los ejercicios se dice:
El primer preámbulo es traer la historia de la cosa que tengo de
contemplar; que es aquí cómo las tres personas divinas miraban toda la
planicie o redondez de todo el mundo llena de hombres, y cómo viendo
que todos descendían al infierno, se determina en la su eternidad, que la
segunda persona se haga hombre, para salvar al género humano, y así
venida la plenitud de los tiempos, enviando al ángel san Gabriel a
Nuestra Señora.
Ignacio ve ante sí un mundo irredento, entregado a la eterna
condenación. El pensamiento de que todos los hombres anteriores
a Cristo y todos los que, después de él, permanecen al margen de
la fe de la Iglesia, sufren este destino, fue lo que más le impulsó a
consagrarse con tanto ardor a la predicación del evangelio.
Podemos deducir la importancia de este pensamiento tan
conmovedor como lúgubre del hecho de que aparece dos veces
en la misma meditación. Dos veces exige al ejercitante que
contemple el mundo con los ojos de Dios para ver cómo todos los
hombres, hasta la encarnación de Cristo, descendían al infierno
4. La angustia que puede producir esta idea, y el impulso a servir a
los hombres ligados a ella, se encuentra también en la obra del
gran misionero jesuita Francisco Javier. Este hizo los ejercicios
bajo la dirección de su padre espiritual y, conmovido por tales
experiencias, marchó a anunciar la palabra de Dios a todo el
mundo y a salvar de la condenación eterna al mayor número
posible
5.Si intentamos repetir hoy la meditación de Ignacio,
reconoceremos pronto que no podemos admitir plenamente estas
ideas. Todo lo que creemos de Dios y lo que sabemos del hombre
nos impide aceptar que fuera de la Iglesia no hay salvación, y que
todos los hombres anteriores a Cristo se hayan condenado. No
somos capaces ni estamos dispuestos a pensar que nuestro
vecino, que es una persona excelente y, en muchas cosas, mejor
que nosotros, se vaya a condenar por el sólo hecho de no ser
católico. No estamos dispuestos a pensar que los hombres de
Asia, África o cualquier otro sitio, deben sufrir la pena eterna sólo
porque su pasaporte no indica: «católico». De hecho, antes y
después de Ignacio, los teólogos se han preguntado muchas
veces cómo es posible que los hombres, aun sin saberlo,
pertenezcan en cierto modo a la Iglesia y a Cristo y, por tanto,
puedan salvarse. Incluso hoy se elaboran reflexiones con gran
sagacidad.
Pero si somos honrados, debemos conceder que éste no es
nuestro problema. Lo que nos preocupa no es si los otros pueden
salvarse y cómo. Estamos convencidos de que Dios puede
hacerlo, con nuestra teoría o sin ella, con nuestra sagacidad o sin
ella, y de que no necesita que le ayudemos con nuestros
pensamientos. El problema que en realidad nos acucia no es cómo
consigue Dios que los otros se salven.
Lo que nos preocupa es más bien por qué hemos de ser
precisamente nosotros los que debamos practicar la fe cristiana;
por qué se nos exige que llevemos, día tras día, el peso del dogma
y la moral cristianos, cuando hay tantos otros caminos que
conducen al cielo y a la salvación. Nos encontramos, pues,
partiendo desde un punto diferente, ante la misma pregunta que
dirigíamos ayer a Dios y con la que terminábamos: ¿cuál es,
propiamente, la realidad cristiana que supera el puro moralismo?
¿En qué consiste eso específico del cristianismo que no sólo lo
justifica, sino que nos fuerza a ser cristianos y a vivir como tales?
Vimos claramente que no existe una respuesta que solucione el
problema con la claridad inequívoca e irrefutable del dato científico
o matemático. El «sí» al ocultamiento de Dios es una parte
esencial de ese movimiento del espíritu que llamamos fe.
Aún es necesaria otra reflexión previa. Si nos planteamos el
problema acerca del fundamento y sentido de nuestra existencia
cristiana tal como lo hicieron antes de nosotros, nos sentiremos
equivocadamente envidiosos de la vida más sencilla y cómoda de
los otros que «también» van al cielo. Nos pareceremos demasiado
a los obreros de la primera hora de los que habla la parábola de
los viñadores (/Mt/20/01-16). Estos no comprendieron para qué se
habían esforzado durante todo el día, al ver que el sueldo de un
denario podía ganarse también de forma mucho más sencilla.
Pero, ¿de dónde deducían ellos que es mucho más cómodo estar
sin trabajo que trabajar? Y, ¿por qué sólo les agradaba su salario
con la condición de que a los otros les fuese peor que a ellos? Mas
la parábola no era para los trabajadores de entonces, sino para
nosotros. Pues al plantearnos estas preguntas sobre nuestro
cristianismo, actuamos igual que aquellos obreros. Damos por
supuesto que la falta de trabajo espiritual —una vida sin fe ni
oración— es más cómoda que el servicio espiritual. Y, ¿de dónde
sacamos esto? Nos fijamos en el esfuerzo cotidiano que exige el
cristianismo y olvidamos que la fe no es sólo un peso que nos
oprime, sino también una luz que nos instruye, que nos marca un
camino y nos da un sentido. Sólo vemos en la Iglesia las
ordenaciones exteriores que coartan nuestra libertad y pasamos
por alto que es una patria que nos acoge en la vida y en la
muerte. Sólo vemos nuestra propia carga y olvidamos que los otros
también tienen la suya, aunque no la conozcamos. Y, sobre todo:
¿qué actitud tan mezquina es ésa de no considerar retribuido el
servicio cristiano porque sin él también se puede alcanzar el
denario de la salvación? Por lo visto, queremos ser pagados no
sólo con nuestra salvación sino, ante todo, con la condenación de
los otros —igual que los obreros de la primera hora—. Esto es muy
humano; pero la parábola del Señor nos indica claramente que, al
mismo tiempo, es tremendamente anticristiano. El que ve la
condenación de los otros como condición para servir a Cristo sólo
podrá al final retirarse murmurando porque esta forma de salario
contradice a la bondad de Dios.
Cristificación del hombre
Encarnación de Dios
Así, pues, nuestro problema no puede ser por qué Dios permite
que los «otros» se salven. Esa es cuestión suya, no nuestra. Lo
que sí podemos y debemos hacer es, con todas las limitaciones,
naturalmente, a que nos han conducido las anteriores reflexiones,
intentar repensar diariamente lo que significa el que seamos
cristianos: por qué Dios nos ha llamado a nosotros. En definitiva,
es sólo otra forma de preguntarse sobre el sentido de la
encarnación de Dios: ¿para qué ha venido al mundo si no lo ha
cambiado, si no lo ha transformado en un mundo salvo?
Iniciamos antes un primer intento de respuesta. La fuerza de
Cristo, decíamos, supera en riqueza y amplitud a la distribución del
mundo en un período de salvación y otro de condenación. No sólo
alcanza (¡qué raro sería eso!) a los que han existido después de
él, sino a la totalidad, dando a todos libertad de entregarse. De
hecho, los padres de la Iglesia no conocieron la expresión tan
corriente de «época de transición», de mitad de los tiempos, en la
que Cristo vino; ellos hablan de que Cristo vino al final de los
tiempos. Lo que quiere decir que él es la meta y el sentido de todo
6.
En nuestra imagen actual del mundo podemos quizás
representarnos este hecho de forma nueva. Hoy no concebimos al
mundo como un depósito inmóvil y perfectamente ordenado, en el
que cada objeto tiene desde el principio su puesto determinado,
sin que nada creado pueda cambiar de lugar. El mundo nos
aparece, más bien, como un inmenso y único movimiento de
evolución, como una sinfonía del ser que se desarrolla en el
tiempo paso a paso.
Si, en cuanto nos es posible como hombres, intentamos
comprender esta sinfonía evolutiva en sus subidas y descensos,
en su riqueza y privación, podremos captar un punto que nos
aparece como una transición decisiva de esta sinfonía cósmica,
con el que comienza un tema completamente nuevo y, sin
embargo, siempre anhelado: me refiero al momento en que, por
primera vez, surge el espíritu en el mundo, en el que por primera
vez brota la conciencia que no es un simple objeto, como las otras
cosas, sino que es capaz de pensar en sí misma y en el mundo,
capaz de contemplar lo eterno, a Dios. Todo lo precedente recibió,
a partir de este hecho, del nacimiento del espíritu, un nuevo
sentido. Todo lo precedente aparece ahora como preparación de
este paso, y el espíritu lo toma a su servicio, dándole una
significación nueva que antes no tenía por sí mismo. No obstante,
si sólo hubiese existido el espíritu humano, el movimiento del
cosmos hubiese sido, en definitiva, una trágica carrera hacia el
vacío, porque todos sabemos que el hombre solo es incapaz de
dar un sentido satisfactorio al mundo y a sí mismo.
ENC/SENTIDO-HT: Pero si contemplamos el mundo con la fe,
sabemos que existe aún un segundo momento de transición: el
instante en el que Dios se hizo hombre, en el que no sólo se dio el
paso de la naturaleza al espíritu, sino el paso de creador a
criatura. Aquel instante en el que, en un lugar, Dios y mundo se
unificaron. El sentido de toda la historia posterior no puede ser, en
el fondo, más que atraer todo el mundo a esta unificación, dándole
a partir de ella el sentido pleno de ser uno con su creador. «Dios
se ha hecho hombre para que los hombres fuesen dioses», dijo el
santo obispo Atanasio de Alejandría. Podemos decir que aquí se
nos muestra el auténtico sentido de la historia. En el paso del
mundo a Dios, todo lo anterior y todo lo siguiente recibe su sentido
como orientación del gran movimiento cósmico hacia la
divinización, hacia la vuelta a aquél del que ha salido.
CR/QUE-ES: Si nos paramos a reflexionar y nos fijamos en
nosotros mismos, resulta claro que lo que al principio sólo nos
parecía una especulación original sobre el mundo y las cosas,
contiene un programa muy personal para nosotros mismos. Pues
la inmensa posibilidad del hombre consiste en seguir esta línea,
tomando parte en el sentido del universo, o resistirse a ella,
llevando su vida hacia el absurdo. Pero ser cristianos no significa
otra cosa que decir «sí» a este movimiento y ponerse a sus
órdenes. Hacerse cristiano no es asegurarse un premio individual;
no es conseguirse una entrada privada para poseer un asiento en
el cielo, de forma que, mirando a los otros, podamos decir: «tengo
lo que los otros no tienen; a mí me reservan una salvación que los
otros no poseen». Hacerse cristiano no es algo que se nos
concede para que nosotros, los individuos particulares, nos lo
guardemos, despreocupándonos de los que están vacíos. No: en
cierto sentido, no se es cristiano para uno mismo, sino para la
totalidad, para los otros, para todos. El movimiento de
cristianización, que comienza en el bautismo y se debe
perfeccionar en toda nuestra vida, significa la disposición de
realizar en la historia lo que Dios quiera de nosotros.
Seguramente, no siempre podemos comprender por qué he de ser
yo el que lleve a cabo este servicio. Esto iría contra el misterio de
la historia, basado en el hecho impenetrable de la libertad del
hombre y de la libertad de Dios. Bástenos saber por la fe que
nosotros, mientras nos hacemos cristianos, nos ponemos en
disposición de servir a todos. Hacerse cristiano no significa, pues,
conseguir algo para uno mismo; significa, por el contrario, salir del
egoísmo que sólo piensa en sí mismo, y caminar hacia la nueva
forma de existencia del que vive para los demás.
El sentido de la historia de la salvación
HTSV/SENTIDO: En este conjunto deberíamos entender todo lo
referente a la historia de la salvación cristiana. Sólo en él podemos
captar el sentido de la sagrada Escritura. Fijémonos en el Antiguo
Testamento, en la elección de Israel: Dios no tomó a Israel para
preocuparse solamente de este pueblo, despreciando a todos los
otros. Lo tomó para que realizase un servicio. Y lo mismo ocurre
cuando contemplamos a Cristo y a la Iglesia. Repito que no se
trata de que unos sean amados y otros olvidados por Dios, sino de
que todos son para todos. El misterio de Israel y el de la Iglesia
implican esta misma enseñanza: Dios sólo quiere venir a los
hombres por medio de los hombres. No deja caer su mirada
verticalmente sobre los particulares como si la fe y la religión
hubiesen de realizarse sólo entre él y el individuo. Más bien quiere
edificar el sentido de la historia a través de nuestro servicio al
prójimo y con el prójimo. Ser cristiano significa, pues, siempre y
ante todo, liberarse del egoísmo del que sólo vive para sí mismo, e
incorporarse en la gran orientación fundamental del existir para
los otros.
Todas las grandes imágenes de la sagrada Escritura lo indican
en el fondo. La imagen de la pascua, que se completa en el
misterio neotestamentario de la muerte y resurrección; la imagen
del éxodo, de la salida de lo corriente y de lo propio, que comienza
con Abrahán y es ley fundamental de toda la historia sagrada,
quieren expresar este movimiento básico de autoliberación del
puro existir para sí mismo. Cristo lo dijo de forma más profunda en
la ley del grano de trigo, que muestra, al mismo tiempo, que este
principio fundamental no sólo rige toda la historia, sino también
toda la creación de Dios.
En verdad, en verdad os digo que, si el grano de trigo no cae en la
tierra y muere, quedará solo; pero si muere, llevará mucho fruto (Jn 12, 24).
Cristo cumplió en su muerte y resurrección esta ley del grano de
trigo. En la eucaristía, pan de Dios, se ha convertido realmente en
el fruto «centuplicado» del que aún vivimos. Pero en este misterio
de la eucaristía, en el que es verdadera y plenamente «el que
existe para nosotros», nos exige, día a día, el cumplimiento de esta
ley que es la expresión definitiva de la esencia del verdadero amor.
Pues, en el fondo, el amor no puede significar otra cosa que el
apartarnos de las miras estrechas y egoístas y, saliendo de
nosotros mismos, comenzar a existir para los demás. En definitiva,
el movimiento fundamental del cristianismo no es otro que el simple
movimiento fundamental del amor, en el que participamos del amor
creador del mismo Dios.
Si decimos, pues, que el sentido del servicio cristiano, el sentido
de nuestra fe, no se puede determinar a partir de una creencia
individual, sino del hecho de que ocupamos un puesto insustituible
en el todo y con relación al todo; si es verdad que no somos
cristianos para nosotros mismos, sino porque Dios quiere y
necesita nuestro servicio en la magnitud de la historia, tampoco
podemos caer en el error de creer que el individuo es solamente
una ruedecilla en la gran maquinaria del cosmos. Aunque es
verdad que Dios no quiere puramente al individuo, sino a todos en
armonía y ayuda mutua, también es verdad que conoce y ama a
cada particular como tal. Jesucristo, el Hijo de Dios e Hijo del
Hombre, en el que se realizó el paso decisivo de la historia
universal hacia la unificación de la criatura y Dios, era un individuo
concreto, nacido de una madre humana. Vivió su vida particular,
arrostró su propio destino y murió su muerte. El escándalo y la
grandeza del mensaje cristiano sigue siendo que el destino de toda
la historia, nuestro destino, depende de un individuo: de Jesús de
Nazaret.
En su figura quedan patentes ambas cosas: que vivimos unos
de otros y para otros, y que Dios, sin embargo, conoce y ama de
forma inconmovible a cada particular. Pienso que ambas cosas
deben impresionarnos profundamente. Por una parte, debemos
apropiarnos la interpretación del cristianismo como existencia para
los demás. Pero debemos vivir no menos de esta gran seguridad y
alegría de que Dios me ama a mí, a este hombre; que ama a
cualquiera que tiene un rostro humano, por irreconocible y
profanado que esté dicho rostro. Y cuando decimos, «Dios me
amas», no sólo debemos sentir la responsabilidad, el peligro de
hacernos indignos de ese amor, sino que debemos aceptar ese
amor y esa gracia en toda su plenitud y pureza. Dicha afirmación
implica también que Dios es perdonador y bondadoso. Es posible
que en la predicación eclesiástica hayamos neutralizado en
exceso, con una falsa angustia pedagógico-moral, las grandes
parábolas del perdón: la del acreedor al que se le perdona una
deuda de millones; la del pastor que busca a la oveja perdida y la
de la mujer que se alegra más de la dracma perdida y encontrada
que de todas las otras que no había perdido. La osadía de estas
parábolas no es mayor que la osadía de los hechos de Jesús
cuando toma entre sus amigos más íntimos al publicado Leví y a la
prostituta Magdalena. En el atrevimiento de este testimonio se
expresan dos ideas fundamentales: queda claro que el verdadero
creyente no puede abusar de la seguridad del perdón divino como
si fuese un título de libertad para entregarse al desenfreno, igual
que el amante no abusa de la fidelidad del amor del otro, sino que
se siente obligado a ser lo más digno posible de ese amor. Pero
esta disposición a la que nos impulsa la fe en el amor no descansa
en el miedo, sino en la plena y alegre seguridad de que Dios
verdaderamente —y no sólo con frases piadosas— es más grande
que nuestro corazón (1 Jn 3, 20).
Quizás merezca la pena, antes de acabar, reflexionar de nuevo
sobre cómo debería presentarse hoy la meditación de san Ignacio
si quisiéramos proponerla en nuestro momento histórico. Lo
fundamental permanece: los hombres no pueden dar por sí
mismos un sentido a su historia. Si se les dejase solos, la historia
humana correría hacia el vacío, hacia el nihilismo, hacia el
absurdo. Nadie ha comprendido esto más profundamente que los
poetas de nuestro tiempo, que viven y sienten la soledad del
hombre abandonado, que describen el aburrimiento y la vanidad
como los sentimientos fundamentales de este hombre que se
convierte en un infierno para sí mismo y para los otros.
También sabemos que Cristo ha dado un sentido al universo;
que, en el paso de creador a criatura, el movimiento hacia el vacío
se ha convertido en movimiento hacia la plenitud, con eterno
sentido. Mas, superando a Ignacio, aceptaremos hoy que la
misericordia de Dios, manifestada en Cristo, es suficientemente
rica para todos. Tan rica, que nos obliga a ser instrumentos de su
compasión y bondad. Para esto somos cristianos. Que Dios nos
ayude a serlo verdaderamente.
Benedicto XVI