31 de agosto de 2022

Santo Evangelio 31 de Agosto 2022

 



 Texto del Evangelio (Lc 4,38-44):

 En aquel tiempo, saliendo de la sinagoga, Jesús entró en la casa de Simón. La suegra de Simón estaba con mucha fiebre, y le rogaron por ella. Inclinándose sobre ella, conminó a la fiebre, y la fiebre la dejó; ella, levantándose al punto, se puso a servirles. A la puesta del sol, todos cuantos tenían enfermos de diversas dolencias se los llevaban; y, poniendo Él las manos sobre cada uno de ellos, los curaba. Salían también demonios de muchos, gritando y diciendo: «Tú eres el Hijo de Dios». Pero Él, conminaba y no les permitía hablar, porque sabían que él era el Cristo.

Al hacerse de día, salió y se fue a un lugar solitario. La gente le andaba buscando y, llegando donde Él, trataban de retenerle para que no les dejara. Pero Él les dijo: «También a otras ciudades tengo que anunciar la Buena Nueva del Reino de Dios, porque a esto he sido enviado». E iba predicando por las sinagogas de Judea.



«Poniendo Él las manos sobre cada uno de ellos, los curaba. Salían también demonios de muchos, gritando»


Rev. D. Antoni CAROL i Hostench

(Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España)

Hoy nos encontramos ante un claro contraste: la gente que busca a Jesús y Él que cura toda “enfermedad” (comenzando por la suegra de Simón Pedro); a la vez, «salían también demonios de muchos, gritando» (Lc 4,41). Es decir: bien y paz, por un lado; mal y desesperación, por otro.

No es la primera ocasión que aparece el diablo “saliendo”, es decir, huyendo de la presencia de Dios entre gritos y exclamaciones. Recordemos también el endemoniado de Gerasa (cf. Lc 8,26-39). Sorprende que el propio diablo “reconozca” a Jesús y que, como en el caso del de Gerasa, es él mismo quien sale al encuentro de Jesús (eso sí, muy rabioso y molesto porque la presencia de Dios perturbaba su vergonzosa tranquilidad).

¡Tantas veces también nosotros pensamos que encontrarnos con Jesús es un estorbo! Nos estorba tener que ir a Misa el domingo; nos inquieta pensar que hace mucho que no dedicamos un tiempo a la oración; nos avergonzamos de nuestros errores, en lugar de ir al Médico de nuestra alma a pedirle sencillamente perdón... ¡Pensemos si no es el Señor quien tiene que venir a encontrarnos, pues nosotros nos hacemos rogar para dejar nuestra pequeña “cueva” y salir al encuentro de quien es el Pastor de nuestras vidas! A esto se le llama, sencillamente, tibieza.

Hay un diagnóstico para esto: atonía, falta de tensión en el alma, angustia, curiosidad desordenada, hiperactividad, pereza espiritual con las cosas de la fe, pusilanimidad, ganas de estar solo con uno mismo... Y hay también un antídoto: dejar de mirarse a uno mismo y ponerse manos a la obra. Hacer el pequeño compromiso de dedicar un rato cada día a mirar y a escuchar a Jesús (lo que se entiende por oración): Jesús lo hacía, ya que «al hacerse de día, salió y se fue a un lugar solitario» (Lc 4,42). Hacer el pequeño compromiso de vencer el egoísmo en una pequeña cosa cada día por el bien de los otros (a eso se le llama amar). Hacer el pequeño-gran compromiso de vivir cada día en coherencia con nuestra vida cristiana.

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Santo Dominguito del Val 31 de Agosto

  


Santo Dominguito del Val 31 de Agosto

(†  1250)

 

Dominguito del Val nació en Zaragoza, la ciudad de la Virgen y de los Innumerables Mártires, el año 1243. Era rey de Aragón Jaime el Conquistador, vicario de Cristo en Roma, Inocencio IV, y obispo de Zaragoza, Arnaldo de Peralta. Media España estaba bajo el dominio de los moros y en cada pecho español se albergaba un cruzado.

 Los padres de Dominguito se llamaban Sancho del Val e Isabel Sancho. Su madre era de pura cepa zaragozana, y su padre, de origen francés. El abuelo paterno había sido un esforzado guerrero a las órdenes del rey don Alfonso el Batallador. A su lado estuvo en el asedio de Zaragoza, que fue duro y prolongado. Todos los cruzados franceses se marcharon a sus casas; todos, menos uno. "Fue nuestro antepasado —decía Sancho del Val a su hijo, siempre que le contaba la historia—. El señor del Val, hijo de la fuerte Bretaña, sufrió inquebrantable el hambre y la sed, los hielos del invierno y los fuegos del verano, las vigilias prolongadas y los golpes de las armas enemigas. Y al rendirse la ciudad, el rey le hizo rico y noble, igualándole con los españoles más ilustres".

 Sancho del Val no siguió a su padre por el camino de las armas. Prefirió las letras. Fue tabelión o notario y su firma quedó estampada en las actas de las Cortes de Aragón, al lado de las firmas de condes y obispos.

 Dios bendijo la unión de Sancho e Isabel dándoles un hijo que iba a ser mártir y modelo de todos los niños y, de un modo especial, de los monaguillos. Porque Santo Dominguito del Val es el patrono de los monaguillos y niños de coro. El fue infantico de la catedral de Zaragoza, vistió con garbo la sotanilla roja y repiqueteó con gusto la campanilla en los días de fiesta grande. La imagen que todos hemos visto de este tierno niño nos lo representa con las vestiduras de monaguillo. Clavado en la pared con su hermosa sotana y amplio roquete. La mirada hacia el cielo y unos surcos de sangre goteando de sus pies y manos. Una estampa de dolor ciertamente, pero, también, de valentía superior a las fuerzas de un niño de pocos años. Las nobles condiciones, especialmente su piedad, que se advertían en el niño según crecía, indujeron a los padres a dedicarlo al santuario, al sacerdocio. Cuando fue mayorcito lo enviaron a la catedral. Entonces la catedral era la casa de Dios y, al mismo tiempo, escuela. Todas las mañanas, al salir el sol, hacía Dominguito el camino que separaba el barrio de San Miguel de la Seo. Una vez allí, lo primero que hacía era ayudar a misa y cantar en el coro las alabanzas de Dios y a la Virgen.

 Cumplido fielmente su oficio de monaguillo, bajaba al claustro de la catedral a empezar la tarea escolar. Con el capiscol o maestro de canto ensayaban los himnos, salmos y antífonas del oficio divino. La historia y la tradición nos presentan a nuestro Santo especialmente aficionado y dotado para el canto. Por algo es el patrono de los niños de coro y seises.

 La tarea escolar incluía más cosas. Había que aprender a leer, a contar, a escribir. Los pequeños dedos se iban acostumbrando a hacer garabatos sobre las tablillas apoyadas en las rodillas. La voz del maestro se oía potente y, al acabar, las cabecitas de los pequeños escolares se inclinaban rápidamente para escribir en los viejos pergaminos lo que acababan de oír. Así un día y otro día. Al atardecer volvía a casa. Un beso a los padres, y luego a contarles lo que había aprendido aquel día y las peripecias de los compañeros.

 Uno se resiste a creer la historia que voy a contar. Es increíble que haya hombres tan malos. Sin embargo, parece que la substancia del hecho es verdad.

 Los judíos solían amasar los alimentos de su cena pascual con sangre de niños cristianos. La historia nos ha conservado los nombres de estas víctimas inocentes: Simón de Livolés, Ricardo de Norwick, el Niño de la Guardia y Santo Dominguito del Val. "Oyemos decir —escribía el rey Alfonso el Sabio, en aquellos mismos días de Santo Dominguito del Val— que los judíos ficieron, et facem el día de Viernes Santo remembranza de la pasión de Nuestro Señor, furtando los niños et poniéndolos en la cruz, et faciendo imágenes de cera et crucificándolas, cuando los niños no pueden haber."

 Los judíos eran por entonces muchos y poderosos en Zaragoza. En la sinagoga se había recordado "que al que presentase un niño cristiano sería eximido de penas y tributos". Y un sábado al terminar de explicar la Ley el rabino, dijo: "Necesitamos sangre cristiana. Si celebramos sin ella la fiesta de la Pascua, Jehová podrá echarnos en cara nuestra negligencia".

 Estas palabras fueron bien recogidas por Mosé Albayucet, un usurero de cara apergaminada y nariz ganchuda. Por su frente arrugada pasó una idea negra. Pensó en aquel niño que todos los días al oscurecer pasaba delante de su tienda. Este niño era Dominguito del Val, que volvía de la catedral a casa. A veces solo y otras con un grupo de compañeros. Con frecuencia, al cruzar el barrio judío, de tiendas obscuras y estrechas callejuelas, cantaban himnos en honor del Señor y su Santísima Madre. Seguramente los que acababan de ensayar con el capiscol de la catedral.

 Más de una vez los había oído Mosé Albayucet y, desde la puerta de su tienda, los había amenazado con su mano. Le pareció la ocasión oportuna y prometió a sus compañeros de secta que aquel año iban a tener sangre de niño cristiano para la Pascua y bien reciente.

 Era el miércoles 31 de agosto de 1250. El atardecer se hacía más obscuro en las estrechas callejuelas del barrio judío por donde pasaba Dominguito camino de su casa. De repente, y antes de pensarlo o poder lanzar un grito, nota que algo se le echa encima. Son las manos de Mosé Albayucet que le cubren el rostro con un manto. Le amordaza bien la boca para que no pueda gritar y le mete de momento en su casa. Las garras de la maldad acaban de hacer su presa.

 Aquella misma noche es trasladado el inocente niño a la casa de uno de los rabinos principales. Allí están los príncipes de la sinagoga. Dominguito tiembla de miedo ante aquellos rostros astutos y malvados. Sus manos aprietan la cruz que pende de su pecho.

 —Querido niño —le dice una voz zalamera—, no queremos hacerte mal ninguno; pero si quieres salir de aquí tienes que pisar ese Cristo.

 —Eso nunca —dice el niño—. Es mi Dios. No, no y mil veces no.

 —Acabemos pronto —dicen aquellos malvados ante la firmeza del niño.

 Va a repetirse la escena del Calvario. Uno acerca las escaleras que apoya sobre la pared; otro presenta el martillo y los clavos, y no falta quien coloca en la rubia cabellera del niño una corona de zarzas, así el parecido con la crucifixión de Cristo será mayor.

 Con gran sobriedad de palabras refieren las Actas del martirio lo que sucedió:

 "Arrimáronle a una pared, renovando furiosos en él la pasión del divino Redentor; crucificáronle, horadando con algunos clavos sus manos y pies; abriéronle el costado con una lanza, y cuando hubo expirado, para que no se descubriese tan enorme maldad, lo envolvieron y ataron en un lío y lo enterraron en la orilla del Ebro en el silencio de la noche."

 Todos nos imaginamos fácilmente los espasmos de dolor que estremecerían aquellos músculos delicados de niño. Abrieron sus venas para recoger en unos vasos preparados su sangre. Sangre inocente que iba a ser el jugo con que amasasen los panes ácimos de la Pascua.

 Una vez muerto cortaron sus manos y cabeza, que arrojaron a un pozo de la casa donde había tenido lugar el horrendo crimen. Su cuerpo mutilado fue llevado, como dicen las Actas, a orillas del Ebro. Allí sería más difícil encontrarlo.

 Los judíos se retiraron a sus casas contentos de haber hecho un gran servicio a Dios. La Seo había perdido a su mejor monaguillo y el cielo había ganado un ángel más. Todo esto ocurría la noche del 31 de agosto de 1250.

 Dios tenía preparado su día de triunfo, su mañana de resurrección, para Dominguito del Val.

 Mientras en la casa del notario Sancho del Val se oían gemidos de dolor, una extraña aureola aparecía en la ribera del Ebro. Los guardas del puente de barcas echado sobre el río habían visto con asombro durante varios días el mismo acontecimiento. La noticia recorre toda Zaragoza.

 Algunas autoridades y un grupo de clérigos se dirigen hacia el lugar de la luz misteriosa. Allí hay un pequeño trozo de tierra recientemente removida. Se escarba y, metido en un saco, aparece un bulto sanguinolento. Se comprueba que es el cuerpo mutilado de Dominguito. Una ola de dolor e indignación invade la ciudad de punta a punta.

 La cabeza y las manos aparecen, también, de una manera milagrosa. Aunque aquí la leyenda no concuerda. Según una versión, un perrazo negro gime lastimeramente, y sin que nadie le pueda espantar, al borde del pozo a que fueron arrojados los miembros del niño mártir. Es el perro del notario Sancho del Val. Se agota el agua y en el fondo aparecen las manos y cabeza de Dominguito. Otra versión dice que las aguas del pozo se llenaron de resplandeciente luz, que crecieron y desbordadas mostraron el tesoro que guardaban en el fondo. Pronto se supo toda la verdad del hecho. El mismo Albayucet lo iba diciendo: "Sí, yo he sido. Matadme, me es igual; la mirada del muerto me persigue, y el sueño ha huido de mis ojos". El santo niño había de conseguir el arrepentimiento para su asesino. Bautizado y arrepentido, Albayucet subirá tranquilo a la horca.

 "Divulgado el suceso —escribe fray Lamberto de Zaragoza—, y obrados por el divino poder muchos milagros, el obispo Arnaldo dispuso una procesión general, a la que asistió con todo el clero la ciudad, la nobleza, la tropa y la plebe, todos con velas blancas, y llevaron el santo cuerpo por todas las iglesias y calles de la ciudad, hasta por la puerta Cineja, mostrándolo a todos y haciendo ver en él las llagas de las manos y pies y costado."

 Hoy mismo es muy viva la devoción que Zaragoza siente por su glorioso mártir. Su fiesta está incluida entre las de primera clase y los niños de coro de La Seo y del Pilar le festejan como Santo patrono. Desde los días del martirio existe la cofradía de Santo Dominguito. El rey Jaime I de Aragón tuvo a honor ser inscrito en ella.

Sus restos mortales se conservan en una capilla de la catedral en hermosa urna de alabastro. Sobre la urna un ángel sostiene esta leyenda: "Aquí yace el bienaventurado niño Domingo del Val, mártir por el nombre de Cristo".


 MARCOS MARTÍNEZ DE VADILLO

30 de agosto de 2022

Santo Evangelio 30 de Agosto 2022

 



 Texto del Evangelio (Lc 4,31-37):

 En aquel tiempo, Jesús bajó a Cafarnaúm, ciudad de Galilea, y los sábados les enseñaba. Quedaban asombrados de su doctrina, porque hablaba con autoridad. Había en la sinagoga un hombre que tenía el espíritu de un demonio inmundo, y se puso a gritar a grandes voces: «¡Ah! ¿Qué tenemos nosotros contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos? Sé quién eres tú: el Santo de Dios». Jesús entonces le conminó diciendo: «Cállate, y sal de él». Y el demonio, arrojándole en medio, salió de él sin hacerle ningún daño. Quedaron todos pasmados, y se decían unos a otros: «¡Qué palabra ésta! Manda con autoridad y poder a los espíritus inmundos y salen». Y su fama se extendió por todos los lugares de la región.



«Quedaban asombrados de su doctrina, porque hablaba con autoridad»


Rev. D. Joan BLADÉ i Piñol

(Barcelona, España)

Hoy vemos cómo la actividad de enseñar fue para Jesús la misión central de su vida pública. Pero la predicación de Jesús era muy distinta a la de los otros maestros y esto hacía que la gente se extrañara y se admirara. Ciertamente, aunque el Señor no había estudiado (cf. Jn 7,15), desconcertaba con sus enseñanzas, porque «hablaba con autoridad» (Lc 4,32). Su estilo de hablar tenía la autoridad de quien se sabe el “Santo de Dios”.

Precisamente, aquella autoridad de su hablar era lo que daba fuerza a su lenguaje. Utilizaba imágenes vivas y concretas, sin silogismos ni definiciones; palabras e imágenes que extraía de la misma naturaleza cuando no de la Sagrada Escritura. No hay duda de que Jesús era buen observador, hombre cercano a las situaciones humanas: al mismo tiempo que le vemos enseñando, también lo contemplamos cerca de las gentes haciéndoles el bien (con curaciones de enfermedades, con expulsiones de demonios, etc.). Leía en el libro de la vida de cada día experiencias que le servían después para enseñar. Aunque este material era tan elemental y “rudimentario”, la palabra del Señor era siempre profunda, inquietante, radicalmente nueva, definitiva.

La cosa más grande del hablar de Jesucristo era el compaginar la autoridad divina con la más increíble sencillez humana. Autoridad y sencillez eran posibles en Jesús gracias al conocimiento que tenía del Padre y su relación de amorosa obediencia con Él (cf. Mt 11,25-27). Es esta relación con el Padre lo que explica la armonía única entre la grandeza y la humildad. La autoridad de su hablar no se ajustaba a los parámetros humanos; no había competencia, ni intereses personales o afán de lucirse. Era una autoridad que se manifestaba tanto en la sublimidad de la palabra o de la acción como en la humildad y sencillez. No hubo en sus labios ni la alabanza personal, ni la altivez, ni gritos. Mansedumbre, dulzura, comprensión, paz, serenidad, misericordia, verdad, luz, justicia... fueron el aroma que rodeaba la autoridad de sus enseñanzas.


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Vengo Jesús mìo a visitarte

 


San Nicodemo Discípulo de Jesús 31 de Agosto

 



San Nicodemo Discípulo de Jesús 31 de Agosto

 

Su nombre es de origen griego y puede traducirse como «victoria del pueblo». Es un notable fariseo, miembro del Sanedrín y doctor en Israel. Es, sin duda, uno de aquellos discípulos anónimos que se dejaron impresionar por la fascinación que Jesús debía de suscitar en su entorno.

Hay un par de frases en el Evangelio de Juan que nos llevan a pensar en el proceso espiritual que debió de seguir Nicodemo. Por una parte, sabemos que las gentes se extrañaban de que nadie detuviera a Jesús, por lo que se preguntaban si los magistrados habrían empezado a creer en él (cf. Jn 7, 26). Más adelante, se dice explícitamente que muchos de los magistrados creyeron en él, aunque no lo confesaban por temor a los fariseos (Jn 12, 42).

EL MAESTRO QUE BUSCA

De hecho, el Evangelio nos dice que Nicodemo se acercó hasta Jesús en el silencio de la noche. Su saludo inicial es ya significativo: «Rabbí, sabemos que has venido de Dios como maestro, porque nadie puede realizar las señales que tú realizas si Dios no está con él» (Jn 3, 2). Jesús no negó la grandeza y autoridad que se le atribuía. Pero su respuesta trasciende inmediatamente el plano desde el que se le hacía aquella interpelación. Con el tono solemne de las grandes declaraciones, Jesús anuncia la necesidad de un nuevo nacimiento para poder tener parte en el Reino de Dios: «En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de lo alto no puede ver el Reino de Dios» (Jn 3, 3). El texto griego parece decididamente ambiguo. La expresión «nacer de lo alto» podría también entenderse como «nacer de nuevo». Y así parece entenderla Nicodemo. Pero esa condición le parece imposible.

En los relatos de vocación es muy frecuente que la persona llamada por Dios oponga una cierta resistencia ante el misterio de lo inefable. Así hace también Nicodemo al preguntar: «¿Cómo puede uno nacer siendo ya viejo? ¿Puede acaso entrar otra vez en el seno de su madre y nacer?» (Jn 3, 4). La segunda respuesta de Jesús emplea el mismo tono solemne de la anterior: «En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios» (Jn 3, 5).

Debió de soplar un vientecillo que removió la estera que cerraba la entrada. El detalle no pasó inadvertido a Jesús. La imagen del viento le recordaba la presencia del Espíritu. Las dos realidades se nombraban del mismo modo. Así continuó Jesús: «El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así es todo el que nace del Espíritu» (Jn 3, 8). Ante la segunda explicación, Nicodemo quedó más perplejo que ante la primera. En ese momento, el texto evangélico contrapone los títulos que se otorgan los personajes. Nicodemo había saludado a Jesús con el título de «maestro». Ahora es Jesús quien le devuelve interrogante el mismo título de honor: «Tú eres maestro en Israel y ¿no sabes estas cosas?» (Jn 3, 10).

Por tercera vez la revelación de Jesús es ritmada por la misma fórmula solemne: «En verdad, en verdad te digo: nosotr ^t,'amos de lo que sabemos y damos testimonio de lo que hemos visto, pero vosotros no aceptáis nuestro testimonio. Si al deciros cosas de la tierra, no creéis, ¿cómo vais a creer si os digo cosas del cielo? Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre» (Jn 3, 11-13). Nos encontramos con la antítesis de los «saberes». Así comenzaba el saludo inicial de Nicodemo: «Sabemos que has venido de Dios como maestro».

Las categorías de la bajada y la subida introducen el recuerdo de la serpiente que Moisés levantó en el desierto. Los que la miraban quedaban libres de las mordeduras de las serpientes (Nm 21, 4-9). Ya el libro de la Sabiduría desmitificaba aquella imagen. No era la fuerza mágica de aquel talismán lo que curaba: era la fe en el Dios que guiaba por el camino (cf. Sb 16, 6-7). Nadie hubiera osado comparar a Jesús con la serpiente de bronce si él mismo no se hubiera apropiado de la imagen: «Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga por él vida eterna (Jn 3, 14-15). También ahora, como en los tiempos exodales del desierto, es la fe la que salva: la fe en Jesús, el maestro enviado por Dios. Por él ha venido la vida. Por él se llega a la vida. Por él, levantado en la cruz y exaltado con gloria.

De todas formas, la vida no se alcanza por las propias fuerzas. Es un don de Dios, que se recibe en gratuidad, porque nace de la gratuidad del amor de Dios: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no es juzgado; pero el que no cree, ya está juzgado, porque no ha creído en el Nombre del Hijo único de Dios' (Jn 3, 16-18). Éste es el núcleo de la revelación de Jesús: Dios ama al mundo. El hombre que era reconocido como maestro es mucho más que eso: es el Hijo de Dios. Por la fe en él se llega a la vida. La fe en el Hijo del hombre y la fe en el Hijo unigénito de Dios.

El juicio final, esperado por unos y temido por otros, comienza ya por la aceptación o el rechazo del Hijo de Dios. Él no ha venido para alzarse como salvador político-social, al modo de los antiguos «jueces» de Israel. Jesús no ha venido para juzgar al mundo, sino para ofrecerle la salvación. El juicio sobre el mundo se lleva a cabo en la aceptación o el rechazo de la luz. El Maestro descubierto por Nicodemo no sólo utiliza una luz en la noche, sino que él mismo es la luz. Su aceptación o rechazo se constituyen en la clave de la salvación: ,'El juicio está en que vino la luz al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal aborrece la luz y no va a la luz, para que no sean censuradas sus obras. Pero el que obra la verdad, va a la luz, para que quede de manifiesto que sus obras están hechas según Dios» (Jn 3, 19-21).


EL TESTIGO

Nicodemo aparece otras dos veces en el Evangelio. La primera de ellas es en verdad significativa. Con motivo de la fiesta de los Tabernáculos o de las Tiendas, los sumos sacerdotes y los fariseos ordenan prender a Jesús. Los enviados no se atreven a detenerlo a causa de la majestad de su figura y el encanto de sus palabras.

Las autoridades se inquietan y maldicen a aquellas gentes que no entienden la Ley. Pero he aquí que por un curioso paralelismo, la Ley es invocada para salvar al Salvador. Nicodemo les hace observar que la Ley de Moisés prohíbe condenar a un hombre sin haberle antes oído y sin saber lo que hace (Jn 7, 51).

La frase de Nicodemo parece llena de sentido. No trata solamente de introducir un poco de sensatez en las intenciones apresuradas de sus compañeros, que ya no sería poco. Pero esa frase del fariseo se levanta también a lo largo de los tiempos como una señal para el itinerario de la fe. Es una advertencia perenne para los que condenan a Jesús y su mensaje sin haberlo oído y sin haberlo puesto en práctica.

La observación de Nicodemo le mereció un desprecio y una sospecha por parte de sus colegas: «¿También tú eres de Galilea? Indaga y verás que de Galilea no sale ningún profeta» (Jn 7, 52). No, no era galileo, pero eso no le impedía aceptar la luz, viniera de donde viniera.

EL AMIGO

Nicodemo vuelve a aparecer fugazmente cuando los otros discípulos han desaparecido. Se presenta inmediatamente después de la muerte de Jesús.

José de Arimatea se había atrevido a pedir a Pilato una autorización para retirar de la cruz el cuerpo de Jesús. Nicodemo llegó con su fe convertida en ofrenda funeraria para quien le había abierto el camino de la vida. Aportó para el sepelio del Maestro unas cien libras de mirra y áloe. Tras la evocación de las sustancias vegetales olorosas, se esconde tal vez una alusión al carácter regio de Jesús. En el epitalamio del rey cantado en los salmos, sus vestidos olían a mirra, áloe y casia (cf. Sal 45, 9). Con esos perfumes parecía anunciarse la victoria de Jesús sobre la muerte.

Juntos, José de Arimatea y Nicodemo, envolvieron el cuerpo de Jesús en vendas y sudarios y lo depositaron en un sepulcro nuevo (Jn 19, 39). Como ha escrito X. Léon-Dufour: "El anuncio de que una vez elevado de la tierra, Jesús atraería a todos los hombres hacia sí, se cumple en estos dos justos que no pertenecen al círculo de los que se habían declarado en su favor".

Nicodemo es para los cristianos el modelo del que busca la luz en medio de las tinieblas.

Nicodemo es el símbolo del paso de unos saberes eruditos a ese otro saber, donado por Dios, que acepta por la fe la salvación ofrecida por Jesucristo.

Nicodemo es el creyente que vacila y busca, el que se oculta y sale a la luz, el que defiende la verdad y arropa el misterio desnudo del Salvador.

Nicodemo es el discípulo que se mueve entre el miedo y el riesgo, entre la confianza y la osadía, entre la fe y la devoción al amigo.

Nicodemo es el amigo secreto del Señor.


JOSÉ-R0MÁN FLECHA ANDRÉS

San Ramòn Nonato 31 de Agosto

 



San Ramòn Nonato 31 de Agosto

(† 1240)


Nació San Ramón en las alturas de la Segarra catalana, en el pueblecito o lugar de Portell, provincia de Lérida y Abadía de Solsona, más tarde elevada a obispado.

 Descendía de padres nobles y virtuosos, emparentados con las ilustres familias de Fox y de Cardona. No conoció las caricias de su madre, pues ésta murió antes de venir él al mundo, y nació Ramón a favor de una operación sobre el cuerpo ya muerto de su madre, por lo que se le llamó el nonato, o no nacido. Desde muy temprana edad fue devoto, humilde, manso, prudente, obediente a su padre, temeroso de Dios cuidadoso de su conciencia, limpio en los pensamientos, modesto en su porte, discreto en las palabras, ángel en las acciones y amado de cuantos le conocían.

 Proyectó su padre darle una carrera civil, y lo mandó a Barcelona para que aprendiese las primeras letras. Aquí conoció la buena fama del comerciante Pedro Nolasco, cuya amistad cultivó, y dio muestras de inclinarse al estado eclesiástico, razón por la cual su padre le hizo volver a Portell y lo puso al cuidado de unas fincas patrimoniales.

 Mientras Ramón pastoreaba sus rebaños por la seca y áspera Segarra, va encendiéndose en él una luz, una antorcha, una hoguera. El zagal catalán supervive hoy en la historia, en el arte, en la poesía, en el folklore, y, lo que vale más, en el Santoral, que para nosotros, hijos de la Iglesia católica, significa tener un puesto al lado de Dios en el cielo.

 En las faenas del campo goza del contacto de la naturaleza, siente con más fuerza la llamada interior, habla sin cesar con Dios, y siente crecer en su corazón un amor filial grandísimo por la Virgen María. Las gentes le llamarán muy pronto el "hijo de María".

 Solía guiar su rebaño hacia una ermita de San Nicolás, en que se veneraba una imagen de María; y, mientras el ganado pacía, él se acercaba a la Virgen, y daba rienda suelta a su espíritu en la oración. Ya no estaba huérfano. había encontrado en ella a una madre. La dulce ermita era su centro, su retiro y su alegría.

 Pero el demonio, que todo lo enreda, suscitó envidias en otros zagales y pastorcillos, quienes acusaron a Ramón, y dijeron a su padre que abandonaba el rebaño por sus oraciones. Trató el padre de averiguar la verdad y buscó a su hijo en la ermita. Allí estaba; pero, ¿quién era aquel mancebo que cuidaba de las ovejas?

 Se dio cuenta de que el cielo acudía en favor de Ramón, enviando un ángel para ayudarle, y nunca más volvió a intervenir en lo que a Dios estaba reservado. Pocos días después la misma Santísima Virgen comunicaría al joven pastor su deseo de que ingresase como religioso en la Orden de la Merced, recién fundada en Barcelona, para la redención de cautivos.

 Con su ida a Barcelona, Ramón se puso en manos de San Pedro Nolasco, el fundador de la Merced. Quemando etapas, y creciendo siempre en el gozo perenne de la virtud, cumplió el año del noviciado, hizo solemne profesión y recibió las sagradas órdenes. La presencia del joven fraile en el hospital de Santa Eulalia barcelonés dilataba su fama entre propios y extraños.

 La caridad de Cristo le urgía, los dolores del prójimo le conmovían y la redención de los cautivos le atraía. Deseaba de veras pasar al Africa para poner en práctica el cuarto voto mercedario de la redención. Con este deseo iba unido un afán de coadyuvar a la salvación de miles de almas, peligrosamente cercadas de enemigos en la esclavitud, en las mazmorras, en los zocos de venta africanos. Más aún, deseaba ardientemente el martirio.

 Designado por sus superiores para ir en redención, la alegría de padecer por Cristo le enajenaba. La Virgen le dijo: como mi Hijo se sacrificó en la cruz, así tú has de moler el grano de tu cuerpo en el suplicio y en el dolor, y como Él es alimento y sostén en la Eucaristía, tú lo serás también de tus hermanos.

 Y Ramón predicó a los cautivos, los fortaleció en la fe, los consoló en los trabajos y exhortó a la paciencia. Servía a los enfermos, y curó a muchos de ellos. Cuando la limosna de la redención no bastó, él mismo se quedó en rehenes. Esto le dio ocasión de tratar con moros y judíos, de enseñarles la fe católica, de impugnar los errores de Mahoma y de atraerlos con santas y eficaces razones.

 Tal tempestad levantó con su predicación, que lo encarcelaron, lo apalearon y, para que no volviese a hablar, le cerraron los labios con un candado, por espacio de ocho meses. La Virgen, que le había asociado a Jesucristo en la tarea de redimir y salvar a sus hermanos los esclavos, no le dejó sólo en este martirio, sino que le acudía y consolaba.

 Mientras tanto, llegó el dinero de su rescate, y fue puesto en libertad. Se embarcó para España y desembarcó en Barcelona, donde se le hizo un recibimiento apoteósico, como a un héroe triunfal. Pero él, desoyendo palmas, cantos y parabienes, corrió al sagrario de su convento a echarse a los pies de Jesús.

 La noticia de su caridad, de sus apologéticas, de su labor redentora y de su martirio, llegó a conocimiento del papa Gregorio IX, quien le creó cardenal de la Santa Iglesia Romana, con el título de San Eustaquio, premiando de ese modo sus excelentes virtudes y honrando el Colegio Apostólico con la juventud santificada del eminente mercedario.

 San Ramón Nonato, el "hijo de María", y mártir de la caridad, fue un reflejo de Dios, como debe serlo toda criatura. Buscó a su Amado con el ansia que la Esposa de los Cantares ponía en hallar al que amaba su corazón. Esta unión con Dios se efectuó intensamente por la Eucaristía. Pertenece al número de los "grandes amadores" del sacramento del Amor.

 ¿Quién no ha visto una y mil veces, en ermitas y catedrales, la imagen de San Ramón, irguiendo en la diestra mano la custodia, símbolo de su amor eucarístico? Su actitud es una profesión de fe, una afirmación teológica; es una mano que avanza, como la proa de un barco que cortase aguas de incredulidad; es la posición de un santo que nos muestra al Cordero de Dios y nos dice: he aquí el pan de los ángeles.

 Cuando en agosto de 1240 se dirigía nuestro Santo a Roma, llamado por Gregorio IX, pasó por Cardona, para despedirse del vizconde Ramón VI, de quien era confesor. Aquí le salteó la muerte. Pidió el santo viático y, no habiendo quien se lo administrase, —¡oh dignación de Dios con sus criaturas!— el mismo Jesucristo, con larga corte de ángeles, se le dio en comunión. No fue él quien recostó su cabeza sobre el pecho del Maestro, sino que Éste se le metió dentro, como señal de santidad y eterna predestinación.

 Tanto los señores de Cardona, como los frailes de la Merced, contendieron sobre los restos mortales del Santo. En vista de que no se ponían de acuerdo, determinaron someterse a un arbitrio providencial: cual fue cargar el santo cuerpo sobre una mula ciega, a, fin de que fuese sepultado en el lugar en que ésta parase. Ejecutándolo así, el animal guió sus pasos a la ermita de San Nicolás de Portell, en donde los sagrados restos fueron depositados y venerados hasta la revolución de 1936, en que las hordas rojas los hicieron desaparecer.

 Al volver a la ermita, volvía al regazo de la Virgen, después de dar al mundo un pregón de amores: mariano, eucarístico y mercedario. Desde Portell su fama creció y por su intercesión se obraron milagros, La Orden de la Merced urgió su veneración en los altares, y la Santidad de Urbano VIII aprobó su culto inmemorial a 9 de mayo de 1626.

 Contra la mentira pagana de un vivir materialista y fofo, se levanta la verdad alta y divina de la vida, santidad y milagros de San Ramón, flor amable del santoral mercedario y gloria auténtica del jardín de la Iglesia católica. Al correr de los siglos, su figura fue exaltada por la devoción de los fieles, por las letras y por las artes. Las fiestas que aún hoy se celebran en su ermita de Portell concentran ingentes muchedumbres, no sólo de los habitantes de la Segarra, sino de toda Cataluña.

 Se cuenta entre la media docena de santos populares, cuya efigie suele encontrarse en casi todas las iglesias españolas e iberoamericanas. Abundan sus cofradías, y uno de los títulos que más popularidad le granjeó fue el de ser el abogado de las mujeres parturientas, en recuerdo de su especial nacimiento. También figura como patrono de las obras eucarísticas.


 GUMERSINDO PLACER, O. DE M.


Beato Juan de Mayorga y cuarenta compañeros mártires 30 de Agosto

 



Beato Juan de Mayorga y cuarenta compañeros mártires 30 de Agosto

(† 1570)


Bien ganado tenía la madre Teresa de Jesús este conventual sosiego con que se regala en Avila después de las andaduras y desventuras de aquel año 1570.

 La fundación de Pastrana le puso el corazón en aprietos de sangre ante el dramático destino de sus pobres monjas, entregadas al turbio albedrío de la princesa de Éboli. Con su único ojo bello, inquietante y sutil, quiso doña Ana Mendoza de la Cerda envolver sus extravíos en el lirio celeste de la blanca capa del Carmelo. Y como todo eran embelecos de fantasía y antojos de viuda, aún verde, muy pronto colgó penitencias, silencios y hábito. Pero ni aun así placían la devoción y el recogimiento en aquel Carmen, acosado, desde fuera, por las impertinencias priorales de la Éboli. Total, que la Santa procuró "por cuantas vías pudo, suplicando a Perlados, que quitaran de allí el Monasterio", como se hizo. Y Teresa de Jesús, baldada de carretas y de muleros, dio con su amargura en la Encarnación de Avila, peregrinando penosamente los caminos de Madrid, Toledo y Escalona.

 Se entiende muy bien toda su vida, a la luz de aquel ardoroso anhelo de San Pablo: "suplir, con el sacrificio de su carne, lo que resta a la Pasión de Jesucristo, por su Cuerpo, que es la Iglesia". Y a tan altos arrobos le sube su corazón enamorado —su "muero porque no muero"— que muchas veces refresca los ardores de su angustia con la memoria de aquel ansia adolescente de martirio que le empujaba a irse para cristianizar las tierras de moros. ¡El martirio!

 Y ahora, en el silencio de su clausura apacible, cuando el verano implacable de Castilla pone los cielos transparentes, como el purísimo cristal donde se mira la gloria de Dios. 15 de julio de 1570. Teresa canta los finos latines del salterio de Vísperas, en honra de su Madre del Carmen, que es también la Virgen Capitana del mar. Y es su oración tan honda y tan quieta, que luego se sale, sí, extática y luminosa, a la contemplación de los divinos secretos inefables. Jesucristo le va a compensar sus fracasos de Pastrana. Y, de pronto, le muestra una falange de jesuitas, con sus estolas de sangre y sus palmas de martirio, que suben glorificados a la eterna beatitud del cielo. Queda la Santa absorta, enajenada de gozo, embebida en la luz del cortejo, que viene desde la mar océana, desconocida y distante; y aun le parece que la espuma de las olas pone un escabel de pleitesía a los bienaventurados; que canta con ellos un tedéum de oro y de cristal, hasta que se pierden en la gloria de Dios.

 Cuando torna en sí confiere a su confesor y consejero, padre Baltasar Alvarez, el regalo de aquella visión misteriosa que tan altas consolaciones le diera: porque la sangre de los mártires —lo sabe ella muy bien— ha sembrado en el mundo el buen trigo de Dios para colmar los graneros de la Iglesia. Pero ni fraile ni monja atinan a esclarecer el mensaje de la visión. Pasaría aún mucho tiempo hasta que Lisboa y Madrid conocieran la aventura de un navío que, por las mismas rutas del Descubrimiento, dio testimonio de los destinos misionales de España, para vergüenza de muchos colonialismos que vendrían después. Y esta historia admirable os la voy a referir muy puntualmente, para la mayor gloria de Jesucristo.

 Todo el negocio anda entre santos. La primavera de 1569, recibe San Francisco de Borja, en su curia generalicia romana, al padre Ignacio de Acevedo, jesuita portugués, insigne por su piedad y sabiduría. Retorna, desde el Brasil, a traer informes sobre la encomienda de visitador que el tercer general de la Compañía le diera en 1566. Sus noticias son francamente alentadoras.

 Durante los tres primeros meses de su residencia en la capital —Bahía de Todos Santos— se había detenido el padre para reavivar el verdadero espíritu de Loyola entre sus hermanos jesuitas de la primitiva fundación, hecha diecisiete años antes. "En aquel tiempo —leemos en una crónica antigua— la provincia misionera del Brasil recibió, con Acebedo, el alma de la Compañía, ya que hasta entonces había regido según criterio de los distintos superiores, diferentes en talentos y espíritu, y con diverso influjo sobre los súbditos." Como es natural, le costó muchas penas y trabajo esta reforma interior, hasta configurarles con la imagen de San Ignacio, que él guardaba fielmente en la norma de su corazón y de su vida. Y lo hizo, según las viejas memorias, "con suma prudencia, celo ancho y encendida caridad", virtudes poco comunes a su edad joven.

 Tenía asegurada la base inconmovible de aquellas difíciles misiones: los obreros de la mies. Pero la mies era mucha: una selva virgen que escondía terribles misterios de sangre. Los fundadores se habían establecido cautamente, a los principios, por todas las orillas del mar, en la desembocadura de los grandes ríos, donde la presencia de los soldados portugueses les guardaba de morir entre las bocas hambrientas y salvajes de los antropófagos. Algunos, sin embargo, cristianizaban la selva. Y a todos visitó Acevedo, superando las penalidades de tantos caminos arriesgados. Fundó escuelas de enseñanza, y aquellas magníficas "reducciones", como primera conquista del orden social, para alivio de pobrezas y estímulo del trabajo. Con licencias del rey don Sebastián erigió en Río de Janeiro el Colegio Real, de altos estudios, verdadero martillo de la herejía calvinista, que contaba allí con innumerables prosélitos.

 Y ahora, en esta dulce primavera romana de 1569, entrega a Francisco de Borja el brillante informe de su visita al Brasil. Hay una petición justa, celosa, instante. Que se le autorice una leva de misioneros portugueses y españoles, como urgente estrategia para la conquista cristiana de las tierras recién descubiertas. Accede Borja, porque la Compañía sólo busca la mayor gloria de Dios. Y, para que esta recluta de soldados de la Iglesia cuente con las máximas bendiciones del cielo, le presenta al papa San Pío V, que emocionadamente acoge aquella empresa de la catolicidad española. Hay un detalle misterioso. El Pontífice concede a Acevedo la licencia singularísima de sacar dos copias de aquella Madona de San Lucas venerada en Santa María la Mayor, para que les acompañe. Y mediante estas imágenes, la Señora, que es Reina de los apóstoles, va a jugar en la aventura marina del martirio el papel protagonista de "Columna de toda fortaleza".

 Al retorno de Roma encontramos a Acevedo en Zaragoza, en plenas faenas de completar su expedición de sesenta y nueve voluntarios jesuitas. No viene perdido, sino atado a la fama de virtudes y enorme temple de un coadjutor humilde, que le llegó hasta la Ciudad Eterna. Se trata de Juan de Mayorga, el navarro. Y diciendo "navarro" ya se comprende la reciedumbre de un carácter, decidido a las más duras conquistas y batallas por la defensa de la fe. Mucho tiempo estuvo abierta una disputa histórica sobre su origen incierto. Pero las recientes investigaciones del insigne padre Pérez Goyena han devuelto a Mayorga su bautismo de navarro verdadero. La controversia tenía sus razones. Porque precisamente en el mismo año en el que nace —1530—, en San Juan de Pie de Puerto, nuestro césar Carlos abandona el regimiento de aquella Sexta Merindad, atribuida siempre a la Corona de Navarra. Bastante lógico que los historiadores franceses, con muy débiles argumentos, le hicieran francés. Pero ahora son abrumadoras sus credenciales de legitimidad navarra y española.

 Sabemos de él que tenía "un subjeto sano y robusto", común entre la raza vasca; que era pintor, y que fue admitido en la Compañía, a la edad de treinta y cinco años, el 22 de julio de 1566. Sería un artista modesto, piadoso desde siempre en su oficio, pues ignoramos los calibres de su maestría, aunque es fama que sus pinturas obraron prodigios, y fueron muy solicitadas, después de su martirio.

 No estaba Mayorga huérfano de paisanaje en aquella fulgurante leva del padre Acevedo por España y Portugal. En el colegio de Plasencia se alistó entre los misioneros otro navarro —Esteban de Zudaire—, puro en sus diecinueve años, como un lirio de sus ricas montañas de la Améscoa. Entonces precisamente salía de unos fervorosos ejercicios espirituales, en los que le fue revelada su vocación al martirio. Era sastre de artesanía. Pero, en aquella empresa de cristianizar a los infieles, un artista podía traerlos a la fe y religión de Cristo con la hermosura y la gracia de sus colores, y el buen sastre cubrir castamente los pecados de la carne pagana y desnuda.

 Para marzo de 1570 ya tenía Acevedo asentada en Lisboa la expedición de sesenta y nueve jesuitas, en espera de hacerse a la mar. Como tanto le urgía su arribo inmediato al Brasil, contrata pasaje con el capitán de la carabela Santiago, bajo la promesa de aparejar, en tres semanas, todo lo necesario para tan larga y peligrosa travesía. Los futuros compañeros de viaje eran mercaderes —corazones avaros, sin religión ni justicia—: y se convino en acomodar media nave, a forma de clausura, para que los religiosos, allí, pudieran libremente cumplir sus rezos y su regla. Todo perfecto, admirable. Pero luego saltaron penosas trifulcas con el capitán, dilaciones y dilaciones, a lo largo de cinco meses.

 El 5 de junio la Santiago se hacía a las aguas, desde Lisboa, agregada a una flota de ocho carabelas bien armadas, para conducir al mismo destino al nuevo gobernador, don Luis de Vasconcellos. Los misioneros fueron distribuidos de esta suerte: veinte en la nao capitana; tres como ángeles custodios de una turba de niños, huérfanos por la peste de Lisboa, que iban a posesiones de ultramar: siete como capellanes del resto de la flota y treinta y nueve, con el padre Acevedo, en la Santiago. Pero sobre este único y grande camino del mar Dios traza otro misterio de caminos, que se enfilan hacía su gloria. ¿Quién pensara entonces, cuando la primavera madura ponía en la cornisa de las playas lisboetas un triunfo de gaviotas, de rosas de sal y de canciones, que allí arriba, entre las brumas de La Rochelle, un hombre perjuro de su fe católica, cínico y pirata, reunía sus carabelas para cazar a los cristianos? Sólo Dios.

 Santiago Soria se tituló "general de los mares" de aquella doña Juana de Navarra, reina sin reino, oprobio de mujeres y calvinista. Era rico, por sus asaltos afortunados a naves venecianas y portuguesas. Pero ahora no le atraían las joyas ni los doblones de oro, sino aquel placer de la venganza. A todo viento de sus velas impacientes planta su flota, como un diabólico atlante, en la misma ruta del gobernador Vasconcellos, y le veja con sus mensajes altaneros y desvergonzados. Es buen estratega, astuto y valiente.

 El 13 de junio la expedición cristiana pone sus proas a la isla de Madera, donde se toman un descanso. Los naturales del país avisan a Vasconcellos que el corsario Soria navega por las alturas de la Gran Canaria, y entonces decide detenerse hasta que pasen los peligros de un asalto pirata. Para Acevedo el problema es duro, pavorosa la prueba. Los mercaderes de la Santiago urgen proseguir, porque la suerte de la propia vida pesa menos que los doblones de oro que han de amontonar con el tráfico de sus mercaderías. El bendito padre Ignacio se recoge a ayunos y a oración: celebra ante sus compañeros una misa del Santo Espíritu, declarándoles, en una encendida arenga, los términos reales del peligro que corren si se hacen a la mar de nuevo. Aceptan todos, menos cuatro, que se reemplazan con otros cuatro valientes. Y el 9 de julio boga la Santiago, con buen temple de vientos, hasta la vista de La Palma. Pero entonces, a la luz borrosa del alba, un marinero grita desazonadamente: "¡Naos a la vista!" Es Soria, fanfarrón de sus cuatro carabelas, veloces y fuertes de artillería, que levanta su bandera intimando la rendición de la Santiago. ¡Pero qué española la respuesta! Una seca descarga de morteros y arcabuces, que pone un escalofrío de odio y de rabia en la carne morena del corsario. Después, una rápida maniobra de envoltura al navío cristiano... ¡y al abordaje!, mientras él increpa desde el puente de la nao capitana:

 "Perros sarnosos, que abrís por el Brasil juicios de inquisición y de tortura para mis amigos luteranos, ¡A morir sin piedad, sin óleos, como los perros!

 Hay un confuso griterío de blasfemias, cruzarse de picas y de espadas, jadeos de sudor, oraciones, crujidos de huesos rotos, entrañas al desnudo, tufo de sangre caliente... ¡Horrible la tortura y las matanzas! ¿Y cómo el cielo permanece azul, apacible, confundido con las aguas quietas que ya son de pura sangre?

 Acevedo cayó en primer lugar. Quisieron arrancarle aquella Madona de San Lucas, pero sus manos, como garfios de acero, sostenían en alto la divina imagen. Y allí quedó sobre las olas, para sostener el martirio de los compañeros. A Mayorga le partieron materialmente por la cintura, rotas ya las articulaciones, para que su robustez de Vasco no le salvase, nadando a la desesperada. Y aún bendecía a sus verdugos, con el crucifijo, cuando la tumba piadosa del mar acogía sus despojos sangrientos. La muerte de Zudaire fue más rápida, pero más expresiva: le segaron casi la cabeza del cuerpo, y, cuando le arrojan a las aguas, aquellos labios limpios y jóvenes, que perdonan, cantan un tedéum de triunfo, que luego repiten y agrandan las caracolas, los ángeles y los vientos, para que todos los triunfadores, que oficiaron su propio sacrificio, entren en la gloria de Dios.

 ¿Por qué Teresa de Avila contempla, este mismo atardecer, el gozo celeste de estos bienaventurados jesuitas? Acaso las voces de la sangre. Porque, al fin de la matanza, indultado el hermano cocinero con el designio de ponerle al servicio del pirata, un sobrinillo del capitán de la Santiago —San Juan de apellido y con estirpe, en su sangre, de la Santa— toma una sotana de los mártires y, revestido de jesuita, se ofrece —como una rosa encendida, su carne de niño— para cerrar la cuarentena de la corona triunfal de este martirio. Como en Sebaste de Armenia, misteriosamente.

 Invita a pensar la historia. Estos esforzados atletas de Cristo —obscuros y humildes, como Zudaire y Mayorga— entregaron, en testimonio de su fe, la existencia por la esencia, sin miedo a los que pueden matar el cuerpo, pero no alcanzan a destruir los alcázares inmortales del alma.

 Las doctrinas de Cristo en su Evangelio, y su obra de redención, perennemente viva en el alma de su Iglesia, han de padecer hasta el fin. Porque Él se nos ha revelado como el signo de contradicción y piedra de toque para el bien y para el mal.

 En nuestro tiempo, junto a sutiles persecuciones y opresiones físicas, que han levantado una muchedumbre de "testigos del Señor Jesús", con el tributo martirial de sangre y haciendas, cunde otro más dramático combate: el del materialismo dialéctico y técnico, que convierte al hombre, descristianizado, en una helada máquina de rencor, de tedio y de angustia. Es llegada la hora de definir nuestra vida en un sentido sacro de testimonio, en defensa de las verdades de nuestra fe, de la moral católica y de los derechos y libertades de nuestra madre la Iglesia.

 Testigos de la verdad del Evangelio, el intelectual y el profesional, el artista y el artesano, dentro de la casa y en medio de las trepidaciones angustiosas de nuestra calle moderna.

 Como esta noble falange jesuita de mártires del Brasil, que en su lejanía de siglos nos enseñan, con temple muy español, a cuánto nos obliga nuestro bautismo de cristianos,


 FERMÍN YZURDIAGA LORCA

29 de agosto de 2022

Santo Evangelio 29 de Agosto 2022

 



 Texto del Evangelio (Mc 6,17-29):

 En aquel tiempo, Herodes había enviado a prender a Juan y le había encadenado en la cárcel por causa de Herodías, la mujer de su hermano Filipo, con quien Herodes se había casado. Porque Juan decía a Herodes: «No te está permitido tener la mujer de tu hermano». Herodías le aborrecía y quería matarle, pero no podía, pues Herodes temía a Juan, sabiendo que era hombre justo y santo, y le protegía; y al oírle, quedaba muy perplejo, y le escuchaba con gusto.

Y llegó el día oportuno, cuando Herodes, en su cumpleaños, dio un banquete a sus magnates, a los tribunos y a los principales de Galilea. Entró la hija de la misma Herodías, danzó, y gustó mucho a Herodes y a los comensales. El rey, entonces, dijo a la muchacha: «Pídeme lo que quieras y te lo daré». Y le juró: «Te daré lo que me pidas, hasta la mitad de mi reino». Salió la muchacha y preguntó a su madre: «¿Qué voy a pedir?». Y ella le dijo: «La cabeza de Juan el Bautista». Entrando al punto apresuradamente adonde estaba el rey, le pidió: «Quiero que ahora mismo me des, en una bandeja, la cabeza de Juan el Bautista».El rey se llenó de tristeza, pero no quiso desairarla a causa del juramento y de los comensales. Y al instante mandó el rey a uno de su guardia, con orden de traerle la cabeza de Juan. Se fue y le decapitó en la cárcel y trajo su cabeza en una bandeja, y se la dio a la muchacha, y la muchacha se la dio a su madre. Al enterarse sus discípulos, vinieron a recoger el cadáver y le dieron sepultura.



«Juan decía a Herodes: ‘No te está permitido tener la mujer de tu hermano’»


+ Fray Josep Mª MASSANA i Mola OFM

(Barcelona, España)

Hoy recordamos el martirio de san Juan Bautista, el Precursor del Mesías. Toda la vida del Bautista gira en torno a la Persona de Jesús, de manera que sin Él, la existencia y la tarea del Precursor del Mesías no tendría sentido.

Ya, desde las entrañas de su madre, siente la proximidad del Salvador. El abrazo de María y de Isabel, dos futuras madres, abrió el diálogo de los dos niños: el Salvador santificaba a Juan, y éste saltaba de entusiasmo dentro del vientre de su madre.

En su misión de Precursor mantuvo este entusiasmo -que etimológicamente significa "estar lleno de Dios"-, le preparó los caminos, le allanó las rutas, le rebajó las cimas, lo anunció ya presente, y lo señaló con el dedo como el Mesías: «He ahí el Cordero de Dios» (Jn 1,36).

Al atardecer de su existencia, Juan, al predicar la libertad mesiánica a quienes estaban cautivos de sus vicios, es encarcelado: «Juan decía a Herodes: ‘No te está permitido tener la mujer de tu hermano’» (Mc 6,18). La muerte del Bautista es el testimonio martirial centrado en la persona de Jesús. Fue su Precursor en la vida, y también le precede ahora en la muerte cruel.

San Beda nos dice que «está encerrado, en la tiniebla de una mazmorra, aquel que había venido a dar testimonio de la Luz, y había merecido de la boca del mismo Cristo (…) ser denominado "antorcha ardiente y luminosa". Fue bautizado con su propia sangre aquél a quien antes le fue concedido bautizar al Redentor del mundo».

Ojalá que la fiesta del Martirio de san Juan Bautista nos entusiasme, en el sentido etimológico del término, y, así, llenos de Dios, también demos testimonio de nuestra fe en Jesús con valentía. Que nuestra vida cristiana también gire en torno a la Persona de Jesús, lo cual le dará su pleno sentido.

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Beata Beatriz de Nazaret 29 de Agosto

  



Beata Beatriz de Nazaret 29 de Agosto


Autor: P. Felipe Santos

 

Etimológicamente significa “feliz”. Viene de la lengua latina.

Todo ser humano ha sido llamado para amar al mundo. La respuesta que Dios nos pide es que seamos contemplativos. Cualquier creyente que vive una vida estrechamente unida a la Eucaristía, es un contemplativo.

Había la costumbre en los monasterios belgas del siglo XI de admitir para el coro a las chicas de buenas familias de la alta burguesía. Las otras, incultas, entraban solamente en calidad de conversas.

Existía – como ocurre hoy – la necesidad de nuevas vocaciones y, por tanto había que abrir los monasterios a otro tipo de actuaciones distintas.

Esta idea la llevaban ya acabo los cistercienses. Recibían la ayuda de familias importantes, como los Brabantes o Tirlemont.

Beatriz era hija de esta última familia. Vino al mundo en el año 1200. Entró como novicia en un convento restaurado con el dinero de sus padres.

Ayudó a construir otros, como el Oplinter y el de Nazaret. Beatriz estuvo siempre en este último hasta que murió en el año 1269, habiendo sido la superiora durante muchos años, pero no porque fuera hija del padre de la fundación del monasterio, sino porque brillaba ante todos por su virtud, su piedad y su generosidad sin límites.

Ella escribió un tratado místico escrito en flamenco medieval. Resume las siete maneras de amar santamente. Su descripción experiencial es una gozada por la forma y la sencillez de cómo el alma se acerca a Dios.

Las tres experiencias activas son el amor purificante, el amor devorante y amor elevante, a las que siguen cuatro pasivas: amor infuso, amor vulnerado, amor triunfante y amor eterno.

Escribió otras obras. Sus lecturas preferidas eran la Biblia y los tratados sobre la Santísima Trinidad. Sus restos hubo que esconderlos para que los calvinistas no los profanaran.


San Zaqueo Amigo de Jesús 29 de Agosto

 


San Zaqueo Amigo de Jesús 29 de Agosto


El encuentro de Jesús con Zaqueo ha sido contado por el Evangelio de Lucas con tal maestría que el relato se puede considerar como una auténtica pieza literaria (Lc 19, 1-10).

El texto sitúa la escena en Jericó. El lugar es francamente evocador. Por allí había entrado Josué, para guiar a su pueblo a la tierra prometida por Dios. Y allí había mostrado su compasión hacia una prostituta llamada Rajab, salvándola de la condena que habría de sufrir toda la ciudad (Jos 6, 22-25). El nombre de los dos protagonistas de aquel «paso» por Jericó recuerda que «Yahvé es salvación». Y los dos ofrecen la salvación a personas que son despreciadas y marginadas, por ser consideradas como pecadoras.

El nombre griego de Zaqueo parece corresponder al hebreo Zacai (es decir, «puro»), que correspondía ya a una familia israelita de las que habían vuelto del exilio con Zorobabel (Esd 2, 9; Ne 7, 14). El Evangelio nos lo presenta como un hombre rico. Era lo normal entre los que arrendaban al Imperio Romano la recaudación de los impuestos. Se comprometían a entregar una suma global, así que sus ganancias provenían de los porcentajes que lograban aumentar a la hora de cobrar los tributos. No es extraño que aquellos «publicanos fueran odiados por todos.

Pocas líneas más arriba, el Evangelio ponía en boca de Jesús una afirmación aparentemente escandalosa. Según el Maestro, entrar en la salvación le podía costar a un rico lo que le cuesta a un camello pasar por el ojo de una aguja. Es verdad que para Dios nada hay imposible, añadía el texto. Como para fortalecer aquel hilo de esperanza, San Lucas recuerda el ejemplo de Zaqueo.

Sin ánimo de forzar el texto, el relato del encuentro de Jesús con Zaqueo puede comprenderse en la alegoría de todos los creyentes. En él encuentran los pasos que sigue quien descubre la salvación y la realización última de su existencia.

1. En primer lugar, es preciso aprender a interrogarse. Preguntarse por la salvación. Quien vive en la frivolidad no se formula preguntas que vayan más allá de sus intereses inmediatos. Zaqueo vive con una cierta holgura en la ciudad, pero no es indiferente a lo que en ella ocurre. De una forma o de otra, se entera de que Jesús ha llegado a Jericó.

2. El relato nos dice, además, que no basta con prestar atención a la noticia que anuncia la presencia del profeta. Es preciso salir al camino, que es, en el Evangelio, el lugar de los encuentros salvadores. No se hará encontradizo con la oferta de la salvación quien permanece anclado en la comodidad: Zaqueo sale al camino.

3. Pero aun habiendo salido al camino, se impone una humildad elemental. Todos los que han recibido la llamada o la visita de Dios han debido reconocer su indignidad. En este caso, la dificultad humana para el encuentro con la salvación se refleja precisamente en la pequeñez del personaje. Zaqueo es bajo de estatura y la multitud de la gente le impide ver a Jesús.

4. Esta especie de parábola en acción sugiere, sin embargo, que es necesario aprender a superar las dificultades. La fe es un don gratuito, pero parece exigir un mínimo de aventura y de creatividad. Es necesario saber utilizar los medios disponibles. Zaqueo se adelanta al cortejo y sube a un sicómoro plantado al borde del camino. Además de la ironía de la situación, el relato puede evocar la historia entera de Israel, tantas veces reflejada en árboles frondosos.

5. Como ocurre en otros pasajes evangélicos, también aquí se adivina la capacidad para prestar atención a la voz profética que llama. Siempre hay que escuchar la voz de aquel que invita al anfitrión, al tiempo que se invita como huésped. Entre la algarabía de los que pasan por el camino, Zaqueo presta atención a una sola voz: la de Jesús que quiere hospedarse en su casa.

6. Aquel que es reconocido como pecador público posee, con todo, dos de las grandes virtudes de su pueblo: dar hospedaje al peregrino y acoger con alegría al huésped. Eso mismo había hecho Abrahán en el encinar de Mambré. Y, creyendo acoger a tres peregrinos, había ofrecido hospitalidad al mismo Dios. La casa de Zaqueo es ahora el lugar de acogida para el Dios que llega en la persona de Jesús.

7. Una observación elemental, así como el recuerdo de la historia de Israel, advierte que es preciso contar con la segura crítica de los censores inútiles y ociosos. No beben de la fuente e impiden el paso hasta ella. En el caso de Zaqueo, la dificultad viene precisamente de sus mismos compañeros de trabajo —los recaudadores de impuestos— y, sobre todo, de los biempensantes del lugar. La crítica, sin embargo, no se dirige tanto a Zaqueo como a Jesús: es su sabiduría y prudencia las que caen bajo sospecha.

8. De todas formas, el relato continúa detallando los pasos por los que ha de transcurrir la salvación. El hombre tenido por «pecadora mantiene un diálogo sincero con el Salvador. A fin de cuentas, es el huésped quien de verdad importa. A él se dirige Zaqueo con la franqueza de quien parece haber estado esperándolo desde siempre sin saberlo.

9. En el itinerario de la conversión hacia Dios es inevitable el encuentro con los demás. Tarde o temprano hay que compartir los bienes. Así pues, Zaqueo manifiesta públicamente que ha decidido entregar la mitad de sus bienes a los pobres. Mucho antes de que el mundo descubriera la solidaridad, el reparto de los bienes era ya la señal del verdadero encuentro con el Señor.

10. Y, por fin, es preciso vivir en la justicia, de una forma que trascienda las exigencias mínimas dictadas por la ley. Zaqueo sospecha haber defraudado a alguien en el ejercicio de su profesión. Podría contentarse con devolver la misma cantidad, a tenor de lo que exigía la interpretación habitual de la ley del talión (Ex 21, 24). Pero al entregar cuatro veces más ofrecía, en realidad, la prueba más evidente de la conversión (cf. Ex 21, 37).

He ahí diez pasos que rubrican la grandeza de un encuentro. El único encuentro que es capaz de cambiar una vida. No es extraño que el relato evangélico concluya con unas palabras de Jesús que revelan su propia misión: «Hoy ha sido la salvación de esta casa; también éste es hijo de Abrahán. Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19, 9-10).

Frente a la ortodoxia de su tiempo, que se gloriaba de una ascendencia que se remontaba al padre del pueblo hebreo, Jesús no duda en otorgar el título de «hijo de Abrahán» al que era considerado como un pecador público. Al aceptar el banquete que le ofrece Zaqueo, Jesús derriba los muros que separan los privilegios de los prejuicios.

Pero el Hijo del hombre no sólo trae la salvación a los excluidos, a los alejados y a los odiados por todos. Él es, en persona y definitivamente, la salvación y el salvador.

Zaqueo se convierte, en consecuencia, en un paradigma del discípulo que escucha a Jesús, lo acoge con alegría y lo sigue con generosidad.

JOSÉ-ROMÁN FLECHA ANDRÉS

El martirio de San Juan Bautista 29 de Agosto

 


El martirio de San Juan Bautista 29 de Agosto

 

Maqueronte, castillo, había tomado el nombre de Maqueronte, ciudad. Ciudad cercana. Castillo emplazado en el punto de declive en que la triste meseta del desierto declina hacia el mar Muerto. Horizontes calcáreos, polvo blanco, aridez, sol y tierras calcinadas. Pendiente inclinada hacia las desoladas orillas del mar de la maldición, declive que se fragmenta en diversas cimas, aisladas unas de otras. Por Flavio Josefo, el historiador judío, conocemos interesantes noticias y pormenores de esta fortaleza de Maqueronte. Levantaba sus arrogantes murallas al oeste del mar Muerto, en la Perea. Como fortaleza —según Plinio la más segura después de la de Jerusalén— servía de recio baluarte contra los árabes nabateos, lindantes con los estados herodianos. Construcción fuerte y cómoda a la vez; era una de aquéllas que Herodes el Grande había edificado en diversos lugares de sus dominios. Se advierte en la morosidad y detalles de la prosa de Flavio Josefo un particular gusto en describirla. Dice que Herodes construyó en medio del recinto fortificado "una casa regia", suntuosa por la grandiosidad y hermosura de sus departamentos" y que la proveyó, además, de abundancia de cisternas y de toda clase de almacenes. Convenía a la aridez y apartamiento del lugar.

 La doble ventaja de Maqueronte de aunar fortaleza y casa de placer ofrecía al hijo de Herodes el Grande, Herodes Antipas, actual tetrarca, la oportunidad de atender a un doble objeto: vigilancia de sus fronteras, amenazadas por Aretas, rey de los nabateos, y solaz para sus largas horas de pequeño rey desocupado y amigo de fiestas y diversiones. De aquí su detenerse preferentemente muchas temporadas en este alcázar. El generoso abastecimiento, la alegre compañía, acomodada a sus caprichos, y los gustos que podía permitirse, convertían la aridez del desierto en amena y divertida morada.

 Y es el mismo historiador judío, Josefo, quien nos certifica de este sitio como escenario de uno de los dramas más pungentes, aleccionadores y bellos en la historia de la santidad: el del final de la vida y el martirio de Juan, el Bautista. Flavio Josefo era contemporáneo del santo Precursor. Austeridad de paisaje y palacio de deleites. Marco expresivo para aquella figura de vida penitencial que remata corno invencible víctima de ajenos placeres.

 Una providencial incidencia nos ilustra sobre este caso sublime de la vida del hijo de Zacarías y de Isabel. San Marcos y San Mateo nos lo recuerdan, ocasionalmente, con motivo de los temores de Herodes ante la predicación y los milagros de Jesús. Cuando llegan a oídos del tetrarca galileo las noticias de la aparición del Maestro, se estremece. En su pavor, turbio y supersticioso, se pregunta: ¿Es Juan el que yo maté, que ha resucitado? "Y oyó el rey Herodes, el tetrarca, la fama de Jesús, todas las cosas que El hacía, porque se había hecho notorio su nombre, y decía: Juan el Bautista ha resucitado de entre los muertos; y por esto óbranse en él milagros. Y otros decían: Es Elías. Y decían otros: Es el profeta, como uno de los antiguos profetas. Cuando lo oyó Herodes, dijo a sus criados: Este es Juan el Bautista. Este es aquel Juan que yo degollé, que ha resucitado de entre los muertos. Y dijo Herodes: A Juan yo lo degollé. ¿Quién, pues, es éste, de quien oigo tales cosas?" Así, los dos evangelistas nos hacen el don de unas páginas impresionantes. Consiguen en ellas uno de los relatos de más dramática viveza. Y de suprema lección moral y sublime heroísmo. Con la información de San Marcos y la complementaria, paralela, de San Mateo, se nos da, de mano sobria y segura, penetrante agudeza psicológica, desarrollo y meandros de la pasión, descripción costumbrista, altísimo ejemplo de santidad. Sintetizando la acción del drama, podríamos formular: sobre el pavimento de mármol de una sala de festín, bajo el lujo asiático de damascos y sedas, entre perfumes, copas de plata y de cristal, serpea la vileza de la lujuria, la vileza de la venganza y la vileza de la cobardía. Del juego combinado de esta triple alianza brota un crimen. Y de la negrura de este crimen, como de la tiniebla subterránea del calabozo donde se ejecuta, se alza una aurora de heroísmo, la gloria de un martirio. A través de las líneas de la narración de los sagrados escritores, centellean, con alternativa luz de horror y de hermosura, el relámpago de la espada cercenadora y la plata de la bandeja donde cae el fruto cortado por la espada.

 Casi diez meses ya que Juan, el Bautista, está encarcelado. "Herodes había hecho prender a Juan, le había encadenado y puesto en la cárcel por causa de Herodías." La obscuridad de una reducida mazmorra en el sótano, excavado en la propia roca, de Maqueronte, retiene su austera figura nazarena. Se intenta apagar con el aislamiento aquella voz de verdades que, con libertad de santo, amonesta a los grandes, al monarca: "No te es lícito tener la mujer de tu hermano". Este monarca es Herodes Antipas, hijo de Herodes llamado el Grande, aquel perseguidor de Jesús niño que había mandado degollar a los Inocentes. Herodes Antipas reinaba, como tetrarca, en Galilea y en Perea desde la muerte de su padre. Era hermano de Arquelao, que ocupó el trono de Judea, Idumea y Samaría. Y hermano también, por parte de padre solamente, de Filipo —así le apellida San Marcos, en tanto que Flavio Josefo le llama Herodes—, que vivía como obscuro particular en la capital del Imperio. En uno de los viajes de Antipas a Roma, —viaje probablemente de información secreta sobre gobernadores romanos a Tiberio, amigo suyo, conquistado con hábiles y aduladoras complacencias— se hospedó en casa de su hermano Filipo. La intimidad y frecuencia de trato le llevó a enamorarse allí, con la tenacidad de una pasión de madurez —de otoño casi, pues Herodes pasaría de la cincuentena— de su cuñada Herodías, nieta de Herodes el Grande y sobrina de los dos, de Filipo y de Antipas. A la pasión erótica del segundo responde la ambición soñadora de la mujer. Altiva, dominadora, intrigante, fantaseando grandezas y sedienta de fausto, descubre Herodías, con la declaración de Antipas, la posibilidad de abandono de su obscura existencia en Roma. Se le abre un horizonte áureo y sonriente, de brillantez y suntuosidades. Corresponde a la pecaminosa ternura y decide, con cautela, seguir, en el momento oportuno, hasta el Mediterráneo oriental a su real amante.

 No es fácil dar apariencia legal a estos amores. Ya el matrimonio con Filipo había encontrado sus dificultades a causa de la próxima consanguinidad. Y el matrimonio entre cuñados estaba prohibido según la Ley de Moisés. Y donde reinaba Antipas regía la observancia de rabinos, duros y exigentes, por lo menos con las apariencias de la Ley. Además, el tetrarca de Galilea y de Perea tenía su esposa legítima, una princesa, la hija de Aretas, rey de los árabes nabateos. Pero triunfan la vehemencia erótica de la pasión del torpe enamorado y la vehemencia ambiciosa de la querida. Después de un tiempo de espera, en el que, y durante la ausencia del tetrarca de sus dominios, la esposa legítima informada, ha huido buscando otra vez refugio en la corte de su padre, Herodías lo salta todo, deja a su marido, y acompañada de su hija, habida del matrimonio con Filipo, marchan a Galilea. Su vanidad se colma, deslumbrada ante el boato de la corte de Herodes, cuyo amor a la fastuosidad, heredado de su padre, era conocido en Roma. Antipas, oriental educado en la capital del Imperio, unía el sentido suntuario del Oriente con el refinamiento de las costumbres paganas.

 Aretas, el rey de los nabateos, herido en su honor de monarca y en su afecto de padre por el repudio de su hija, se ha convertido en enconado y temible enemigo del tetrarca galileo. Esto justifica más la presencia de Herodes en Maqueronte. Pero su avidez de goce y de ostentación disfruta más del palacio que de la fortaleza. Los lujosos salones son testigos de frecuentes fiestas. La tensión de la vigilancia y el tedio cortesano se amenizan con diversiones. Músicas de placer tienen el encargo de ahogar el ingrato estrépito de un posible ataque. Herodías colabora, con su don de insinuación, al olvido, Y triunfa en aquel pequeño ambiente con su seducción, su brillo y ansia de distracciones. Solo el índice acusador de San Juan se hinca, como un torcedor, como un hierro afilado, en su sensualidad: —No es lícito.

 Una alegre conmemoración, con su fiesta correspondiente, brinda el anhelo de venganza, siempre al acecho, de la adúltera, una oportunidad magnífica. La fiesta del aniversario del natalicio de Herodes. Son conocidas las grandes solemnidades con que la antigüedad oriental y romana celebraba tales aniversarios. El Génesis nos evoca la pompa desplegada con este motivo por uno de los faraones egipcios. Para el fausto acontecimiento la munificencia de Herodes había invitado a lo más descollante de su reino. Y la fiesta en que cortesanos interesados habían hecho alarde de su ingenio áulico y fraseología aduladora, en felicitaciones, poemas y regalos al monarca, terminaba con la opulencia de un banquete. Y al caer de la tarde ve reunidos en torno a la mesa presidida por el rey —así le llama en sentido lato San Marcos— los principales personajes de sus Estados. Tres categorías distingue el evangelista: elevados oficiales de palacio, los altos militares de su ejército y notables de Galilea, lo más distinguido de la sociedad de su tetrarquía. Gente de autoridad y dinero. Aristocracia ávida, desde su apartamiento provinciano, de tornar parte en el tono cosmopolita de la capital, de que se preciaba el tetrarca, seguidor del ritmo de la metrópoli. Las luces, encendidas por esclavos en el bronce y plata de los candelabros, iluminaron alcatifas, triclinios, ricas vestimentas, joyas, frases ingeniosas, complacencias y sonrisas. En los manjares del banquete brilla el alarde munífico y sibarita de los gustos del asmoneo. Complementa su vanidad de deslumbrar y su irrefrenada sensualidad la astucia femenina de Herodías, con otras intenciones de sumo interés personal.

 La adúltera, ofendida y enfurecida con Juan, el profeta delator de su adulterio, cuya presencia era una admonición constante, tenía a su lado un medio muy apto: su hija. Esta hija cuyo nombre no se nos dice en el Evangelio y que sabemos por Flavio Josefo: Salomé. Y cuyo perfil físico —el de varios años después— conocemos gracias a una pequeña moneda en la que aparece con el rey de Calcis, Aristóbulo, del que fue esposa. Herodías; podría tender una trampa habilísima. La muchacha había aprendido en la alta sociedad de la urbe a bailar elegantísimamente y a ejecutar danzas desconocidas de aquellos magnates de provincia. La ayudaba su fragante juventud. Salomé tendría entonces unos diecinueve años. Supo la madre, perspicaz, multiplicados sus ardides mujeriles por el encono, estimular el amor propio de la joven. Salomé, encendida juvenilmente del deseo femenino de exhibirse, estuvo a la altura de la intención de la madre. La coreografía amenizadora de festines era habitual en las costumbres romanas. La poesía de Horacio nos informa, con su habitual desenfado, del aire atrevidamente impúdico de tales danzas. Hoy no actuarán bailarinas asalariadas. La danzarina será esta vez la propia hija de Herodías. En la apoteosis del banquete, cuando al fuego del vino y la embriaguez se inflaman los instintos menos elevados, hace su deslumbrante aparición la refinada bailarina. Se arquea su cuerpo con ritmos tan elásticos y graciosos, danza de forma tan audaz y seductora para la baja avidez de tanto instinto despertado, que Antipas se estremece. El halago de un espectáculo superior, que le eleva por encima de las demás cortes de Oriente, le sacude. Es el brillo de la metrópoli danzando en los movimientos de Salomé. Y es la lujuria y frivolidad del tetrarca que exultan hasta el entusiasmo. "Pídeme lo que quieras y te lo daré" —le asevera con la ternura viscosa de la sensualidad exaltada, entre el delirio y los aplausos de la concurrencia complacida—. "Pídeme lo que quieras y te lo daré, aunque sea la mitad de mi reino". Y corrobora la promesa con solemne juramento.

 Siglos antes, en otra corte de Oriente, otro monarca había hecho promesa semejante a otra mujer, pero en ocasión alta, noble y pura: Asuero a Esther. Aturdida ante tal ofrecimiento, Salomé cruza, rápida, la sala y va a la del banquete de las damas —las mujeres no podían participar como comensales en estos festines—, donde estaba su madre. Su madre en despertísimo alerta. "¿Qué le pido?" Herodías no duda un instante. Tenía madurada la respuesta desde mucho tiempo. La taima con que la zalamería femenina la envuelve no puede disimular la crueldad de la tajante decisión. Tajante como el filo de la espada que dentro de unos minutos cercenará la cabeza de un profeta. La rapidez en expresar esta voluntad y las prisas con que se ejecute —"ahora mismo", dice el texto evangélico—, descubren en su satisfacción el logro de un incontenible y represado anhelo. ¡Por fin! "La cabeza de Juan el Bautista". Vuelve Salomé apresuradamente donde estaba el rey. Pide, decidida: "Quiero que me des al instante, sobre esta bandeja —cogería una de las de la misma mesa—, la cabeza de Juan el Bautista." El rey se entristeció. Porque apreciaba a Juan. "Le tenía como profeta y le custodiaba, y por su consejo hacía muchas cosas, y le oía de buena gana. Pero por el juramento y por los que con él estaban a la mesa, no quiso disgustarla. Mas enviando uno de su guardia, le mandó traer la cabeza de Juan en un plato. Y le degolló en la cárcel. Y trajo su cabeza en un plato y la dio a la muchacha y la muchacha la dio a su madre".

 La tristeza de Antipas fue sincera. Pero ineficaz. Con la ineficacia de la cobardía. El respeto humano de los débiles que teme quedar mal ante los hombres y no tiene la entereza de defender más altos imperativos de conciencia, lleva la voluntad del monarca al crimen. Y da la orden al "speculator", o soldado destinado para estos eventuales menesteres de muerte. Sobre una de las mismas bandejas de la fiesta, ¡qué fuerza del símbolo!, aparece un trágico fruto: la cabeza de Juan. Ya calló la santa boca que recordaba el deber. La de aquel asceta santísimo que vivió austeramente en el desierto, del que dijo el Divino Maestro: "¿Qué salisteis a ver en el desierto? ¿Una caña movida por el viento? ¿Un hombre vestido de ropas delicadas? ¿Un profeta? Ciertamente os digo: Y más aún que un profeta. Porque éste es de quien está escrito: He aquí que yo envío mi ángel ante tu faz, que aparejará tu camino delante de Tí". Ya calló la boca del predicador de la virtud. Para cerrar esos labios santos que te señalaban la limpia trayectoria del bien, no necesitas ya tu mano blanda y cobarde, rey lascivo. El filo de tu pecado le segó la voz. La debilidad tiene también sus espadas de finísimo corte, la caricia vedada sus arañazos asesinos, Tus delicias prohibidas gotean ahora sangre en las venas del cuello mártir. No temas la mirada de estos ojos inertes. Están cerrados: Cerrados —purísimos y viriles— del horror de tu lascivia.

 La cabeza cercenada del Bautista pasó apresuradamente de manos de la hija, ligera, a las de la madre, incestuosa y adúltera. El odio acumulado ardía con los vértigos más vivos de la prisa. Más que el alfiler de plata o el puñal de acero, con que, según informe tardío de San Jerónimo, atravesó, como desahogo de su odio, la nieta de Herodes —lamentable fidelidad de crueles atavismos— la lengua del defensor de la castidad —así hizo Fulvia con la cabeza de Cicerón—, la taladran ahora, en punta confluyente de saeta, los dos ojos del adulterio de Herodías que en ella se clavan con la innoble alegría del rencor satisfecho. El tiempo había alimentado la llama del odio. "No dejes libre a este amonestador importuno", urgía a su amante. Y consiguió encarcelarlo. Ahora obtiene su remate, el hito supremo: matarle. El afilamiento definitivo de la espada lo dio la venganza de una mujer servida por los lúbricos movimientos de danza de otra mujer. Digna hija de tal madre. "La cabeza de un profeta —clama, lleno de espanto, San Ambrosio—, el premio de una danzarina."

 En la historia de los hombres se leerán estos hechos como un normal discurrir de la pasión y la intriga. En la historia de la gracia la mirada sobrenatural leerá, a través de la flaqueza y perversión de los sucesos humanos, la intención de Dios, que saca de ellos la maravilla de un santo, la corona de un mártir.

 Cuando los discípulos de Juan se enteraron de su muerte, "vinieron y tomaron su cuerpo, y lo pusieron en un sepulcro", añade el evangelista. El respeto de los buenos a lo santo sigue al odio a lo santo de los perversos. En el silencio reverente con que envuelve esta frase evangélica la tumba de Juan Bautista, suena para la piedad y para la fe de una sinfonía triunfal. La alta sinfonía de la verdad, que no cede ante el poder y el pecado, duraderos en el tiempo. La gloria del mártir, duradera en la eternidad.

 Cuando el beduino señala hoy al viajero piadoso una cumbre, azotada por el viento frío, con unas viejísimas ruinas, y le dice, con voz de misterio, el nombre de aquel lugar, el "Mashaka", el "palacio colgado", donde se irguió Maqueronte, la memoria cristiana evoca algo más que un inane recuerdo elegíaco. Allí se cumplió la suprema aspiración de un alma nobilísima, el hito de un santo: "Yo no Soy el Esposo, sino el amigo del Esposo; no soy el Cristo, sino el precursor. El debe crecer, yo menguar, empequeñecerme". "Tú te empequeñeces, Juan —le dirá San Agustín—, con el cercén de la cabeza. Él crecerá con la cruz".


 FERMÍN YZURDIAGA LORCA