Oseas Profeta 4 de Julio
(siglo VIII a.C.)
Oseas nos es conocido por el libro profético que lleva su nombre. Su nombre significa «Yahvé salva» y es presentado como hijo de Beerí.
Oseas tenía la lúcida mirada de un vigía. Era como un centinela puesto en pie sobre la casa de Yahvé (8, 1). Desde la indignación más radical, buscaba a Dios con la totalidad de su existencia. Por eso incomodaba a todos los que no podían soportarlo y decían: «¡El profeta es un necio, un loco el hombre del Espíritu!» (9, 7).
Oseas desarrolla su actividad en el reino del Norte. Conoce bien los caminos que van de Samaria hasta Guilgal o Bétel. Y conoce bien la triste situación de su país. Ha pasado ya la precaria prosperidad de los días de Jeroboam II. La decadencia política va unida al fracaso económico. En esa mitad del siglo VIII, Zacarías reina seis meses y es asesinado un mes más tarde por el sanguinario Menajén (2R 15, 8-16). Una monótona serie de conspiraciones y asesinatos, de pasados tributos a los asirios, de desesperación popular, son el preludio del final. En el año 722, Samaria cae en poder de Salmanasar. Después es el silencio.
Pero hasta entonces, Oseas no puede callar. No sólo conoce los caminos. El «vigía» conoce también la política y el culto. Y se esfuerza por releer la historia de su tiempo con la mirada escrutadora y crítica de un creyente. Con ojos de un Dios mil veces abandonado, de un Dios al que hay que buscar, de un Dios compasivo, sin embargo.
UN DIOS ABANDONADO
El profeta centinela conoce la doblez de los corazones y la vana palabrería de las alianzas: las más solemnes declaraciones de principios florecen como hierba venenosa (10, 4). Él es diferente. Habla desde la sinceridad de las más amargas experiencias personales. Gómer, su esposa, se ha ido detrás de sus amantes. El profeta escribe el más desgarrado poema del amor malpagado. Sus hijos llevan nombres simbólicos: Yizreel (Dios siembra), Lo-Rujamá («Incompadecidau) y Lo-Ammí («No-mipueblo»). Con ellos se evoca el dolor de los afectos traicionados. En su propia historia va descifrando la historia de su propio pueblo.
En el antiguo santuario de Bétel se alza todavía el becerro (8, 5; 10, 5; 13, 2) mandado colocar por Jeroboam (1R 12, 28-32) el año 931. El pueblo lo identifica con Yahvé y le pide la fecundidad para sus campos. Por otra parte, por el país se extiende la adoración de Baal y sus tentadores ritos para alcanzar la fertilidad (4, 12-13; 7, 14; 9, 1). A Baal se atribuye la abundancia del grano en las eras y el aroma del mosto en los lagares.
Su experiencia de esposo traicionado le ayuda a Oseas a ver la idolatría como un inmenso, flagrante y desvergonzado adulterio. El pueblo, como la esposa que se fue, abandona a su Dios y se va tras otros dioses. La alianza ha sido quebrantada (8, 1). Pocos poemas hay más bellos que la confesión del profeta que oye la voz de Dios en la hondura de su propio drama:
«No reconoció ella
que era yo quien le daba
el trigo, el mosto y el aceite virgen,
quien multiplicaba para ella la plata y el oro
con que se hicieron el Baal (Os 2, 10).
Por otra parte, en las tierras de Samaria sigue prosperando la injusticia que el profeta Amós denunciara briosamente. No hay fidelidad y se desconoce el amor. Abundan el perjurio y la mentira, el asesinato y el robo. La tierra misma parece estar en duelo por la sangre derramada. Como bajo una tremenda maldición, los campos en sequía ahuyentan frutos y animales, cosechas y aves. La creación parece compartir los castigos amargos debidos al pecado (4, 1-2). Oseas se pregunta qué sentido pueden tener los sacrificios y el culto de un pueblo que olvida la justicia (5, 6; 6, 4-6; 8, 11-13).
Así pues, si desde su propio drama el profeta piensa en su pueblo y en su Dios, desde su momento actual repiensa la historia toda. Israel tiene una larga tradición de infamia y de pecado. ¿Cómo olvidar el crimen de Baal-Peor, cometido ya a las puertas mismas de Palestina (9, 10; Nm 25, 1-5), o la pretensión blasfema de erigirse en una monarquía de tan funestos recuerdos (9, 15)? El profeta piensa que el mal ejemplo le viene a Israel ya desde los tiempos lejanos de Jacob (12, 3-5).
Para el profeta-centinela, la raíz del mal es muy simple: el pueblo dice conocer a Yahvé (8, 2). Pero en realidad no lo conoce: «No hay conocimiento de Dios en esta tierra» (4, 1). No conocen a Yahvé porque sus obras no les permiten volver a su Dios (5, 4). Más que los holocaustos y los actos de culto es importante ese conocimiento de Dios que los hace verdaderos (6, 6). Ésa es la eterna oferta que el Dios abandonado reitera al pueblo al que se ha unido con lazos esponsales:
«Yo te desposaré conmigo para siempre;
te desposaré conmigo en justicia y equidad,
en amor y compasión,
te desposaré conmigo en fidelidad,
y tú conocerás a Yahvéu (Os 2, 21-22).
UN DIOS BUSCADO
En los tiempos en que el pueblo vivía su nomadismo en las estepas aprendió a seguir a Yahvé, el Dios invisible del viento y de la brisa, de la nube y el fuego. Pero ¡qué lejos quedaban ya las tiendas y las dunas! El pueblo, ahora sedentario, se vuelve a los cultos de Baal implorando protección para las cosechas y fertilidad para los ganados. Buscan donde no pueden hallar. Buscan a quien no se deja encontrar.
Buscan a Baal, con lo que se convierten en un arco engañoso (7, 16). El profeta centinela describe de pasada los cultos cananeos de la fertilidad, practicados en los bosquecillos que coronan las colinas. Bajo la encina, el chopo o el terebinto, Israel consulta a su madero y practica la prostitución ritual (4, 12-14). Suena a un suspiro su observación: «¡Así se pierde un pueblo!» Más explícitamente lo dirá en otro verso que evoca la gran frustración:
«Mi pueblo está enfermo por su infidelidad:
gritan hacia Baal, pero nadie los levanta» (Os 11, 17).
El fracaso son los sembrados sin espiga (8, 7), el espectáculo alucinante de los zarzales que crecen en los lugares antes ocupados por las tiendas (9, 6), la maldición de los senos vacíos e infructuosos (9, 14.16). Nadie se aleja impunemente de las fuentes de la vida.
La solución sería volverse a Yahvé (14, 2-3) y redescubrir su nombre con talante de conversión:
«Y tú, conviértete a tu Dios, observa amor y equidad,
y espera en tu Dios por siempre» (Os 12, 7).
Si las obras idolátricas y el espíritu de prostitución parecen impedirlo (5, 4), es preciso volver decididamente a Yahvé, que ha desgarrado y puede curar, ha herido y puede vendar (6, 1). Si el orgullo impide al pueblo buscar a Yahvé (7, 10), su experiencia y su fe susurran al profeta que, tras la gran desolación, sus vecinos volverán a buscar a su Dios (3, 5). Es impresionante esa certeza, puesta en los mismos labios de Dios:
«Voy a volverme a mi lugar,
hasta que hayan expiado
y busquen mi rostro.
En su angustia me buscarán» (Os 5, 15).
Y, sin embargo, la búsqueda del rostro de Dios no seria posible si él no se hubiera adelantado a buscar a su pueblo, como el esposo traicionado se adelanta a buscar a la esposa que se fue. Así dice Dios: «He aquí que yo cierro su camino con espinos, la cercaré con seto y no encontrará más sus senderos; y no los alcanzará, los buscará y no los hallará... Por eso yo la voy a seducir: la llevaré al desierto y hablaré a su corazón» (2, 8-9.16).
El desierto no es solamente un lugar. Es la evocación de los tiempos del noviazgo y la alianza entre Dios y su pueblo (12, 10). El profeta se adentra en el corazón de un Dios enamorado que recuerda los lugares queridos de otros tiempos. Es un Dios que piensa los regalos que puede ofrecer a su amada: los regalos que ella puede apetecer: «Le daré luego sus viñas (2, 17). Un Dios que sabe de la riqueza de los nombres que sólo los amantes conocen: «Ella me llamará "Marido mío" y no me llamará más "Baal mío (2, 18). Dios sabe hablar al corazón.
Volver al desierto es reemprender los senderos de la esperanza. Nadie había hablado con tan osada ternura del amor de un Dios apasionado. De un Dios que no se resigna a la traición y la lejanía. En el fondo de su propio corazón, Oseas ha encontrado el corazón de Dios. En su búsqueda apasionada ha aprendido a buscar a un Dios apasionado.
UN DIOS COMPASIVO
Los humanos solemos amar a quien nos ha hecho algún favor. Nuestro amor está causado por la bondad precedente. Amar desde la gratuidad es un sueño casi imposible. Oseas, el profeta hijo de Beerí, descubrió que Dios es diferente. Dios ama sin fijarse en eventuales méritos previos. En su amor, la bondad no es la causa determinante: es la maravillosa consecuencia. Dios no ama a su pueblo porque éste sea fiel, sino que el pueblo aprenderá la fidelidad al descubrir el amor de su Dios.
Los hombres perdonan al que se arrepiente. Dios, por el contrario, se adelanta a ofrecer su perdón. »»Yahvé ama a los hijos de Israel, mientras ellos se vuelven a otros dioses y gustan de las tortas de uva» (3, 1). Éste es el mensaje de Oseas, su buena noticia, su «evangelio». Desde ahí es posible pensar en la benevolencia de un Dios apasionado y celoso.
En efecto, el mismo Dios que, con las frases más atrevidas de la Biblia, es comparado con el león o el leopardo que acechan en el camino (5, 14; 11, 10; 13, 7-8), ese mismo Dios, inquietante y turbador, se presenta a sí mismo con los términos más sugestivos para hombres habituados a la estepa:
«Yo sanaré su infidelidad,
los amaré con largueza,
pues mi cólera se ha apartado de ellos.
Seré como el rocío para Israel;
él florecerá como el lirio,
y hundirá sus raíces como el Líbano» (14, 5-6).
Ésa es la promesa de Dios a un pueblo que, en momentos de rara lucidez, busca a Dios y lo espera como la tierra aguarda la lluvia de primavera (6, 3b). El profeta ha cantado, con palabras ricas en ulteriores evocaciones, esta honda esperanza de los hombres:
»Dentro de dos días nos dará la vida,
y al tercer día nos levantará
y en su presencia viviremos» (6, 2).
Nadie como Oseas ha cantado el amor de un Dios que se deja buscar, que se hace cercano y accesible. Un Dios que se baja hasta la altura de la mejilla de los niños. La historia de Israel es cantada con los tonos de una elegía:
«Cuando Israel era niño, yo le amé,
y de Egipto llamé a mi hijo...
Yo enseñé a Efraím a caminar,
tomándole en mis brazos...
Era para ellos como quien alza
a un niño contra su mejilla;
me inclinaba hacia él
para darle de comer...» (Os 11, 1-4).
A tantos desvelos, sólo respondió el desdén: «No supieron que yo cuidaba de ellos», se lamenta Dios. El pueblo se alejará ciertamente, pero en la lejanía no encontrará descanso. Nadie ha cantado con tanto realismo la reacción de un Dios apasionado: «Mi corazón se me revuelve dentro, a la vez que mis entrañas se estremecen» (Os 11, 8). Un día, Dios rugirá como un león y sus hijos volverán de todos los rincones de la dispersión. Y él los recogerá como a palomas asustadas (Os 11, 10-11). La fuerza del león y la turbación desvalida de la paloma.
Sólo al profeta vigía, centinela del drama de su pueblo, se le podían ocurrir esas imágenes. Oseas ha desvelado, de forma impensable y atrevida, tierna y violenta, el rostro insospechable de un Dios celoso. Oseas es el buscador de un Dios al que su amor lleva a buscar al hombre que traiciona su confianza. Oseas ha releído su historia desde la perspectiva de Dios.
El Evangelio de Mateo pondrá en boca de Jesús (Mt 9, 13; 12, 7) una de las frases que Oseas (6, 6) había puesto en la boca del mismo Dios: «Misericordia quiero, que no sacrificios».
JOSÉ-ROMÁN FLECHA ANDRÉS
Amén
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