ALEGRIA QUE TRANSFORMA NUESTRA VIDA
Por José María Martín OSA
1.- ¡Ha resucitado! La muerte en cruz no ha sido la última palabra sobre Jesús, su vida, su mensaje. ¡Ha resucitado! Ha empezado algo nuevo. Jesús ya no está entre los muertos. Jesús continúa siendo el camino a seguir: "Va por delante de vosotros a Galilea". Ha pasado el día de reposo de los judíos, el día en que Jesús ha reposado, muerto, en el sepulcro. El primer día de la semana empieza a despuntar. Mateo no se olvida de poner como testigos a dos mujeres, porque sólo el testimonio de dos es válido para el judío. Las dos mujeres, que se habían quedado sentadas ante el sepulcro, ahora vuelven a ir para ver el sepulcro, para ver el lugar donde reposa aquel a quien habían seguido. De repente, todo cambia. Dios interviene de forma extraordinaria. El terremoto, el ángel del Señor resplandeciente extraordinariamente, la piedra gira, los guardias quedan como muertos. Dios interviene. Nadie ve su acción, pero el ángel del Señor, aquel que habla en nombre de Dios, explica a las mujeres lo que ha pasado.
2.- La alegría del encuentro con Jesucristo resucitado. La alegría se manifiesta en el lenguaje que subraya los acontecimientos sorprendentes y los magníficos anuncios: se trata de anuncios plenamente gozosos que ratifican lo que Dios ha prometido: "venid a ver", "id aprisa", "mirad, os lo he anunciado". Ellas hacen caso del mensajero del Señor y no se entretienen: la Buena Nueva es para comunicarla. Jesús mismo se les hace presente y los saluda de manera natural. Ellas lo adoran: ¡es el Señor! Les repite el encargo del ángel. Pero, así como el ángel hablaba de los "discípulos", Jesús habla de "sus hermanos". ¡El Señor, el crucificado resucitado, es hermano! Un hermano que invita a hacer su mismo camino, el camino que conduce de la muerte a la vida que ya no puede morir.
3.- Creer en la Resurrección. Es ser capaz de romper con la mezquindad y la mediocridad que todavía queda en nosotros. Es poner la fraternidad por encima de rituales, por encima de movimientos y grupos, por encima de tantas pequeñeces que con frecuencia nos apartan unos de los otros. Es sentir que pertenezco a la comunidad cristiana; que en ella soy acogido y amado; que en mí no hay exclusión para nadie. Es echar fuera de mí todo egoísmo, toda hipocresía, todo orgullo, todo miedo, todo aquello que no me deja ser yo mismo. Es sabernos protagonistas de esta historia, injertados y sumergidos en el camino de Jesús. Un camino que es de lucha, pero también de esperanza y amor. Un camino que da plenitud al hombre y a la mujer y nos abre al gozo de la creación, liberándonos de la maldad para conducirnos hacia la gran fiesta del Reino eterno.
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