LA GRANDEZA Y EL ESPLENDOR DE LA ENCARNACIÓN
Por Antonio García-Moreno
1.- LA MÁS ALEGRE ESPERANZA.- David no era más que un muchacho, el menor de sus hermanos, el zagal que acompañaba a los pastores de los rebaños de su padre. Cuando Samuel recibió la orden de ungir a un nuevo rey, no se pudo imaginar que el elegido sería aquel imberbe, cuya única arma era una honda. El Señor quiso demostrar una vez más que él no mira a las apariencias sino al corazón, al interior del hombre. Por otra parte, con esa elección inesperada nos enseña que en definitiva es él quien vence y triunfa por medio de su elegido, mero instrumento en sus divinas manos.
Por eso Natán, después de muchos años, le recuerda al rey David lo humilde de sus orígenes y que es a Dios a quien debía su poder. Con ello previene al rey de Israel contra el orgullo y la soberbia, le exhorta a no presumir de nada, pues todo lo que tiene lo ha recibido del Señor... Una lección importante que cada uno de nosotros hemos de aprender y practicar. Porque en muchas ocasiones el éxito se nos sube a la cabeza y nos llenamos de vanidad. Presumimos como si el mérito fuera exclusivamente nuestro y, lo que es peor, despreciamos a los demás considerándonos superiores a ellos, olvidando que si Dios nos abandonara estaríamos más bajo que cualquier otro.
David, como todos los reyes de la tierra, sabía que a su muerte el trono que ocupaba podría ser ocupado por cualquiera. Él vio como la dinastía de Saúl desapareció al morir éste. Lo mismo podría ocurrir, tarde o temprano, con su reinado. Pero Dios le había mirado con una predilección particular. Del linaje David, por designio divino, habría de nacer el Rey de Israel por antonomasia, el Ungido de Yahvé, el Mesías, el Redentor y Salvador del mundo.
Estas palabras, con la promesa de la supervivencia de su dinastía, resuenan en el mensaje del arcángel san Gabriel. En efecto, en su embajada a Santa María le anuncia que de sus entrañas nacerá el Hijo del Altísimo, el cual se sentará sobre el trono de su padre David y su reinado durará por siempre. Con ello se cumplen en Jesús las promesas, en él se realiza la más preciosa esperanza de Israel, el anhelo más íntimo y recóndito de los hombres, la salvación de la Humanidad. Al releer estas palabras, la Iglesia se hace caja de resonancia del mensaje divino y nos anuncia la más alegre esperanza: la llegada del Mesías que viene hasta nosotros para culminar nuestra redención.
2.- COMO LOS NIÑOS.- Los hebreos habían imaginado de muchas formas la llegada del Mesías. Algunos pensaron que llegaría de modo apoteósico, descendiendo desde lo alto hasta el atrio del Templo, ante la expectación y el asombro de todo el pueblo allí reunido. Nadie había imaginado que su venida ocurriría en el silencio y en el anonimato. Mucho menos pudieron pensar que nacería de una joven y humilde virgen de Nazaret.
Toda la grandeza y el esplendor de la Encarnación permanecieron velados en el seno inmaculado de María. Desde que ella dijo que sí a la embajada de San Gabriel, el Verbo se hizo carne y comenzó a habitar entre nosotros, para gozo y esperanza de la Humanidad. Fue uno de los momentos cruciales de la Historia, un hecho que constituye una verdad fundamental de nuestra fe.
El nuevo Pueblo de Dios, la gente sencilla y buena ha comprendido la trascendencia de ese momento y lo ha plasmado en una devoción multisecular, que aún hoy sigue vigente entre nosotros: el rezo del Ángelus. Un breve alto en el camino de cada jornada, para recordar y agradecer vivamente que el Hijo de Dios se haya hecho hombre y esté cerca de todos nosotros.
La Virgen se llenó de temor al oír el saludo del arcángel, no comprendía, tanta era su humildad, que la hubiera llamado la llena-de-gracia y bendita, además, entre todas las mujeres, la más agraciada. Pero el mensajero de Dios la tranquiliza y le explica que ha sido elegida para ser madre, sin dejar de ser virgen, del Hijo del Altísimo, al que pondrá por nombre Jesús, que quiere decir Salvador.
Silencio de Nazaret que preludia la noche --esta noche-- de Belén. Sencillez y escondimiento de la actuación divina que ha de frenar nuestras ansias de aparentar y de lucir. María y José, dos almas gemelas en la humildad y en la docilidad a los planes de Dios, son los primeros que recibieron la magnífica noticia. Luego serán los pastores de los campos belemnitas. Después los magos de Oriente que seguían con abnegación y tenacidad el rastro de una estrella. Más tarde Simeón y Ana, dos ancianos que son como niños, según diría Jesús de los que entrarán en el Reino.
La Navidad es tiempo propicio para crecer en sencillez y humildad, para hacernos pequeños y dignos del agrado de Dios. Son días de recuerdos y de dulces nostalgias, días para sentirse mejores, más cerca los unos de los otros. Días de paz para nuestro agitado mundo, paz del Cielo para los hombres de la tierra. “¡Oh Rey de las naciones y deseado de los pueblos, piedra angular de la Iglesia, que haces de dos pueblos uno solo, ven y salva al hombre al que formaste del barro de la tierra!”
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