Amor con amor se paga
La Pasión y Muerte de Jesucristo es la manifestación suprema del amor de Dios por nosotros. Él tomó la iniciativa en el amor entregándonos a su propio Hijo.
Dios es amor, amor que se difunde y se prodiga; y todo se resume en esta gran verdad que todo lo explica y lo ilumina. Es necesario ver la historia de Jesús bajo esta luz.
Él me ha amado, escribe San Pablo, y cada uno de nosotros puede y debe repetírselo a sí mismo: Él me ha amado y sacrificado por mí (Gálatas 2, 20). Tan grande es el amor de Dios por nosotros que nos deja estupefactos al contemplar el Sacrificio del Calvario.
La entrega de Cristo constituye una llamada apremiante para corresponder a ese amor. Amor con amor se paga, decimos. Hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios (Génesis 1, 27), y Dios es Amor (1 Juan 4, 8). Por eso, nuestro corazón está hecho para amar, y cuanto más ama, más se identifica con Dios; sólo cuando ama puede ser feliz.
La santificación personal está centrada en el amor a Cristo, en un amor de mutua e intensa amistad. Para amar al Señor es necesario tratarle, hablarle, conocerle. Le conocemos en el Evangelio, en la oración y en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía.
Cuanto el Señor ha hecho por nosotros es un derroche de amor. Nunca nos debe parecer suficiente nuestra correspondencia a tanto amor. La prueba más grande de esta correspondencia es la fidelidad, la lealtad, la adhesión incondicional a la Voluntad de Dios. La Voluntad de Dios se nos muestra principalmente en el cumplimiento fiel de los Mandamientos y de las demás enseñanzas que nos propone la Iglesia.
El amor a Dios no consiste en sentimientos sensibles, en “siento bonito” o en “me siento bien, me siento a gusto”. Buscar el sentimiento sensible nos enfoca en nosotros mismos y nos aleja del verdadero amor a Dios. El amor a Dios consiste esencialmente en la plena identificación de nuestro querer con el querer de Dios. Digamos: “quiero hacerlo porque es lo que Dios quiere”.
Amor con amor se paga, pero con amor efectivo, amor en acción, como con el que Él nos ama, que se manifiesta en realizaciones concretas, en cumplir nuestros deberes para con Dios y para con los demás, aunque esté ausente el sentimiento, y tengamos que ir “cuesta arriba” en “la noche oscura del alma” (como expresa San Juan de la Cruz), incluso con una aridez total, si el Señor permitiera tal situación.
El verdadero amor, sensible o no, incluye todos los aspectos de la existencia, una verdadera unidad de vida. Una persona verdaderamente piadosa procura cumplir su deber de cada día con pleno abandono, abrazando su cruz, siguiendo siempre la Voluntad del Señor.
La falsa piedad carece de consecuencias en la vida diaria del cristiano: no se traduce en el mejoramiento de la conducta propia y en un auxilio amoroso a los demás. Huyamos de la falsa piedad y oremos con San Francisco de Asís:
Señor, hazme un instrumento de tu paz.
Donde haya odio, siembre yo amor;
donde haya injuria, perdón;
donde haya duda, fe;
donde haya tristeza, alegría;
donde haya desaliento, esperanza;
donde haya sombras, luz.
¡Oh, Divino Maestro!
Que no busque ser consolado sino consolar;
que no busque ser amado sino amar;
que no busque ser comprendido sino comprender;
porque dando es como recibimos;
perdonando es como Tú nos perdonas;
y muriendo en Ti, es como nacemos a la vida eterna.
La Santísima Virgen, que pronunció y llevó a la práctica aquel “hágase en mí según tu palabra” (Lucas 1, 38), nos ayudará a cumplir en todo la Voluntad de Dios.
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