San Gregorio magno 3 de Septiembre
(† 604)
San Gregorio Magno vivió un período de profundas convulsiones religiosas y políticas. Nacido hacia 540 en una familia de la nobleza romana, vivió los momentos más bajos de la curva de la caída de Roma y los primeros de una nueva época ascendente. Por ello puede ser considerado como el último romano, con el que se cierra el período de los grandes Padres y literatos de la Iglesia de Occidente, o como el primer hombre medieval que supo concretar en sus obras el espíritu de una nueva edad que se había de alimentar de su moral, ascética y mística hasta San Bernardo, Santo Tomás y Santa Teresa. Precisamente con su nacimiento —en 541— termina la cronología consular, que liquida definitivamente una de las instituciones básicas en la historia de Roma.
La familia de Gregorio era hondamente cristiana. Sus padres, el senador Gordiano y la noble Silvia, están emparentados con los Anicios. El palacio familiar se asienta en las estribaciones del monte Celio, en medio de un mundo lleno de recuerdos de la Roma del Imperio y de la primitiva Roma cristiana. Entre sus antepasados se encuentra el papa Félix III (483-492). La Iglesia venera en los altares a varios miembros de su familia. Su padre se dedicó al fin de su vida al servicio de la Iglesia como regionario. Su madre pasó los últimos años en el monte Aventino, en absoluto retiro. Sus tías Társila y Emiliana consagraron a Dios su virginidad. En las homilías que pronunció durante su pontificado, se complace en recordar el ejemplo de sus santas tías vírgenes. Ambas y sus padres figuran en el catálogo de los santos.
San Gregorio se formó en las escuelas de su tiempo. Por causa de las guerras habían decaído del esplendor logrado siglo y medio antes con Marciano Capella y casi aquellos mismos días con Casiodoro. Cursó derecho. De él quería hacer Justiniano la base necesaria de la unidad religiosa, política y territorial del Imperio. La formación jurídica de San Gregorio es profunda. Su alma severa y equilibrada encontró en ella una magnífica preparación para sus futuras e insoñadas actividades. Su formación literaria es menos brillante. Aún se trata en los centros universitarios de realizar el tipo ideal del orador, siguiendo las preceptivas de Quintiliano, y de Cicerón. En cambio, la formación bilingüe grecolatina ha desaparecido totalmente en el siglo VI. El Santo no llegó a aprender la lengua griega, ni durante su larga estancia en Bizancio. Al terminar la carrera fue nombrado pretor (¿prefecto?) de la urbe. Eran tiempos de inseguridad y de guerras permanentes. Durante su niñez asistió a la entrada de Totila en Roma (546), a la cautividad de los romanos en Campania, a los asaltos de los godos a la ciudad en 549, a los últimos juegos circenses en el Circo Máximo, que Totila, con regia liberalidad, ofreció al pueblo romano al tiempo de despedirse. Gregorio vivió con intensidad la tragedia desgarradora de Italia, arrasada por las invasiones de los lombardos, y de Roma en ruinas. Aún hoy impresionan las descripciones de San Gregorio, de Pablo Diácono y de otros historiadores. "Por todas partes vemos luto —dice el Santo—, por todas oímos gemidos. Las ciudades están saqueadas; los castillos, demolidos, la tierra, reducida a desierto. En los campos no quedan colonos ni en las ciudades se encuentran apenas habitantes... Los azotes de la justicia de Dios no tienen término, porque tantos castigos no bastan a corregir los pecados. Vemos a unos arrastrados a la esclavitud, a otros mutilados, a otros matados... ¡A qué bajo estado ha descendido aquella Roma que otras veces era señora del mundo! Hecha añicos repetidamente y con inmenso dolor, despoblada de ciudadanos, asaltada de enemigos, convertida en un montón de ruinas... ¿Dónde está el senado? ¿Dónde el pueblo?... Ya por ruinas sucesivas vemos destruidos en el suelo los mismos edificios..." Gregorio trabajó con entusiasmo juvenil en su quehacer político. Pero no encontró en sus quehaceres temporales la satisfacción que deseaba. Así comenzó a resonar en su alma la llamada a la vida contemplativa.
Entonces se cruzaron en su camino dos monjes benedictinos, Constancio y Simplicio. Procedían de Montecassino, de la generación inmediatamente posterior a San Benito. La Historia tiene que agradecerles un santo, un papa, un doctor de la Iglesia, el maestro espiritual de la Orden, el discípulo más auténtico de San Benito y uno de los ascetas más importantes de la historia de la espiritualidad. La lucha interior antes de decidirse a entrar en el monasterio, y decir adiós a sus tareas temporales tan queridas fue desgarradora. La describe el mismo Santo en carta a su íntimo amigo San Leandro de Sevilla. "Yo diferí largo tiempo la gracia de la conversión, es decir, de la profesión religiosa, y, aun después que sentí la inspiración de un deseo celeste, yo creía mejor conservar el hábito secular. En este tiempo se me manifestaba en el amor a la eternidad lo que debía buscar, pero las obligaciones contraidas me encadenaban y yo no me resolvía a cambiar de manera de vivir. Y cuando mi espíritu me llevaba ya a no servir al mundo sino en apariencia, muchos cuidados, nacidos de mi solicitud por el mundo, comenzaron a agrandarse poco a poco contra mi bien, hasta el punto de retenerme no sólo por defuera y en apariencia, sino lo que es más grave, por mi espíritu". Al fin un día cambió el vestido de púrpura de gobernante por el humilde saco de monje, según noticia de Gregorio de Tours; convirtió en monasterio su palacio del monte Celio y comenzó su vida monacal. Tres fines buscó el Santo en la vida del claustro: separarse del mundo, mortificar la carne y, finalmente, la alegría de la contemplación. "Me esforzaba —dice en su epistolario— en ver espiritualmente los supremos gozos, y, anhelando la vista de Dios, decía no sólo con mis palabras, sino con la medula de mi corazón: Tibi dixit cor meut: quaesívi vultum tuum, vultum tuum, Domine, requiram. Se dedicó con intensidad al estudio de la Sagrada Biblia, buscando la contemplación y la compunción de corazón. Ambos son sus temas preferidos, los hilos conductores de su ascética y de su mística. No en vano se le llama "doctor de la compunción y de la contemplación". También estudió con interés especial las vidas ejemplares de los monjes de Occidente. De ahí había de salir en el futuro su obra: Diálogos de la vida y milagros de los Padres itálicos. Allí se hizo hombre de oración y forjó su espiritualidad. Sus fórmulas alimentaron a los monjes y eclesiásticos durante muchos siglos.
A los cuatro años de paz monacal, Benedicto I le envió como nuncio (apocrisario) a Constantinopla (578), de donde volvió hacia 586. Octubre de 586 fue un mes de prueba. Lluvias torrenciales. Las aguas del Tíber alcanzaron en algunos puntos más altura que las murallas. Personas ahogadas, palacios destruidos, los graneros de la Iglesia inundados, hambre y, finalmente, la peste. Una epidemia de peste inguinar se extendió por Roma, superpoblada de refugiados de los avances lombardos. Una de las primeras víctimas de la peste fue el papa Pelagio II. Ante aquel espectáculo, clero, senado y pueblo reunidos eligieron Papa a San Gregorio. De este modo quedó Gregorio arrancado definitivamente de la soledad que buscara en el monasterio. "Mi dolor es tan grande, escribe a un amigo de Constantinopla, que apenas puedo expresarlo. Triste es todo lo que veo y todo lo que se cree consolador resulta lamentable en mi corazón". El primer Papa monje llevó su concepción monacal a la espiritualidad, a la liturgia, al pontificado.
Al principio de su pontificado publicó la Regula Pastoralis, que llegó a ser durante la Edad Media el código de los obispos, lo mismo que la regla de San Benito era el código de los monjes. Gregorio es, ante todo, el pastor bueno de su grey, es decir, de Roma y de toda la cristiandad. Importa, dice en uno de los párrafos de la Regla Pastoral, que el pastor sea puro en sus pensamientos, intachable en sus obras, discreto en el silencio, provechoso en las palabras, compasivo con todos, más que todos levantado en la contemplación, compañero de los buenos por la humildad y firme en velar por la justicia contra los vicios de los delincuentes. Que la ocupación de las cosas exteriores no disminuya el cuidado de las interiores y el cuidado de las interiores no le impida el proveer a las exteriores".
Este fue el programa de su actuación. San Gregorio es un genio práctico, un romano de acción. Para él, gobernar es el destino más alto de un hombre, y el gobierno espiritual es el arte de las artes (ars artium regimen animarum). Su solicitud pastoral llegó a todas las iglesias: España, Galia, Inglaterra, Armenia, el Oriente, toda Italia, especialmente las diez provincias dependientes de la metrópoli romana. Fue incansable restaurador de la disciplina canónica. En su tiempo se convirtió Inglaterra y los visigodos abjuraron el arrianismo. El renovó el culto y la liturgia con los famosos Sacramentario y Antifonario gregorianos, reorganizó la caridad en la Iglesia, administró en justicia el patrimonium Petri. Sus obras teológicas y su autoridad fue indiscutida hasta la llegada del protestantismo. En el siglo pasado y a principio del actual ha sido objeto de profundos estudios de crítica racionalista. En nuestros días es largamente estudiado por la historiografía católica. Dio al Pontificado un gran prestigio como San León Magno o el papa Gelasio. Su voz era buscada y escuchada en toda la cristiandad. Su obra fue curar, socorrer, ayudar, enseñar, cicatrizar las llagas sangrantes de una sociedad en ruinas. No tuvo que luchar con desviaciones dogmáticas, sino con la desesperación de los pueblos vencidos y la soberbia de los vencedores. Cuando los cónsules habían desaparecido, su epitafio resume su gloria llamándole "cónsul de Dios".
Como obispo de Roma su primera preocupación fue llevar al pueblo a las prácticas de la fe. Repristinó con renovado fervor la interrumpida costumbre de las estaciones. A ellas se deben las Cuarenta homilías sobre los Evangelios. Veinte las pronunció él mismo; las otras las leían en su presencia clérigos de su séquito, cuando sus agudos dolores de estómago le impedían predicar. Gregorio fomenta las prácticas de piedad, las buenas obras, las devociones populares, el culto a las reliquias, la doctrina de los novísimos. Presenta el ideal de la vida cristiana en toda su integridad. A la vez renueva el culto. Introduce una serie de reformas en la liturgia que ha hecho famoso el Sacramentario gregoriano. Mandó se dijese alleluia fuera del tiempo de Pentecostés; que se cantase el kyrie eleison; que el Pater noster se recitase después del canon... Se le criticó repetidamente de querer bizantinar la liturgia romana.
La reforma que más fama le ha dado es la del llamado canto gregoriano. Gregorio restauró y renovó la Schola cantorum y compiló el antifonario llamado en su honor gregoriano. La Schola llegó a ser un centro superior de cultura musical, y seminario del clero romano. La obra de San Gregorio se realizó por medio de los músicos profesionales de la Schola cantorum. No fue él un creador, pero su obra fue esencial y el éxito es inexplicable sin su espíritu renovador y su autoridad. Gracias a él se aunaron los diversos cantos en una sola liturgia, que poco a poco triunfó de los otros ritos y se impuso como universal expresión religiosa. Con su colección de cantos recogida en el Antifonario gregoriano fue el verdadero ordenador y restaurador del canto eclesiástico, en un momento crítico de la historia de Europa. Al llegar el siglo XI, el proceso de unificación musical estaba completo, salvo raras excepciones como la ambrosiana y visigoda. Europa tuvo un canto eclesiástico común, gracias principalmente a San Gregorio.
La acción del Santo se extendía a Italia, de la que era metropolitano, a Occidente, del que era patriarca, y a la Iglesia universal, de la que era primado. Su epistolario consta de 859 cartas. Por él desfilan toda clase de personas y en él se tocan multitud de asuntos canónicos y administrativos con un sentido de humanidad, justicia, defensa de los humildes, prudencia de gobierno espiritual y material extraordinario. Su estilo es sencillo, llano de conversación hablada, lleno de frescor. Gracias a las cartas, el pontificado del Santo es uno de los mejor conocidos de la antigüedad.
España fue una de las provincias más tranquilas del patriarcado de Occidente durante el pontificado de San Gregorio. Dominados los suevos y vascones y reducido a su mínima expresión el territorio bizantino, Leovigildo casi había conseguido la unidad política. Faltaba la religiosa. El rey quiso realizarla en el arrianismo. Gregorio conoció en Constantinopla la rebelión de Hermenegildo por las informaciones confidenciales de su amigo San Leandro. En el libro de Los diálogos (libro III, cap. 31) narra con amor la gloria y desventura del príncipe Hermenegildo, su derrota, encarcelamiento y martirio (año 586). Los acontecimientos se precipitaron después de la muerte del príncipe: muerte de Leovigildo, conversión de Recaredo (587), concilio tercero de Toledo y conversión oficial del pueblo visigodo. Los pueblos latino y visigodo se unieron estrechamente. Ello hizo posible aquella pequeña edad de oro de nuestra cultura. Aquellos extraordinarios acontecimientos hicieron exclamar a los obispos españoles al terminar su profesión de fe a los reyes: "Gloria a nuestro Señor Jesucristo que ha acogido en la unidad de la verdadera fe a este pueblo privilegiado de los godos y que ha establecido en el mundo un solo rebaño bajo un solo pastor". San Leandro envió largo informe al Papa. San Gregorio contestó con otra carta exultante de gozo: "No puedo expresar con palabras la alegría experimentada por mí, porque el gloriosísimo rey Recaredo, nuestro hijo común, ha pasado a la Iglesia católica con sincera devoción. Por el modo con que me habláis de él en vuestras cartas, me obligáis a amarlo sin aún conocerlo".
Su acción pastoral se extendió a Africa, a Francia, pero acaso la página más gloriosa del pontificado del Santo, en el aspecto misionero, sea la conversión de Inglaterra. La conversión de los anglosajones constituye un acontecimiento inesperado, casi increíble, por su rapidez. He aquí los hitos de una película: Año 590, asciende San Gregorio al Pontificado. 595: el Papa encomienda al presbítero Cándido comprar esclavos anglosajones de diecisiete a dieciocho años para educarlos en un monasterio cerca de Roma. Su ilusión es hacer "ángeles de los anglos". 596: el rey de los anglosajones, Etelberto, casa con la princesa católica Berta. Sale camino de Inglaterra un grupo de misioneros del convento de San Andrés de Roma. Es el responsable del grupo Agustín. Desanimados los misioneros, reciben en Lerins una carta del Pontífice: "Porque hubiera sido mejor no comenzar una obra buena que retirarse después de haberla comenzado, es necesario, amadísimos hijos, que terminéis, con el favor de Dios, la obra buena emprendida. No os atemoricen las fatigas del viaje ni la lengua de los hombres maldicientes, sino continuad con toda solicitud y fervor lo que por inspiración de Dios comenzasteis, sabiendo que a las grandes empresas está reservada la gloria de la eterna retribución... Obedeced humildemente a vuestro prepósito Agustín... El omnipotente Dios os proteja con su gracia y me conceda ver en la patria eterna el fruto de vuestras fatigas. Que si no puedo ir a trabajar junto con vosotros como es grande mi deseo, me encontraré partícipe con vosotros del gozo de la retribución. Dios os custodie incólumes, hijos míos queridísimos". Como la dificultad mayor era la lengua, Gregorio les proveyó de intérpretes. junio de 597: Es bautizado el rey. Navidad de 597: Agustín bautiza más de 10.000 anglosajones. Gregorio envía nuevos refuerzos de misioneros y traza las líneas generales de la jerarquía católica en Inglaterra.
Cómo escritor, San Gregorio es el más fecundo de los papas medievales y uno de los cuatro doctores de la Iglesia occidental, con San Ambrosio, San Agustín y San Jerónimo, Los tres primeros son casi contemporáneos. Pertenecen a aquella generación extraordinaria que dio también los grandes doctores a la Iglesia del Oriente. El cuarto de los doctores occidentales, San Gregorio, vivió casi dos siglos más tarde. Fue un hombre más bien de acción. Escribió obras de carácter ascético y moral, que hicieron de él doctor de la vida contemplativa y de la compunción en toda la Edad Media. Una obra suya, el Comentario a los libros de Job, fue llamado por antonomasia Los Morales o Libro de los Morales. Fue el gran moralista de la Edad Media. Su actividad literaria se desarrolla desde el tiempo de su nunciatura en Constantinopla hasta su muerte (582-604) y está constituida por el Registrum epistolarum, Los Morales, La regla pastoral, Las XL homilías sobre los Evangelios, Las XXII homilías sobre Ezequiel, Los cuatro libros de los Diálogos y su intervención en el Sacramentario y Antifonario de su nombre. Sus obras ocupan cuatro volúmenes en la Patrología latina de Migne. Gracias a sus obras y a su actuación pastoral, la cristiandad sacral pensó, obró y cantó al unísono.
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