Estos serían los bienaventurados de nuestro tiempo:
Las personas pobres de espíritu, que viven sencillamente y no corren angustiadas tras la riqueza, el poder y la gloria ni ponen el placer y el bienestar como metas supremas de la vida.
Las personas sufridas, no violentas, que tienen criterios cristianos y los mantienen, pero no los imponen a gritos ni con las armas porque saben que todos los seres humanos hemos nacido del mismo Padre Dios.
Las personas limpias de corazón y de mirada limpia que como no tienen doblez en sus vidas no creen que exista en la del prójimo. Que no se mueven por la envidia u orgullo. Y son fieles a su propia conciencia.
Las personas misericordiosas, dispuestas siempre a la comprensión, a la tolerancia, al perdón, al juicio misericordioso.
Las personas que han llorado sin que las lágrimas hayan dejado rencores en su vida.
Las personas que tienen hambre y sed de justicia y que, por eso, no les gusta su mundo pero, como es el suyo, no lo odian sino que lo aman e intentan cambiarlo. Y trabajan voluntariamente por el bien de los demás.
¡Qué bien recoge el espíritu de las bienaventuranzas la hermosa oración de San Francisco de Asís!:
Señor, haz de mí un instrumento de tu paz.
Donde haya odio, que yo ponga amor.
Donde haya ofensa, que yo ponga perdón.
Donde haya discordia, que yo ponga unión.
Donde haya error, que yo ponga verdad
Donde haya duda, que yo ponga fe.
Donde haya desesperanza, que yo ponga esperanza.
Donde haya tiniebla, que yo ponga luz.
Donde haya tristeza, que yo ponga alegría
Haz que yo no busque tanto
El ser consolado como el consolar,
El ser comprendido como el comprender,
El ser amado como el amar.
Porque dando es como se recibe.
Olvidándose de sí mismo
Es como se encuentra a sí mismo.
Perdonando es como se obtiene perdón.
Muriendo es como se resucita para la vida eterna.
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