30 de abril de 2021

Santo Evangelio 30 de Abril 2021

  


Texto del Evangelio (Jn 14,1-6): 

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios: creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas mansiones; si no, os lo habría dicho; porque voy a prepararos un lugar. Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros. Y adonde yo voy sabéis el camino». Le dice Tomás: «Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?». Le dice Jesús: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí».

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«Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí»


Rev. D. Josep Mª MANRESA Lamarca

(Valldoreix, Barcelona, España)

Hoy, en este Viernes IV de Pascua, Jesús nos invita a la calma. La serenidad y la alegría fluyen como un río de paz de su Corazón resucitado hasta el nuestro, agitado e inquieto, zarandeado tantas veces por un activismo tan enfebrecido como estéril.

Son los nuestros los tiempos de la agitación, el nerviosismo y el estrés. Tiempos en que el Padre de la mentira ha inficionado las inteligencias de los hombres haciéndoles llamar al bien mal y al mal bien, dando luz por oscuridad y oscuridad por luz, sembrando en sus almas la duda y el escepticismo que agostan en ellas todo brote de esperanza en un horizonte de plenitud que el mundo con sus halagos no sabe ni puede dar.

Los frutos de tan diabólica empresa o actividad son evidentes: enseñoreado el “sinsentido” y la pérdida de la trascendencia de tantos hombres y mujeres, no sólo han olvidado, sino que han extraviado el camino, porque antes olvidaron el Camino. Guerras, violencias de todo género, cerrazón y egoísmo ante la vida (anticoncepción, aborto, eutanasia...), familias rotas, juventud “desnortada”, y un largo etcétera, constituyen la gran mentira sobre la que se asienta buena parte del triste andamiaje de la sociedad del tan cacareado “progreso”.

En medio de todo, Jesús, el Príncipe de la Paz, repite a los hombres de buena voluntad con su infinita mansedumbre: «No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios: creed también en mí» (Jn 14,1). A la derecha del Padre, Él acaricia como un sueño ilusionado de su misericordia el momento de tenernos junto a Él, «para que donde esté yo estéis también vosotros» (Jn 14,3). No podemos excusarnos como Tomás. Nosotros sí sabemos el camino. Nosotros, por pura gracia, sí conocemos el sendero que conduce al Padre, en cuya casa hay muchas estancias. En el cielo nos espera un lugar, que quedará para siempre vacío si nosotros no lo ocupamos. Acerquémonos, pues, sin temor, con ilimitada confianza a Aquél que es el único Camino, la irrenunciable Verdad y la Vida en plenitud.


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San Pio V, 30 de Abril

 


San Pio V, 30 de Abril

 († 1572)


 Bosco Marengo es una villa del norte de Italia, cercana a Alessandría; en ese paisaje melodiosamente umbrío, equidistante del mar de Génova y de los Alpes suizos, hay una casita humilde, cuidada, blanca; el 17 de enero de 1504, fiesta de San Antonio Abad, nació allí un niño predestinado a la gloria de este mundo y, lo que es mejor, a la gloria de los santos.

 El matrimonio de Pablo y Dominga Augeria era cristiano y pobre; la familia de los Ghislieri había venido a menos en lo económico, pero sin perder el rango espiritual. Al niño le pusieron el nombre del santo abad y le educaron en el temor de Dios. Antonio mostró en aquella infancia oscura anhelos de buscar el camino vocacional del claustro; pero la pobreza era tanta que tuvo que dedicarse a pastorear un rebaño. El pastorcillo cumplía resignadamente el oficio y, entre el ganado, no se cansaba de levantar el corazón a Dios en oración limpia. Y su oración fue oída. El señor Bastone, natural también de Bosco Marengo, le ayudó generosamente, enviándole a la escuela de los dominicos en compañía de su hijo Francisco. Antonio, redimido de su ocupación pastoril, y Francisco, el vástago del señor Bastone, iban todos los días muy de mañana a la escuela juntos. Antonio reveló unas excepcionales condiciones para el estudio y un alma transparente, en la que ardía de antiguo la llama de la vocación. Los padres le allanaron las dificultades, y el joven Antonio, con catorce años al hombro y un mundo de sueños, recibió el hábito de dominico en Voghera, no muy lejos de Bosco; de Voghera le destinan a Vigevano, donde hace el noviciado y profesa el 18 de mayo de 1521; el pastor Antonio Ghislieri es ya fray Miguel de Alejandría. Bolonia, con sus torres y sus cátedras, guarda los restos mortales de Santo Domingo de Guzmán; junto a la celda y al sepulcro del fundador, fray Miguel, estudia filosofía, teología y santidad. En 1528 está ya en Génova y allí recibe el orden sacerdotal.

 Empieza una nueva etapa de su vida: la de la acción. Si buscásemos un símbolo para definir la entrega y fidelidad con que fray Miguel de Alejandría se dedicó a la enseñanza, a la predicación, a la pobreza, a los oficios divinos, al destierro de la herejía en Pavía, en Alba, en Como, no sería menester alejarse del primitivo empleo que tuvo en la infancia, recreciendo el significado vulgar con el concepto evangélico del "buen pastor". Austero y tenaz en todo, le comparaban a San Bernardino de Siena en la pobreza y a San Pedro Mártir en el celo por la verdad y por la fe. Más se pareció a éste, pues estaba cortado por el mismo patrón dominicano y, como él, fue inquisidor en la diócesis de Como; caminaba a pie siempre, vestido con su hábito, el hatillo al hombro, la mirada puesta en el cumplimiento del deber. No le arredraban los peligros, ni los trabajos, ni las amenazas. Se enfrentaba, si era preciso, con el lucero del alba y le cantaba las cuarenta a los nobles y a los herejes cuantas veces era preciso, sin intimidarse nunca. El conde de la Trinidad, furibundo, le dijo en Alba que le arrojaría a un pozo; no se inmutó. En Como tuvo que refugiarse en casa de Bernardo Odescalchi porque los mercaderes de libros heréticos habían promovido una algarada contra él, pues decomisó sus mercancías; en otra ocasión, le aconsejaron que se disfrazase para no ser reconocido por los herejes en tierras de grisones. "Preferiría —contestó— ser mártir con el hábito puesto."

 A fines de 1550 se fue fray Miguel a Roma para justificar su conducta de inquisidor. Las acusaciones de mala fe le estaban formando en la Ciudad Eterna un ambiente difícil. El cardenal Caraffa supo comprenderlo y admirarlo. No salió solamente justificado; aumentó su prestigio. Un año más tarde Julio III, a instancias de Gian Pietro Caraffa, le nombró comisario general de la Inquisición; con Caraffa y con Cervini fue fray Miguel el mismo de siempre: un austero religioso, un hombre de oración, un pastor vigilante.

 En 1555 falleció Julio III; el 9 de abril del mismo año es elegido Sumo Pontífice el cardenal Cervini —Marcelo II—; el reinado fue breve: murió el 30 de abril; el 23 de mayo la triple corona recae en Gian Pietro Caraffa: Paulo IV. El nuevo Papa confirmó a fray Miguel en el cargo de comisario general de la Inquisición, le preconizó obispo de Sutri y Nepi el 4 de septiembre de 1556; pero el dominico no deseaba más que la paz de su convento; le infundían pavor los cargos. Paulo IV dijo que sería preciso ponerle cadenas en los pies pira evitar que se encerrase en el claustro. Mas no fueron cadenas lo que le puso, sino el capelo cardenalicio: 15 de marzo de 1557. Un año más tarde le nombra inquisidor mayor de la Iglesia.

 El sucesor de Paulo IV fue Pío IV, Médicis de pura cepa, que fue coronado el 6 de enero de 1560. Pío IV fue el último Papa del Renacimiento; el cardenal Ghislieri —nuestro fray Miguel— le amonestó en más de una ocasión, ganándose el desprecio y la desgracia del Papa, que le postergó cuanto pudo. Ignoraba Pío IV que aquel cardenal inflexible, amante de la pobreza, despegado del mundo y de los honores, celoso por la gloria de la casa de Dios, iba a ser su sucesor; se llamaría también Pío, en gesto magnánimo a la memoria del papa difunto; pero sólo heredaría de él el nombre. El programa del pontificado seria totalmente distinto. Más que papa del Renacimiento, Pío V sería el Pastor de la Iglesia.

 Pío IV falleció el 9 de diciembre de 1565. El Cónclave para elegirle sucesor, después de los funerales acostumbrados, iba a celebrarse en la Torre Boria; Aníbal Altemps, con sus tercios de infantería, montó la guardia para que el curso de la elección no se enturbiase por las Intrigas externas. Más de medio centenar de cardenales se encerraron en cónclave el 20 de diciembre. Era la medianoche. El frío congeló la argamasa con que se tapió el Cónclave, según rito y usanza antiguos. Fuera, conjeturas, expectación, nerviosismo de los embajadores. Dentro, Borromeo, Farnesio y Este eran cabezas de los tres partidos más fuertes; Borromeo representaba a los cardenales creados por su tío Pío IV, que le aconsejó, ya en el lecho de muerte, que trabajase por la candidatura de uno de ellos; Este era el adalid de los cardenales adictos a Francia; Farnesio ejercía un influjo poderoso por su riqueza y su estirpe. Los tres cabezas bregaron como pudieron; Borromeo como un santo; Este y Farnesio como dos príncipes del Renacimiento. Cayó, por imposibilidad nacida de las oposiciones de los grupos, la candidatura de Morone —que había tenido que habérselas con la Inquisición"—, la de Farnesio —que se resignó a la fuerza, forjándose esperanzas para mejor ocasión—, la de Riccia —quien se opuso Borromeo por no parecerle digno por su vida anterior—, la de Sirleto, etcétera. Por fin, Farnesio y Borromeo, remontándose sobre los egoísmos, optaron por Ghislieri. La tarde del 7 de enero de 1566 quedó decidida la elección. Al anochecer, una teoría de púrpuras se encaminó a la celda del austero fraile. A la fuerza le condujeron a la capilla Paulina y allí le proclamaron Papa. Un momento de angustia se produjo cuando el cardenal decano, Pisani, le preguntó si aceptaba y Ghislieri guardó silencio: le instaban todos. Por fin, dijo: "Estoy conforme."

 El Cónclave se abrió. La Iglesia tenía Papa. Todos reconocían en el cardenal Ghislieri al hombre de magníficas virtudes, acérrimo defensor de la verdad, pero las intrigas de algunos soberanos y de algunos electores le habían excluido de antemano. “Nos llevó el Espíritu Santo sin padecerse presión —apunta Pacheco a su rey Felipe II—, como se ha visto hoy en muchos hombres, que, cuando entraron en Cónclave, antes se cortaran las piernas que ir a hacer Papa a Alejandrino y corrieron a hacerle los primeros." Los cardenales se alegraron. Pío V era el Papa que la Iglesia necesitaba.

 La fiesta de la coronación se fijó para el 17 de enero, sexagésimo segundo cumpleaños de Pío V; el júbilo del pueblo fue enorme. Diez días después tomó posesión de San Juan de Letrán. El Papa —mediana estatura, enjuto de carnes, de ojos pequeños y mirada aguda, nariz aguileña, barba nevada y cabeza venerablemente calva— vio aquel día entre la gente que le aclamaba a su antiguo condiscípulo Francisco Bastnne, que, desde Bosco, había acudido a Roma para asistir a la entrada de Pío V en San Juan de Letrán; el nuevo Pontífice le llamó y, en agradecimiento a su padre, le dio el cargo de gobernador del castillo de Sant-Angelo. Toda Roma se enteró así del humilde origen del Papa, maravillándose que Dios hubiese elevado al pastorcillo de Bosco a Pastor supremo de la cristiandad.

 La vida íntima de Pío V redobló el ritmo de la austeridad y de la oración; la tiara era su gran cruz; no se quitó la tosca ropa interior de fraile, fue muy parco en el comer, incansable en el trabajo; visitaba las iglesias a pie, ahuyentó del palacio a los bufones, vivía alla fratesca. Sus devociones preferidas eran la meditación de la Pasión, el Santísimo —decía misa todos los días— y el Rosario. En la procesión del Corpus llevaba la custodia a pie, descubierta la cabeza y arrobado en éxtasis adorante. La gente se asombraba de aquel recogimiento. El embajador español Requeséns opinaba que desde hacía trescientos años la Iglesia no había tenido mejor Pastor. Era enemigo de los aduladores y gustaba que le dijeran las verdades del barquero. Dadivoso en extremo con los pobres, les repartía con gozo cuanto estaba en sus manos.

 Las razones políticas no existían para él; sí, en cambio, las razones de Dios y del bien de la Iglesia. "Raras veces —comenta el autor de la Historia de los Papas— en un papa el príncipe temporal ha quedado tan por entero atrás del sacerdote, como en el hijo de Santo Domingo que estaba ahora sentado en la silla de San Pedro."

 No quiso saber nada de nepotismos, mal del tiempo. Cuando le indicaron que convenía elevar a sus parientes, respondió con firmeza: "Dios me ha llamado para que yo sirva a la Iglesia, no para que la Iglesia me sirva a mí". Inexperto en los negocios políticos, que no le atraían, cedió a los ruegos de todos los cardenales y del embajador español, nombrando cardenal y secretario de Estado a fray Miguel Bonelli, O. P., sobrino segundo, suyo; pero le obligó a seguir viviendo como un mendicante y le exigió una “vida parecida a la suya”; le reprendió tan severamente una vez, que el joven cardenal enfermó de tristeza; al cardenal Farnesio, que le sugería que fortificase Anagni, le replicó que la Iglesia no necesitaba cañones ni soldados, sino oración, ayuno, lágrimas y estudio de la Sagrada Escritura. La independencia de criterio de Pío V se debía a su carácter, pero también influyó en ello la desconfianza en los cardenales, a quienes, por otra parte, trataba con inaudita afabilidad y respeto, aunque pronto pensó purificar el Sacro Colegio con la elevación de hombres dignos de tal honor.

 Con denuedo trabajó Pío V para convertir a Roma en un dechado de ciudades cristianas, visitó las parroquias, como obispo; castigó los escándalos, sin acepción de personas; dio ejemplo con su santa vida. Roma, cuentan los embajadores, cambió por completo: la ciudad del lujo y de la frivolidad renacentistas parecía ahora un "convento seglar".

 El reinado de Pío V se centró o se abrió en cuatro dimensiones capitales: primera, la puesta en marcha de los decretos tridentinos, o sea la reforma de la Iglesia; segunda, la lucha contra los herejes; tercera, la cruzada contra los turcos, pesadilla de la cristiandad, y cuarta, el fomento de las ciencias eclesiásticas.

 El espíritu de Trento parecía haberse encarnado en la persona de Pío V. Todo el mundo estaba convencido de esta verdad. A raíz de su elevación al trono pontificio un observador extranjero comentó: "Tiene vida para diez años y planes de reforma para ciento y mil”. Empezó por la cabeza, ayudado de Ormaneto, instado por San Carlos Borromeo, dando a la Corte ejemplo incontrovertible de rigor y de vida austera, Reformó el Breviario, y el Misal, publicó el famoso Catecismo de Trento —llamado también de San Pío V—, que apareció ya en 1566 en la imprenta de Pablo Manucio; urgió la obligación de la residencia a los obispos, les impulsó a celebrar sínodos y visitas pastorales, adelantándoseles con el ejemplo. Tiépolo decía que el nuevo Papa no hacía otra cosa que reformar.

 Como Paulo IV, con quien estuvo tan compenetrado, sabía que la fe es sustancia y fundamento del cristianismo; los que esperaban que no se llevasen a la práctica los decretos tridentinos se equivocaron de punta a punta. Peor agüero fue Pío V para los herejes, pues los persiguió sin descanso. El viejo inquisidor no les concedió ni una sola tregua. El palacio inquisitorial, demolido a la muerte de Paulo IV, fue reedificado con mayor suntuosidad; el 2 de septiembre de 1566 atronaban el aire las salvas de los cañones de Sant-Angelo. Se estaba colocando la primera piedra del nuevo edificio. El Papa asistía a las sesiones de la Congregación de la Inquisición y creó una nueva —la del Indice de libros prohibidos— para velar por la ortodoxia. Otro medio eficaz fue el fomento de las ciencias eclesiásticas. Destinó crecidas sumas de dinero a la reedición de las obras de San Buenaventura y de Santo Tomás; a éste le declaró Doctor de la Iglesia por bula de 11 de abril de 1567, pues había sido el "gran teólogo" de Trento. Ningún concilio se celebraba sin el Aquinas; comisionó a San Pedro Canisio, a quien apreciaba grandemente, a refutar los centuriadores de Magdeburgo y la Confesión de Augsburgo; favoreció a Sixto Senense, autor de la Bibliotheca Sancta; desterró, cuanto pudo, las ponzoñas del Renacimiento y levantó la Universidad de Roma: la "Sapientia".

 Aquel fraile, que nada anhelaba más que la paz del claustro, soñó con una cristiandad bien hermanada, procurando que los príncipes cristianos estuviesen unidos. Pero, por fuerza de este anhelo, tuvo que convertirse en el Papa de las grandes batallas. El poderío turco era la pesadilla de la cristiandad. Pío V fue el paladín de la Liga Santa. Exhortó con machacona insistencia a España, a Venecia, a Francia..., incluso a Rusia, con cartas personales, con legados, con promesas. Las miras del Papa se clavaban en la defensa y expansión de la fe —aventajó a sus predecesores en el celo por las misiones— y en el robustecimiento de la paz, pues sólo así se podía llegar a una Europa robusta y cristiana. El 31 de julio de 1566 ordenó una procesión de rogativas para que el Señor alejase el peligro temible de los turcos; Pío V caminó a pie, rezando y llorando. Era conmovedor ver llorar al Papa. Si fuese posible remediar la amenaza con su sangre propia, dijo, la daría de buen grado. Ayudó al emperador, a los caballeros de Malta; visitó personalmente las fortificaciones que mandó hacer en Ancona, Civitavecchia y Ostia. Pero no se contentó con la defensa; la mejor manera de librar al Occidente del poderío de la media luna era aplastar ese poderío. Para ello se necesitaba una acción naval conjunta de todas las naciones cristianas.

 Después de mil intentos y mil fracasos, la constancia de Pío V logró ganar a Venecia y a España para la Liga; no fue fácil, pues Felipe II tenía que atender a sus amplísimos dominios, y Venecia jugaba constantemente a la traición. La tenacidad y las lágrimas de Pío V pudieron sobreponerse a todas las infidelidades y deserciones. El 27 de mayo de 1571 se publicó en San Pedro la noticia de la triple alianza: La Santa Sede, España y Venecia lucharían juntas contra el Islam; se acuñó una medalla conmemorativa Y se publicó un jubileo general para que el Dios de las batallas bendijese al ejército cristiano. Pío V mandó legaciones especiales al emperador y a los reyes.

 El 21 de junio la escuadra pontificia, al mando de Marco Antonio Colonna, se hizo a la vela rumbo a Messina, lugar de cita de las tres potencias; el 23 de julio llegó la escuadra veneciana, mandada por un viejo lobo de mar: Sebastián Veniero; la escuadra española hizo escala en Nápoles el 8 de agosto; don Juan de Austria fue nombrado almirante general de la empresa. Allí recibió el bastón de mando y el estandarte —damasco de seda azul, imagen del Salvador crucificado, escudos enlazados con cadenas de oro— de manos del cardenal Granvela. El almirante era un joven gallardo, de ojos azules y blondos rizos; contaba solamente veinticuatro años. El 24 de agosto arribó a Messina. Dos gloriosos marinos le acompañaban: Andrea Doria y Alvaro de Bazán. La tropa se preparó a la lucha confesando y comulgando. Pío V mandó decir a don Juan que iba a combatir por la fe católica y por eso Dios le concedería la victoria. Zarpó la escuadra hacia Corfú; los espías anunciaron que los turcos esperaban en Lepanto.

 El 7 de octubre, a la hora del alba, habían dejado atrás las islas Equínadas y entraban en el golfo de Patrás; don Juan dio, con un cañonazo, la señal de prepararse para el ataque y enarboló la bandera de la Liga en el palo mayor de su navío. Un grito cristiano resonó en las olas: ¡"Victoria, victoria"!

 Estadística de las fuerzas que iban a chocar:

 Turcas:

 222 galeras, 60 buques, 750 cañones, 34.000 soldados, 13.000 marineros, 41.000 galeotes.

 Cristianas:

 207 galeras, 30 buques, 6 galeazas, 1.800 cañones, 30.000 soldados, 12.900 marineros, 43.000 remeros.

 A mediodía chocan las escuadras: los representantes de Cristo y los secuaces de Alá. Se lucha por las alas y en el centro. Don Juan, con trescientos veteranos, adelanta su nave hacia la del generalísimo turco, que tiene a su lado a 400 jenízaros; el cielo está limpio, el mar en calma asustada; la pelea sigue indecisa. A las cuatro de la tarde cae muerto el gran almirante Alí. Los turcos se desalientan y huyen en retirada. Sobre las aguas del mar; sangre, cadáveres, naves rotas.

 Ocho mil turcos perdieron la vida, 10.000 cayeron prisioneros, 50 de sus galeras hundidas, 117 dejaron como botín con sus estandartes y artillería; los vencedores también pagaron tributo: 12 galeras, 7.500 muertos, otros tantos heridos; pero habían vencido. Doce mil esclavos condenados al remo hallaron la libertad; 2.000 eran españoles. La cristiandad respiró a pulmón, lleno. Lepanto fue, como dijo Miguel de Cervantes, que allí luchó mordido por la fiebre y perdió un brazo, “la más alta ocasión que vieron los siglos pasados y esperan ver los venideros". Pío V, que había estado en constante oración ante el crucifijo y la Virgen del Rosario, supo por revelación la noticia del triunfo y exclamó como el anciano Simeón: "Ahora, Señor, dejas ya a tu siervo en paz". La fiesta del Rosario quedará en la Iglesia como recuerdo de la victoria sin par. Y en las letanías se añadirá un piropo: "Auxilio de los cristianos ruega por nosotros."

 En realidad, Pío V podía morir tranquilo. Consumido por la penitencia y el trabajo, postrado en el lecho del dolor y de la muerte, exclamaba: "Señor, aumentad mis dolores, pero aumentad también mi paciencia". El día 1 de mayo de 1572 pasó a la vida bienaventurada. Había muerto un santo. La víspera de su tránsito ordenó que le vistiesen el hábito de su Orden para morir como un simple dominico. Su voluntad era que le diesen sepultura en Bosco, lugar donde nació y pastoreó, como el más humilde de los mortales. Pero Sixto V, que le debía el cardenalato, hizo trasladar sus restos, enterrados provisionalmente en el Vaticano, a un grandioso mausoleo en Santa María la Mayor, donde aún está revestido con vestiduras pontificias y cubierto el cráneo con una mascarilla de plata. A su lado está un libro viejo y usado: el libro de los decretos del concilio Tridentino, que siempre estuvo abierto en su mesa de trabajo. El 22 de mayo de 1712, Clemente XI le canonizó. Hasta San Pío X era San Pío V el último papa elevado a los altares. El humilde pastor de Bosco señaló una etapa nueva en la historia de la Iglesia. Los papas que le sucedieron seguirían sus huellas. Vencida la frivolidad del Renacimiento, la Iglesia ganó prestigio y hermosura, encauzada por el espíritu de Trento, que San Pío V encarnó en su vida y lo irradió a todos los estratos de la grey cristiana.

 ALVARO HUERGA, O. P.

San José Benito Cottolengo 30 de Abril



 San José Benito Cottolengo 30 de Abril

 († 1842)


Cuando se dice "el Cottolengo" no se sabe si se indica al Santo o su obra, ya que hoy en día tanto el uno como la otra llevan idéntico nombre.

 La "PiccoIa Casa della Divina Providenza", que alberga ahora en Turín cerca de 10.000 hospitalizados, constituye el retrato más vivo del Santo y el reflejo más genuin de su espíritu.

 Nacido en Bra —Piamonte— el 4 de mayo de 1786, desde su infancia da claras muestras de su vocación. Efectivamente, un día es sorprendido mientras mide una de las habitaciones de su casa. Interrogado sobre lo que hacía, responde que quiere saber cuántas camas cabrían en aquella habitación para acoger enfermos pobres.

 Comenzados los estudios, éstos le resultan difíciles. Se encomienda a Santo Tomás de Aquino, quien le obtiene inteligencia y memoria. (Luego dará el nombre de "Tomasinos" a los aspirantes al sacerdocio de la "Piccola Casa".)

 De este modo puede terminar todos sus estudios. Y no sólo llegará al sacerdocio el 8 de junio de 1811, sino que incluso logrará —14 de mayo de 1816— el doctorado en teología. En 1818 es elegido canónigo de la colegiata del Corpus Domini, de Turín, y en 1827, en una situación dolorosa pero providencial, da inicio a su obra: recoger toda clase de abandonados que no encuentren asilo en otra parte.

 La característica preponderante de su santidad y de su obra es la confianza absoluta en la Divina Providencia. "Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura." En éste, como en otros puntos, San José Benito Cottolengo tomó el Evangelio al pie de la letra y lo sometió a la prueba de los hechos. Y éstos le dieron abundantemente la razón.

 Su fe era sencillamente maravillosa. ¿Acaso no estaba escrito en el Evangelio: Amen dico vobis, quia quicumque dixerit huie monti: Tollere et mittere in mare, et non haesitaverit in corde stio sed crediderit quia quodcumque dixerit fiat, fiet eí? (Mc. 11,23).

 Fue tan grande su ejercicio de fe que la convirtió en una certeza absoluta, indiscutible, superior a cualquier otra certeza humana. Solía decir: "Creo más en la Divina Providencia que en la existencia de la ciudad de Turín". Consiguientemente, no hay que maravillarse si una fe de tal calibre obtuvo resultados milagrosos. El padre Fontana, oratoriano, solía decir: "Se encuentra más fe en el canónigo Cottolengo que en toda Turín".

 El pensaba en los lirios del campo, en los pájaros del aire y quizás —aunque no hubiese existido de por medio la promesa del Salvador— habría encontrado por sí mismo la ejemplar conclusión de que el Padre celestial debía pensar y proveer a sus criaturas, creadas a su imagen y semejanza. Y si pensaba proveer a todas, tanto mayor debía ser su interés hacia las más desgraciadas, que, por serlo, muchas veces no pueden proveer a sí mismas.

 De ahí provenía esa su certeza absoluta, esa su postura habitual, que, si no hubiera sido estado de fe, hubiera podido interpretarse como un tentar a Dios.

 Faltaba lo necesario, y él pensaba en dilatar su obra lo más posible. "De todos modos —decía—, a la Providencia le da lo mismo mantener a 500 que a 5.000." "La "Piccola Casa" es una pirámide al revés que se apoya sobre un único punto: la Providencia de Dios." Y en verdad que su modo de proceder era completamente al revés del modo de obrar según la prudencia humana. Cuando les faltaba algo necesario en seguida enviaba a buscar si había alguna cama vacía, y, encontrándola, la señalaba como la causa de que el Señor no les enviara todo lo necesario. "¿Vivimos entre angustias y estrecheces? Demos lo que nos queda para dar vía libre a una mayor Providencia: sí no hay camas, aceptaremos enfermos; si no hay pan ni vino, aceptaremos más pobres."

 Es lógico pensar que, debiendo él mantener un número tan grande de hospitalizados, estuviese preocupado todo el día por ese vital y fundamental problema. Pero no era así. Su fe vivísima le hacía vivir despegado de todo lo terreno; como un peregrino ocupado sólo en las cosas del espíritu. No daba ninguna importancia a las cosas temporales; es más: sólo pensaba en ellas cuando debía tomar alguna determinación sobre las mismas.

 Todo ello era la consecuencia natural de su fe ciega en la Divina Providencia y de la doctrina que él profesaba y enseñaba a este respecto. "Estad seguros de que la Divina Providencia no falta nunca; faltarán las familias, los hombres, pero la Providencia no nos faltará. Esto es de fe. Por tanto, si alguna vez faltare algo, ello no puede ser debido sino a nuestra falta de confianza." "Es necesario confiar siempre en Dios; y, si Dios responde con su Divina Providencia a la confianza ordinaria, proveerá extraordinariamente a quien extraordinariamente confíe." ¡He aquí el secreto de los milagros de José Benito Cottolengo!

 ¿Por qué os angustiáis por el mañana? Si pensáis en el mañana, la Providencia no pensará en ello porque ya habéis pensado vosotros. No estropeéis, por tanto, su obra y dejadle hacer." "Si en casa hay poco, dad lo poco que tengamos; porque si la Divina Providencia nos ha de enviar, es necesario que la casa esté vacía; de lo contrario, ¿dónde meteremos todo lo que nos mandará?" Esta se llama lógica sobrenatural, incomprensible para los prudentes según el mundo. A éstos decía José Benito Cottolengo: "¡Qué gran injusticia haríais a la Divina Providencia si dudaseis de Ella un solo momento y si —lo que Dios no permita— os quejaseis de Ella!"

 Y a los suyos: "Vosotros os maravilláis y andáis diciendo: ¡Oh! ¡Oh!... Yo os digo que eso no es nada: es sólo el principio, y tenemos que extendernos por todas partes porque la Divina Providencia lo quiere y quienes vivan lo verán. No me preocupa tanto la falta de medios cuanto el temor de que ésta provenga quizá de alguna ofensa hecha al Señor".

 Era, pues, éste el temor y la cruz de San José Benito Cottolengo: temía que viniera a menos la fe en la Providencia, la esperanza y la certeza de su intervención... y que por ello se volvieran estériles las fuentes de la gracia.

 Acostumbraba repetir: "Quedad tranquilos y no tengáis miedo; todos nosotros somos hijos de un Buen Padre que piensa más en nosotros que nosotros en ÉI... Sólo debemos procurar estar bien con Dios, no tener pecados en el alma y amarle, y luego ningún temor: Dios nos está mirando y es imposible que nos olvide. Tanto mayor es el número de los que entran en la "Piccola Casa" y tanto mayor es la cantidad de pan que nos llueve del cielo: un pan al día para cada uno. Y es la Divina Providencia la que se divierte enviando pan sobre pan... Cuanto entra para los pobres debe gastarse en su manutención; si conservamos el oro o la plata la Providencia no nos los mandará más, porque sabe que ya los tenemos". "Entre la Divina Providencia y nosotros efectuamos dos trabajos diversos: Ella envía la comida, el vestido, la ropa y el dinero; y nosotros lo gastamos alegremente en favor de los pobres sin pensar en el día de mañana o de pasado mañana.

 Las características básicas, pues, de este abandono son:

 1.- No llevar cuenta de lo que se hace: "No anotéis lo que la Divina Providencia nos envía; y no queráis saber el número de los enfermos; cometeríais una indelicadeza con la Divina Providencia. Ella es más práctica que nosotros en la teneduría de libros y no nos necesita. No nos mezclemos, por tanto, en sus asuntos".

 2.- El no querer que se rece por un motivo determinado, explícito: ni por la salud, ni por las necesidades de la "Piccola Casa", ni por otro fin determinado que no sea el de "agradar al Señor". "El espíritu de la Piccola Casa" es el de rezar siempre para que en todo momento y en cada cosa sea hecha la santa voluntad de Dios... Posiblemente, cuando se rece, pedid al Señor que se cumpla siempre su voluntad. Y, si bien nos está permitido pedir un bien temporal determinado, sin embargo, en cuanto a mí se refiere, temería faltar si pidiese en tal sentido."

 “En la "Piccola Casa" no se debe rezar nunca por el pan material. Nuestro Señor nos ha enseñado a buscar, primero, el reino de Dios; que todo lo demás ya se nos dará por añadidura. Y nosotros debemos rezar así."

 Quizá se halla raramente, en la historia de la santidad, un abandono en Dios tan completo como el de San José Benito Cottolengo; él se sentía verdaderamente un puro instrumento, un peón de albañil que no tiene ni puede tener las preocupaciones y responsabilidad de toda la construcción, la cual depende, evidentemente, del arquitecto.

 Yo soy un peón de albañil —decía—, y nada más que un peón de albañil; el Arquitecto planea magníficamente sin necesidad de mí; por eso, cuando yo salgo, es Él quien piensa en lo que se debe hacer."

 Y no se oyó nunca decir que la Divina Providencia haya hecho quiebra.

 Y la Divina Providencia ha sido fiel a su cometido y nunca ha faltado el pan a esa inmensa familia que vive sólo de la pública caridad. En ella han encontrado acogida toda clase de desgraciados. Y ello porque en esta inmensa ciudad del dolor y de la serenidad resuena perpetuo el Deo gratias, perfumado por una perenne adoración eucarística.

 Los milagros se suceden sin tregua y toda la atmósfera está impregnada de fe y oración.

 El "Cottolengo" o "Piccola Casa" es como Lourdes, si bien en forma diversa, uno de los faros más potentes de irradiación de lo sobrenatural en un mundo tan natural...


 EUGENIO VALENTINI, S. D. B.

29 de abril de 2021

Santo Evangelio 29 de Abril 2021

 



 Texto del Evangelio (Jn 13,16-20):

 Después de lavar los pies a sus discípulos, Jesús les dijo: «En verdad, en verdad os digo: no es más el siervo que su amo, ni el enviado más que el que le envía. Sabiendo esto, dichosos seréis si lo cumplís. No me refiero a todos vosotros; yo conozco a los que he elegido; pero tiene que cumplirse la Escritura: el que come mi pan ha alzado contra mí su talón. Os lo digo desde ahora, antes de que suceda, para que, cuando suceda, creáis que Yo Soy. En verdad, en verdad os digo: quien acoja al que yo envíe me acoge a mí, y quien me acoja a mí, acoge a Aquel que me ha enviado».

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«Después de lavar los pies a sus discípulos...»


Rev. D. David COMPTE i Verdaguer

(Manlleu, Barcelona, España)

Hoy, como en aquellos films que comienzan recordando un hecho pasado, la liturgia hace memoria de un gesto que pertenece al Jueves Santo: Jesús lava los pies a sus discípulos (cf. Jn 13,12). Así, este gesto —leído desde la perspectiva de la Pascua— recobra una vigencia perenne. Fijémonos, tan sólo, en tres ideas.

En primer lugar, la centralidad de la persona. En nuestra sociedad parece que hacer es el termómetro del valor de una persona. Dentro de esta dinámica es fácil que las personas sean tratadas como instrumentos; fácilmente nos utilizamos los unos a los otros. Hoy, el Evangelio nos urge a transformar esta dinámica en una dinámica de servicio: el otro nunca es un puro instrumento. Se trataría de vivir una espiritualidad de comunión, donde el otro —en expresión de San Juan Pablo II— llega a ser “alguien que me pertenece” y un “don para mí”, a quien hay que “dar espacio”. Nuestra lengua lo ha captado felizmente con la expresión: “estar por los demás”. ¿Estamos por los demás? ¿Les escuchamos cuando nos hablan?

En la sociedad de la imagen y de la comunicación, esto no es un mensaje a transmitir, sino una tarea a cumplir, a vivir cada día: «Dichosos seréis si lo cumplís» (Jn 13,17). Quizá por eso, el Maestro no se limita a una explicación: imprime el gesto de servicio en la memoria de aquellos discípulos, pasando inmediatamente a la memoria de la Iglesia; una memoria llamada constantemente a ser otra vez gesto: en la vida de tantas familias, de tantas personas.

Finalmente, un toque de alerta: «El que come mi pan ha alzado contra mí su talón» (Jn 13,18). En la Eucaristía, Jesús resucitado se hace servidor nuestro, nos lava los pies. Pero no es suficiente con la presencia física. Hay que aprender en la Eucaristía y sacar fuerzas para hacer realidad que «habiendo recibido el don del amor, muramos al pecado y vivamos para Dios» (San Fulgencio de Ruspe).


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San Pedro de Verona, Martir 29 de abril

  


San Pedro de Verona, Martir 29 de abril

(† 1252)


No podemos comenzar la vida de San Pedro Mártir con la frase que acuñaron los antiguos hagiógrafos: "nacido de padres virtuosos y santos" .

Pedro nació en Verona en 1206 y sus padres fueron cátaros, los herejes que en la Edad Media renovaron las doctrinas de los maniqueos.

En cambio, casi podríamos decir que nació predestinado para fraile dominico, según nos lo revelará la anécdota que más abajo referiremos.

Porque los cátaros, que infestaban en los comienzos del siglo XIII el centro y norte de Italia, eran los mismos albigenses que ya Santo Domingo estaba combatiendo en el sur de Francia.

Cómo surgieron estos herejes se ignora; pero conocemos su puritanismo, su desprendimiento de los bienes terrenos, su carácter belicoso, su espíritu de secta, su expansión por toda la cuenca mediterránea, que les hizo llegar hasta Constantinopla y tener iglesias en el Cercano Oriente.

En los dominicos habrían de encontrar quienes Ios redujeran con sus mismas armas: la pobreza y la polémica.

En aquellos tiempos las gentes gustaban de las justas y los torneos. Batallas militares o luchas y escaramuzas intelectuales. Era de ver cómo se congregaban las muchedumbres en la Provenza o en el Lanquedoc, en la Toscana o en el Milanesado para asistir a aquellos torneos espirituales que eran las disputas religiosas.

Santo Domingo aceptaba y aun provocaba el reto, y saltaba al palenque arremetiendo a los contrarios como un paladín que invocaba a su Dama, la Virgen María, y se presentaba lisamente, sin boato ni ostentación mundanal, que tanto daño había hecho a otros controversistas, pues su riqueza contrastaba con la austeridad de los albigenses.

San Pedro mártir, sí, nació predestinado para combatir a los nuevos maniqueos, los patarini, como los llamaban en Italia.

Su familia, aunque maniquea, no hallando maestro de su secta en Verona, consiente en que la educación del niño corra a cargo de un maestro católico. Progresa rápidamente en ciencia y en virtud, y tenemos la primera anécdota.

Un tío de Pedro le encuentra en la calle al volver de sus lecciones, y le pregunta por la marcha de sus estudios. El no titubea; de corrida dice el Credo, en cuyo primer artículo está la refutación del maniqueísmo con la doctrina de un Dios creador absoluto de cielo y tierra.

El tío insiste en que Dios no puede ser autor del mal; pero el pequeño polemista contesta con gracia y además cierra la discusión con unas frases terribles: "Quien no crea esta primera verdad de la fe no tendrá parte en la salvación eterna".

El viejo hereje se emociona. Le gusta el desparpajo del sobrino, pero presiente también que de allí puede salir quien combata las creencias de su secta. Advierte de ello a su hermano, pero el padre de Pedro no hace demasiado caso, confiando en torcer más adelante estas primeras inclinaciones.

Entretanto el niño ha crecido. Y la universidad de Bolonia, allí cerca, goza del máximo prestigio. Pedro marcha lleno de ilusiones a la nueva ciudad. Gracias que, mediante la oración, el retiro y el trabajo, sabe sustraerse al ambiente frívolo de la vida estudiantil.

Por aquella época había en Bolonia algo que le daba más fama que la propia universidad. Era Santo Domingo, anciano ya, rodeado de discípulos, con la aureola de fundador y martillo de herejes.

Al convento de los predicadores vuela un día Pedro, doncel de dieciséis años. Pide, y al fin alcanza la gracia de recibir el hábito blanco de las propias manos de Santo Domingo. Sería una de sus postreras satisfacciones si su espíritu profético supo leer en la mirada candorosa del estudiante veronés la gloria que reservaba a su naciente Orden.

Pedro se aplicó con entusiasmo al estudio, a la oración y a la penitencia. Sobre todo a la penitencia, hasta caer enfermo. Hubo que moderar su fervor. Entonces se quedó con la oración y el estudio de las Escrituras. Allí, en las Sagradas Letras aprendía el espíritu de la sabiduría. Y, acabada su formación escolástica, recibe la ordenación sacerdotal y es nombrado, joven y fogoso, predicador contra los herejes.

Bolonia, la Romaña, la Toscana y el Milanesado conocen las andanzas apostólicas del fraile dominico. ¿Logró convertir a sus propios padres? Lo ignoramos. Lo cierto es que resultó verdad la predicción del tío. Pedro era el martillo de los cátaros.

Pero no todo habría de ser aureola de orador y gloria de polemista. La tribulación prensa las almas en el lagar para purificarlas y acercarlas. Aquí fue la calumnia. Se le acusó de dar consejos imprudentes en el confesonario. A un joven que había dado una patada a su anciana madre el Santo le recordó el consejo evangélico:

"Si tu pie te sirve para pecar córtatelo". Y el penitente, conmovido, lo tomó al pie de la letra y se cortó el pie. Pero la intervención de Pedro, trazando la señal de la cruz sobre la extremidad mutilada, devolvió el pie a su lugar.

Con esto creció su prestigio. Pero después vendrá otra acusación peor. Pedro es un místico, tiene revelaciones de lo alto. Las santas vírgenes Catalina, Inés y Cecilia hablan con él en su celda. Los otros frailes han oído extraños cuchicheos, y sin más llevan la noticia al prior. En público capítulo es reprendido Pedro por violar la clausura y hacer penetrar mujeres en su habitación. Se le exhorta a defenderse, pero él se contenta con declararse pobre pecador.

Le retiran las licencias de confesar y le destierran a un monasterio de la Marca de Ancona, donde se entrega en la soledad y el retiro al estudio y a la oración.

Al fin la verdad se esclarece, y el propio Gregorio IX, que conoce su ciencia y su celo, le nombra inquisidor general en 1232. Pedro ataca vigorosamente el vicio y el error y obtiene ruidosas conversiones en Roma, Florencia, Milán y Bolonia. Cuando baja del púlpito se encierra en el confesonario para ponerse en contacto directo con los fieles, que le exponen sus dificultades, o con los propios herejes, que piden aclaraciones a sus dudas antes de decidir la abjuración de sus errores. Los milagros autorizan además su predicación.

Célebre fue el caso de un hereje milanés que quiso desprestigiar el poder taumatúrgico del Santo. Fingiéndose enfermo hizo que le llevaran a su presencia, solicitando la salud. Pedro lo comprendió todo y se limitó a decirle: "Ruego al Creador de todo cuanto existe que, si vuestra enfermedad es cierta, os dé la salud; pero, si se trata de una farsa, que os trate según vuestros méritos".

Los efectos fueron inmediatos. El pretendido enfermo se sintió presa de terribles dolores, debiendo ser llevado de verdad por los que se prestaron a la hipócrita comedia. A los pocos días el hereje llamaba humildemente al Santo para arrepentirse de su pecado y abjurar sinceramente su herejía. El siervo de Dios, viéndole cambiado, hizo sobre él la señal de la cruz y le otorgó la salud del cuerpo y del alma.

Otro milagro espectacular fue el que obró con motivo de una disputa pública que había congregado una muchedumbre inmensa en la mayor plaza de Milán. El contrincante, cátaro famoso que ostentaba entre los de su secta la categoría de obispo, viéndose constreñido por la argumentación del religioso quiso alejar de sí la dialéctica de Pedro y dijo: "Impostor y falsario, si eres tan santo como dice este pueblo del que tanto abusas, ¿por qué consientes que se ahogue con este calor asfixiante? Pide a Dios que una nube le proteja contra el sol".

—"Lo haré como quieres —replicó el Santo— si prometes abjurar de tu herejía."

Entonces se produjo un gran revuelo entre los partidarios del hereje, pues unos querían que se aceptase el reto, otros que prosiguiese la discusión. Al fin el Santo hizo la señal de la cruz y sobre el cielo sereno se dibujó una nube refrescante, la cual no se disolvió hasta terminar la disputa.

Pero San Pedro no trabajaba solamente con la predicación y los milagros; siguiendo la regla paulina elevaba al cielo fervorosas oraciones y castigaba su cuerpo con terribles penitencias. Además, se esforzó en mantener viva la disciplina religiosa en los conventos de Como, Piacenza y Génova, donde ejerció los cargos de prior. El claustro era una colmena de estudio y oración.

Al subir al solio pontificio en 1243 Inocencio IV, confirmó a Pedro de Verona en todos sus poderes y le demostró su confianza encargándole de otras misiones especiales. Por entonces le envió a Florencia para examinar los orígenes, constituciones y género de vida de los servitas, que con razón le tienen por segundo fundador, pues su informe favorable influyó para que el Papa les otorgara la aprobación definitiva.

En 1251 fue encargado de convocar un sínodo en Cremona que trabajase en la extirpación de la herejía.

Ante tanta actividad, los herejes italianos prohibieron a sus adictos el acudir a las predicaciones del santo inquisidor, y, por último, organizaron una conjuración para darle muerte. El precio convenido fue de cuarenta libras milanesas, que depositaron en manos de Tomás de Guissano. Los esbirros encargados de llevar a cabo el crimen fueron un tal Piero Balsamon, apodado Carín, y Auberto Porro. El siervo de Dios tuvo noticia de lo que se tramaba, pero no tomó providencia alguna, dejando su suerte en las manos de Dios. Solamente en su sermón del Domingo de Ramos (24 de marzo de 1252) dijo ante más de diez mil oyentes: "Sé que los maniqueos han decretado mi muerte, y que ya está depositado el precio de la misma. Pero que no se hagan ilusiones los herejes, pues haré más contra ellos después de muerto que lo que les he combatido vivo".

El Santo salió de Milán para ir a Como, de cuyo convento era prior. Los conjurados dejaron pasar las fiestas de Pascua, y Carín permaneció tres días en aquella ciudad. El sábado de la octava de Pascua, 6 de abril, cuando el Santo retornaba a Milán, salió Carín en su persecución, y, al llegar a un bosque espeso que hay cerca de la aldea de Barsalina, le esperaba Auberto. Carín fue el primero en herir al Santo con dos golpes de hacha en la cabeza. San Pedro comenzó a recitar el Credo en voz alta; cuando ya las fuerzas le faltaban para seguir rezándolo, mojando el dedo en su propia sangre escribió en el suelo: Creo. Carín mató al siervo de Dios clavándole un puñal hasta los gavilanes en el corazón. A su acompañante, fray Domingo, le dejaron tan mal herido, que murió pocos días después.

Así murió Pedro de Verona, proclamando la fe que de niño aprendiera, y por cuya defensa había luchado toda su vida. Tenía cuarenta y seis años, y hacía treinta que profesara en la Orden de Santo Domingo.

Su cuerpo fue llevado de momento a la iglesia de San Simpliciano, de Milán, como el propio Santo había predicho, y después enterrado en la iglesia de los padres predicadores, llamada de San Eustorgio. El asesino Carín, horrorizado de su crimen, abjuró de la herejía y tomó el hábito de hermano lego para hacer penitencia por el resto de su vida.

Los milagros del Santo fueron tantos y tan clamorosos que antes del año le canonizaba Inocencio IV, el día 25 de marzo de 1253. Su fiesta, por coincidir frecuentemente el 6 de abril con Pascua, fue retrasada al 29 del mismo mes, y Sixto V la extendió al calendario de la Iglesia universal.

Los dominicos honran a San Pedro de Verona como al protomártir de su Orden, y los servitas le retienen por su segundo fundador. Es un santo muy popular en toda la Edad Media, sobre todo en el norte de Italia, y también en España, tierra de lucha con herejes, judaizantes y falsos cristianos. Este Santo y San Pedro de Arbués son ejemplo de que los panfletistas que escriben contra la Inquisición no suelen mostrarse muy objetivos al exponer los hechos, porque solamente narran las víctimas de una sola parte. Desde luego los herejes no tenían el espíritu de resignación de los mártires cristianos, pues con frecuencia asesinaban a sus "verdugos".

El que esto escribe tiene la dicha de regentar una iglesia dedicada a San Pedro mártir. La residencia provincial de Toledo fue antaño convento de la Orden dominicana. Para mí ha sido un gozo restaurar este grandioso templo y restaurar también la hermosa talla a la que otros herejes del siglo XX dieron segundo martirio, cuando la revolución marxista. Pero ahora paseamos todos los años en procesión al Santo de Verona, con su carita compungida, el hacha sobre la cabeza y el puñal en el corazón. Y le cantamos unas vísperas que da gloria oírlas para que no añore los tiempos de sus frailes y para que nos otorgue aquella fe robusta que le valió el martirio.

CASIMIRO SÁNCHEZ ALISEDA

Santa Catalina de Siena 29 de Abril



 Santa Catalina de Siena 29 de Abril

(†  1380)


Fue el día de la Anunciación de la Virgen y Domingo de Ramos de 1347. La Iglesia y Siena, con cánticos y ramos de olivo, daban la bienvenida a la niña Catalina, que veía la luz de este mundo en una casa de la calle de los Tintoreros, en el barrio de Fontebranda.

 A Catalina y a su hermana gemela Giovanna les habían precedido ya otros veintidós hermanos y les siguió otro, en el hogar cristiano y sencillo de Giacomo Benincasa y Lapa de Puccio del Piangenti.

 Del padre, tintorero de pieles, parece haber heredado Catalina la bondad de corazón, la caridad, la dulzura inagotable, y de la madre, mujer laboriosa y enérgica, la firmeza y la decisión.

 Catalina, niña, era alegre, bulliciosa, vivaracha; su encanto la hacía un poco el centro del cariño del amplio círculo familiar y de las amistades. A sus cinco o seis años tuvo su primera experiencia de lo sobrenatural —una visión en el valle Piatta— que marcó una huella definitiva en su vida y la dejó orientada hacia Dios. "A partir de esta hora pareció dejar de ser niña", cuenta uno de sus biógrafos. Comprendió la vida de los que se habían entregado a la santidad y sintió nacer en sí unos irresistibles deseos de imitarlos.

 Se volvió más reservada, más juiciosa; buscaba más la soledad para tratar a solas con Dios. Ante un altar de la Virgen tomó la resolución de no querer nunca por esposo a nadie más que a Jesucristo. Pero no tendría que esperar a que llegara la madurez de su juventud para poder medir el valor y el sentido de su consagración a Dios.

 Entonces, y en Italia, a los doce años, una joven tenia que empezar a preocuparse de su porvenir, y, en consecuencia, de su arreglo personal y buen parecer para agradar a los hombres. Lapa había ya casado a dos de sus hijas y pensaba que buscar el matrimonio era, al fin, como para ella había sido, la misión de toda mujer.

 Hasta los quince años de Catalina duró la obstinada presión familiar. Jamás desistió ella de su primer deseo de virginidad, pero tuvo, ciertamente, una crisis en su fervor. Su vida espiritual aflojó al dejar penetrar en su alma, con una vanidad muy femenina, el deseo de complacer a las criaturas (su madre y sus hermanas) más que a Dios. La hermana Buenaventura, con más éxito que los demás, la había inducido a preocuparse de los vestidos, a teñirse el cabello, a realzar su belleza natural con el maquillaje de aquellos tiempos, casi tan completo y complejo como el de los actuales. Pero esta hermana murió en un parto en el mes de agosto de 1362. Las lágrimas abundantes de Catalina no fueron solamente por la pérdida de su hermana predilecta. La vela mortecina junto a aquel cadáver hizo penetrar una luz nueva en su alma. Ella la llamaba siempre su conversión, su vuelta a Dios, su retorno a la entrega sin reservas ni resortes de ninguna clase.

 La lucha familiar se exaspera en torno de Catalina, hasta convertirse en una especie de persecución tenaz que la reduce a la condición de una sirvienta y la encierra en un aislamiento que ella aprovecha para entrar en la "celda interior" del conocimiento de sí misma y del trato habitual con Dios, que ya no abandonará de por vida. Aumenta de modo casi inconcebible sus maceraciones, su ayuno, su constante vigilia, hasta agotar la exuberancia y las fuerzas corporales de que hasta entonces había gozado.

 Excepcionalmente, dados sus diecisiete años, es admitida entre las hermanas de la Penitencia de Santo Domingo, especie de terciarias dominicas, llamadas mantellate por el manto negro que llevaban sobre el hábito blanco ceñido por una correa. Sin abandonar el ambiente familiar, vivían con unas reglas propias bajo la dirección de una superiora y de un director, religioso dominico, y desarrollaban una extraordinaria actividad espiritual y benéfica. Eran las almas consagradas a los enfermos y a los pobres.

 Sus primeros años de mantellata se caracterizan por una intensísima vida espiritual, con sus luchas que la purifican y elevan, por su caridad inexhausta e incansable mortificación interior y exterior, por una parte, y, por otra, por las elevadas y delicadísimas gracias místicas con que Dios la regala frecuentísimamente. Son casi cuatro años de vida solitaria entre combates furiosos y tentaciones sutiles, y el trato personal de inefable dulzura con Jesucristo, la Santísima Virgen, los santos.

 El recogimiento, arrobado a veces, con que oraba, el llanto incontenible, a pesar de las prohibiciones del confesor, al acercarse a comulgar, lo que empezaba a oírse de sus mortificaciones, agitó inevitablemente la marea del ambiente de una ciudad religiosa, con sus capillitas y sus bandos, como la Siena del 1300: celos de mujeres devotas, escepticismo de frailes y sacerdotes, los doctos que opinan de la ignorancia un tanto atrevida, según ellos, de la hija del tintorero Benincasa, los corrillos de vecinas en el barrio, en el típico lavadero de Fontebranda, los rumores que llegan a los salones elegantes y a las tertulias acomodadas...

 Y por la calleja pendiente que lleva a Fontebranda se ve descender una dama noble, un grave eclesiástico, un campanudo maestro en teología, el mozo despreocupado y libre hacia la tintorería para hablar con Catalina, que contaba apenas unos veinte años. Tomás de la Fuente, entonces su confesor, la había autorizado para ello. Su vibrante angustia materna por las almas la obligaba a darse siempre que se la pudiese necesitar. Son los albores de una fecunda maternidad espiritual, que no iba a limitarse a los senos misteriosos de la intimidad del Cuerpo Místico; son los primeros contactos de una nueva gran familia que nace.

 Iba a empezar para esta criatura enferma y frágil el portento de una actividad múltiple de apostolado, de acción política y diplomática en favor de la Iglesia. Dios la iba preparando para esta misión con sus gracias y sus pruebas. Le hacía ahondar incesantemente en la consideración de la propia "nada" frente al "Ser" de Dios, base de toda su vida espiritual. La admirable vida activa que llevaría a cabo por voluntad de Dios hasta el día de su muerte necesitaba una no menos admirable intensidad de vida interior. Pero en Catalina la actividad y el recogimiento jamás entraron en colisión ni se desarrollaron en doloroso contrapunto, como en la mayor parte de las almas. Eran dos modos externamente distintos, internamente idénticos, de amor a Dios, de darse a Dios, de vivir su entrega de modo eficaz y práctico.

 En el umbral de su vida pública de apostolado y de acción pacificadora entre las potencias terrenas se verifica su místico desposorio con Jesús, del que, como testimonio perenne, guardará en su dedo, hasta la muerte, una alianza imperceptible a todos los demás.

 En mayo de 1374 se reunía en Florencia, en la capilla llamada "de los españoles", el Capítulo general de la Orden de Predicadores. Por la responsabilidad que a la Orden podía caberle, tratándose de una terciaria, el Capítulo asumió la tarea del examen del espíritu de Catalina Benincasa. Lo aprobó y le señaló como confesor y director al hombre sabio, prudente, fervoroso que era Raimundo de Capua. Por Raimundo de Capua, elegido al poco de morir Catalina maestro general de la Orden, conocemos, con riquísima abundancia de detalles, la vida, las virtudes, las gracias místicas y las actividades de la que fue su hija y maestra al mismo tiempo.

 La terrible peste negra que ha pasado a la historia como la gran mortandad y en la que pereció más de la tercera parte de la ciudad de Siena, ofreció a Catalina y a Raimundo de Capua y demás "caterinatos", a su retorno de Florencia, una nueva oportunidad para el heroísmo en su amor al prójimo.

 Luego las ciudades de Pisa, donde —entre otros prodigios-- recibió los estigmas invisibles de la Pasión; Lucca, cuya alianza con Florencia en la lucha contra el Papa trató de impedir a toda costa, y de nuevo Pisa y Siena fueron el escenario del vivir virtuoso y del apostolado de la Santa.

 Movida por su implacable anhelo de servicio de la Iglesia y rogada por la ciudad de Florencia, que se hallaba castigada con la pena del entredicho por su rebeldía contra el Papa, Catalina emprende en la primavera de 1376 su viaje a la corte pontificia de Aviñón. Estaba íntimamente convencida de que la presencia del Romano Pontífice en su Sede de Roma tenía que contribuir grandemente a la reforma de las costumbres, a la sazón muy relajadas en los fieles, en los religiosos y en el clero alto y bajo, y a la pacificación del hervidero de luchas enconadas de las pequeñas repúblicas que formaban el mosaico político de Italia entre sí y de buena parte de ellas con el poder temporal de la Santa Sede.

 Con la humilde y sumisa intrepidez con que antes y en otras ocasiones había dirigido sus cartas al sucesor de Pedro, le habló personalmente en esta ocasión. Aquella terciaria de veintinueve años no tenía más razones que las razones de Dios, Gregorio XI, de carácter débil y fluctuante, decidió, por fin, abandonar Aviñón y volver a Roma el 13 de septiembre de aquel mismo año.

 Al año siguiente una misión de paz lleva a Catalina al castillo de Roca de Tentennano, en la Val D'orcia. La acompañan algunos frailes, entre ellos su director fray Raimundo de Capua, algunos discípulos y mantellate. Apacigua los miembros de las familias de los señores del Valle y su estancia allí se convierte en una singular y fecundísima misión pública.

 Mientras tanto, la situación política de Florencia se había ido agravando desde los últimos meses. Los florentinos exasperados se habían rebelado contra el entredicho pontificio y habían celebrado insolentemente solemnidades religiosas en la plaza de la Señoría. El Papa manda a Catalina a Florencia. En una de las sublevaciones populares la Santa se ve amenazada de muerte. En medio de las negociaciones, Gregorio XI es sucedido por Urbano VI, al que la Santa escribe cartas que son un puro clamor de angustia, una súplica instante. Llega, por fin, la paz entre la ciudad de Florencia y la Santa Sede, pero poco después empieza a verificarse uno de los más amargos vaticinios de Catalina: el cisma de Occidente, con su antipapa, cisma al que abrieron las puertas, más que el carácter áspero y duro de Urbano VI, la ambición de unos gobiernos y la relajación y poco espíritu de los cardenales de la Corte pontificia.

 De retorno a Siena, sumida el alma en la amargura indecible de los males que agobian a la Santa Iglesia, Catalina se engolfa en la contemplación de la Misericordia y de la Providencia y vuelca su alma de fuego, toda la luminosa experiencia del conocimiento de Dios y de sí misma, todo el ardor de su anhelo por el bien de la Santa Iglesia, en las páginas de este libro incomparable, que la contiene y resume a toda ella, que es el Diálogo de la Divina Providencia.

 Las páginas vivas, palpitantes, del Diálogo contienen el grito inenarrable que compendia toda la existencia y la misión de Catalina, dirigido a Dios: "Por tu gloria, Señor, salva al mundo". Santa Catalina escribió en él no lo que sabia, sino lo que vivía, lo que era, recogiendo una serie de experiencias místicas que se habrían perdido definitivamente para nosotros si, de modo providencial, no hubieran encontrado el eco cálido en las páginas del Diálogo. Con la misma fuerza captamos en ellas la respuesta divina en una promesa de misericordia sobre el hombre y la Santa Iglesia y en la enseñanza de los caminos por los que el hombre hallará su salvación.

 En octubre de 1378 había terminado el dictado del mismo a tres de sus discípulos, que la servían también de secretarios para su abundante correspondencia. Hasta nosotros han llegado casi 400 cartas, vivo retrato de su alma excepcional, eco apasionado en su mayor parte, de sus objetivos: la reforma y la cruzada para la reconquista de los Santos Lugares,

 El Papa la quiere, en estas horas luctuosas, junto a sí, en Roma. En la Ciudad Eterna lleva a cabo una ardiente campaña en favor del verdadero papa Urbano VI. Habla en Consistorio a los cardenales, sigue escribiendo cartas a las personas de mayor influencia, llama junto a sí a las más relevantes personalidades, por su santidad, que había en Italia. Su visión es clara, irreductible: los males de la Iglesia no tienen más remedio que una inundación de santidad en los miembros de la jerarquía y en el pueblo fiel. No por esto deja de estar presente y de trabajar infatigable entre los partidarios de uno y de otro Papa.

 En los primeros meses del año 1380 —último de su existencia terrena— la vida de Catalina parece una pequeña llama inquieta que apenas puede ser ya contenida por la fragilidad del cuerpo que se desmorona. Pero mientras viva será un holocausto por la Santa Iglesia. Ella misma había escrito antes: "Si muero, sabed que muero de pasión por la Iglesia". "Cerca de las nueve —dice en una emocionante carta a su director—, cuando salgo de oír misa, veríais andar una muerta camino de San Pedro y entrar de nuevo a trabajar en la nave de la Santa Iglesia. Allí me estoy hasta cerca de la hora de vísperas. No quisiera moverme de allí ni de día ni de noche, hasta ver a este pueblo sumiso y afianzado en la obediencia de su Padre, el Papa". Allí, arrodillada, en un éxtasis de sufrimiento interior y de súplica, se siente aplastada por el peso de la navicella, la nave de la Iglesia, que Dios le hace sentir gravitar sobre sus hombros frágiles de pobre mujer. "Catalina —escribía otro de sus discípulos— era como una mansa mula que sin resistencia llevaba el peso de los pecados de la Iglesia, como en su juventud había llevado desde la puerta de la casa hasta el granero los pesados sacos de trigo."

 Cerca de la iglesia y del convento de los padres dominicos de Santa María de la Minerva, en la Vía di Papa, tenía durante su estancia en Roma su humilde habitación. Dicta sus últimas cartas-testamento, desbordantes de ternura y de firmeza, con su habitual visión sobrenatural de todas las cosas. Interrumpe reiteradamente su dictado, con un suspiro hondo: "Pequé, Señor; compadécete de mí", o con el grito anhelante de amor a Jesucristo crucificado que había consumido toda su existencia: "Sangre, sangre".

 Rodeada de muchos de sus discípulos y seguidores, consumida hasta el agotamiento y el dolor por la enfermedad, ofrendaba el supremo holocausto de una vida consagrada íntegramente a Dios y a la Santa Iglesia. Con las palabras de Jesús: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu", radiante su cara de luz inusitada, inclinó suavemente la cabeza y entregó su alma a Dios, en la plenitud del estallido de la primavera romana. Era el 29 de abril, domingo antes de la Ascensión del Señor del año 1380.

 La Santa Madre Iglesia, con el sello de su autoridad, avaló el prodigio de santidad de la humilde hija del tintorero de Siena, por boca de su vicario Pío II, al canonizarla solemnemente en la festividad de San Pedro y San Pablo del año 1461.

 ANGEL MORTA FIGULS


28 de abril de 2021

Santo Evangelio 28 de Abril 2021

  



Texto del Evangelio (Jn 12,44-50): 

En aquel tiempo, Jesús gritó y dijo: «El que cree en mí, no cree en mí, sino en aquel que me ha enviado; y el que me ve a mí, ve a aquel que me ha enviado. Yo, la luz, he venido al mundo para que todo el que crea en mí no siga en las tinieblas. Si alguno oye mis palabras y no las guarda, yo no le juzgo, porque no he venido para juzgar al mundo, sino para salvar al mundo. El que me rechaza y no recibe mis palabras, ya tiene quien le juzgue: la Palabra que yo he hablado, ésa le juzgará el último día; porque yo no he hablado por mi cuenta, sino que el Padre que me ha enviado me ha mandado lo que tengo que decir y hablar, y yo sé que su mandato es vida eterna. Por eso, lo que yo hablo lo hablo como el Padre me lo ha dicho a mí».

****************

«El que cree en mí, no cree en mí, sino en aquel que me ha enviado»


P. Julio César RAMOS González SDB

(Mendoza, Argentina)

Hoy, Jesús grita; grita como quien dice palabras que deben ser escuchadas claramente por todos. Su grito sintetiza su misión salvadora, pues ha venido para «salvar al mundo» (Jn 12,47), pero no por sí mismo sino en nombre del «Padre que me ha enviado y me ha mandado lo que tengo que decir y hablar» (Jn 12,49).

Todavía no hace un mes que celebrábamos el Triduo Pascual: ¡cuán presente estuvo el Padre en la hora extrema, la hora de la Cruz! Como ha escrito San Juan Pablo II, «Jesús, abrumado por la previsión de la prueba que le espera, solo ante Dios, lo invoca con su habitual y tierna expresión de confianza: ‘Abbá, Padre’». En las siguientes horas, se hace patente el estrecho diálogo del Hijo con el Padre: «Padre, perdónales porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34); «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46).

La importancia de esta obra del Padre y de su enviado, se merece la respuesta personal de quien escucha. Esta respuesta es el creer, es decir, la fe (cf. Jn 12,44); fe que nos da —por el mismo Jesús— la luz para no seguir en tinieblas. Por el contrario, el que rechaza todos estos dones y manifestaciones, y no guarda esas palabras «ya tiene quien le juzgue: la Palabra» (Jn 12,48).

Aceptar a Jesús, entonces, es creer, ver, escuchar al Padre, significa no estar en tinieblas, obedecer el mandato de vida eterna. Bien nos viene la amonestación de san Juan de la Cruz: «[El Padre] todo nos lo habló junto y de una vez por esta sola Palabra (...). Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo sería una necedad, sino que haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, evitando querer otra alguna cosa o novedad».


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Santa Gianna Beretta Molla 28 de Abril



 Santa Gianna Beretta Molla 28 de Abril

Una santa del mundo de hoy


Sí a la vida.Esta es la opción fundamental de Gianna,mujer de su tiempo,miembro de la Acción Católica,esposa,madre

y pediatra de Milán.

 Falleció  hace 30 años,el 28 de abril de 1962, a los 39 años de edad,en el Hospital de Monza, llegará

a los altares, junto a Don Orione entre otros.

Gianna Beretta nació en Magenta (provincia de Milán) el día 4 de octubre de 1922. Desde su tierna infancia, acoge el don de la fe y la educación cristiana que recibe de sus padres. Considera la vida como un don maravilloso de Dios, confiándose plenamente a la Providencia, y convencida de la necesidad y de la eficacia de la oración.

Durante los años de Liceo y de Universidad, en los que se dedica con diligencia a los estudios, traduce su fe en fruto generoso de apostolado en la Acción católica y en la Sociedad de San Vicente de Paul, dedicándose a los jóvenes y al servicio caritativo con los ancianos y necesitados. Habiendo obtenido el título de Doctor en Medicina y Cirugía en 1949 en la Universidad de Pavía, abre en 1950 un ambulatorio de consulta en Mésero, municipio vecino a Magenta. En 1952 se especializa en Pediatría en la Universidad de Milán. En la práctica de la medicina, presta una atención particular a las madres, a los niños, a los ancianos y a los pobres.

Su trabajo profesional, que considera como una «misión», no le impide el dedicarse más y más a la Acción católica, intensificando su apostolado entre las jovencitas.

Se dedica también a sus deportes favoritos, el esquí y el alpinismo, encontrando en ellos una ocasión para expresar su alegría de vivir, recreándose ante el encanto de la creación.

Se interroga sobre su porvenir, reza y pide oraciones, para conocer la voluntad de Dios. Llega a la conclusión de que Dios la llama al matrimonio. Llena de entusiasmo, se entrega a esta vocación, con voluntad firme y decidida de formar una familia verdaderamente cristiana.

Conoce al ingeniero Pietro Molla. Comienza el período de noviazgo, tiempo de gozo y alegría, de profundización en la vida espiritual, de oración y de acción de gracias al Señor. El día 24 de septiembre de 1955, Gianna y Pietro contraen matrimonio en Magenta, en la Basílica de S. Martín. Los nuevos esposos se sienten felices. En noviembre de 1956, Gianna da a luz a su primer hijo, Pierluigi. En diciembre de 1957 viene al mundo Mariolina y en julio de 1959, Laura. Gianna armoniza, con simplicidad y equilibrio, los deberes de madre, de esposa, de médico y la alegría de vivir.

En septiembre de 1961, al cumplirse el segundo mes de embarazo, es presa del sufrimiento. El diagnóstico: un tumor en el útero. Se hace necesaria una intervención quirúrgica. Antes de ser intervenida, suplica al cirujano que salve, a toda costa, la vida que lleva en su seno, y se confía a la oración y a la Providencia. Se salva la vida de la criatura. Ella da gracias al Señor y pasa los siete meses antes del parto con incomparable fuerza de ánimo y con plena dedicación a sus deberes de madre y de médico. Se estremece al pensar que la criatura pueda nacer enferma, y pide al Señor que no suceda tal cosa.

Algunos días antes del parto, confiando siempre en la Providencia, está dispuesta a dar su vida para salvar la de la criatura: «Si hay que decidir entre mi vida y la del niño, no dudéis; elegid -lo exijo- la suya. Salvadlo».

La mañana del 21 de abril de 1962 da a luz a Gianna Emanuela. El día 28 de abril, también por la mañana, entre indecibles dolores y repitiendo la jaculatoria «Jesús, te amo; Jesús, te amo», muere santamente. Tenía 39 años.

«Meditada inmolación», Pablo VI definió con esta frase el gesto de la beata Gianna recordando, en el Ángelus del domingo 23 de septiembre de 1973: «una joven madre de la diócesis de Milán que, por dar la vida a su hija, sacrificaba, con meditada inmolación, la propia». Es evidente, en las palabras del Santo Padre, la referencia cristológica al Calvario y a la Eucaristía.

Fue beatificada por Juan Pablo II el 24 de abril de 1994, Año Internacional de la Familia.

San Luis María Grignob de Montfort 28 de Abril

 


San Luis María Grignob de Montfort 28 de Abril

 († 1716)

 

Es el apóstol por excelencia de la Santa Esclavitud de María, o de la Perfecta Consagración a la Santísima Virgen, según la fórmula por él popularizada: "Por María, con María, en María, para María".

 Nació el 31 de enero de 1673 en Montfort (Bretaña francesa), no lejos de la ciudad de Rennes. Fueron sus padres Juan Bautista Grignon y Juana Robert de la Biceule. Bautizado con el nombre de Luis el 1 de febrero en la iglesia parroquial de San Juan, hizo su primera comunión en el vecino pueblo de Iffendic. El nombre de "María" le tomó en la confirmación.

 Ocho años de estudios, hasta el primero de teología inclusive, en el colegio de los padres jesuitas de Rennes (1685-1693), donde fue congregante mariano y trabó amistad con sus compañeros Juan Bautista Blain y Claudio Poullart des Places; y otros ocho en París (1693-1700) completando los estudios de teología y preparándose para el sacerdocio a la sombra del seminario de San Sulpicio. El 5 de junio de 1700 era ordenado sacerdote, y poco después, en el altar de Nuestra Señora de San Sulpicio, que muchas veces, con cariño filial, había él adornado, decía su primera misa: "como un ángel”, en expresión de su amigo Blain.

 Su gusto hubiera sido consagrarse a la evangelización de los infieles en las misiones extranjeras; pero su director, el señor Leschassier, que lo era de San Sulpicio, tenía otros planes. Los jansenistas de Nantes monopolizaban por entonces la enseñanza en aquella ciudad. Dueños de la Universidad, habían logrado, además, eliminar del Seminario Mayor a los sacerdotes de San Sulpicio. Para contrarrestar su influjo en el clero, un santo sacerdote, Rene Léveque, de la diócesis de Nantes, en unión con uno de los arcedianos de la misma, el señor Jonchéres, había fundado una asociación de celosos sacerdotes, que formaron la Comunidad de San Clemente, así llamada de la parroquia a que fueron adscritos. El señor Jonchéres se encargó del Seminario y el señor Lévéque de la Comunidad. Como auxiliar de este último, ya anciano, era enviado a Nantes Montfort. La estancia iba a ser para él durísima. En el Seminario, se había infiltrado el espíritu jansenista en la persona del profesor Lanoë-Menard, y, obligada a oír sus conferencias, se había contagiado también la Comunidad de San Clemente. Muy pronto se dio cuenta Montfort de aquel ambiente, irrespirable para un fervoroso hijo de la Iglesia romana.

 Providencialmente Dios le sacó pronto de aquella casa, encaminándole a Poitiers, donde le esperaban no ligeras cruces, pero donde encontraría a la que años adelante, bajo su dirección, sería la fundadora de las Hijas de la Sabiduría, María Luisa Trichet, hija del primer magistrado de aquella ciudad. Nombrado capellán del hospital de Poitiers, por tres veces Fue despedido malamente de él. En una de estas ocasiones se trasladó a París. Destrozado del viaje, hecho como siempre a pie, se acogió al hospital de La Salpêtriére, en el cual, escribía él, se encontró con 5.000 pobres enfermos. Apenas repuesto un poco, había comenzado a ejercitar allí el oficio de enfermero con la misma heroica abnegación que en Poitiers, cuando un día, al sentarse a la mesa, encontró bajo su cubierto una esquela en que se le despedía. Y allí quedaba sin asilo y sin pan en medio de la ciudad inmensa. El pan se lo dieron de limosna las benedictinas del Santísimo Sacramento, y, por fin, bajo una escalera en la calle del Pot-de-fer, halló un cuchitril donde cobijarse. En este rincón se cree que escribió su primer libro; El amor de la sabiduría eterna, y en este inmenso desamparo fue donde comenzó a planear la fundación de la Compañía de María, poniéndose al habla con su antiguo condiscípulo Poullart des Places.

 Vocación definitiva de Montfort era la de misionero popular. En el mismo Poitiers dio ya con gran fruto cuatro o cinco misiones; pero, en vista de las dificultades que se le presentaban en aquella y en otras diócesis de Francia, pensó de nuevo en las misiones de ultramar, y con este intento se encaminó a Roma para pedir la bendición del Papa. El 6 de junio de 1706 era recibido en audiencia por Clemente XI, el debelador del renacido jansenismo, que le mandó quedarse en Francia. Para autorizar sus misiones le concedió el título de misionero apostólico.

 En los diez años escasos que le quedan de vida Montfort misionará, primero en medio de grandes contrariedades, en las diócesis de Rennes (1706), de Saint Malo y de Saint Brieuc (1707-1708) y en la de Nantes (1708-1711). Sólo los cinco últimos años (1711-1716) trabajará con alguna tranquilidad en las diócesis de La Rochela y de Lujon, cuyos prelados no se habían doblegado al jansenismo. En estos últimos años, sobre todo, se esforzará por formar sus Congregaciones religiosas.

 Una de las grandes tribulaciones de la primera etapa (1706-1711), tal vez la mayor de toda su vida, fue la demolición ordenada por Luis XIV, siniestramente informado, del grandioso Calvario de Pontchateau, en que, durante quince meses, dirigidos por Montfort, habían trabajado más de 20.000 obreros. Las misiones en las diócesis de La Rochela y de Luon fueron en conjunto triunfales, aunque no sin cruces: "Ninguna cruz: ¡que gran cruz!", solía decir el Santo.

 En las afueras de La Rochela, y en una ermita llamada de San Eloy, fue donde compuso las Reglas de las Hijas de la Sabiduría, y también, según se cree, el tratado de la verdadera devoción. Allí, una vez más, sintió la necesidad de reclutar un escuadrón de sacerdotes que se dedicaran a misionar por los pueblos. Tal vez allí brotó de sus entrañas la llamada justamente oración abrasada.

 Un viaje a París en el verano de 1713 buscando candidatos para la Compañía de María en el seminario fundado por su condiscípulo Poullart, y otro a Rouen, en el de 1714 para invitar a su amigo Blain, canónigo en aquella catedral, a que se le uniera en el proyecto de esta fundación. A la vuelta de este viaje se detuvo unos días en Nantes, en la casa de los "Incurables" por él fundada; y en Rennes, el último día de unos ejercicios hechos en su antiguo colegio, escribió la encendida carta a los amigos de la cruz.

 Vuelto a La Rochela, se ocupó, sobre todo, en organizar las escuelas de caridad, y fue allí donde, llamadas por él, vinieron a encontrarle sus hijas, María Luisa Trichet y Catalina Brunet —otra joven vivaracha de Poitiers—, para ponerse al frente de las escuelas de niñas, que se llamarían Escuelas de la Sabiduría.

 Pero se acercaba el fin de su vida —el había presentido y aun predicho que moriría antes de acabarse aquel año 1716—; y las fundaciones por que tanto había suspirado apenas estaban esbozadas. Había que alcanzar del cielo su desarrollo; y acudió a Nuestra Señora de Ardillers. Postrado a sus plantas se sintió escuchado. Ya podía morir.

 Su última misión fue la de San Lorenzo de Sévre. Pudiera decirse que la muerte le asaltó en el púlpito, predicando el último día por la tarde ante su gran amigo el obispo de La Rochela. El 27 de abril, después de dictar su testamento en el que pedía que su corazón fuera enterrado bajo la tarima del altar de la Santísima Virgen, entregaba su espíritu al Señor. Tenía cuarenta y tres años y tres meses. No menos de 100.000 personas de la comarca acudieron a venerar los restos de su apóstol

 Apenas ha podido entreverse por lo dicho aquí la eficacia extraordinaria de su palabra evangélica. Debíase esta eficacia, desde luego, a la gracia divina, que el Santo alcanzaba muy principalmente por intercesión de la Virgen Santísima. Junto con el crucifijo llevaba él siempre consigo una estatuita de Nuestra Señora, que instalaba en su habitación, en el confesonario, en el púlpito... en todas partes: Era la "Reina de los Corazones". A los ojos del pueblo, su vida penitente, su pobreza en el vestir, su espíritu de oración, su modestia constante, le conciliaban la veneración de todos. Venía sobre esto la predicación sabia y ardiente. Al mismo tiempo Montfort era maestro, en utilizar toda clase de recursos populares. Hasta siete procesiones, nos dice su contemporáneo Grandet, organizaba en cada misión. Especial solemnidad revestía la de la renovación de las promesas del bautismo. Otro elemento capital en todas sus misiones eran los cánticos. Son unos 24.000 los versos compuestos por él, que abarcan todos los temas usuales en las Misiones.

 Nada podemos decir aquí del desarrollo que, por fin, han logrado sus fundaciones religiosas. En cuanto a sus libros, ya se indicó la difusión inmensa que han tenido El secreto de María y la Verdadera devoción. Esos y los demás pueden verse en la edición española de la B. A. C., vol. III (1954), donde se hallará, en la introducción, la bibliografía que puede desearse. El 22 de enero de 1888 el siervo de Dios fue beatificado por León XIII; y el 20 de julio de 1947 canonizado por Pío XII.


 CAMILO Mª. ABAD, S. I.

27 de abril de 2021

San Pedro Armengol, 27 de Abril (1304)

 


San Pedro Armengol, 27 de Abril

(1304)

 

En Guardia de Prats, tierra de olivos, de avellanos y de vides, pueblecillo cercano a la noble villa tarraconense de Montblanch, nació Pedro Armengol, cuando ya el siglo XIII daba pasos firmes por la pista del tiempo.

Creció Pedro en la holganza, que por algo era una de las más nobles familias catalanas, descendiente de los condes de Urgell. Soplaban buenos vientos para el reino aragonés, ya que Jaime I estaba ganándose a pulso el sobrenombre de "Conquistador". Caída Mallorca, liberada del moro Valencia, precisamente en el año 1238, el que se supone como fecha de nacimiento de Pedro Armengol, la nobleza feudal sentía alentar en sí todas las ínfulas de poderío y rango. Por el plácido, humanísimo paisaje tarraconense pasaban los campesinos, yendo y viniendo en sus tareas, cuidando el trigo y las legumbres, mimando la uva y la oliva que habrían de dar sus zumos. El trabajo era para ellos, humildes siervos, mientras, la ociosidad para Pedro Armengol, libre de infantiles cargas y sinsabores, creciendo a la próxima sombra del castillo de Montblanch. Para el niño, para el chaval, para el adolescente Pedro Armengol quedaba el ejercicio en lides de armas, justas y mando, semilla de soberbia.

Crecían bajo la tierra las semillas, crecía bajo el pecho de Pedro Armengol la semilla de la altivez. Para los nobles feudales no había barreras, ni derechos de los inferiores que guardar, ni recatos de las mozas que respetar: el noble era un ser superior, y superiores eran sus prerrogativas. Bien se estaba aprendiendo esta lección Pedro Armengol, y muy joven ya, imberbe casi, supo hacerse temer de siervos y maridos. Empezaron a correr de boca en boca las noticias de sus hazañas: una riña vengativa con algún joven noble un día, y otro un atropello inicuo, y otro el eco de sus risas juveniles en una partida de desenfreno.

Pero poco era todo eso para Pedro Armengol. Forjaba en su magín imaginadas gestas futuras, peanas para la soberbia. Los tiempos eran propicios para acunar ensueños bélicos y a Pedro Armengol no le bastaba ser como tantos: quería ser el primero, sin poder encima y con poder absoluto sobre otros. Bien estaba que corrieran de boca en boca sus hazañas, pero existían otras que podía realizar y que aún aumentarían su prestigio. Además, su altanería le había malquistado con otros nobles, y el rencor de Pedro Armengol no podía tolerar enemiqos. Era preciso que no existiese otra ley que la que él dictara, y un mal día Pedro Armengol abandonó sus lares y sus tierras, menguado campo para su sed de dominio, y cabalgó por tierras catalanas, por montes y prados, por valles y pedregales, por bosques y hondonadas, por riscos y ribazos, a la cabeza de una partida de bandoleros sin cesar engrosada. Ahora sí que el revuelo de sus hazañas se extendía, ahora sí que el temor a su presencia crecía, ahora sí que existía una sola ley, la del noble Pedro Armengol convertido en capitán de bandidos. Lugarejos y casas solitarias conocieron su irrupción súbita y furiosa, pechos humanos la fuerza de su brazo homicida, pobres gentes las exigencias inquebrantables de aquél joven -apenas veinte años tenía- robusto, enérgico, cruel, renegrido por el sol y el humo de las fogatas nocturnas en las cuevas protectoras.

Corría el tiempo bajo la mirada de Dios, corría el agua bajo los puentes, corría bajo el cielo mediterráneo la partida-polvorienta, sudorosa, temida, inmisericorde- del capitán de bandidos Pedro Armengol.

Pero Dios trabaja pacientemente en sus celadas amorosas, forjando planes, tendiendo lazos, levantando la caza para que luego caiga -no abatida sino liberada-, en sus manos que la estaban esperando. Dios también puso celadas de amor a aquel cabecilla de bandoleros que ignoraba, entre sus aventuras y tropelías, lo que le aguardaba. Si innúmeros son los caminos, también las celadas. He aquí cómo fue la preparada para Pedro Armengol.

El rey Jaime I estaba en la cima de su poderío, y poco antes había pacificado las tierras de Valencia de las últimas sublevaciones morunas. Fue preciso pensar entonces en la estabilización de otras fronteras, y don Jaime dirigió su mirada hacia el norte, hacia las regiones pirenaicas sobre las que pesaba la amenaza de las reivindicaciones francesas cuyos monarcas pretendían tener feudo sobre Cataluña, heredado de los carolingios. Se imponía la necesidad de un pacto que delimitara convenientemente los derechos de uno y otro país, con las oportunas renuncias por ambas partes y la creación de lazos familiares por el en aquel entonces sólito procedimiento de un concertado enlace matrimonial.

Para todo ello era necesaria una entrevista. Mas... Mas la época era revuelta, la autoridad real no llegaba a todos los rincones del territorio, y extensas regiones eran escenario de distintos caudillajes que podían hacer peligrosa la ruta de don Jaime de Montpellier. Premisa previa para el viaje era la limpieza de caminos y comarcas, liberándolos de bandidos y salteadores. El rey encomendó la tarea a un noble de acreditada fidelidad, prudencia y empuje, Arnoldo, descendiente de los condes de Urgell, padre de Pedro Armengol. Arnoldo se puso en marcha con sus hombres, dispuesto a cumplir el encargo del rey, y sintiendo latir al unísono en su corazón la esperanza y el temor.

Esperanza, porque como padre amoroso andaba desde tiempo sobre la incierta pista de su hijo, y acaso la misión encomendada le permitiera toparse con el hijo perdido, y temor porque quizá pudiese confirmar plenamente los rumores que corrían acerca de Pedro Armengol. En aquel tiempo, en que las distancias eran enormes comparativamente con los medios de transporte y de información, no es cosa de extrañar que las noticias que corrían sobre el joven noble que nació en Guardia de Prats fueran imprecisas y contradictorias: quién aseguraba firmemente haberle visto a la cabeza de una tropa de rufianes, quién lo negaba con parecida energía, quién lo situaba en el Pallars, quién en el Bergadá, quién en la Maresma. Combatido por el temor de que Pedro Armengol fuese realmente cabecilla de bandidos y por la esperanza de que el temor se disipara o cuanto menos se concretase en algo menos ofensivo para su honor y su amor, Arnoldo inició el recorrido por tierras catalanas, preparando el camino del rey.

Y sucedió que no fue solamente el camino del rey Jaime el que preparó, sino el del Rey de cielos y tierra en su ruta hacia el pecho de Pedro Armengol. Se enfrentó Arnoldo, en su misión, con una de las partidas de bandoleros que más quebraderos de cabeza y peligros le traían. Por la noche, a la luz de las estrellas y del rescoldo del fuego castrense, meditaba una y otra vez Arnoldo en los informes que le iban llegando, y que coincidían en su mayoría en señalar como jefe de la banda de insurrectos a un hombre joven que Arnoldo identificaba con aquel hijo que un día partió de los lares y al que ya no había vuelto a ver. La amorosa celada de Dios iba concretándose, y su instrumento fue una hábil estratagema de Arnoldo, ansioso de cerciorarse de sus sospechas de modo que no se derivara daño para su hijo. La estratagema surtió efecto, y el capitán de bandoleros Pedro Armengol fue desenmascarado ante su padre y perseguidor, Arnoldo. La celada, el lazo se había cerrado, y el otro perseguidor -el divino- cobraba la pieza tras la cual iba desde tiempo.

Por algo ha quedado en el diccionario la palabra nobleza como sinónimo de sentimientos elevados, de grandeza de ánimo. Fue esa nobleza la que salió a luz en el joven Pedro Armengol cuando se vio desenmascarado. Aquello le enfrentó con la imagen real de sí mismo, sin velos ni engaños, y la imagen que le devolvía el espejo de aquella situación límite -no inventada, por cierto, por los novelistas de hoy- fue asaz desagradable, y la vergüenza le invadió. Ante su padre no valían simulaciones ni bravatas, no podía convencerse a sí mismo de que lo que estuvo haciendo durante aquellos años era digno de su alcurnia ni de su honra. No quedaba, tras aquella evidencia, tras aquella luz súbita que sucedía a la anterior obscuridad, más salida que cambiar. Y Pedro Armengol, un día jovenzuelo altanero y vengativo, un día facineroso sin piedad y sin ley, cambió.

A inicios de aquel siglo, y en tierras catalanas, se había fundado una orden que no podía dejar de atraer al joven noble arrepentido. Fue uno de tantos a quienes llegó la influencia de aquella ceremonia fundacional celebrada en la catedral de Barcelona el 10 de agosto de 1218; fue uno de tantos que se sintieron movidos por la estupenda empresa de redimir cautivos. No es raro que Pedro Armengol orientara su vida nueva por el camino marcado por la Orden Mercedaria: era empresa generosa, y ya se dijo que Pedro había guardado en sí, pese a sus defectos, aquel espíritu magnánimo del buen noble, aquel ánimo caballeresco, "desfacedor" de entuertos, aunque muchos hubiera cometido ya en su corta vida. Y sobre orden religiosa, con los tres votos, fue durante un siglo orden militar, lo que probablemente hubo de atraer asimismo al joven noble, crecido en un ambiente que tenía a la milicia como la alta ocupación de las gentes de rancio linaje.

Sea como fuere Pedro Armengol, abiertos sus ojos a la luz, entró en la nueva orden, despojado de armas homicidas, soberbias, rencores e ilusiones vanas, y provisto de un espíritu de humildad y penitencia que hubieron de quedar bien patentes en su vida conventual barcelonesa con los mercedarios. De las cabalgatas alocadas por tierras catalanas a los paseos meditabundos en una angosta celda iba un mundo, y difícilmente le hubieran reconocido en aquel personaje e hábito blanco los que le trataron anteriomente.

Pero un espacio mucho mayor que el de una celda iba a conocer la sinceridad de sus virtudes y el temple de su ánimo generoso. Tierras peninsulares supieron de aquel hombre que predicaba la redención de cautivos, que vivía en pobreza, que iba y volvía con los rescates liberadores de infelices presos. Tierras africanas le vieron llegar un día, en frágil leño, llevado por idénticos propósitos. Y tierras africanas supieron del loco -"la locura de la cruz"- empeño a que se entregó Pedro Armengol. Si el hecho de quedarse en rehenes no era voto especial, sí era cosa corriente, y aquellas palabras mercedarias posteriores, "quedaré en rehenes en poder de los sarracenos si fuere menester para la redención de cautivos cristianos"; fueron muchas veces encarnadas heroicamente.

Por ejemplo, por Pedro Armengol, que quedó en rehenes para liberar a dicho niños víctimas de prisión, como tantos cristianos, luego de piraterías e incursiones del moro. Pedro Armengol, aquel hombre que había puesto pavor a las gentes con la fuerza de su poder y de su brazo, dictador de leyes, se sometía ahora voluntariamente al poder de unos niños, de unos seres débiles e indefensos, y para liberarlos seguía fielmente el ejemplo de la ley de amor que dictó otro brazo, precisamente aceptando que le clavaran en el madero de la cruz. A imitación del Maestro que había elegido, Pedro Armengol salvaba a unos niños a trueque de quedar clavado en una prisión.

Quien conoció el dulzor del aire libre, quien saboreó en tiempos la quietud de una noche sin fronteras y el goce profundo de moverse, respirar y vivir en unas tierras sin horizontes, conoció ahora, y durante largo tiempo, el aire viciado de mazmorras y ergástulas, la invitación inalcanzable de la noche tras una aspillera, el horizonte inmediato de cuatro paredes fétidas. Y todo, escogido voluntariamente, cautivo y víctima por su libre elección.

En Bugía, la "Meca pequeña" de los berberiscos, estuvo Pedro Armengol al filo de la muerte, en un verdadero martirio aceptado. Había salido de la prisión para conocer en la horca la ejecución de la sentencia. Suspendido estuvo en el armatoste mortífero varios días, y las gentes se maravillaban de que aquel condenado no muriese, y aducían, estupefactos, extraños favores infernales. Favores, sí, mas no precisamente del infierno, sino de la Madre de Dios, que le asistió y sostuvo durante los días y las noches en que Pedro Armengol permaneció en la horca, como hubo de confesar luego por obediencia. Quien por amor a Dios había liberado con su sangre y su vida a tantos cautivos se veía ahora liberado por Dios de la muerte inmediata. De aquel hecho le quedó, ya para siempre y como huellas visibles, una extremada palidez y el cuello un tanto torcido.

Inescrutables son los designios divinos, pero acaso humanamente pueda pensarse que si fue salvado de la horca fue en alguna medida por que el ciclo de su vida no hubiese quedado completo. Porque Pedro Armengol había abandonado sus pasadas pasiones y testimoniado sobradamente sus virtudes; pero ¿no convenía acaso que ese hermoso ejemplo fuese dado precisamente allí donde escandalizó? Y allá, a su pueblo natal, Guardia de Prats, fue a parar durante los últimos años de su vida, luego de su vuelta a la Península. En aquellas tierras de olivos, de avellanos y de vides, a la próxima sombra del castillo de Montblanch, en el plácido, humanísimo paisaje tarraconense corrieron los últimos años de la vida de Pedro Armengol, como corrió su infancia y su juventud primera. Y si entonces dejó ejemplo de orgullo, de sinrazones y de desenfreno, los habitantes de aquellas tierras pudieron ahora comprobar día a día, asombrados y quizá incrédulos al pronto, convencidos y admirados luego, el ejemplo de la caridad y abnegación del mercedario Pedro Armengol. Un día fue temido y hasta odiado, hoy era con todavía mayor unanimidad y fervor venerado. Allá donde había escandalizado, edificaba ahora; allá donde creció su celo egoísta se derramaba ahora su celo altruista; allá donde mostrara los frutos de la soberbia mostraba ahora los frutos ubérrimos de la caridad; allá donde se hizo temer por su altivez se hacía querer ahora por su humildad.

Cuando murió -se señala la fecha de 1304- la vida de Pedro Armengol estaba completa en su ciclo, y también en sus tierras natales quedaba el testimonio fecundo de la prodigiosa transformación de aquel joven noble. De aquel noble trocado voluntariamente en cautivo, de aquel capitán de bandidos convertido en generoso siervo de los hombres por amor de Dios.


JUAN GOMIS