Santa Juliana de Monte Cornillón 7 de Agosto
(† 1258)
La piedad eucarística ha conocido a través de los tiempos progresos reales, hasta alcanzar el enriquecimiento de nuestros días.
Ha sido un camino lento y penoso, en que tampoco han faltado los retrocesos, pues a veces una conquista nueva suponía la pérdida de posiciones ya alcanzadas.
Cada época ha resaltado algún aspecto de la Eucaristía, misterio el más rico y fecundo de nuestro culto, por ser como el centro de él.
Las primitivas generaciones cristianas nutrían su piedad en las fuentes litúrgicas, siendo la celebración eucarística y la comunión el eje de su vida. Se valoraba el rito sacrificial y la participación en el mismo, pero faltaba a los primeros cristianos la amistad íntima con Cristo, presente bajo las sagradas especies.
La Edad Media pondrá esa nota de ternura y calor, que echamos de menos en la Iglesia antigua.
A partir del año mil la piedad eucarística toma un rumbo nuevo. Es entonces cuando, vencida la herejía de Berengario, brota la devoción en la presencia real de Jesús, que posteriormente se haría arrolladora,
Una de las manifestaciones más fecundas de esta nueva corriente era el "deseo de ver la hostia". Tanto los místicos como las masas populares sentían un deseo ardentísimo de ver la sagrada forma, lo que influyó grandemente en el desarrollo del culto eucarístico.
Así nació la práctica de la elevación, al principio, sólo de la hostia, y después, por simetría, también la del cáliz. Dicha elevación se hacía con gran aparato, como un cirio nuevo que se encendía en ese instante, acompañamiento de clérigos con hachones, toque de campanillas y una señal especial de las campanas de la torre, para que los fieles ausentes supieran que entonces se "elevaba a Dios". De esta corriente ha ido naciendo toda la piedad eucarística moderna que litúrgicamente se enlaza con la institución de la fiesta del Corpus Christi y después proliferó en la exposición del Santísimo, ejercicio de las Cuarenta Horas, procesiones apoteósicas de los Congresos eucarísticos, con otra serie menor de devociones particulares, como las visitas al Santísimo, horas santas, horas de adoración a Jesús Sacramentado e incluso de reparación por el abandono u olvido que recibe en el sacramento del amor.
La reverencia de los primeros cristianos hacia la Eucaristía se cambia, durante la Edad Media, en una devoción a la Persona adorable de Jesús, oculto bajo las sagradas especies. De ahí que la piedad medieval tenga un carácter individual y afectivo, expresado en esa bella fórmula, tan querida de San Ignacio, aunque muy anterior a él, que es el Anima Christi.
Cristo se ha convertido en el huésped del alma, y la comunión es una visita del rey de la gloria que viene a hacernos sentir el gozo de su presencia. Pero ¿quién será capaz de recibir con dignidad tan gran Señor?
Esta concepción acaba por alejar de la sagrada mesa a las almas, que terminan por contentarse con mirar y adorar, hasta hacer prevalecer en importancia la exposición del Santísimo, entre grandes iluminaciones y adornos, sobre la misa, que pierde su categoría de banquete sacrificial para convertirse en el rito destinado a confeccionar el sacramento que nos dará la presencia de Cristo.
El actual movimiento litúrgico se esfuerza por devolver a la misa toda su categoría de sacrificio y festín, donde participamos comunitariamente con las respuestas, los cantos, las posturas y, sobre todo, la comunión sacramental, en que recibimos la víctima inmolada y nos hacemos participantes de los frutos del sacrificio.
No es que renunciemos a la dulce adquisición del Medievo, sino que intentamos hallar el justo equilibrio entre la devoción a la divina presencia y su cortejo de piadosas prácticas y la misa y comunión, aspectos primarios de la Eucaristía.
Y sirva esta rápida síntesis de introducción a la vida de Santa Juliana de Monte Cornillón, el alma que preparó la fiesta del Corpus Christi, cuando era necesario destacar ciertos aspectos del culto eucarístico, que se hallaban en la penumbra.
Juliana fue la hija segunda del matrimonio Enrique y Frescinda, vecinos del pueblo de Retina, cerca de Lieja. Nació en 1192 y quedó huérfana a los cinco años. Junto con su hermana Inés, que tenía seis, fue llevada al convento de Monte Cornillón, recientemente fundado, cuyas religiosas se dedicaban, además del Oficio divino, al cuidado de los leprosos y enfermos.
Demasiado niñas las dos hermanas para aplicarse a las obras de caridad, fueron puestas bajo la dirección de sor Sapiencia, una religiosa que las instruyó en los rudimentos de la doctrina cristiana y las inició en las virtudes que son la base de la vida espiritual: obediencia, humildad, mortificación y penitencia.
Los biógrafos, que han dejado en la penumbra a Inés, nos hablan de la brillante santidad de Juliana. Dotada de excepcionales cualidades, aprendió el salterio de memoria, demostró un amor por la soledad y un celo intemperante por la mortificación, de lo que tuvo que corregirla su maestra hasta hacerla entender que la obediencia vale más que los sacrificios.
A los catorce años pidió su admisión entre las hermanas del convento, recibiendo el hábito de profesa en 1207. Entonces estudió latín para instruirse más a fondo en las verdades de la fe, llegando a leer sin dificultad a San Agustín y San Bernardo.
Dios derramó sobre aquella alma privilegiada abundantes bendiciones, sobre todo durante la celebración de los sagrados misterios.
A los seis años tuvo una visión que no pudo comprender. Vio la luna resplandeciente de luz, pero atravesada de una mancha obscura, que parecía cortar el globo en dos partes. Habló de su visión a otras religiosas, pero no supieron desentrañársela; es más: le dijeron que era peligroso investigar en la misma. Sin embargo, la noticia se divulgó por Lieja y la reputación de la pequeña tomó incremento.
La devoción de Juliana por la sagrada Eucaristía iba en aumento, guiada por Sapiencia, su maestra, la cual, habiendo sido nombrada priora, hizo construir para Juliana un oratorio, donde la fervorosa joven pudiera entregarse libremente a la oración.
Pero la visión que contemplara de niña se le presentaba continuamente a su espíritu, llenándola de turbación y congoja. Al fin, a fuerza de súplicas, consiguió que se le revelara el misterio. Una voz celestial le manifestó que el globo de la luna era figura de la Iglesia militante, y la mancha representaba la falta de una fiesta especial al Santísimo Sacramento, queriendo Dios que fuera instituida dicha fiesta, pues el Jueves Santo, que conmemoraba tal celebración, al coincidir con la Semana Santa no dejaba lugar a la solemnidad requerida.
El alma de Juliana se llenó de inmenso gozo al ver descifrado el enigma. Humillábase en la presencia del Santísimo Sacramento y pedía favor al Altísimo para llevar adelante su propósito.
Por esta época, año 1210, una virgen llamada Eva tomó la resolución de hacerse reclusa, y fue a pedir consejo a Juliana. Ambas se abrieron el espíritu, se consolaron y animaron mutuamente, haciendo Juliana el voto de visitar una vez al año a su amiga, que se había recluido en una dependencia de la iglesia de San Martín, de Lieja. Entretanto se ayudarían con oraciones la una a perseverar en su retiro, y la otra en llevar a ejecución el designio de lo alto.
En 1222 muere Sapiencia, la priora de Monte Cornillón, y es nombrada Juliana para sucederla. Con el deseo de ser útil a todos, acepta. Aún no había hecho público el significado de su visión, y su conciencia sufre terribles angustias por no poder ejecutar lo que ve claramente que es la voluntad de Dios. Eva, la reclusa, le manifiesta que también ella ha sido favorecida por otra visión igual, y la anima a proceder sin demora.
Habla primero con Juan de Lausana, canónigo de San Martín, conocido de todos por su virtud y competencia. Este expone el proyecto a Jacobo Pantaleón, arcediano de Lieja, y ambos determinan consultarlo con eminentes teólogos, como el obispo de Cambray, Guy de Laon, el canciller de la iglesia de París y el provincial de los dominicos de Francia, Hugo de San Caro. Con la aprobación de todos, Juliana encarga a un joven clérigo, Juan de Monte Cornillón, la composición del oficio litúrgico de la nueva festividad, lo que lleva a cabo el año 1232. Al año siguiente parece que ya en Laon se celebró por primera vez la fiesta del Corpus Christi,
Pero todavía quedaba un camino largo y escabroso por andar.
En su mismo monasterio se levanta una tempestad contra Juliana. La nueva superiora hace de tal modo imposible la vida a la priora, que Juliana, con otras hermanas, pide asilo a Eva, la reclusa de San Martín. Juan de Lausana busca cobijo a las fugitivas y trabaja activamente para esclarecer la inocencia de su protegida. Esta persecución aumenta la reputación de Juliana y favorece el establecimiento de la nueva festividad.
En 1240 el provincial dominico, Hugo de San Caro, viene a Lieja y une su aprobación a la de Juan de Lausana y Jacobo Pantaleón en favor de las visiones de Juliana, y todos se empeñan en cumplir la voluntad divina en las mismas manifestada.
Pero la cosa marcha lentamente y por etapas. Primero es el obispo de Lieja, Roberto de Torote, quien decreta la institución de una solemnidad en honor del Cuerpo de Cristo en su territorio, celebrándose por primera vez en la iglesia de San Martín, el año 1247. Después de algunos titubeos, al fin se fija como fecha el jueves siguiente al domingo de la Trinidad.
Pero cada avance en el proyecto representaba nueva tormenta sobre Juliana. Para encontrar la paz se retira de Lieja al Valle de Nuestra Señora y después a Namur, con cuatro hermanas que la siguen leales. Sus fieles servidoras van muriendo, y ella las sobrevive a pesar de encontrarse enferma y débil.
Dios la consuela con la llegada de Hugo de San Víctor, nombrado cardenal y legado del papa Inocencio IV, quien en 1251 impone la nueva fiesta en todo el territorio de su legación: Alemania, Dacia, Bohemia, Moravia y Polonia.
La enfermedad de Juliana empeora. En la Cuaresma de 1258 las cosas llegan al último extremo. Sin embargo, el día de Pascua, a pesar de su agotamiento, consigue que la lleven a la iglesia, asiste a maitines y laudes y recibe en viático la sagrada comunión, quedando en el templo hasta el fin de la jornada. Al retirarse a su celda pide la santa unción, que recibe entre lágrimas de gozo y una admirable presencia de espíritu.
El miércoles de Pascua sigue agravándose y la abadesa de Salsines, monasterio donde ahora se encuentra, llamada ante la inminencia del peligro, pasa con ella toda la noche. Juliana la invita a retirarse, asegurándola que no será todavía el fin. Ruega entonces a sor Ermentrudis, la fiel compañera que la ha acompañado en todos sus destierros, que le lea el oficio, para seguirlo, al menos, con el corazón. Todavía duró hasta el viernes, en que recibió por vez final la sagrada Eucaristía. Dando gracias por este último beneficio, se durmió en el Señor el día 5 de abril de 1258.
La muerte de Juliana fue tan santa como su vida. Desterrada hasta seis veces, tuvo que cambiar otras tantas de refugio, perseguida a muerte por sus crueles enemigos, que veían el contraste entre su virtud y la propia depravación. Privada de todo consuelo humano, jamás se la oyó quejarse o murmurar.
Su cuerpo fue enterrado en la iglesia de las religiosas de Villiers. En 1564 fueron dados fragmentos de sus reliquias a Margarita de Parma, la gobernadora de los Países Bajos.
Todos los escritores coinciden en dar a Juliana el título de beata o de santa, habiendo recibido culto más de trescientos años antes del decreto de Urbano VIII. Una solemne traslación de sus reliquias tuvo lugar el año 1674.
Su muerte no le permitió ver aquello por lo que había orado y luchado toda su vida. El 11 de agosto de 1264 el antiguo arcediano de Lieja, Jacobo Pantaleón, llegado a Papa con el nombre de Urbano IV, firmaba en Orvieto la bula Transiturus, extendiendo a la Iglesia universal la fiesta del santísimo Cuerpo de Cristo, que ya venía celebrándose en tantos lugares. Y algunos días más tarde, sin más esperar, celebraba con la corte pontificia la nueva fiesta.
El 8 de septiembre del mismo año remitía la bula Scimus o filia a la reclusa Eva, felicitándola por haber visto el cumplimiento de sus deseos, cosa que no le alcanzó a Santa Juliana.
Todavía el establecimiento de la fiesta encontró resistencia en la cristiandad, y en los misales del siglo XIII no figura sino a título de adición posterior.
Las circunstancias por que atravesaba entonces la Sede Pontificia hicieron que el decreto de Urbano IV hallara débil eco. El triunfo y la propagación no fue general hasta que en 1317 el papa Juan XXII publicó la colección de decretales preparada por Clemente V, y el concilio de Viena puso en vigor la bula Transiturus. Fue a lo largo del siglo XIV cuando la nueva solemnidad, como todavía seguía llamándosele, se extendió por todo el orbe católico, contribuyendo a ampliar un nuevo concepto de la devoción eucarística.
En realidad, la fiesta del Corpus Christi lo que hace es insistir más morosamente en los aspectos del misterio redentor ya conmemorados a lo largo del ciclo litúrgico, siendo como un eco y amplificación del Jueves Santo.
El retorno a la alegría pascual se manifiesta en la repetición del aleluya, y más todavía en el acuerdo entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, expresado en las antífonas y sobre todo en los responsorios, en que se representa la Eucaristía como el festín mesiánico preparado por la Sabiduría, como el maná que alimenta al pueblo de Dios, como el Cordero pascual inmolado en la gran festividad. El introito Cibavit eos se toma del lunes de Pentecostés, para recordar que la Eucaristía es también el alimento de los bautizados, de los que ya han sido introducidos en la Tierra prometida.
Las grandes ideas teológicas referentes al sacramento del altar son desarrolladas en ese credo eucarístico que es el Lauda Sion, y su triple aspecto de memorial de la Pasión se recuerda en la colecta de la misa, el de signo de la unidad y la paz en la secreta y el que prefigura la gloria eterna en la poscomunión. Trilogía que resume maravillosamente la antífona o sacrum convivium, que no puede ser sino de la pluma teologal de Santo Tomás de Aquino.
CASIMIRO SÁNCHEZ ALISEDA
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