San Pedro Damián, Obispo y Doctor 21 de febrero
(† ca.1072)
Benedicto XVI
San Pedro Damián fue, indudablemente, uno de los hombres que más intensamente trabajaron en el siglo XI para fomentar el espíritu de consagración absoluta a Dios y de la más austera vida de soledad y penitencia, al lado de San Romualdo, San Juan Gualberto y San Nilo. Mas, forzado por la necesidad de los tiempos y en particular por la obediencia al Romano Pontífice, trabajó también incansablemente por la reforma eclesiástica en multitud de legaciones y otras difíciles empresas, con todo lo cual debe ser considerado, al lado de San Gregorio VII, como uno de los hombres más insignes y beneméritos de la Iglesia en el siglo XI.
Nacido en Ravena en 1007, Pedro era el último de los hijos de una familia pobre y numerosa, y después de muchas privaciones, habiendo quedado huérfano en la más tierna edad, fue educado con dureza por uno de sus hermanos mayores. Tratado como un esclavo, iba con los pies desnudos y vestido de andrajos, y ya en su temprana edad fue ocupado en apacentar los animales. Mas, compadecido de él otro hermano suyo, llamado Damián, hombre piadoso y de buen corazón, lo tomó a su cargo e hizo de padre con él. De este modo, Pedro pudo adquirir una sólida formación sucesivamente en Ravena, Faenza y Parma, y, en agradecimiento a su hermano, se llamó en adelante Pedro Damián. Más aún: con sus extraordinarias cualidades, a los veinticinco años era profesor en Parma y más tarde en Ravena.
Pero ya desde entonces se sintió atraído de un modo irresistible hacia Dios. Empezó a ejercitarse en rigurosos ayunos, vigilias y oración; ciñóse un cilicio debajo de sus vestidos, para defenderse contra las tentaciones de la carne, y daba todo lo que podía a los pobres y necesitados, y sintiendo que Dios le exigía más todavía, decidióse a abandonar el mundo y abrazar la vida monástica en el más absoluto apartamiento.
Mientras se entretenía él con estos pensamientos, presentáronsele dos monjes del desierto de Fonte-Avellana, donde Landolfo, discípulo de San Romualdo, había fundado un monasterio. Con su mediación, se dirigió Pedro a esta soledad, donde comenzó inmediatamente a ejercitarse en las prácticas de la vida monástica. Los ermitaños de Fonte-Avellana vivían a pares en celdas separadas, ocupábanse sobre todo en la oración y lectura espiritual y llevaban una vida de gran austeridad. Pedro se entregó de lleno a este género de vida, por la cual fue pronto admitido a la profesión. Sintiéndose entonces como en su centro y movido de su abrasado amor de Dios, ejercitóse en las mayores austeridades; pero el resultado fue que experimentó fuertes dolores de cabeza y gran debilidad en su salud. Esto le hizo comprender que debía moderar aquellos excesos, y, en efecto, así lo hizo en adelante, procurando aprovechar esta enseñanza en la dirección de los demás. Todo esto le ofreció ocasión oportuna para entregarse al estudio de la Sagrada Escritura, que utilizó siempre en sus instrucciones a los monjes. Al mismo tiempo se preparó de esta manera para la composición de las importantes obras que más tarde escribió.
Con su vida ejemplar v con los conocimientos que fue adquiriendo, se constituyó bien pronto en el verdadero maestro de los ermitaños reunidos en Fonte-Avellana. La fama del monasterio atrajo cada día nuevos discípulos. Pedro Damián fue algún tiempo ecónomo y a la muerte del prior fue elegido él para sucederle en el cargo. Organizóse en las proximidades otro monasterio llamado Nuestra Señora de Sitria, y asimismo se fundaron otros cuatro centros de ermitaños, cuya dirección mantenía Pedro Damián. La forma de vida de los camaldulenses tomó algunas características especiales, que constituyen la obra de San Pedro Damián, cuyo centro principal era Fonte-Avellana. No nos dejó el Santo ninguna regla completa; mas, con lo que podemos ver en sus escritos, aparecen los rasgos más característicos. Se observaba el más absoluto silencio, y aunque no se habla de trabajo manual, sabemos que éste constituía una de las bases de la vida de los ermitaños. Por otra parte, él mismo les dirigía frecuentes instrucciones y les inspiró desde un principio un amor filial a la Santísima Virgen.
En realidad, pues, San Pedro Damián puede ser incluido en el número de los fundadores de este nuevo género de vida religiosa, mezcla de vida solitaria y de comunidad, que tanto fruto reportó a la Iglesia. Entre sus discípulos sobresalieron algunos por sus altos cargos y por sus virtudes, como Santo Domingo Loricatus y San Juan de Lodi, sucesor suyo como superior, quien escribió su vida y más tarde fue obispo de Gubbio.
Pero su celo por la gloria de Dios y el bien de las almas no se limitó a estos monasterios, que estaban bajo su dirección. Todavía durante esta primera etapa de su vida, en que se nos presenta como gran asceta cristiano, como fundador de monasterios y maestro de aquella vida austera de soledad y penitencia, mantuvo contacto con diversos monasterios o religiosos de otras órdenes y aun con eminentes seglares, como aparece en algunas de sus cartas y otros escritos. Pero debemos observar que este contacto con el mundo exterior no tenía otro objeto que la exaltación de la vida de austeridad y penitencia y en corregir los vicios y corrupción, que tantos estragos hacían en todas partes.
De este modo se preparaba San Pedro Damián para lo que debía ocuparlo durante la segunda parte de su vida, que era el servicio de la Iglesia con importantes cargos y legaciones, es decir, con una vida apostólica de intensa actividad, tan contraria a su inclinación espiritual a la soledad y penitencia. Aunque apartado por completo del mundo, Pedro Damián conocía perfectamente la triste situación de la Iglesia hacia el año 1044 durante el pontificado del tristemente célebre Benedicto IX (1032-1044). Por otro lado, sabía muy bien el profundo arraigo que tenían en la Iglesia los dos vicios fundamentales de la simonía y el concubinato. Por esto saludó con transportes de alegría el advenimiento de Gregorio VI (1045-1046), quien, lleno de los mejores deseos, fue el primero en echar mano del gran Hildebrando, el futuro Gregorio VII. Luego, en 1046, asistió en San Pedro de Roma a la coronación del emperador Enrique III, quien providencialmente ponía término al estado irregular de la Iglesia, y en 1047 al concilio de Letrán, en que fueron promulgados importantes decretos de reforma.
Pedro Damián se volvió entonces a su retiro de Fonte-Avellana, decidido a seguir la vida de soledad y penitencia.
Pero entonces precisamente era necesario poner al servicio inmediato de la Iglesia y del Papado su elevado espíritu y el gran prestigio de santidad de que gozaba. Por esto, el noble emperador Enrique III, que tanto estimaba sus virtudes, lo decidió a intervenir. Así pues, Pedro Damián, impulsado por Enrique III, compuso y dirigió una célebre carta a Clemente II (1048), en la que lo exhortaba a dar un impulso más eficaz a la reforma eclesiástica. Pero la muerte del Papa impidió se tomara ninguna medida en este punto. Fue León IX (1048-1054) quien inició con mano enérgica la nueva campaña contra la simonía y relajación eclesiástica, para lo cual nombró cardenal-diácono a Hildebrando, quien fue en adelante el alma del movimiento reformador.
Por su parte, Pedro Damián, que sólo ansiaba el mejoramiento de la Iglesia, publicó entonces su célebre obra Libro Gomorriano, como si dijéramos, Libro de los incontinentes, que dedicó al papa León IX. Su realismo vivo y a las veces algo exagerado va encaminado a convencer a los Papas y a todos los dirigentes a poner remedio a tanto mal. León IX reconoció la buena intención de Pedro Damián; pero no creyó prudente proceder con tanto rigor. De hecho, mientras Hildebrando desarrollaba una intensa actividad reformadora durante este pontificado, Pedro Damián no tuvo apenas intervención en ningún asunto público. Lo mismo sucedió durante el pontificado siguiente de Víctor II (1055-1057), si bien se conservan cartas sumamente interesantes, dirigidas por él durante este tiempo a ambos Papas.
Pero desde el pontificado de Esteban IX (1057~1058) cambió por completo la situación. El nuevo Papa decidió crearlo cardenal-obispo de Ostia y sólo utilizando los medios extremos de amenaza de excomunión logró vencer la resistencia de su profunda humildad. Él mismo, personalmente, puso en su dedo el anillo episcopal. Pero la muerte prematura de este Papa frustró los vastos planes de reforma que proyectaba con la ayuda de Pedro Damián. Hubo entonces un conato de cisma y Damián se retiró algún tiempo a Fonte-Avellana; mas, con la elección de Nicolás II (1059-1061), Pedro Damián volvió de nuevo a su campo de batalla y precisamente los años siguientes significan el período de su mayor actividad por medio de las más importantes legaciones.
En efecto, ya el año 1059 recibió del Romano Pontífice su primera legación a Milán, que se hallaba en una situación desesperada, sobre todo por la simonía y la incontinencia de los clérigos. Pedro Damián y Anselmo de Lucca, designados como legados pontificios, celebraron inmediatamente un sínodo y, tras enconadas luchas, se restableció el orden.
El pontificado de Alejandro II (1061-1072) dio de nuevo ocasión a Damián para prestar extraordinarios servicios a la Iglesia y ejercitar su celo apostólico. Al ser nombrado el antipapa, Pedro Damián compuso una de sus más célebres obras, dirigida a la asamblea de Augsburgo de 1062, que contribuyó eficazmente a la solución del cisma. En 1063 desempeñó otra legación, acompañado de Hugón de Cluny, en favor de la abadía de Bourgogne y de otras cluniacenses frente a Drogón, obispo de Macón. El resultado fue enteramente favorable. Asimismo visitó Limoges y trabajó por la reforma de la abadía de San Marcial; estuvo en Sauvigny, donde fue ocasión de un milagro "de San Odilón de Cluny. Por todo ello, los cluniacenses le quedaron sumamente agradecidos. Finalmente intervino con el joven rey alemán Enrique IV, a quien dirigió luego una excelente carta en defensa de los derechos pontificios.
Después de todo esto, renováronsele sus ansias de soledad y de oración, por lo cual suplicó a Alejandro II le permitiera renunciar a todas sus dignidades. Hildebrando, que apreciaba en lo justo la fuerza de su virtud y ejemplo para la realización de las empresas que se le encomendaban, le opuso toda clase de dificultades, diciéndole al fin con su buen humor que, si se empeñaba en ello, le imponía una penitencia de cien años. A esto repuso Damián que aceptaba la penitencia y, en efecto, se retiró a Fonte-Avellana.
Vuelto a su amado retiro, se entregó de nuevo con alma joven a la vida de austeridad y oración, que él tanto amaba. Renovó los ayunos, vigilias y toda clase de mortificaciones. En el capítulo, después de dirigir alentadoras exhortaciones a todos, se acusaba de sus propias faltas, como pudiera hacerlo el más sencillo novicio, y tomando la disciplina, se flagelaba sin compasión. Tan precioso ejemplo sirvió para renovar el espíritu de todos los monjes.
Todavía tuvo que abandonar su amada soledad en servicio de la Iglesia. En 1066 acudió a Montecasino, donde pasó veinte días, dando los mejores ejemplos a todos sus moradores. El mismo año fue a Florencia, enviado por Alejandro II, para terminar un conflicto con los monjes de Valleumbrosa. Algo más tarde se vio de nuevo forzado a emprender, en nombre del Papa, un viaje a Alemania para tratar con Enrique IV el asunto de su divorcio, y en un concilio hizo triunfar los derechos de la moral cristiana. Finalmente, poco antes de su muerte, a principios de 1072, desempeñó una última legación en la que logró reconciliar a los habitantes de Ravena con el Romano Pontífice.
Precisamente cuando volvía de prestar este último servicio a la Iglesia y se dirigía a Ronta a dar cuenta del resultado de su misión, se sintió en Faenza atacado por la fiebre, retiróse al monasterio de Nuestra Señora de los Angeles y allí murió el 12 de febrero de 1072 en presencia de gran número de monjes.
Su muerte fue, en verdad, digna de una vida de piedad y servicio de Dios y de su Iglesia. San Pedro Damián fue un precursor de la gran obra reformadora que completó Gregorio VII (el antiguo Hildebrando) desde su elevación al Pontificado en 1073. Sus exhortaciones y sermones están llenos de la más cristiana elocuencia. Sus voluminosos escritos, que le han merecido el título de Doctor de la Iglesia, están llenos de gran erudición y con su vehemencia característica ensalzan la belleza y elevación de la vida monástica o descubren las horribles lacras de la corrupción y relajación de su tiempo.
BERNARDINO LLORCA, S. I.
Amén
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