Joel Profeta
+ 13-julio
Tan sólo sabemos de este personaje lo que se deja entrever en las páginas del libro profético que se le atribuye.
Su nombre significa «Yahvé es Dios». Un nombre que es un programa de vida. Y una auténtica confesión de fe. Era hijo de Petuel. Seguramente vivía en Jerusalén y, más exactamente, en la Jerusalén restaurada penosamente tras el retorno del exilio babilónico. También sabemos que era un hombre que vivía de cara al templo y conocía el ritmo de los sacrificios litúrgicos.
Pero eso no le impedía asomarse fuera de las murallas. Prestaba atención a las alboradas y a las higueras, a los ganados y a los viñedos, los pastizales y los arroyos. Amaba su tierra porque amaba a su pueblo. Y amaba a su pueblo con la pasión de todos los verdaderos orantes.
A través de los tiempos, en sus altísimos versos, Joel llega hasta nosotros, como un poeta de la vida ordinaria. Pero en su canto, ni el culto es ritualismo ni el paisaje es evasión. Todo es voz y mensaje: todo es profecía. Los acontecimientos son interpelación y anuncio, salvación y juicio, esperanza y promesa.
En el libro profético de Joel cobra una fulgurante importancia el anuncio de tres «días significativos»: el día de las langostas, el día de Yahvé y el día del juicio.
EL DÍA DE LAS LANGOSTAS
Las langostas debieron de llegar del desierto, justo cuando las gentes se aprestaban a recoger las cosechas. Como había ocurrido en Egipto, devoraron cuanto encontraron a su paso:
Lo que dejó la oruga lo devoró la langosta,
lo que dejó la langosta lo devoró el pulgón,
lo que dejó el pulgón lo devoró el saltón» (J1 1, 4).
Ante los ojos del profeta va pasando la nube de langostas, el lamento de los labradores, el gemido de los vendimiadores y hasta las maldiciones del borrachín. Hay hambre en el pueblo. Y silencio en el templo, que se ha quedado de pronto sin vino, harina y aceite para las libaciones que, como prescribe la Ley, acompañan al sacrificio de los dos corderos diarios (Ex 29, 38-42). Y con los alimentos se ha apagado también la alegría de entre los hijos de su tierra (J1 1, 12).
Joel mira a su alrededor y lamenta lo que sucede. A través de la desgracia, rumia los signos y presiente. El suyo es un canto ecológico. Le duelen los mugidos de las vacadas, el balido de las ovejas, el jadeo de las bestias del campo por los pastizales devorados en el desierto.
Pero le duele más aún que los hombres no sepan leer un mensaje en el episodio de la plaga despiadada. En su poema, la invasión de las langostas se parece demasiado a una invasión guerrera. Por eso, grita:
«Ceñíos y plañid, sacerdotes,
gemid, ministros del altar;
venid, pasad la noche en saco,
ministros de mi Dios,
porque a la Casa de vuestro Dios
se le ha negado oblación y libación.» (Jl 1, 13).
Con esa invitación a la penitencia, el profeta nos hace entrar en los mismos atrios del templo.
EL DÍA DE YAHVÉ
«¡Tocad el cuerno en Sión, clamad en mi monte santo!» (Jl 2, 1). Así clama. El toque de la trompeta o del cuerno avisa de los peligros inminentes y convoca la asamblea religiosa. Es signo de alarma o de fiesta. Desde tiempos antiguos, el pueblo mienta el trompetío cada vez que piensa en el «día de Yahvé.
El «Día de Yahvé». Como todos los pueblos, también Israel soñaba con un «día» de revancha frente a sus enemigos. Pero Joel advierte que nadie puede atribuirse en propiedad la justicia de Dios. Era demasiado fácil imaginar un «Día de Yahvé» que ofreciese el espectáculo del gran resarcimiento. No sólo los enemigos del pueblo habían de temer el fulgor del gran día. Ese día temblará la tierra (Jl 2, 10).
Existe en la tradición un esquema para describir ese día. Yahvé lanza su grito de guerra (Sof 1, 14; Is 13, 26; Ez 30, 3). Viene acompañado de fenómenos cósmicos: es un día de nubes (Ez 30, 3) y de fuego (Sof 1, 18; Mal 3, 19). Los cielos se enrollan como la tienda del beduino (Is 34, 4), el mundo es devastado (Is 7, 23) y la tierra se estremece (Jl 2, 10). Los hombres sufren pánico y turbación (Is 2, 10.19; Ez 7, 7), y asustados, enceguecidos (Is 13, 8.17; So 1, 17), corren a ocultarse y defenderse.
Son imágenes elocuentes y vivas. Tratan de decir que Dios es el Señor del mundo y de la historia. Ante él todo se empequeñece, tiembla y se relativiza. Dios es discreto, pero no se ausenta. Y de pronto se muestra en la historia humana.
Pero el anuncio del día de Yahvé no intenta saciar curiosidades, sino invitar a la conversión. En otro de sus poemas Joel pone en labios de Dios otra llamada a la conversión:
«Volved a mí de todo corazón,
con ayuno, con llantos, con lamentos.
Desgarrad vuestro corazón
y no vuestros vestidos,
volved a Yahvé vuestro Dios,
porque él es clemente y compasivo,
tardo a la cólera, rico en amor,
y se ablanda ante la desgracia.
¡Quién sabe si volverá y se ablandará,
y dejará tras sí una bendición,
oblación y libación a Yahvé vuestro Dios!
¡Tocad el cuerno en Sión,
promulgad un ayuno,
llamad a concejo,
congregad al pueblo,
convocad la asamblea,
reunid a los ancianos,
congregad a los pequeños y a los niños de pecho!
Deje el recién casado su alcoba
y la recién casada su tálamo.
Entre el vestíbulo y el altar lloren los sacerdotes,
ministros de Yahvé, y digan:
¡Perdona, Yahvé, a tu pueblo,
y no entregues tu heredad al oprobio,
a la irrisión de las naciones!
¿Por qué se ha de decir entre los pueblos:
`Dónde está su Dios?"
Y Yahvé se llenó de celo por su tierra,
y tuvo piedad de su pueblo» (J1 2, 12-18).
Sus palabras son una invitación a la penitencia, el ayuno y la oración. Una confesión del Dios clemente revelado a Moisés (Ex 34, 6-7). Y una constatación de la «conversión» de Dios ante la «conversión» de su pueblo. Tanto es así que este poema ha sido incorporado a la liturgia católica del Miércoles de Ceniza.
Previendo el cambio de vida, el profeta anuncia también un tiempo de paz y de esperanza: «¡Hijos de Sión, jubilad, alegraos en Yahvé vuestro Dios!» (Jl 2, 23). Pasan las langostas, llega la lluvia, las eras se llenan de trigo, de mosto y aceite el lagar y la almazara. ,<Mi pueblo no será confundido jamás», dice el Señor (Jl 2, 27). El día de Yahvé no es día de desastres, sino de bendición y prosperidad. El cosmos se convierte en signo de la paz escatológica. Dios es el Señor de la vida. Y el canto del profeta es ecológico.
EL DÍA DEL JUICIO
Se dice que el valle del Cedrón, al Este de Jerusalén, es el lugar de cita para el día del gran juicio sobre el mundo de los hombres, su peripecia y su entramado. El valle de Josafat, lo llaman. Un nombre simbólico para un valle simbólico. En él ve Joel (4, 2) el signo de la manifestación de la verdad última del mundo y de su historia. El valle de la Decisión o el Veredicto lo llama a veces el profeta (4, 14). De sobra sabe él que todo valle es el lugar donde se revela el fallo final. Y de sobra sabe que hasta ese día, que no hasta ese lugar, la prepotencia triunfa sobre la lealtad.
El mal tiene un rostro. Para el profeta la opresión se llama Fenicia y Filistea. Demasiado atropello han sembrado a su alrededor. Jóvenes deportados y vendidos como esclavos, rapiña de bienes y esperanzas. Ése es su delito. Y tratan de vivir en quietud y en opulencia sobre los despojos de los pueblos devastados. Tal vez piensa en ellos cuando contempla las langostas.
A los labios del profeta suben las hermosas palabras de Isaías (Is 2, 4) y Miqueas (Mi 4, 3) que anunciaban una era de paz y de concordia. Pero qué hondo desgarro le empuja a invertirlas para que suenen a condena y acicate: «Forjad espadas de vuestros azadones y lanzas de vuestras podaderas» 014, 10). No hay paz para los que degüellan la paz.
Es la hora del juicio de Yahvé. El mensaje del profeta anuncia de nuevo un mundo de paz y de justicia. El juicio de Dios sólo es temible para los injustos. Para los que escuchan su voz, Yahvé es refugio y fortaleza (4, 16).
¿Cómo silenciar su gloria y su presencia? Regocijarse por las grandezas de Yahvé (2, 21), es alabar su nombre, porque hace maravillas (2, 26).
Joel sabe que éste no es tan sólo un privilegio para unos pocos. Escondidos y discretos, los profetas pueblan la tierra. El Espíritu de Dios se derrama por el mundo. Ancianos y jóvenes, libres y esclavos reciben el don de la sabiduría y el discernimiento. Los hombres y mujeres recibirán un día el Espíritu como se recibe el sol tras la tormenta. Y, como el mismo Joel, acertarán a discernir los signos de los tiempos. Es el anuncio de un gran Pentecostés. Así lo interpretará un día el apóstol Pedro, al dirigirse al pueblo reunido en Jerusalén y asombrado ante los fenómenos que acompañan a los discípulos de Jesús (Hch 2,16-21).
La langosta y los pastos, el rebaño y las higueras serán señal y lenguaje. «Y sucederá que todo el que invoque el nombre de Yahvé será salvo» 01 3, 5). Ése es el verdadero y último juicio del Señor. Lo sabe Joel, el hombre que lo busca en el templo y en el viñedo.
JOSÉ-ROMÁN FLECHA ANDRÉS
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