30 de junio de 2020

Santo Evangelio 30 de junio 2020


Día litúrgico: Martes XIII del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Mt 8,23-27): En aquel tiempo, Jesús subió a la barca (…), increpó a los vientos y al mar, y sobrevino una gran bonanza. Y aquellos hombres, maravillados, decían: «¿Quién es éste, que hasta los vientos y el mar le obedecen?».


Dios Creador

Fray Josep Mª MASSANA i Mola OFM
(Barcelona, España)

Hoy, la tempestad ruge furiosa. Los discípulos, expertos navegantes, tienen miedo. Jesús, en cambio, duerme. Se levanta, increpa al mar y sobreviene la bonanza. Sorprende la fuerza de la Palabra que domina la creación. La Palabra que calma la tempestad era el eco de la Palabra creadora de Dios: “¡Hágase!”.

La creación es obra de amor: Dios Padre creó de la nada por la Palabra, que es su Hijo, mientras el Espíritu fecundaba las aguas. Creó para comunicar “afuera” su Amor. La creación es el inicio de la salvación. Tiene tres etapas: la del Padre va desde la Creación hasta el Mesías; la del Hijo, desde su encarnación hasta su glorificación; la del Espíritu Santo, desde Pentecostés al fin del mundo.

—Dios, que eres Padre, Hijo y Espíritu Santo, os damos gracias por habernos creado, redimido y santificado, haciendo brillar en nosotros —vuestras criaturas— la fuerza fecunda de vuestro Amor.

Oración al Corazón de Jesús


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Estos mástires, en su predicación, daban testimonio de lo que habían visto

San Pedro y San Pablo Apóstoles | Arte sacro, San pablo apostol ...

ESTOS MÁRTIRES, EN SU PREDICACIÓN, DABAN TESTIMONIO DE LO QUE HABÍAN VISTO

El día de hoy es para nosotros sagrado, porque en él celebramos el martirio de los santos apóstoles Pedro y Pablo. No nos referimos, ciertamente, a unos mártires desconocidos. A toda la tierra alcanza su pregón y hasta los límites del orbe su lenguaje. Estos mártires, en su predicación, daban testimonio de lo que habían visto y, con un desinterés absoluto, dieron a conocer la verdad hasta morir por ella.

San Pedro, el primero de los apóstoles, que amaba ardientemente a Cristo, y que llegó a oír de él estas palabras: Y yo te digo que tú eres Pedro. Él había dicho antes: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Y Cristo le replicó: «Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Sobre esta piedra edificaré esta misma fe que profesas. Sobre esta afirmación que tú has hecho: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo, edificaré mi Iglesia. Porque tú eres Pedro.» «Pedro» es una palabra que se deriva de «piedra», y no al revés. «Pedro» viene de «piedra», del mismo modo que «cristiano» viene de «Cristo».

El Señor Jesús, antes de su pasión, como sabéis, eligió a sus discípulos, a los que dio el nombre de apóstoles. Entre ellos, Pedro fue el único que representó la totalidad de la Iglesia casi en todas partes. Por ello, en cuanto que él solo representaba en su persona a la totalidad de la Iglesia, pudo escuchar estas palabras: Yo te daré las llaves del reino de los cielos. Porque estas llaves las recibió no un hombre único, sino la Iglesia única. De ahí la excelencia de la persona de Pedro, en cuanto que él representaba la universalidad y la unidad de la Iglesia, cuando se le dijo: Yo te entrego, tratándose de algo que ha sido entregado a todos. Pues, para que sepáis que la Iglesia ha recibido las llaves del reino de los cielos, escuchad lo que el Señor dice en otro lugar a todos sus apóstoles: Recibid el Espíritu Santo. Y a continuación: Quedan perdonados los pecados a quienes los perdonéis; quedan retenidos a quienes los retengáis.

En este mismo sentido, el Señor, después de su resurrección, encomendó también a Pedro sus ovejas para que las apacentara. No es que él fuera el único de los discípulos que tuviera el encargo de apacentar las ovejas del Señor; es que Cristo, por el hecho de referirse a uno solo, quiso significar con ello la unidad de la Iglesia; y, si se dirige a Pedro con preferencia a los demás, es porque Pedro es el primero entre los apóstoles.

No te entristezcas, apóstol; responde una vez, responde dos, responde tres. Venza por tres veces tu profesión de amor, ya que por tres veces el temor venció tu presunción. Tres veces ha de ser desatado lo que por tres veces habías ligado. Desata por el amor lo que habías ligado por el temor.

A pesar de su debilidad, por primera, por segunda y por tercera vez encomendó el Señor sus ovejas a Pedro.

En un solo día celebramos el martirio de los dos apóstoles. Es que ambos eran en realidad una sola cosa, aunque fueran martirizados en días diversos. Primero lo fue Pedro, luego Pablo. Celebramos la fiesta del día de hoy, sagrado para nosotros, por la sangre de los apóstoles. Procuremos imitar su fe, su vida, sus trabajos, sus sufrimientos, su testimonio y su doctrina.

De los Sermones de san Agustín, obispo
(Sermón 295, 1-2. 4. 7-8: PL 38, 1348-1352)

29 de junio de 2020

Santo Evangelio 29 de junio 2020


Día litúrgico: 29 de Junio: San Pedro y san Pablo, apóstoles

Texto del Evangelio (Mt 16,13-19): En aquel tiempo, llegado Jesús a la región de Cesarea de Filipo (…) dijo: «Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia (…)».


San Pedro y san Pablo, apóstoles de la fe

REDACCIÓN evangeli.net (elaborado a partir de textos de Benedicto XVI)
(Città del Vaticano, Vaticano)

Hoy, y desde los tiempos más antiguos, la Iglesia de Roma celebra la solemnidad de estos dos grandes apóstoles —maestros de la fe— como una única fiesta. Pedro fue la "roca" puesta como fundamento de la Iglesia; Pablo, la voz dada al Evangelio en su carrera entre los gentiles (los no judíos).

Recibieron de Dios un trato "peculiar". A Simón, hijo de Jonás, Jesucristo le cambió el nombre, anunciándole la entrega de una misión particular: confirmar en la doctrina a sus hermanos. Jesús rezó expresamente por él, para que su fe —como un don especial del Padre— jamás desfalleciera. Saulo de Tarso fue elegido mientras perseguía a los cristianos: se le apareció el Señor resucitado (unos 5 años después de la Ascensión), presentándosele como "Jesús, a quien tú persigues".

—Señor, en su martirio, Pedro y Pablo se dan un abrazo fraterno y se convierten en "hermanos". Concédeme la fortaleza para continuar la construcción de la "nueva Roma" cristiana que ellos —juntos— fundaron.

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Oración para comenzar el día



Buenos días, Señor, a ti el primero
Encuentra la mirada
Del corazón, apenas nace el día:
Tú eres la luz y el sol de mi jornada.

Buenos días, Señor, contigo quiero
Andar por la vereda:
Tú, mi camino, mi verdad, mi vida;
Tú, la esperanza firme que me queda.

Buenos días, Señor, a ti te busco,
Levanto a ti las manos
Y el corazón, al despertar la aurora:
Quiero encontrarte siempre en mis hermanos.

Buenos días, Señor resucitado,
Que traes la alegría
Al corazón que va por tus caminos,
¡vencedor de tu muerte y de la mía.

Gloria al Padre de todos, gloria al Hijo,
Y al Espíritu Santo;
Como era en el principio, ahora y siempre
Por los siglos te alabe nuestro canto. Amén

Oración al Corazón de Jesús


28 de junio de 2020

Santo Evangelio 28 de junio 2020


Día litúrgico: Domingo XIII (A) del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Mt 10,37-42): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus apóstoles: «(…) El que no toma su cruz y me sigue detrás no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará (…)».


¿Qué es "amor"?

REDACCIÓN evangeli.net (elaborado a partir de textos de Benedicto XVI)
(Città del Vaticano, Vaticano)

Hoy —en nuestro tiempo— "amor" significa tantas cosas —incluso contrarias— que a menudo no se percibe su genuino sentido. Todos queremos amor, pero no todo es amor. Jesús ofrece un criterio sensato: amar es un "perderse". Quien no esté dispuesto a las "fatigas del éxodo" no puede amar: amor y comodidad son incompatibles.

La Trinidad representa el amor esencial (un eterno "Ser para…") y el hombre es imagen de Dios: alguien que por inclinación natural desea "dar y recibir amor". ¡Perder la vida!: Jesucristo describe su propio itinerario, que a través de la cruz lo lleva a la resurrección. Es el camino del grano de trigo que cae en tierra y muere, dando fruto abundante. El amor es una exigencia que no me deja intacto: no puedo limitarme a seguir siendo yo a secas, sino que he de perderme una y otra vez.

—Jesús, Hijo de Dios, que "eres para" nosotros haciéndote hombre, concédeme seguir tus sendas de amor "siendo y viviendo para" los demás.

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Oración a la virgen María

27 de junio de 2020

Santo Evangelio 27 de junio 2020



Día litúrgico: Sábado XII del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Mt 8,5-17): En aquel tiempo, al entrar en Cafarnaúm, se le acercó un centurión y le rogó diciendo: «Señor, mi criado yace en casa paralítico con terribles sufrimientos». Dícele Jesús: «Yo iré a curarle». Replicó el centurión: «Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo; basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano. Porque también yo, que soy un subalterno, tengo soldados a mis órdenes, y digo a éste: ‘Vete’, y va; y a otro: ‘Ven’, y viene; y a mi siervo: ‘Haz esto’, y lo hace». Al oír esto Jesús quedó admirado (…).

El misterio de la "impotencia" divina

Rev. D. Antoni CAROL i Hostench
(Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España)

Hoy, con Jesucristo, nos admiramos ante las palabras del centurión. Nos conmueve la preocupación de este jefe por un subalterno. Y nos convence el sentido común con que capta el poder divino. En el "Credo" confesamos que Dios es Padre todopoderoso. Pero, ¿cómo conciliar su poder infinito con la presencia del mal? Es el misterio de la aparente impotencia divina.

Dios no es un "policía del cosmos", que interviene para poner orden —según nuestros esquemas— en todos los rincones del universo. Él es Padre y su gobierno es providencial. A veces, nos puede parecer ausente e incapaz de impedir el mal. Sin embargo, Dios Padre ha revelado su omnipotencia de la manera más misteriosa en el anonadamiento voluntario y en la Resurrección de su Hijo.

—Señor, eres tan grande que en Jesús te has hecho pequeño. Y, desde la Cruz, nos enseñas a transformar el mal en un gesto de amor. Tu "debilidad" es más fuerte que la fuerza de los hombres.

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La fe cristiana en la vida eterna



La fe cristiana en la vida eterna

Mi gozo es estar a tu lado


Joseph Ratzinger

Conferencia en la Academia Cristiana en Praga el 30-3-1992. Publicada bajo el título «DASS GOTT ALLES IN ALLEM SEI». Vom christlichen Glauben an das ewige Leben, en Klerusblatt 72 (1992) pp. 203-207. Traducida por Edicep en La Eucaristía centro de la vida cristiana, Valencia, 2003



Espero en la resurrección de los muertos y en la vida del mundo futuro. Esto decimos cada domingo en la liturgia tal como lo expresa el Credo apostólico de la Iglesia. Pero, ¿esperamos realmente esa resurrección? ¿Y la vida eterna? Las estadísticas nos dicen que muchos cristianos, incluso muchos feligreses, han abandonado la fe en la vida eterna o cuanto menos la tienen por algo en verdad dudoso. Las cifras todavía serían más dignas de consideración si nos refiriéramos a preguntas como por ejemplo: ¿tal esperanza tiene alguna incidencia práctica en nuestra vida? ¿Consideramos la posibilidad de la vida eterna como algo hermoso y consolador o permanece para nosotros como algo demasiado nebuloso e irreal, tal vez no del todo tan deseable?

Hans Urs von Balthasar presentó la cuestión de esta manera: «Es como si al hombre moderno le hubiera sido cortada una amarra, de forma que ya no pudiera correr más hacia la antigua meta, como si le hubieran cortado las alas, como si se hubiera atrofiado en él el órgano espiritual para la trascendencia. ¿,Dónde está el origen de esto?» [«Der Mensch und das Ewige Leben» en la revista Communio 20 (1991),1. Traducida por Edicep en "La Eucaristía centro de la vida cristiana, Valencia, 2003].

Ciertamente una ausencia tan completa, como parece a primera vista, al considerar la vida más allá de la muerte, tampoco se da hoy. El deseo de volver a ver a las personas queridas también hoy permanece vivo; la aspiración de que pueda haber un juicio y de que mi vida tendrá que someterse a él definitivamente, nos viene inevitablemente ligada a la cuestión del sentido, cuando estamos tentados a hacer algo que nosotros mismos reconocemos como injusto.

1. Fe en Dios y esperanza en la vida eterna

Cada vez más, se insiste en que el sentido de la vida eterna en el hombre moderno, también en el cristiano actual, ha llegado a ser sorprendentemente débil: sermones sobre el cielo, el infierno y el purgatorio sólo difícilmente alcanzamos hoy a escucharlos. Preguntemos de nuevo: ¿Dónde está el origen de esto?

Yo creo que tiene que ver de un modo esencial con nuestra imagen de Dios y de su relación con el mundo, que se ha infiltrado también a partir de una conciencia generalizada en aquellos que quieren ser cristianos y hombres de fe sin renunciar a ella. Apenas podemos ya imaginamos que Dios haga realmente algo en el mundo y en los hombres, que él mismo sea un sujeto que actúa en la historia. Eso nos parece algo mítico y premoderno. Hoy se ha convertido en completamente normal considerar los milagros del Nuevo Testamento no como tales milagros, sino reinterpretarlos como percepciones de sucesos condicionadas por el tiempo en que surgieron; y también el nacimiento virginal de Jesús y su resurrección real, que privó a su cuerpo de la descomposición, son, en el mejor de los casos, privados de importancia, vistos como proposición de cuestiones marginales: parece molesto que Dios deba haber intervenido en fenómenos biológicos o físicos. El mundo una vez hecho está concluido, firme en sí mismo y en sus cadenas causales, incluso aunque la imagen que de él tiene la física moderna ya no posea la evidencia definitiva, que en anteriores siglos se creía posible alcanzar.

Hoy pensamos que el acontecer del mundo se explica exclusivamente por medio de factores internos a él. Nadie se ocupa de él al margen de nosotros mismos, y por ello tampoco esperamos nada de nadie, al margen de nosotros mismos, que nos sabemos, ciertamente, de nuevo en completa dependencia de las leyes de la naturaleza y de la historia. Dios ya no es ?digámoslo ya? un sujeto que actúa en la historia; es, en el mejor, de los casos una hipótesis al margen.

El abandono de la esperanza en la eternidad es, pues, simplemente la otra cara del abandono de la fe en el Dios vivo. La fe en la vida eterna sólo es la aplicación a nuestra propia existencia de la fe en Dios. Y, en consecuencia, solamente podrá revitalizarse si encontramos una nueva relación con Dios, si de nuevo aprendemos a comprender a Dios como alguien que actúa en el mundo y en nosotros mismos. «Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro», esta expresión no es una exigencia de fe, yuxtapuesta a nuestra afirmación de fe en Dios y que nos lleva más lejos que ésta; sino que se trata, simplemente, del desarrollo de lo que significa creer en Dios, en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

La vida eterna no la descubrimos a través del análisis de nuestra propia existencia, ni observándonos a nosotros mismos, con nuestras esperanzas y con nuestras necesidades; al hombre que está centrado en sí mismo siempre se le escapa la vida eterna. Es en la entrega a Dios donde se muestra por sí mismo, que él, en quien Dios se ha fijado, y a quien ama, tiene parte en su eternidad. Orígenes expresó una vez esta convicción de forma bellísima, cuando dijo «que cada una de las esencias que participan de aquella naturaleza eterna permanece continuamente en su ser..., para que la eternidad de la bondad divina pueda expresarse...» Y añade: «¿No parece impío suponer que un espíritu que es susceptible de ser divinizado, pueda morir según su sustancia?» [ Peri Archon IV, 4,9 Koetschau V(K22), 362; PG 11, 413; ver también la edición bilingüe [alemán-griego] de H. Görgemanns/ H. Karpp, (Darmstadt 1976), 81617. Sigo la traducción de H. U. VON BALTHASAR, Geist und Feuer (Einsiedeln/ Freiburg 19913), Texto 54, p. 67].

Esta interna interrelación entre la imagen de Dios y las representaciones de la vida más allá de la muerte también se confirma cuando echamos una mirada a la historia de las religiones, por breve que sea. Tan lejos como seamos capaces de observar en la historia humana, apenas se ha dado alguna imagen de que con la muerte todo llegue a su fin. Prácticamente encontramos en todas partes alguna idea de juicio y de vida posterior; e incluso donde todavía no se considera el poder del Dios único que transforma el mundo, sin embargo también existe la imagen vaga y nebulosa de la otra vida. Hay un ser en el no-ser, una existencia en un mundo de sombras, que es interpretada estableciendo una relación misteriosa con el mundo de los vivos.

Por una parte, los espíritus en el reino de las sombras necesitan la ayuda de los todavía vivos para poder subsistir; se les tiene que alimentar, preocuparse de ellos para hacerles posible, cuanto menos, una inmortalidad limitada en el tiempo. Pero, por otra parte, como espíritus han llegado a poseer poderes, que son propios del mundo sobrenatural, que trasciende todo. Pueden ser amenaza, y también ayuda. Se teme el regreso de los espíritus y se busca protegerse de ellos con todo tipo de ritos. Por otro lado, son también, sin embargo, precisamente los espíritus de los antepasados, que defienden su clan y que son venerados para asegurarse su ayuda. El culto a los antepasados es un fenómeno originario en la vida común de las tribus; expresa la conciencia de una comunión humana que no es interrumpida ni siquiera por la muerte.

La doctrina de la reencarnación que se ha desarrollado sobre todo en el mundo asiático, tiene que ser considerada como un intento de explicar el enigma de la injusticia en este mundo de una forma no-teísta: en una existencia plagada de sufrimiento la primitiva injusticia es expiada, y de ese modo, tras la aparente injusticia de un mundo en el que triunfan los culpables y padecen los inocentes, se manifiesta la implacable justicia que reconcilia todo y lo arregla todo. Pero allí donde absolutamente toda la existencia de este mundo se experimenta como infortunio, tales escapatorias del alma no son suficientes: la meta de todas las purificaciones y transformaciones es entonces el liberarse de las cadenas del aislamiento, del completo y falso círculo del ser, el sumergirse y regresar a la identidad del origen, que es simultáneamente la nada y el todo. Y no es, ciertamente, ningún azar el hecho de que hoy, con el debilitamiento de la fe en el Dios vivo, regresen todas estas imágenes arcaicas que ciertamente han perdido su inocencia y su grandeza moral.

La reencarnación, que hoy nuevamente es afirmada por muchos, ya no es plenitud de un poder absolutamente misterioso de justicia, sino más bien una forma de aplicación de la ley de conservación de la energía: la energía del alma no puede sin más disolverse, sino que necesita otras realidades corporales en las que encarnarse. En la continua reaparición de tales modelos interpretativos y otros similares se expresa la firma conciencia del hombre de que la muerte no es la última palabra de nuestra existencia; esta conciencia busca otros caminos, a menudo bastante extraños, donde el poder del Dios que ama, y que nos impide caer, se pierde de vista. Y por eso se describe paulatinamente lo que tiene que suceder, para que podamos decir de nuevo con convencimiento: espero la vida eterna.

Simplemente, hemos de dejarnos penetrar de nuevo por el Dios vivo y por su amor; y entonces comprenderemos que este amor, que es eterno y es poderoso, no nos deja caer. Pero antes de que desarrollemos con más detalle esta idea y así veamos cómo ella recoge también los fragmentos individuales de las esperanzas humanas, tenemos que fijarnos todavía en las dificultades del hombre moderno, ése que somos nosotros mismos.

Hay, pues, aparte del motivo principal, que es la extinción de la imagen de Dios, también otras causas de nuestras dificultades con la esperanza en la resurrección. Lo primero que nos impide tener una esperanza viva en la vida eterna, es que ya no somos capaces de imaginar nada al respecto. En tiempos antiguos era más sencillo llegar a tener una serie de referencias, imaginando el cielo como un lugar donde encontrar la plenitud de la belleza, la alegría y la paz; pero la imagen moderna del mundo ha eliminado sin contemplaciones tales pilares de la imaginación. Pero de aquello que uno no puede tener una imagen, tampoco puede poseer esperanza, porque el pensamiento humano necesita alguna forma de visibilidad. Se añade, finalmente, el que un horizonte eterno para nuestra existencia no nos parece deseable: ella ya es bastante lastimosa, y si todo fuera bueno, entonces la idea de eternidad nos parece como una condenación al aburrimiento; en pocas palabra, como demasiado para soportarlo el hombre.

Pero frente a esto hemos de poner ahora la pregunta contraria: ¿Es cierto que no esperamos nada más? Porque si fuera así, entonces el «principio esperanza», que Ernst Bloch sitúa como la esencia del marxismo, no habría podido encontrar tantos seguidores; entonces no se habrían sumado tantos hombres a la fe en las utopías políticas. Un hombre que no espera nada, tampoco puede vivir. La existencia humana está por su propia esencia impulsada a algo más grande.

Pero, en realidad, ¿qué esperamos? La esperanza originaria que anida en el hombre y que no le puede ser arrebatada, puede expresarse de muchas formas. Una de sus manifestaciones esenciales es que tenemos esperanza en la justicia. No podemos, simplemente, conformamos con que siempre tenga razón el fuerte y someta al débil; no podemos contentamos con que el inocente tenga que padecer, con frecuencia de un modo espantoso, y que al culpable parezca caerle en suerte toda la dicha del mundo. El ansia de justicia, que tan intensamente se ha manifestado a lo largo de la historia en la lucha del hombre que piensa y que sufre, tampoco puede sernos arrebatada. Tenemos ansia de justicia, y por eso tenemos también ansia de verdad. Vemos cómo la mentira se extiende, se introduce, y que apenas es posible salirle al paso; pero esperamos que esto no permanezca así, que la verdad alcance su derecho. Pretendemos que la habladuría sin sentido, la crueldad y la miseria desaparezcan; deseamos que las tinieblas de la incomprensión que nos divide, que la incapacidad para el amor se extinga y que sea posible el auténtico amor que libera toda nuestra existencia de la cárcel de su soledad, la abre a los demás, a lo infinito, sin destruirnos a nosotros. Podríamos decir también: ansiamos alcanzar el verdadero gozo. Todos nosotros.

2. ¿Qué significa «vida eterna»?

Justamente todo esto es lo que queremos decir cuando hablamos de «vida eterna», que no expresa tanto una larga duración sino una cualidad de la existencia, en la que la duración entendida como una infinita sucesión de momentos desaparece. Quiere esto decir también, naturalmente, que si el anhelo de eternidad se convierte en obstinación en contra de la eternidad, manteniendo una terca finitud; que cuando alguien de tal modo se identifica con la injusticia, con la mentira y con el odio, que para él la llegada de la justicia, de la verdad y del amor sería negación de su existencia; entonces, puede sentirse amenazado por ella hasta lo más hondo; entonces, donde se diera una existencia tal, tenemos que denominarla perdición. Donde la mentira y la injusticia han llegado a ser marcas de identidad de una vida, la vida eterna, es, ciertamente, la negación de esta identidad negativa. La salvación se convierte en condena, porque el hombre se ha amarrado a la perdición y su vida íntegra se derrumba en la negación.

Volvamos a esta consideración del último interrogante del hombre, formulándolo en forma positiva: la vida eterna no es una sucesión infinita de instantes, en los que se tendría que intentar superar el aburrimiento y el miedo a lo infinito. Vida eterna es aquélla nueva categoría de existencia, en la que todo confluye simultáneamente en el ahora del amor, en la nueva cualidad del ser, que está rescatada de la fragmentación de la existencia en el sucederse de los instantes. En esta vida temporal nuestra, por un lado, cada momento es demasiado corto porque con él parece escapársenos la vida misma antes de que podamos comenzar a vivirla; pero igualmente, cada momento es para nosotros demasiado largo, porque sus múltiples instantes, siempre repetidamente iguales unos a otros, nos llegan a ser penosos.

Es, pues, evidente, que la vida eterna no es simplemente «lo que viene después» y de lo que nosotros ahora no podríamos formamos ni la más remota idea; pues, como se trata de una forma de existencia, puede ya estar presente en el seno de nuestra vida material y de su fluyente temporalidad como lo nuevo, lo otro, lo mayor, si bien siempre sólo de modo fragmentario e incompleto. Pero los límites entre vida temporal y eterna no son de ninguna manera exclusivamente de naturaleza cronológica: nosotros, por lo general, pensamos que los años previos a la muerte serían la vida temporal y el tiempo infinito posterior sería lo eterno. Pero como la eternidad no es simplemente tiempo sin fin, sino otra forma de existencia, entonces una tal diferencia, meramente cronológica, no es suficiente. La vida eterna existe en medio de la temporalidad, allí donde nosotros alcanzamos el «cara a cara» con Dios; a través de la contemplación del Dios vivo se puede llegar a algo así como el fundamento originario de nuestra alma. Como un amor poderoso, ya no nos puede ser arrebatado a través de las vicisitudes de la vida, sino que constituye un centro indestructible, del que procede el impulso y la alegría para ir avanzando hacia adelante, incluso cuando las condiciones externas son dolorosas y difíciles. Tal como lo habíamos imaginado, podemos dirigir nuestra atención muy plásticamente al Salmo 73 (72), en el que de modo fulminante y con una apropiada fuerza turbadora es plasmada tal experiencia de sufrimiento y de lucha en un creyente. El salmo es la oración de un hombre «que sufre en su vida tormentos y enfermedad» [H.J. KRAUS, Psalmen I, (Neukirchen 1960), 506; para lo que sigue ver la explicación del salmo hecha por Graus en las pp. 503-511], un hombre de fe que siempre se ha preocupado de vivir de acuerdo con la Palabra de Dios, pero al que ahora toda su existencia se le ha convertido en dolor y en pura contradicción.

La antigua Sabiduría del Antiguo Testamento había enseñado que Dios premia a los buenos y castiga a los malos; pero el mundo en el que vive el salmista habla con despecho de tales imágenes: la experiencia que encuentra su expresión aquí es la experiencia de Job, la experiencia del Qohélet, la experiencia de todos los justos sufrientes del Antiguo Testamento. La vida parece premiar a los cínicos, los orgullosos, que dicen: Dios no se ocupa de los sucesos de este mundo; no reacciona ante ellos. Estos hombres, que se constituyen a sí mismos en dioses, hablan del mismo modo del cielo, que está muy alejado por encima de ella. El pueblo acepta ávidamente sus palabras jactanciosas y sus explicaciones del mundo. Ellas no padecen ningún sufrimiento; tienen buena salud, están orondos; no conocen las preocupaciones de la vida. El justo sufriente está en peligro de extraviarse; ¿acaso el mundo no le da la razón al cínico? ¿Carece realmente de sentido seguir manteniendo la confianza en Dios vivir según sus leyes? ¿Es en verdad cierto que él no reacciona respecto a nosotros?

La solución conduce al orante al ámbito de lo sagrado, es decir, a la entrega en la oración al Dios vivo, en la que el supera el carácter privado de sus preguntas y de su lucha. En su acceso a lo sagrado se orienta a la comunidad de fe, a los signos de salvación, a la comunidad itinerante de la historia divina, y, desde ahí, alcanza la visión del mismo Dios. Y entonces cambian las perspectivas: la visión del mundo procedente de una actitud envidiosa pierde toda razón de ser, e igual sucede con las pretensiones de los arrogantes. Resulta patente el carácter engañoso de tal felicidad, la cual desaparece como un sueño al despertarse.

Es entonces cuando surgen de nuevo las verdaderas perspectivas de la realidad: « Yo estoy siempre contigo, me has agarrado de mi mano derecha; con tus consejos me diriges y me llevas hacia un final glorioso. ¿A quién tengo yo en el cielo sino a ti? Si estoy contigo, no me gusta ya la tierra. Mi cuerpo y mi corazón ya languidecen; el sostén de mi corazón, mi patrimonio, es Dios por siempre... Para mí lo mejor es estar con Dios» (Sal 73, 23-26.28).

Por medio del contacto del alma con Dios el hombre aprende a ver las cosas en forma adecuada. Aunque tuviera todas las propiedades posibles en el cielo y en la tierra, ¿de qué le servirían? La satisfacción del simple éxito, del mero poder, del sólo tener, es siempre una satisfacción engañosa; una simple mirada al mundo actual, a las tragedias de esas personas triunfadoras y poderosas, cuyas almas y cuyos bienes han sido comprados y están vacíos, nos muestra la profunda verdad de esta afirmación. Pues los grandes interrogantes, para combatir a los cuales en vano son dirigidos todos los refinamientos de las pasiones y de sus satisfacciones, no se dan entre los pobres y los débiles, sino entre aquellos que aparentemente no conocen el infortunio en la vida.

Todo quedaría vacío en el cielo y en la tierra si Dios no existiera, y él se ha puesto para siempre de nuestra parte. «Ésta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo», dice el Señor en el evangelio de Juan (17, 3). Es, justamente, la experiencia del salmo 73. El salmista contempla a Dios y tiene la experiencia de que ya no necesita nada más, porque en el contacto con Dios le es dado todo aquello en lo que consiste realmente la vida. «Sin ti nada me alegra, ni en el cielo ni en la tierra, pues aunque mi cuerpo languidezca, mi gozo es estar en tu presencia». Donde tiene lugar ese encuentro, hay vida eterna.

La línea de separación entre vida temporal y eterna atraviesa nuestra vida temporal. Juan distingue el bios, como la vida incesante de este mundo, de zoë, el contacto con la vida auténtica, que irrumpe en nosotros cuando nos encontramos con Dios dentro de nosotros mismos. En este sentido dice Jesús en el evangelio de Juan: «Quien escucha mi palabra y cree en el que me ha enviado, tiene vida eterna ...y ya ha pasado de la muerte a la vida» (5, 24s.). En el mismo sentido se pronuncian las palabras de la historia de Lázaro: «Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá, y el que vive y cree en mí no morirá para siempre» (Jn 11, 25). La misma experiencia se expresa de múltiples formas en las cartas paulinas, así cuando Pablo, prisionero y encadenado, escribe a los filipenses: «Para mí la vida es Cristo, y la muerte una ganancia». Él prefería morir y estar con Cristo, pero reconoce que es más necesario para su comunidad que permanezca (1, 21-24). «Si vivimos, vivimos para el Señor; y si morimos, morimos para el Señor. Así que, vivamos o muramos, somos del Señor» (Rm 14, 8s.).

3. «Todo lo mío es tuyo»

El carácter comunitario y la actualidad de la vida eterna.- Vemos, por tanto, que la vida eterna es aquella forma de vida, en el centro de nuestra existencia terrena actual, que no es afectada por la muerte, porque se extiende más allá de ella. En medio del tiempo vive lo eterno, y éste es, por tanto la primera invocación del artículo del Credo del que hemos partido. Si vivimos de esa manera, la esperanza de la comunión eterna con Dios llegará a ser una gozosa espera que caracterice nuestra existencia, porque entonces también crece en nosotros una representación de su realidad, y su belleza nos transforma interiormente.

Se hace, pues, evidente, que en este cara a cara con Dios no hay nada egoísta, ningún retorno a lo mero privado, sino precisamente aquella liberación del «yo», que da plenitud de sentido a la eternidad. Una sucesión infinita de momentos puntuales sería insoportable; la concentración de nuestra existencia en el único instante del amor de Dios no solamente transforma la finitud en eternidad (en el hoy de Dios), sino que, simultáneamente, significa la comunión con todos aquellos que son acogidos por ese mismo amor. En el Reino de amor del Hijo no existe, según un texto de san Juan Crisóstomo, «la fría palabra mío y tuyo» [BALTHASAR, o.c., (nota 1) II].

Como el amor de Dios nos es común a todos, todos nos pertenecemos unos a otros. Donde Dios es todo en todos, también nosotros estamos todos en todos y todos en uno, somos un único cuerpo, el cuerpo de Cristo, en el que la alegría de uno de los miembros es la de todos los miembros restantes, del mismo modo que el sufrimiento de un miembro es sufrimiento de todos los miembros. Y esto significa dos cosas:

a) Presente y eternidad no se encuentran uno junto al otro y en mutua oposición, como el presente y el futuro, sino que se interpenetran. Ésta es la verdadera diferencia entre utopía y escatología. Durante mucho tiempo se nos ha ofrecido un horizonte de utopía, es decir de espera de un mundo futuro mejor, en lugar de escatología, en lugar de vida eterna. La vida eterna sería irreal, solamente nos arrancaría del tiempo; sin embargo, la utopía sería una meta real, a la que nos podríamos dedicar con todas nuestras fuerzas.

Pero esta idea es una conclusión errónea, que nos conduce a la destrucción de nuestra esperanza. Pues este mundo futuro, para cuya construcción se utilizaría el presente, nunca nos afecta a nosotros mismos; únicamente existe para una futura generación todavía desconocida, que nunca llega. Algo así como el agua y los frutos ofrecidos a Tántalo: el agua le llegaba al cuello y los frutos estaban siempre delante de su boca; pero si llevado por la sed que le atormentaba quería beber, el agua se retiraba y le resultaba inaccesible; y si quería probar los frutos, martirizado por el hambre, sucedía lo mismo. Esta antigua representación de la condenación del orgullo como el pecado propiamente humano, refleja bien aquella hybris: la sustitución de la escatología por una utopía auto construida, es decir, pretender llevar a plenitud la esperanza humana por sus propias fuerzas y sin la fe en Dios.

La utopía siempre parece estar al alcance de la mano, pero no llega nunca, porque el hombre sigue siendo siempre libre y por ello nunca puede detenerse en un estado definitivo. La lucha que mantiene al mal dentro de sus límites tiene que ser mantenida de nuevo por cada generación y ninguna puede privarse de ella por medio de una institución creada por generaciones anteriores. La afirmación de una lógica interna en la historia, que al final, inevitablemente hiciera surgir la sociedad perfecta (por tanto para todos los hombres), es un mito primitivo, que quiere sustituir la idea de Dios por la de un poder anónimo, cuya creencia de ningún modo puede estimarse como algo ilustrado, sino como palmariamente ilógico.

En el mundo moderno, la fe en la utopía puede sustituir tan extensamente a la esperanza en la vida eterna porque cumple las dos condiciones fundamentales de lo moderno: se trata de algo hecho por nosotros mismos, por lo que no requiere de ningún Dios trascendente (aunque, ciertamente, sí de una historicidad divina inmanente). Como se trata de algo realizable, este mundo futuro también es imaginable: siempre tan cercano como los frutos de Tántalo y a la vez siempre tan lejano como ellos. Deberíamos despedirnos definitivamente, como de un mito, de la pretensión de construir en el futuro una sociedad ideal, y, en lugar de ello, trabajar con todo nuestro empeño en fortalecer las energías que se oponen al mal en el presente, y que, de ese modo, también pueden ofrecer una primera garantía para el futuro más próximo.

b) Pero esto sucede precisamente, cuando la vida eterna llega a tomar impulso en el seno del tiempo. Pues eso significa, que se haga realidad la voluntad de Dios «en la tierra como en el cielo». La tierra llega a ser el cielo, el Reino de Dios, cuando la voluntad de Dios se hace realidad en ella como sucede en el cielo. Por eso lo pedimos, porque sabemos que no está en nuestro propio poder hacer descender el cielo. Pues el Reino de dios es su Reino y no el nuestro, no nuestro dominio; y por eso es fiable y definitivo. Pero, en todo caso, siempre está muy cerca del lugar donde se acepta la voluntad de Dios; pues allí surge la verdad, la justicia y el amor.

El Reino de Dios está mucho más cerca que los frutos de Tántalo de la utopía, porque no es ningún futuro cronológico, ningún «más tarde» en el tiempo, sino que describe lo completamente distinto a todo tiempo, que precisamente por ello se puede introducir en el tiempo asumirlo por completo en sí mismo y hacerlo puro presente. La vida eterna, que comienza aquí y ahora en la comunión con Dios, rasga este aquí y ahora y lo abre al terreno de lo que nos es propio, y ya no será dividido por el fluir del tiempo. En ella tampoco puede ya darse la impenetrabilidad entre el yo y el tú, que está estrechamente ligada al tiempo. De hecho, quien incluye su voluntad en la voluntad de Dios, lo hace presente allí donde tiene su lugar cualquier voluntad buena; nuestra voluntad se funde además con la voluntad de todos los demás.

Y allí donde sucede esto se hacen verdad estas palabras: «Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí». El misterio de Cristo, que según las bellas palabras de Orígenes, es el Reino de Dios en persona, es el centro determinante para la comprensión de la vida eterna.

Antes de seguir más lejos con esta idea, quisiera todavía añadir una referencia final al realismo de la esperanza cristiana en lo absolutamente otro, en el Reino eterno de Dios. La fuerza con que la fe en la vida eterna opera en el presente, quizás no pueda observarse en ningún autor de un modo tan impresionante como en Agustín, que tuvo que experimentar el hundimiento del imperio romano y de todas sus normas civilizadoras, y por tanto, una historia llena de angustia y de sobresaltos. Pero él supo y vio, que una nueva ciudad iba creciendo, la ciudad de Dios. Cuando él habla de eso, se nota cómo le quema en su interior: «Si la muerte ha sido absorbida por la victoria, entonces ya no existen estas cosas; y habrá paz, completa y eterna paz. Estaremos en una especie de ciudad. Hermanos, cuando yo hablo de esta ciudad, y también cuando las contrariedades aquí son grandes, puedo entonces pedirme a mí mismo ya no habitarla más... [Enarrationes in psalmos 84. 10 CCL XXXIX 1170; cfr. P. BROWN Auustinus v. Hippo v. J. Bemard (Leipzig 1972),261-273]. La ciudad futura lo lleva porque en cierto modo es también ya una ciudad actual, allí donde el Señor nos reúne en su carne y hunde nuestra voluntad en la voluntad divina.

La vida compartida con Dios, la vida eterna en nuestra vida temporal, es posible, porque la convivencia de Dios con nosotros se ha dado: Cristo es Dios compartiendo su ser con nosotros. En él Dios ha experimentado la temporalidad por causa nuestra, el suyo es para nosotros tiempo de Dios, y así también es la apertura del tiempo a la eternidad. Dios ya no es el Dios lejano e indeterminado al que ningún puente puede dar acceso, sino que es el Dios cercano: el cuerpo de su Hijo es el puente para nuestras almas. Por medio de él, la relación con Dios de cada uno de nosotros se funde en una única relación con Dios, de forma que dirigir nuestra mirada hacia Dios ya no supone retirar nuestra vista de los demás hombres y del mundo, sino fusión de nuestra mirada y de nuestro ser con la única mirada y el único ser del Hijo. Como él ha descendido a las profundidades de la tierra (cfr. Ef 4, 9s.), Dios ha dejado de ser un Dios de las alturas, y ahora nos rodea desde arriba, desde abajo y desde dentro: él es todo en todos, y por eso formamos parte todos de todos: «Todo lo mío es tuyo». El que Dios «sea todo en todos» ha comenzado con el vaciamiento de Cristo en la cruz; y será completo cuando el Hijo entregue definitivamente al Padre el Reino, es decir la humanidad reunida y la creación asumida por ella (cfr. 1 Co 15, 28).

Por eso ya no puede darse más la simple privacidad del yo aislado, sino que «todo lo mío es tuyo». Esas palabras conmovedoras del padre al hijo perdido (Lc 15, 31), con las que más tarde describió en la oración sacerdotal su propia relación al Padre (cfr. Jn 17, 10), es válida para todos nosotros y mutuamente en la persona de Cristo. Todo el sufrimiento asumido y todavía oculto, toda resistencia firme al mal, la superación interna, cualquier iniciativa del amor, toda renuncia para la dedicación seria a Dios, todo esto será realmente incluido en el todo: nada bueno se perderá. El poder del mal, que invade por completo la estructura de nuestra sociedad como los tentáculos de un pulpo, y amenaza con ahogarla en un abrazo mortal, se enfrenta ahora a esta serena revolución de la auténtica vida como fuerza liberadora, en la que el Reino de Dios, aunque todavía no ha asumido todo, tal como dice el Señor, ya está en medio de nosotros (cfr. Lc 17, 21). Es por medio de esta revolución como se hace presente el Reino de Dios, porque la voluntad de Dios se realiza en la tierra como en el cielo.

4. Interrogantes específicos de la escatología cristiana

Después de todo lo dicho, hemos de esbozar ahora en grandes líneas, lo que expresa la fe cristiana con las palabras cielo e infierno [Para la fundamentación y los detalles concretos remito a mi Escatología (Regensburg 19906)]. También la importancia del «purgatorio» se puede comprender fácilmente desde ahí. El lugar del purgatorio es, en último término, el mismo Cristo. Si nos encontramos con él sinceramente, llegará a suceder por sí mismo de tal manera que toda la miseria y la culpa de nuestra vida, que en la mayoría de los casos habíamos mantenido cuidadosamente oculta, aparece punzante ante nuestra propia alma en ese instante definitivo de presencia de la verdad.

La presencia del Señor transforma todo lo que en nosotros es complacencia en la injusticia, en el odio y la mentira, y actúa como una llama ardiente. Ella se convertirá en dolor purificador, que consume en nosotros todo lo que es irreconciliable con la eternidad, con la vitalidad transformadora del amor de Cristo. Y también nos es así comprensible el significado del juicio. Podríamos decir otra vez: el juicio es el mismo Jesucristo, que es la verdad y el amor en persona. Él ha entrado en este mundo como la íntima referencia para toda vida individual. Que el juicio lo constituye el encarnado, crucificado y resucitado, incluye dos aspectos mutuamente dependientes: significa, en primer lugar, lo que nosotros ya hemos considerado: todo lo vil, desviado y pecaminoso de nuestra existencia es puesto al descubierto por este centro de referencia; y a través del dolor de la purificación hemos de liberarnos de ellos.

Pero hay también una segunda parte. Romano Guardini, que en su predisposición a la melancolía con frecuencia experimentó dolorosamente lo temible y lo triste de este mundo como una carga que le había sido impuesta a él de forma completamente personal, dijo a menudo que él sabía que Dios le preguntaría por su vida el día del juicio. Pero él esperaba el juicio, para, también a su vez, hacer preguntas a Dios: la pregunta por el por qué de la creación y por todo lo incomprensible que, como consecuencia de la libertad para el mal, ha surgido en ella. El juicio significa que se hace a Dios esta pregunta. Han Urs von Balthasar lo expresa así: Los defensores de Dios no convencen, Dios tiene que defenderse a sí mismo. «Él hizo esto una vez, cuando el resucitado mostró sus llagas... Dios mismo tiene que plantear su teodicea. Tiene que haberla formulado ya, cuando ha dotado a los hombres de libertad (y con ello de tentaciones) no para él, para proclamar su ley» [O.c., (nota 1), 9].

El día del juicio el Señor, en vista de nuestras preguntas, mostrará sus llagas y nosotros comprenderemos. Pero, entretanto, él espera simplemente que nosotros vayamos hacia él y confiemos en el lenguaje de esas heridas suyas, incluso si no somos capaces de comprender la lógica de este mundo.

Nos queda todavía una última pregunta: ¿Qué ocurre propiamente con el alma? Y: ¿debemos esperar una resurrección realmente corporal de los muertos y un nuevo mundo? La palabra alma ha sido relegada durante los últimos 25 años a la lista de palabras prohibidas; se intenta evitarla siempre que es posible.

Se nos ha intentado convencer de que se trata de una invención gentil (griega), que no puede tener un lugar en el cristianismo, porque con ella se supone una división del ser humano, que no es conciliable con la unidad del creador y de su creación. Ambos supuestos son igualmente falsos. La palabra alma existe en todas las culturas, con una tendencia general semejante en todas, pero con un desarrollo distinto en cada una. Tal como es empleada en la tradición cristiana, es fruto de la fe, que de esta forma no es posible que quede ajena al mensaje de Jesucristo y nunca sucede así. Expresa la peculiaridad del ser humano querida por el Creador: el hombre es aquel ser de la creación en el que coinciden espíritu y materia y se reúnen en un conjunto único.

Si dejamos de lado la palabra alma, caemos inevitablemente en un materialismo craso, que no acrecienta el valor del cuerpo, sino que le arrebata su dignidad. Cuando dicen muchos que un alma sin cuerpo entre la muerte y la resurrección sería algo absurdo, hay que decir que ellos no han atendido correctamente a la Sagrada Escritura. Porque después de la Ascensión de Cristo ya no existe el problema del alma sin cuerpo: el cuerpo de Cristo es el nuevo cielo, desde ahora abierto para siempre. Si nosotros mismos nos transformamos en miembros del cuerpo de Cristo, entonces nuestras almas están sujetas a ese cuerpo, que se convierte en cuerpo de ellas, y así están a la espera de la resurrección definitiva, en la que Dios será todo en todos. Esta resurrección al final de la historia es, sin embargo, algo realmente nuevo. No podemos imaginárnosla, porque no conocemos ni las posibilidades de la materia ni las del Creador. Pero desde la resurrección de Cristo sabemos que no sólo se salvan las individualidades, sino que Dios quiere salvar toda su creación y puede hacerlo. La creación, que fue sometida por Adán y progresivamente por él trabajada, está en espera de las criaturas de Dios. Donde están ellas, la creación también se renueva. Quiero acabar con unas palabras de un sermón de san Agustín, en el que me parece extraordinariamente claro la dinámica interna de lo que significa esperar la vida eterna en medio de la vida actual: «Una joven dice tal vez a su prometido: "No te pongas ese abrigo". Y él no se lo pone. Le dice durante el invierno: "Preferiría que fueras con una túnica corta", y entonces él prefiere helarse antes que ofenderla. Sin embargo, ¿es seguro que ella no tiene ningún poder para obligarlo?... No, porque, ciertamente, él únicamente teme una cosa que ella le diga: "De lo contrario no quiero verte nunca más"» [Sermo 161, 10. Ver BROWN, o.c., (nota 5), 215]. Esperar la vida eterna significa esto: no querer perder ya más la mirada de Dios, porque él es nuestra vida.



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Oración al Corazón de Jesús.


26 de junio de 2020

Santo Evangelio 26 de junio 2020



Día litúrgico: Viernes XII del tiempo ordinario


Texto del Evangelio (Mt 8,1-4): En aquel tiempo, cuando Jesús bajó del monte, fue siguiéndole una gran muchedumbre. En esto, un leproso se acercó y se postró ante Él, diciendo: «Señor, si quieres puedes limpiarme». Él extendió la mano, le tocó y dijo: «Quiero, queda limpio». Y al instante quedó limpio de su lepra. Y Jesús le dice: «Mira, no se lo digas a nadie, sino vete, muéstrate al sacerdote y presenta la ofrenda que prescribió Moisés, para que les sirva de testimonio».


La fe es un confiado entregarse a un “Tú” que es Dios

REDACCIÓN evangeli.net (elaborado a partir de textos de Benedicto XVI)
(Città del Vaticano, Vaticano)

Hoy, ¿qué significa creer? Es necesaria una renovada educación en la fe, que comprenda ciertamente un conocimiento de sus verdades y de los acontecimientos de la salvación, pero que sobre todo nazca de un verdadero encuentro con Dios en Jesucristo, de amarle, de confiar en Él, de forma que toda la vida esté involucrada en ello.

Hoy, junto a tantos signos de bien, crece a nuestro alrededor también cierto desierto espiritual. A veces las ideas mismas de progreso y bienestar muestran igualmente sus sombras. Cierto tipo de cultura, además, ha educado a moverse sólo en el horizonte de las cosas, de lo factible; a creer sólo en lo que se ve y se toca con las propias manos. En este contexto vuelven a emerger algunas preguntas fundamentales: ¿qué sentido tiene vivir? ¿Qué nos espera tras el umbral de la muerte?

—La fe es un confiado entregarse a un “Tú” que es Dios, quien me da una certeza distinta, pero no menos sólida que la que me llega del cálculo exacto o de la ciencia.

25 de junio de 2020

Santo Evangelio 25 de junio 2020


Día litúrgico: Jueves XII del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Mt 7,21-29): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «No todo el que me diga: ‘Señor, Señor’, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial (…). Así pues, todo el que oiga estas palabras mías y las ponga en práctica, será como el hombre prudente que edificó su casa sobre roca (…)».


La sabiduría de la Ley de Dios

Rev. D. Antoni CAROL i Hostench
(Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España)

Hoy llegamos al final del llamado "Sermón de la montaña" (capítulos 5-7 de san Mateo). Jesús, maestro de autoridad convincente, enseña los "requisitos" para pertenecer a su Reino —¡de amor!— y cuál ha de ser nuestra actitud ante la Ley de Dios. Escuchar realmente la Palabra de Dios implica ponerla por obra. Quien lo haga tendrá prudencia y sabiduría.

El antiguo Israel tenía conciencia de ser un pueblo sabio porque conocía explícitamente la Ley de Dios. Actualmente, se respira un desafecto ante la ley, especialmente si es de Dios o si es "ley moral". Pero ésta no es una imposición, sino un "don" que nos enseña las "razones" del crecimiento humano y del acercamiento al Creador. Aprendamos de nuestra propia historia: donde se rechaza y/o se desconoce la Ley de Dios se desconoce también la dignidad de la persona humana y fácilmente se la maltrata.

—Señor-Dios, ayúdame a poner por obra tus preceptos para adquirir la verdadera sabiduría de la vida.

24 de junio de 2020

Santo Evangelio 24 de junio 2020



Día litúrgico: 24 de Junio: El Nacimiento de san Juan Bautista

Texto del Evangelio (Lc 1,57-66.80): Se le cumplió a Isabel el tiempo de dar a luz, y tuvo un hijo (…). Y sucedió que al octavo día fueron a circuncidar al niño, y querían ponerle el nombre de su padre, Zacarías, pero su madre, tomando la palabra, dijo: «No; se ha de llamar Juan» (…). El niño crecía y su espíritu se fortalecía; vivió en los desiertos hasta el día de su manifestación a Israel.

El Nacimiento de san Juan Bautista (elegidos por Dios)

Rev. D. Joan MARTÍNEZ Porcel
(Barcelona, España)

Hoy celebramos el nacimiento del Bautista. San Juan es un hombre de grandes contrastes: vive el silencio del desierto, pero desde allí mueve las masas; es humilde para reconocer que él tan sólo es la voz —no la Palabra— pero es capaz de acusar y denunciar las injusticias incluso a los mismos reyes. Silencioso y humilde, es también valiente y decidido hasta derramar su sangre.

¡Juan Bautista es un gran hombre! Quizás el secreto de su grandeza está en su conciencia de saberse elegido por Dios. Toda su niñez y juventud estuvo marcada por la conciencia de su misión: dar testimonio; y lo hace bautizando a Cristo en el Jordán, preparando para el Señor un pueblo bien dispuesto y, al final de su vida, derramando su sangre en favor de la verdad.

—Todos nosotros, por el bautismo, hemos sido elegidos y enviados a dar testimonio del Señor. En un ambiente de indiferencia, san Juan es modelo y ayuda para nosotros.

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Estampa Corazón de Jesús



Manifestemos a Cristo en toda nuestra vida


MANIFESTEMOS A CRISTO EN TODA NUESTRA VIDA

Hay tres cosas que manifiestan y distinguen la vida del cristiano: la acción, la manera de hablar y el pensamiento. De ellas, ocupa el primer lugar el pensamiento; viene en segundo lugar la manera de hablar, que descubre y expresa con palabras el interior de nuestro pensamiento; en este orden de cosas, al pensamiento y a la manera de hablar sigue la acción, con la cual se pone por obra lo que antes se ha pensado. Siempre, pues, que nos sintamos impulsados a obrar, a pensar o a hablar, debemos procurar que todas nuestras palabras, obras y pensamientos tiendan a conformarse con la norma divina del conocimiento de Cristo, de manera que no pensemos, digamos ni hagamos cosa alguna que se aparte de esta regla suprema.

Todo aquel que tiene el honor de llevar el nombre de Cristo debe necesariamente examinar con diligencia sus pensamientos, palabras y obras, y ver si tienden hacia Cristo o se apartan de él. Este discernimiento puede hacerse de muchas maneras. Por ejemplo, toda obra, pensamiento o palabra que vayan mezclados con alguna perturbación no están, de ningún modo, de acuerdo con Cristo, sino que llevan la impronta del adversario, el cual se esfuerza en mezclar con las perlas el cieno de la perturbación, con el fin de afear y destruir el brillo de la piedra preciosa.

Por el contrario, todo aquello que está limpio y libre de toda turbia afección tiene por objeto al autor y príncipe de la tranquilidad, que es Cristo; él es la fuente pura e incorrupta, de manera que el que bebe y recibe de él sus impulsos y afectos internos ofrece una semejanza con su principio y origen, como la que tiene el agua nítida del ánfora con la fuente de la que procede.

En efecto, es la misma y única nitidez la que hay en Cristo y en nuestras almas. Pero con la diferencia de que Cristo es la fuente de donde nace esta nitidez, y nosotros la tenemos derivada de esta fuente. Es Cristo quien nos comunica el adorable conocimiento de sí mismo, para que el hombre, tanto en lo interno como en lo externo, se ajuste y adapte, por la moderación y rectitud de su vida, a este conocimiento que proviene del Señor, dejándose guiar y mover por él. En esto consiste (a mi parecer) la perfección de la vida cristiana: en que, hechos partícipes del nombre de Cristo por nuestro apelativo de cristianos, pongamos de manifiesto, con nuestros sentimientos, con la oración y con nuestro género de vida, la virtualidad de este nombre.


Del Tratado de san Gregorio de Nisa, obispo, Sobre el perfecto modelo del cristiano
(PG 46, 283-286)

23 de junio de 2020

Santo Evangelio 23 de junio 2020


Día litúrgico: Martes XII del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Mt 7,6.12-14): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «No deis a los perros lo que es santo, ni echéis vuestras perlas delante de los puercos, no sea que las pisoteen con sus patas, y después, volviéndose, os despedacen (…)».


Liturgia: "Sancta sancte tractanda"

REDACCIÓN evangeli.net (elaborado a partir de textos de Benedicto XVI)
(Città del Vaticano, Vaticano)

Hoy el Señor es tajante: "las cosas santas hay que tratarlas santamente" ("Sancta sancte tractanda", decían los clásicos). ¡Necesitamos una nueva educación litúrgica! En la Iglesia Católica el culto es peculiar y santo: es "liturgia", es decir, acción de Cristo en nosotros y con nosotros (es Jesucristo quien me alimenta con su Cuerpo en la Comunión, etc.). Hemos de recibir con delicadeza este actuar de Dios mismo.

La liturgia es "obra de Dios", donde Él mismo actúa primero y nosotros somos redimidos con su acción. Debemos disponernos mediante una actitud orante, con disciplina, paz (¡sin prisas!) y reverencia: ¡estamos a la vista de Dios! Debemos ser gratos a los ojos divinos incluso en la postura del cuerpo y en la emisión de la voz (el respetuoso tiende a rezar con la palabra "tímida", porque Dios no necesita ser despertado a gritos).

—Jesús, despiértame una comprensión íntima hacia lo sagrado y haz que me sienta atraído hacia Ti. ¡Todo lo demás es secundario!


Ecología: la creación como un don que nos ha sido encomendado

REDACCIÓN evangeli.net (elaborado a partir de textos de Benedicto XVI)
(Città del Vaticano, Vaticano)

Hoy recordamos que el mundo no existe por sí mismo; proviene del Espíritu Creador de Dios, de la Palabra Creadora de Dios. Por eso refleja también la sabiduría de Dios. La creación, en su amplitud y en la lógica omnicomprensiva de sus leyes, permite vislumbrar algo del Espíritu Creador de Dios. Nos invita al temor reverencial.

Quien, como cristiano, cree en el Espíritu Creador es consciente de que no podemos usar el mundo y abusar de él y de la materia como si se tratara simplemente de un material para nuestro obrar y querer. Debemos considerar la creación como un don que nos ha sido encomendado, no para destruirlo, sino para convertirlo en el jardín de Dios y así también en un jardín del hombre.

—Frente a las múltiples formas de abuso de la tierra que constatamos, escuchamos casi el gemido de la creación, del que habla san Pablo (cf. Rm 8,22); comenzamos a comprender las palabras del Apóstol, es decir, que la creación espera con impaciencia la revelación de los hijos de Dios, para ser libre y alcanzar su esplendor.

Jaculatoria


Oración al Corazón de Jesús


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22 de junio de 2020


Día litúrgico: Lunes XII del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Mt 7,1-5): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «No juzguéis, para que no seáis juzgados. Porque con el juicio con que juzguéis seréis juzgados, y con la medida con que midáis se os medirá (…)».


Fraternidad: "juzgar" con la mirada de Cristo

Rev. D. Antoni CAROL i Hostench
(Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España)

Hoy Jesucristo, como maestro, nos pide que ayudemos a los demás, y que lo hagamos con humildad, dando buen ejemplo y evitando el "juicio crítico". A veces "conocemos" los defectos en los demás y no "reconocemos" los nuestros; o exigimos lo que ni nosotros hacemos. El Señor nos advierte del peligro de la hipocresía y nos pide la sinceridad con nosotros mismos.

Amar a una persona es desear su mejora, su progreso. Para ello, con frecuencia debemos ver, juzgar y evaluar. Pero, ¿cómo hacerlo en positivo? El secreto es doble. Primero, el buen ejemplo propio, que anima a quienes nos rodean. Segundo, juzgar con la mirada de Cristo: con la Verdad por delante y acompañando con la misericordia. Eso es fraternidad.

—Jesús, deseo ocuparme de los míos como tú lo haces con nosotros. Te veo aceptando y disculpando a María Magdalena; te veo recogiendo y llevándote al cielo a Dimas, el buen ladrón. ¡Ayúdame a ayudar!

Cristo es Rey y Sacerdote Eterno


CRISTO ES REY Y SACERDOTE ETERNO

Nuestro Salvador fue verdaderamente ungido, en su condición humana, ya que fue verdadero rey y verdadero sacerdote, las dos cosas a la vez, tal y como convenía a su excelsa condición. El salmo nos atestigua su condición de rey, cuando dice: Yo mismo he establecido a mi Rey en Sión, mi monte santo. Y el mismo Padre atestigua su condición de sacerdote, cuando dice: Tú eres sacerdote eterno según el rito de Melquisedec. Aarón fue el primero en la ley antigua que fue constituido sacerdote por la unción del crisma y, sin embargo, no se dice: «Según el rito de Aarón», para que nadie crea que el Salvador posee el sacerdocio por sucesión. Porque el sacerdocio de Aarón se transmitía por sucesión, pero el sacerdocio del Salvador no pasa a los otros por sucesión, ya que él permanece sacerdote para siempre, tal como está escrito: Tú eres sacerdote eterno según el rito de Melquisedec.

El Salvador es, por lo tanto, rey y sacerdote según su humanidad, pero su unción no es material, sino espiritual. Entre los israelitas, los reyes y sacerdotes lo eran por una unción material de aceite; no que fuesen ambas cosas a la vez, sino que unos eran reyes y otros eran sacerdotes; sólo a Cristo pertenece la perfección y la plenitud en todo, él, que vino a dar plenitud a la ley.

Los israelitas, aunque no eran las dos cosas a la vez, eran, sin embargo, llamados cristos (ungidos), por la unción material del aceite que los constituía reyes o sacerdotes. Pero el Salvador, que es el verdadero Cristo, fue ungido por el Espíritu Santo, para que se cumpliera lo que de él estaba escrito: Por eso el Señor, tu Dios, te ha ungido con aceite de júbilo entre todos tus compañeros. Su unción supera a la de sus compañeros, ungidos como él, porque es una unción de júbilo, lo cual significa el Espíritu Santo.

Sabemos que esto es verdad por las palabras del mismo Salvador. En efecto, habiendo tomado el libro de Isaías, lo abrió y leyó: El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido; y dijo a continuación que entonces se cumplía aquella profecía que acababan de oír. Y, además, Pedro, el príncipe de los apóstoles, enseñó que el crisma con que había sido ungido el Salvador es el Espíritu Santo y el poder de Dios, cuando, en los Hechos de los apóstoles, hablando con el centurión, aquel hombre lleno de piedad y de misericordia, dijo entre otras cosas: Jesús de Nazaret empezó su actividad por Galilea después del bautismo predicado por Juan; Dios lo ungió con poder del Espíritu Santo y pasó haciendo el bien y devolviendo la salud a todos los que estaban esclavizados por el demonio.

Vemos, pues, cómo Pedro afirma de Jesús que fue ungido, según su condición humana, con poder del Espíritu Santo. Por esto Jesús, en su condición humana, fue con toda verdad Cristo o ungido, ya que por la unción del Espíritu Santo fue constituido rey y sacerdote eterno.


Del Tratado de Faustino Luciferano, presbítero, Sobre la Trinidad.
(Núms. 39-40: CCL 69, 340-341)

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Oración alCorazón de Jesús


Bienaventuranzas



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BIENAVENTURANZAS


Y tomando la palabra, les enseñaba diciendo: 

Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. 

Bienaventurados los mansos , porque ellos posseerán en herencia la tierra. 

Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. 

Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos serán saciados. 

Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. 

Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. 

Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. 

Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. 

Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. 



Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos; pues de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros.