ES PRECISO ROBUSTECER LA VOLUNTAD
Por Antonio García-Moreno
1.- LAS PRIMICIAS.- Dios no necesita nada, lo tiene todo. Es dueño de los bosques, de las montañas, de los valles, de la llanura y de los mares. Precisamente por ser Señor de cuanto existe, es necesario que el hombre reconozca de algún modo ese señorío. Desde muy antiguo los pueblos ofrecen a Dios las primicias de los campos, los primeros frutos, las primeras crías. Al ofrecer eso que era lo más preciado, reconocían el dominio soberano de Dios, le rendían pleitesía.
Hay que ofrecer lo mejor a Dios. También hoy día, ya que también hoy Dios es dueño absoluto de todo. Ofrecer nuestra juventud, los mejores años de nuestra vida, nuestro más limpio amor, nuestro corazón sin dividir. Ofrecerle nuestro trabajo bien hecho, acabado hasta en los más mínimos detalles.
Ayúdanos, Señor, a ser muy generosos contigo. Que te demos lo mejor que tenemos. Perdona si alguna vez caemos en la tentación de presentarte lo que los hombres no aceptarían. Haznos comprender la necesidad de que nuestra ofrenda sea sin tacha, algo que tiene el mérito de lo que es nuevo, lo que más se cotiza, las primicias.
Fue Dios quien con mano segura condujo a su pueblo. Su presencia fortalecía a los suyos, les animaba en la lucha. Él fue quien los libró de la servidumbre de Egipto, el que les alimentó en el desierto. Quien hundió en las aguas a los enemigos y quien derrumbó las murallas inexpugnables de Jericó. Sí, Dios los introdujo en la rica tierra de la leche y de la miel.
En cierto modo, también tú y yo se lo debemos todo a Dios. Nacimos pobres, desnudos y frágiles como todos los hombres. Luego trabajaste porque Dios te sostenía dándote la salud y la vida. Ahora es preciso que lo tengas presente y devuelvas a Dios algo de lo mucho que él te ha dado.
Además, ten en cuenta una cosa: a Dios no hay quien le gane en generosidad. Y por uno que tú le des, él te dará ciento y, además, la vida eterna. ¿Te parece poco? No seamos necios ni egoístas y abramos nuestras manos y nuestro corazón, sepamos dar lo mejor a Dios. Él nos dará entonces mucho más de lo que hasta ahora nos ha dado.
2.- ORACIÓN Y MORTIFICACIÓN.- El Hijo de Dios se hizo hombre con todas sus consecuencias, menos en una, en el pecado. Sin embargo, quiso someterse a las asechanzas del peor enemigo del hombre, el Demonio. Aceptó sufrir la tentación, esa situación penosa en la que el hombre se ve envuelto con frecuencia. Situación tan penosa a veces que, si no se tiene la conciencia bien formada, se puede confundir y llenarse de angustiosos escrúpulos, porque en su imaginación o en sus deseos se esconden las peores aberraciones. Por eso, la primera enseñanza que hemos de sacar de este pasaje es que la tentación no es de por sí un pecado, y que si la vencemos, es incluso, un acto meritorio a los ojos del Señor.
El Señor nos enseña, además, que el mejor modo de vencer la tentación del enemigo es la oración y la mortificación. Por muy fuerte que sea la inclinación al mal que podamos sentir, siempre la venceremos con la ayuda de Dios y con nuestro esfuerzo. Si actuamos así, estaremos seguros de la victoria; de lo contrario seremos víctimas fáciles del enemigo. Este tiempo de Cuaresma es propicio para esas dos prácticas que tanto bien hacen a nuestra alma. Orar sin cesar, pensar en Dios y rogarle su ayuda continuamente. Es cierto que hay que buscar un rato para estar a solas con el Señor, pero también es cierto que podemos acudir a Dios y pensar en él en medio de nuestro trabajo de cada día, en la calle o en casa; donde quiera que estemos allí está también Dios, dispuesto a escucharnos y a echarnos una mano en nuestras necesidades. Sobre todo recurramos a él, y a su Madre santísima, cuando sintamos cerca al enemigo que nos tienta al pecado.
Y, además, la mortificación, negar a nuestro cuerpo alguna cosa, ser austeros en nuestras comidas y en nuestro modo de vivir. Luchar contra el afán de confort que reina en nuestra sociedad de consumo, el privarse de alguna cosa que realmente no es necesaria, el suprimir un gasto caprichoso y entregar ese dinero a una obra buena, o para socorrer a un pobre. Estas palabras pueden parecer extrañas e incluso desfasadas para el hombre de hoy. Sin embargo, tienen una actualidad perenne porque perenne es el Evangelio, y perenne es nuestra fragilidad para el mal, la inclinación de nuestra voluntad para lo fácil, aunque esa facilidad nos conduzca a nuestra perdición física o moral. Es preciso robustecer la voluntad mediante una ascesis que la haga fuerte y ágil, para que siga con prontitud y eficacia lo que el entendimiento descubre como mejor. Y, sobre todo, hemos de ser fieles a Jesucristo. Cosa imposible sin oración y mortificación.
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