La fe cristiana en la vida eterna
Mi gozo es estar a tu lado
Joseph Ratzinger
Conferencia en la Academia Cristiana en Praga el 30-3-1992. Publicada bajo el título «DASS GOTT ALLES IN ALLEM SEI». Vom christlichen Glauben an das ewige Leben, en Klerusblatt 72 (1992) pp. 203-207. Traducida por Edicep en La Eucaristía centro de la vida cristiana, Valencia, 2003
Espero en la resurrección de los muertos y en la vida del mundo futuro. Esto decimos cada domingo en la liturgia tal como lo expresa el Credo apostólico de la Iglesia. Pero, ¿esperamos realmente esa resurrección? ¿Y la vida eterna? Las estadísticas nos dicen que muchos cristianos, incluso muchos feligreses, han abandonado la fe en la vida eterna o cuanto menos la tienen por algo en verdad dudoso. Las cifras todavía serían más dignas de consideración si nos refiriéramos a preguntas como por ejemplo: ¿tal esperanza tiene alguna incidencia práctica en nuestra vida? ¿Consideramos la posibilidad de la vida eterna como algo hermoso y consolador o permanece para nosotros como algo demasiado nebuloso e irreal, tal vez no del todo tan deseable?
Hans Urs von Balthasar presentó la cuestión de esta manera: «Es como si al hombre moderno le hubiera sido cortada una amarra, de forma que ya no pudiera correr más hacia la antigua meta, como si le hubieran cortado las alas, como si se hubiera atrofiado en él el órgano espiritual para la trascendencia. ¿,Dónde está el origen de esto?» [«Der Mensch und das Ewige Leben» en la revista Communio 20 (1991),1. Traducida por Edicep en "La Eucaristía centro de la vida cristiana, Valencia, 2003].
Ciertamente una ausencia tan completa, como parece a primera vista, al considerar la vida más allá de la muerte, tampoco se da hoy. El deseo de volver a ver a las personas queridas también hoy permanece vivo; la aspiración de que pueda haber un juicio y de que mi vida tendrá que someterse a él definitivamente, nos viene inevitablemente ligada a la cuestión del sentido, cuando estamos tentados a hacer algo que nosotros mismos reconocemos como injusto.
1. Fe en Dios y esperanza en la vida eterna
Cada vez más, se insiste en que el sentido de la vida eterna en el hombre moderno, también en el cristiano actual, ha llegado a ser sorprendentemente débil: sermones sobre el cielo, el infierno y el purgatorio sólo difícilmente alcanzamos hoy a escucharlos. Preguntemos de nuevo: ¿Dónde está el origen de esto?
Yo creo que tiene que ver de un modo esencial con nuestra imagen de Dios y de su relación con el mundo, que se ha infiltrado también a partir de una conciencia generalizada en aquellos que quieren ser cristianos y hombres de fe sin renunciar a ella. Apenas podemos ya imaginamos que Dios haga realmente algo en el mundo y en los hombres, que él mismo sea un sujeto que actúa en la historia. Eso nos parece algo mítico y premoderno. Hoy se ha convertido en completamente normal considerar los milagros del Nuevo Testamento no como tales milagros, sino reinterpretarlos como percepciones de sucesos condicionadas por el tiempo en que surgieron; y también el nacimiento virginal de Jesús y su resurrección real, que privó a su cuerpo de la descomposición, son, en el mejor de los casos, privados de importancia, vistos como proposición de cuestiones marginales: parece molesto que Dios deba haber intervenido en fenómenos biológicos o físicos. El mundo una vez hecho está concluido, firme en sí mismo y en sus cadenas causales, incluso aunque la imagen que de él tiene la física moderna ya no posea la evidencia definitiva, que en anteriores siglos se creía posible alcanzar.
Hoy pensamos que el acontecer del mundo se explica exclusivamente por medio de factores internos a él. Nadie se ocupa de él al margen de nosotros mismos, y por ello tampoco esperamos nada de nadie, al margen de nosotros mismos, que nos sabemos, ciertamente, de nuevo en completa dependencia de las leyes de la naturaleza y de la historia. Dios ya no es ?digámoslo ya? un sujeto que actúa en la historia; es, en el mejor, de los casos una hipótesis al margen.
El abandono de la esperanza en la eternidad es, pues, simplemente la otra cara del abandono de la fe en el Dios vivo. La fe en la vida eterna sólo es la aplicación a nuestra propia existencia de la fe en Dios. Y, en consecuencia, solamente podrá revitalizarse si encontramos una nueva relación con Dios, si de nuevo aprendemos a comprender a Dios como alguien que actúa en el mundo y en nosotros mismos. «Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro», esta expresión no es una exigencia de fe, yuxtapuesta a nuestra afirmación de fe en Dios y que nos lleva más lejos que ésta; sino que se trata, simplemente, del desarrollo de lo que significa creer en Dios, en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
La vida eterna no la descubrimos a través del análisis de nuestra propia existencia, ni observándonos a nosotros mismos, con nuestras esperanzas y con nuestras necesidades; al hombre que está centrado en sí mismo siempre se le escapa la vida eterna. Es en la entrega a Dios donde se muestra por sí mismo, que él, en quien Dios se ha fijado, y a quien ama, tiene parte en su eternidad. Orígenes expresó una vez esta convicción de forma bellísima, cuando dijo «que cada una de las esencias que participan de aquella naturaleza eterna permanece continuamente en su ser..., para que la eternidad de la bondad divina pueda expresarse...» Y añade: «¿No parece impío suponer que un espíritu que es susceptible de ser divinizado, pueda morir según su sustancia?» [ Peri Archon IV, 4,9 Koetschau V(K22), 362; PG 11, 413; ver también la edición bilingüe [alemán-griego] de H. Görgemanns/ H. Karpp, (Darmstadt 1976), 81617. Sigo la traducción de H. U. VON BALTHASAR, Geist und Feuer (Einsiedeln/ Freiburg 19913), Texto 54, p. 67].
Esta interna interrelación entre la imagen de Dios y las representaciones de la vida más allá de la muerte también se confirma cuando echamos una mirada a la historia de las religiones, por breve que sea. Tan lejos como seamos capaces de observar en la historia humana, apenas se ha dado alguna imagen de que con la muerte todo llegue a su fin. Prácticamente encontramos en todas partes alguna idea de juicio y de vida posterior; e incluso donde todavía no se considera el poder del Dios único que transforma el mundo, sin embargo también existe la imagen vaga y nebulosa de la otra vida. Hay un ser en el no-ser, una existencia en un mundo de sombras, que es interpretada estableciendo una relación misteriosa con el mundo de los vivos.
Por una parte, los espíritus en el reino de las sombras necesitan la ayuda de los todavía vivos para poder subsistir; se les tiene que alimentar, preocuparse de ellos para hacerles posible, cuanto menos, una inmortalidad limitada en el tiempo. Pero, por otra parte, como espíritus han llegado a poseer poderes, que son propios del mundo sobrenatural, que trasciende todo. Pueden ser amenaza, y también ayuda. Se teme el regreso de los espíritus y se busca protegerse de ellos con todo tipo de ritos. Por otro lado, son también, sin embargo, precisamente los espíritus de los antepasados, que defienden su clan y que son venerados para asegurarse su ayuda. El culto a los antepasados es un fenómeno originario en la vida común de las tribus; expresa la conciencia de una comunión humana que no es interrumpida ni siquiera por la muerte.
La doctrina de la reencarnación que se ha desarrollado sobre todo en el mundo asiático, tiene que ser considerada como un intento de explicar el enigma de la injusticia en este mundo de una forma no-teísta: en una existencia plagada de sufrimiento la primitiva injusticia es expiada, y de ese modo, tras la aparente injusticia de un mundo en el que triunfan los culpables y padecen los inocentes, se manifiesta la implacable justicia que reconcilia todo y lo arregla todo. Pero allí donde absolutamente toda la existencia de este mundo se experimenta como infortunio, tales escapatorias del alma no son suficientes: la meta de todas las purificaciones y transformaciones es entonces el liberarse de las cadenas del aislamiento, del completo y falso círculo del ser, el sumergirse y regresar a la identidad del origen, que es simultáneamente la nada y el todo. Y no es, ciertamente, ningún azar el hecho de que hoy, con el debilitamiento de la fe en el Dios vivo, regresen todas estas imágenes arcaicas que ciertamente han perdido su inocencia y su grandeza moral.
La reencarnación, que hoy nuevamente es afirmada por muchos, ya no es plenitud de un poder absolutamente misterioso de justicia, sino más bien una forma de aplicación de la ley de conservación de la energía: la energía del alma no puede sin más disolverse, sino que necesita otras realidades corporales en las que encarnarse. En la continua reaparición de tales modelos interpretativos y otros similares se expresa la firma conciencia del hombre de que la muerte no es la última palabra de nuestra existencia; esta conciencia busca otros caminos, a menudo bastante extraños, donde el poder del Dios que ama, y que nos impide caer, se pierde de vista. Y por eso se describe paulatinamente lo que tiene que suceder, para que podamos decir de nuevo con convencimiento: espero la vida eterna.
Simplemente, hemos de dejarnos penetrar de nuevo por el Dios vivo y por su amor; y entonces comprenderemos que este amor, que es eterno y es poderoso, no nos deja caer. Pero antes de que desarrollemos con más detalle esta idea y así veamos cómo ella recoge también los fragmentos individuales de las esperanzas humanas, tenemos que fijarnos todavía en las dificultades del hombre moderno, ése que somos nosotros mismos.
Hay, pues, aparte del motivo principal, que es la extinción de la imagen de Dios, también otras causas de nuestras dificultades con la esperanza en la resurrección. Lo primero que nos impide tener una esperanza viva en la vida eterna, es que ya no somos capaces de imaginar nada al respecto. En tiempos antiguos era más sencillo llegar a tener una serie de referencias, imaginando el cielo como un lugar donde encontrar la plenitud de la belleza, la alegría y la paz; pero la imagen moderna del mundo ha eliminado sin contemplaciones tales pilares de la imaginación. Pero de aquello que uno no puede tener una imagen, tampoco puede poseer esperanza, porque el pensamiento humano necesita alguna forma de visibilidad. Se añade, finalmente, el que un horizonte eterno para nuestra existencia no nos parece deseable: ella ya es bastante lastimosa, y si todo fuera bueno, entonces la idea de eternidad nos parece como una condenación al aburrimiento; en pocas palabra, como demasiado para soportarlo el hombre.
Pero frente a esto hemos de poner ahora la pregunta contraria: ¿Es cierto que no esperamos nada más? Porque si fuera así, entonces el «principio esperanza», que Ernst Bloch sitúa como la esencia del marxismo, no habría podido encontrar tantos seguidores; entonces no se habrían sumado tantos hombres a la fe en las utopías políticas. Un hombre que no espera nada, tampoco puede vivir. La existencia humana está por su propia esencia impulsada a algo más grande.
Pero, en realidad, ¿qué esperamos? La esperanza originaria que anida en el hombre y que no le puede ser arrebatada, puede expresarse de muchas formas. Una de sus manifestaciones esenciales es que tenemos esperanza en la justicia. No podemos, simplemente, conformamos con que siempre tenga razón el fuerte y someta al débil; no podemos contentamos con que el inocente tenga que padecer, con frecuencia de un modo espantoso, y que al culpable parezca caerle en suerte toda la dicha del mundo. El ansia de justicia, que tan intensamente se ha manifestado a lo largo de la historia en la lucha del hombre que piensa y que sufre, tampoco puede sernos arrebatada. Tenemos ansia de justicia, y por eso tenemos también ansia de verdad. Vemos cómo la mentira se extiende, se introduce, y que apenas es posible salirle al paso; pero esperamos que esto no permanezca así, que la verdad alcance su derecho. Pretendemos que la habladuría sin sentido, la crueldad y la miseria desaparezcan; deseamos que las tinieblas de la incomprensión que nos divide, que la incapacidad para el amor se extinga y que sea posible el auténtico amor que libera toda nuestra existencia de la cárcel de su soledad, la abre a los demás, a lo infinito, sin destruirnos a nosotros. Podríamos decir también: ansiamos alcanzar el verdadero gozo. Todos nosotros.
2. ¿Qué significa «vida eterna»?
Justamente todo esto es lo que queremos decir cuando hablamos de «vida eterna», que no expresa tanto una larga duración sino una cualidad de la existencia, en la que la duración entendida como una infinita sucesión de momentos desaparece. Quiere esto decir también, naturalmente, que si el anhelo de eternidad se convierte en obstinación en contra de la eternidad, manteniendo una terca finitud; que cuando alguien de tal modo se identifica con la injusticia, con la mentira y con el odio, que para él la llegada de la justicia, de la verdad y del amor sería negación de su existencia; entonces, puede sentirse amenazado por ella hasta lo más hondo; entonces, donde se diera una existencia tal, tenemos que denominarla perdición. Donde la mentira y la injusticia han llegado a ser marcas de identidad de una vida, la vida eterna, es, ciertamente, la negación de esta identidad negativa. La salvación se convierte en condena, porque el hombre se ha amarrado a la perdición y su vida íntegra se derrumba en la negación.
Volvamos a esta consideración del último interrogante del hombre, formulándolo en forma positiva: la vida eterna no es una sucesión infinita de instantes, en los que se tendría que intentar superar el aburrimiento y el miedo a lo infinito. Vida eterna es aquélla nueva categoría de existencia, en la que todo confluye simultáneamente en el ahora del amor, en la nueva cualidad del ser, que está rescatada de la fragmentación de la existencia en el sucederse de los instantes. En esta vida temporal nuestra, por un lado, cada momento es demasiado corto porque con él parece escapársenos la vida misma antes de que podamos comenzar a vivirla; pero igualmente, cada momento es para nosotros demasiado largo, porque sus múltiples instantes, siempre repetidamente iguales unos a otros, nos llegan a ser penosos.
Es, pues, evidente, que la vida eterna no es simplemente «lo que viene después» y de lo que nosotros ahora no podríamos formamos ni la más remota idea; pues, como se trata de una forma de existencia, puede ya estar presente en el seno de nuestra vida material y de su fluyente temporalidad como lo nuevo, lo otro, lo mayor, si bien siempre sólo de modo fragmentario e incompleto. Pero los límites entre vida temporal y eterna no son de ninguna manera exclusivamente de naturaleza cronológica: nosotros, por lo general, pensamos que los años previos a la muerte serían la vida temporal y el tiempo infinito posterior sería lo eterno. Pero como la eternidad no es simplemente tiempo sin fin, sino otra forma de existencia, entonces una tal diferencia, meramente cronológica, no es suficiente. La vida eterna existe en medio de la temporalidad, allí donde nosotros alcanzamos el «cara a cara» con Dios; a través de la contemplación del Dios vivo se puede llegar a algo así como el fundamento originario de nuestra alma. Como un amor poderoso, ya no nos puede ser arrebatado a través de las vicisitudes de la vida, sino que constituye un centro indestructible, del que procede el impulso y la alegría para ir avanzando hacia adelante, incluso cuando las condiciones externas son dolorosas y difíciles. Tal como lo habíamos imaginado, podemos dirigir nuestra atención muy plásticamente al Salmo 73 (72), en el que de modo fulminante y con una apropiada fuerza turbadora es plasmada tal experiencia de sufrimiento y de lucha en un creyente. El salmo es la oración de un hombre «que sufre en su vida tormentos y enfermedad» [H.J. KRAUS, Psalmen I, (Neukirchen 1960), 506; para lo que sigue ver la explicación del salmo hecha por Graus en las pp. 503-511], un hombre de fe que siempre se ha preocupado de vivir de acuerdo con la Palabra de Dios, pero al que ahora toda su existencia se le ha convertido en dolor y en pura contradicción.
La antigua Sabiduría del Antiguo Testamento había enseñado que Dios premia a los buenos y castiga a los malos; pero el mundo en el que vive el salmista habla con despecho de tales imágenes: la experiencia que encuentra su expresión aquí es la experiencia de Job, la experiencia del Qohélet, la experiencia de todos los justos sufrientes del Antiguo Testamento. La vida parece premiar a los cínicos, los orgullosos, que dicen: Dios no se ocupa de los sucesos de este mundo; no reacciona ante ellos. Estos hombres, que se constituyen a sí mismos en dioses, hablan del mismo modo del cielo, que está muy alejado por encima de ella. El pueblo acepta ávidamente sus palabras jactanciosas y sus explicaciones del mundo. Ellas no padecen ningún sufrimiento; tienen buena salud, están orondos; no conocen las preocupaciones de la vida. El justo sufriente está en peligro de extraviarse; ¿acaso el mundo no le da la razón al cínico? ¿Carece realmente de sentido seguir manteniendo la confianza en Dios vivir según sus leyes? ¿Es en verdad cierto que él no reacciona respecto a nosotros?
La solución conduce al orante al ámbito de lo sagrado, es decir, a la entrega en la oración al Dios vivo, en la que el supera el carácter privado de sus preguntas y de su lucha. En su acceso a lo sagrado se orienta a la comunidad de fe, a los signos de salvación, a la comunidad itinerante de la historia divina, y, desde ahí, alcanza la visión del mismo Dios. Y entonces cambian las perspectivas: la visión del mundo procedente de una actitud envidiosa pierde toda razón de ser, e igual sucede con las pretensiones de los arrogantes. Resulta patente el carácter engañoso de tal felicidad, la cual desaparece como un sueño al despertarse.
Es entonces cuando surgen de nuevo las verdaderas perspectivas de la realidad: « Yo estoy siempre contigo, me has agarrado de mi mano derecha; con tus consejos me diriges y me llevas hacia un final glorioso. ¿A quién tengo yo en el cielo sino a ti? Si estoy contigo, no me gusta ya la tierra. Mi cuerpo y mi corazón ya languidecen; el sostén de mi corazón, mi patrimonio, es Dios por siempre... Para mí lo mejor es estar con Dios» (Sal 73, 23-26.28).
Por medio del contacto del alma con Dios el hombre aprende a ver las cosas en forma adecuada. Aunque tuviera todas las propiedades posibles en el cielo y en la tierra, ¿de qué le servirían? La satisfacción del simple éxito, del mero poder, del sólo tener, es siempre una satisfacción engañosa; una simple mirada al mundo actual, a las tragedias de esas personas triunfadoras y poderosas, cuyas almas y cuyos bienes han sido comprados y están vacíos, nos muestra la profunda verdad de esta afirmación. Pues los grandes interrogantes, para combatir a los cuales en vano son dirigidos todos los refinamientos de las pasiones y de sus satisfacciones, no se dan entre los pobres y los débiles, sino entre aquellos que aparentemente no conocen el infortunio en la vida.
Todo quedaría vacío en el cielo y en la tierra si Dios no existiera, y él se ha puesto para siempre de nuestra parte. «Ésta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo», dice el Señor en el evangelio de Juan (17, 3). Es, justamente, la experiencia del salmo 73. El salmista contempla a Dios y tiene la experiencia de que ya no necesita nada más, porque en el contacto con Dios le es dado todo aquello en lo que consiste realmente la vida. «Sin ti nada me alegra, ni en el cielo ni en la tierra, pues aunque mi cuerpo languidezca, mi gozo es estar en tu presencia». Donde tiene lugar ese encuentro, hay vida eterna.
La línea de separación entre vida temporal y eterna atraviesa nuestra vida temporal. Juan distingue el bios, como la vida incesante de este mundo, de zoë, el contacto con la vida auténtica, que irrumpe en nosotros cuando nos encontramos con Dios dentro de nosotros mismos. En este sentido dice Jesús en el evangelio de Juan: «Quien escucha mi palabra y cree en el que me ha enviado, tiene vida eterna ...y ya ha pasado de la muerte a la vida» (5, 24s.). En el mismo sentido se pronuncian las palabras de la historia de Lázaro: «Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá, y el que vive y cree en mí no morirá para siempre» (Jn 11, 25). La misma experiencia se expresa de múltiples formas en las cartas paulinas, así cuando Pablo, prisionero y encadenado, escribe a los filipenses: «Para mí la vida es Cristo, y la muerte una ganancia». Él prefería morir y estar con Cristo, pero reconoce que es más necesario para su comunidad que permanezca (1, 21-24). «Si vivimos, vivimos para el Señor; y si morimos, morimos para el Señor. Así que, vivamos o muramos, somos del Señor» (Rm 14, 8s.).
3. «Todo lo mío es tuyo»
El carácter comunitario y la actualidad de la vida eterna.- Vemos, por tanto, que la vida eterna es aquella forma de vida, en el centro de nuestra existencia terrena actual, que no es afectada por la muerte, porque se extiende más allá de ella. En medio del tiempo vive lo eterno, y éste es, por tanto la primera invocación del artículo del Credo del que hemos partido. Si vivimos de esa manera, la esperanza de la comunión eterna con Dios llegará a ser una gozosa espera que caracterice nuestra existencia, porque entonces también crece en nosotros una representación de su realidad, y su belleza nos transforma interiormente.
Se hace, pues, evidente, que en este cara a cara con Dios no hay nada egoísta, ningún retorno a lo mero privado, sino precisamente aquella liberación del «yo», que da plenitud de sentido a la eternidad. Una sucesión infinita de momentos puntuales sería insoportable; la concentración de nuestra existencia en el único instante del amor de Dios no solamente transforma la finitud en eternidad (en el hoy de Dios), sino que, simultáneamente, significa la comunión con todos aquellos que son acogidos por ese mismo amor. En el Reino de amor del Hijo no existe, según un texto de san Juan Crisóstomo, «la fría palabra mío y tuyo» [BALTHASAR, o.c., (nota 1) II].
Como el amor de Dios nos es común a todos, todos nos pertenecemos unos a otros. Donde Dios es todo en todos, también nosotros estamos todos en todos y todos en uno, somos un único cuerpo, el cuerpo de Cristo, en el que la alegría de uno de los miembros es la de todos los miembros restantes, del mismo modo que el sufrimiento de un miembro es sufrimiento de todos los miembros. Y esto significa dos cosas:
a) Presente y eternidad no se encuentran uno junto al otro y en mutua oposición, como el presente y el futuro, sino que se interpenetran. Ésta es la verdadera diferencia entre utopía y escatología. Durante mucho tiempo se nos ha ofrecido un horizonte de utopía, es decir de espera de un mundo futuro mejor, en lugar de escatología, en lugar de vida eterna. La vida eterna sería irreal, solamente nos arrancaría del tiempo; sin embargo, la utopía sería una meta real, a la que nos podríamos dedicar con todas nuestras fuerzas.
Pero esta idea es una conclusión errónea, que nos conduce a la destrucción de nuestra esperanza. Pues este mundo futuro, para cuya construcción se utilizaría el presente, nunca nos afecta a nosotros mismos; únicamente existe para una futura generación todavía desconocida, que nunca llega. Algo así como el agua y los frutos ofrecidos a Tántalo: el agua le llegaba al cuello y los frutos estaban siempre delante de su boca; pero si llevado por la sed que le atormentaba quería beber, el agua se retiraba y le resultaba inaccesible; y si quería probar los frutos, martirizado por el hambre, sucedía lo mismo. Esta antigua representación de la condenación del orgullo como el pecado propiamente humano, refleja bien aquella hybris: la sustitución de la escatología por una utopía auto construida, es decir, pretender llevar a plenitud la esperanza humana por sus propias fuerzas y sin la fe en Dios.
La utopía siempre parece estar al alcance de la mano, pero no llega nunca, porque el hombre sigue siendo siempre libre y por ello nunca puede detenerse en un estado definitivo. La lucha que mantiene al mal dentro de sus límites tiene que ser mantenida de nuevo por cada generación y ninguna puede privarse de ella por medio de una institución creada por generaciones anteriores. La afirmación de una lógica interna en la historia, que al final, inevitablemente hiciera surgir la sociedad perfecta (por tanto para todos los hombres), es un mito primitivo, que quiere sustituir la idea de Dios por la de un poder anónimo, cuya creencia de ningún modo puede estimarse como algo ilustrado, sino como palmariamente ilógico.
En el mundo moderno, la fe en la utopía puede sustituir tan extensamente a la esperanza en la vida eterna porque cumple las dos condiciones fundamentales de lo moderno: se trata de algo hecho por nosotros mismos, por lo que no requiere de ningún Dios trascendente (aunque, ciertamente, sí de una historicidad divina inmanente). Como se trata de algo realizable, este mundo futuro también es imaginable: siempre tan cercano como los frutos de Tántalo y a la vez siempre tan lejano como ellos. Deberíamos despedirnos definitivamente, como de un mito, de la pretensión de construir en el futuro una sociedad ideal, y, en lugar de ello, trabajar con todo nuestro empeño en fortalecer las energías que se oponen al mal en el presente, y que, de ese modo, también pueden ofrecer una primera garantía para el futuro más próximo.
b) Pero esto sucede precisamente, cuando la vida eterna llega a tomar impulso en el seno del tiempo. Pues eso significa, que se haga realidad la voluntad de Dios «en la tierra como en el cielo». La tierra llega a ser el cielo, el Reino de Dios, cuando la voluntad de Dios se hace realidad en ella como sucede en el cielo. Por eso lo pedimos, porque sabemos que no está en nuestro propio poder hacer descender el cielo. Pues el Reino de dios es su Reino y no el nuestro, no nuestro dominio; y por eso es fiable y definitivo. Pero, en todo caso, siempre está muy cerca del lugar donde se acepta la voluntad de Dios; pues allí surge la verdad, la justicia y el amor.
El Reino de Dios está mucho más cerca que los frutos de Tántalo de la utopía, porque no es ningún futuro cronológico, ningún «más tarde» en el tiempo, sino que describe lo completamente distinto a todo tiempo, que precisamente por ello se puede introducir en el tiempo asumirlo por completo en sí mismo y hacerlo puro presente. La vida eterna, que comienza aquí y ahora en la comunión con Dios, rasga este aquí y ahora y lo abre al terreno de lo que nos es propio, y ya no será dividido por el fluir del tiempo. En ella tampoco puede ya darse la impenetrabilidad entre el yo y el tú, que está estrechamente ligada al tiempo. De hecho, quien incluye su voluntad en la voluntad de Dios, lo hace presente allí donde tiene su lugar cualquier voluntad buena; nuestra voluntad se funde además con la voluntad de todos los demás.
Y allí donde sucede esto se hacen verdad estas palabras: «Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí». El misterio de Cristo, que según las bellas palabras de Orígenes, es el Reino de Dios en persona, es el centro determinante para la comprensión de la vida eterna.
Antes de seguir más lejos con esta idea, quisiera todavía añadir una referencia final al realismo de la esperanza cristiana en lo absolutamente otro, en el Reino eterno de Dios. La fuerza con que la fe en la vida eterna opera en el presente, quizás no pueda observarse en ningún autor de un modo tan impresionante como en Agustín, que tuvo que experimentar el hundimiento del imperio romano y de todas sus normas civilizadoras, y por tanto, una historia llena de angustia y de sobresaltos. Pero él supo y vio, que una nueva ciudad iba creciendo, la ciudad de Dios. Cuando él habla de eso, se nota cómo le quema en su interior: «Si la muerte ha sido absorbida por la victoria, entonces ya no existen estas cosas; y habrá paz, completa y eterna paz. Estaremos en una especie de ciudad. Hermanos, cuando yo hablo de esta ciudad, y también cuando las contrariedades aquí son grandes, puedo entonces pedirme a mí mismo ya no habitarla más... [Enarrationes in psalmos 84. 10 CCL XXXIX 1170; cfr. P. BROWN Auustinus v. Hippo v. J. Bemard (Leipzig 1972),261-273]. La ciudad futura lo lleva porque en cierto modo es también ya una ciudad actual, allí donde el Señor nos reúne en su carne y hunde nuestra voluntad en la voluntad divina.
La vida compartida con Dios, la vida eterna en nuestra vida temporal, es posible, porque la convivencia de Dios con nosotros se ha dado: Cristo es Dios compartiendo su ser con nosotros. En él Dios ha experimentado la temporalidad por causa nuestra, el suyo es para nosotros tiempo de Dios, y así también es la apertura del tiempo a la eternidad. Dios ya no es el Dios lejano e indeterminado al que ningún puente puede dar acceso, sino que es el Dios cercano: el cuerpo de su Hijo es el puente para nuestras almas. Por medio de él, la relación con Dios de cada uno de nosotros se funde en una única relación con Dios, de forma que dirigir nuestra mirada hacia Dios ya no supone retirar nuestra vista de los demás hombres y del mundo, sino fusión de nuestra mirada y de nuestro ser con la única mirada y el único ser del Hijo. Como él ha descendido a las profundidades de la tierra (cfr. Ef 4, 9s.), Dios ha dejado de ser un Dios de las alturas, y ahora nos rodea desde arriba, desde abajo y desde dentro: él es todo en todos, y por eso formamos parte todos de todos: «Todo lo mío es tuyo». El que Dios «sea todo en todos» ha comenzado con el vaciamiento de Cristo en la cruz; y será completo cuando el Hijo entregue definitivamente al Padre el Reino, es decir la humanidad reunida y la creación asumida por ella (cfr. 1 Co 15, 28).
Por eso ya no puede darse más la simple privacidad del yo aislado, sino que «todo lo mío es tuyo». Esas palabras conmovedoras del padre al hijo perdido (Lc 15, 31), con las que más tarde describió en la oración sacerdotal su propia relación al Padre (cfr. Jn 17, 10), es válida para todos nosotros y mutuamente en la persona de Cristo. Todo el sufrimiento asumido y todavía oculto, toda resistencia firme al mal, la superación interna, cualquier iniciativa del amor, toda renuncia para la dedicación seria a Dios, todo esto será realmente incluido en el todo: nada bueno se perderá. El poder del mal, que invade por completo la estructura de nuestra sociedad como los tentáculos de un pulpo, y amenaza con ahogarla en un abrazo mortal, se enfrenta ahora a esta serena revolución de la auténtica vida como fuerza liberadora, en la que el Reino de Dios, aunque todavía no ha asumido todo, tal como dice el Señor, ya está en medio de nosotros (cfr. Lc 17, 21). Es por medio de esta revolución como se hace presente el Reino de Dios, porque la voluntad de Dios se realiza en la tierra como en el cielo.
4. Interrogantes específicos de la escatología cristiana
Después de todo lo dicho, hemos de esbozar ahora en grandes líneas, lo que expresa la fe cristiana con las palabras cielo e infierno [Para la fundamentación y los detalles concretos remito a mi Escatología (Regensburg 19906)]. También la importancia del «purgatorio» se puede comprender fácilmente desde ahí. El lugar del purgatorio es, en último término, el mismo Cristo. Si nos encontramos con él sinceramente, llegará a suceder por sí mismo de tal manera que toda la miseria y la culpa de nuestra vida, que en la mayoría de los casos habíamos mantenido cuidadosamente oculta, aparece punzante ante nuestra propia alma en ese instante definitivo de presencia de la verdad.
La presencia del Señor transforma todo lo que en nosotros es complacencia en la injusticia, en el odio y la mentira, y actúa como una llama ardiente. Ella se convertirá en dolor purificador, que consume en nosotros todo lo que es irreconciliable con la eternidad, con la vitalidad transformadora del amor de Cristo. Y también nos es así comprensible el significado del juicio. Podríamos decir otra vez: el juicio es el mismo Jesucristo, que es la verdad y el amor en persona. Él ha entrado en este mundo como la íntima referencia para toda vida individual. Que el juicio lo constituye el encarnado, crucificado y resucitado, incluye dos aspectos mutuamente dependientes: significa, en primer lugar, lo que nosotros ya hemos considerado: todo lo vil, desviado y pecaminoso de nuestra existencia es puesto al descubierto por este centro de referencia; y a través del dolor de la purificación hemos de liberarnos de ellos.
Pero hay también una segunda parte. Romano Guardini, que en su predisposición a la melancolía con frecuencia experimentó dolorosamente lo temible y lo triste de este mundo como una carga que le había sido impuesta a él de forma completamente personal, dijo a menudo que él sabía que Dios le preguntaría por su vida el día del juicio. Pero él esperaba el juicio, para, también a su vez, hacer preguntas a Dios: la pregunta por el por qué de la creación y por todo lo incomprensible que, como consecuencia de la libertad para el mal, ha surgido en ella. El juicio significa que se hace a Dios esta pregunta. Han Urs von Balthasar lo expresa así: Los defensores de Dios no convencen, Dios tiene que defenderse a sí mismo. «Él hizo esto una vez, cuando el resucitado mostró sus llagas... Dios mismo tiene que plantear su teodicea. Tiene que haberla formulado ya, cuando ha dotado a los hombres de libertad (y con ello de tentaciones) no para él, para proclamar su ley» [O.c., (nota 1), 9].
El día del juicio el Señor, en vista de nuestras preguntas, mostrará sus llagas y nosotros comprenderemos. Pero, entretanto, él espera simplemente que nosotros vayamos hacia él y confiemos en el lenguaje de esas heridas suyas, incluso si no somos capaces de comprender la lógica de este mundo.
Nos queda todavía una última pregunta: ¿Qué ocurre propiamente con el alma? Y: ¿debemos esperar una resurrección realmente corporal de los muertos y un nuevo mundo? La palabra alma ha sido relegada durante los últimos 25 años a la lista de palabras prohibidas; se intenta evitarla siempre que es posible.
Se nos ha intentado convencer de que se trata de una invención gentil (griega), que no puede tener un lugar en el cristianismo, porque con ella se supone una división del ser humano, que no es conciliable con la unidad del creador y de su creación. Ambos supuestos son igualmente falsos. La palabra alma existe en todas las culturas, con una tendencia general semejante en todas, pero con un desarrollo distinto en cada una. Tal como es empleada en la tradición cristiana, es fruto de la fe, que de esta forma no es posible que quede ajena al mensaje de Jesucristo y nunca sucede así. Expresa la peculiaridad del ser humano querida por el Creador: el hombre es aquel ser de la creación en el que coinciden espíritu y materia y se reúnen en un conjunto único.
Si dejamos de lado la palabra alma, caemos inevitablemente en un materialismo craso, que no acrecienta el valor del cuerpo, sino que le arrebata su dignidad. Cuando dicen muchos que un alma sin cuerpo entre la muerte y la resurrección sería algo absurdo, hay que decir que ellos no han atendido correctamente a la Sagrada Escritura. Porque después de la Ascensión de Cristo ya no existe el problema del alma sin cuerpo: el cuerpo de Cristo es el nuevo cielo, desde ahora abierto para siempre. Si nosotros mismos nos transformamos en miembros del cuerpo de Cristo, entonces nuestras almas están sujetas a ese cuerpo, que se convierte en cuerpo de ellas, y así están a la espera de la resurrección definitiva, en la que Dios será todo en todos. Esta resurrección al final de la historia es, sin embargo, algo realmente nuevo. No podemos imaginárnosla, porque no conocemos ni las posibilidades de la materia ni las del Creador. Pero desde la resurrección de Cristo sabemos que no sólo se salvan las individualidades, sino que Dios quiere salvar toda su creación y puede hacerlo. La creación, que fue sometida por Adán y progresivamente por él trabajada, está en espera de las criaturas de Dios. Donde están ellas, la creación también se renueva. Quiero acabar con unas palabras de un sermón de san Agustín, en el que me parece extraordinariamente claro la dinámica interna de lo que significa esperar la vida eterna en medio de la vida actual: «Una joven dice tal vez a su prometido: "No te pongas ese abrigo". Y él no se lo pone. Le dice durante el invierno: "Preferiría que fueras con una túnica corta", y entonces él prefiere helarse antes que ofenderla. Sin embargo, ¿es seguro que ella no tiene ningún poder para obligarlo?... No, porque, ciertamente, él únicamente teme una cosa que ella le diga: "De lo contrario no quiero verte nunca más"» [Sermo 161, 10. Ver BROWN, o.c., (nota 5), 215]. Esperar la vida eterna significa esto: no querer perder ya más la mirada de Dios, porque él es nuestra vida.
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