28 de febrero de 2017

Sentido del pecado, experiencia del perdón y el amor misericordioso de Dios



Sentido del pecado, experiencia del perdón y el amor misericordioso de Dios

Examen de conciencia.Confesión

El amor de Dios es más fuerte que nuestro pecado y en el sacramento de la reconciliación, la redención de Cristo se hace personal.


Por: Mensaje | Fuente: Mensaje 


La Iglesia nos exhorta siempre a la conversión con las mismas palabras de Jesús: «Conviértete y cree en el evangelio» (Mc 1,15), pues se acerca el tiempo de celebrar el misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo.

El misterio de la redención de Cristo pone de relieve que el amor de Dios es más fuerte que nuestro pecado. Y el sacramento de la reconciliación es uno de esos momentos en los que, de modo más evidente, esta eficacia redentora de Cristo se hace personal y actual en la vida de cada uno de nosotros.

Ofreceremos algunas reflexiones que les ayuden a tomar mayor conciencia del amor de Dios en sus vidas y de la realidad del propio pecado; para, de este modo, valorar y vivir mejor el sacramento de la penitencia.

Después de un período de crisis progresiva de este sacramento en la vida de muchos cristianos, se ha registrado en los últimos años el fenómeno de una mayor conciencia entre los fieles, y aun entre los mismos sacerdotes, de su importancia y necesidad. Lo pudimos constatar en Roma durante la celebración del jubileo del año 2000; de manera especial, en la jornada mundial de la juventud, cuando el Circo Máximo se convirtió en un inmenso santuario de reconciliación para decenas de miles de jóvenes.

Sin embargo, es frecuente encontrar en no pocos cristianos, una mentalidad un tanto superficial en el modo de vivir este sacramento; y, en algunos casos, una concepción deformada de su verdadero significado. Sin llegar al escepticismo o a una postura de abierto rechazo, pueden darse diversas formas de rutina o de indiferencia, postergando frecuentemente esta práctica sacramental por respeto humano o pereza, e incluso abandonándola por períodos más o menos largos. Estas manifestaciones se deben principalmente a la pérdida del verdadero sentido del pecado y a la falta de experiencia personal del amor y de la misericordia de Dios en la propia vida.

1. El verdadero sentido del pecado en nuestra vida
El pecado no es solamente la trasgresión de un precepto divino o la cerrazón ante los reclamos de la conciencia. Pecar es fallar al amor de Dios. El pecado consiste en el rechazo del amor de Dios, en la ofensa a una persona que nos ama. «Contra ti, contra ti sólo pequé; cometí la maldad que tú aborreces» (Sal 51,6).

El pecado de desobediencia de los ángeles y de nuestros primeros padres nació cuando empezaron a sospechar del amor de Dios. Fue entonces cuando la inocente desnudez de un inicio se trocó en vergüenza y en temor de que Dios pudiese descubrirles tal como eran; y el Creador, garante de su felicidad, comenzó a ser desde ese momento su principal amenaza (cf. Gn 3,1-10). Todo pecado, cualquiera que sea su género o calificación moral, es, en el fondo, un acto de desobediencia y desconfianza de la bondad de Dios (cf. Catecismo, 397).

Entre los diversos pecados que podamos encontrar en nuestro pasado descubriremos, como una constante, esa voluntad de preferirnos a nosotros mismos en lugar de Dios; de construir nuestra vida sin Dios o al margen de Él; de anteponer nuestros bienes e intereses personales a su voluntad; de ver y juzgar las cosas según nuestros criterios egoístas, pero no según Dios (cf. Catecismo,Reconciliación y Penitencia, 18). Sólo cuando se comprende el pecado en su verdadero significado, se puede valorar y entender mejor el sentido y la importancia que las normas y preceptos tienen en nuestra vida.

La ley de Dios no es una limitación de la libertad humana, sino una ayuda que la protege y la hace posible, pues sólo quien camina en la verdad es plenamente libre (cf. Jn 8,32). El cristiano, guiado por su razón iluminada por la fe, descubre detrás de una determinada norma del decálogo o de una disposición de la Iglesia, la expresión concreta de la voluntad de Dios que, como buen Padre, busca lo mejor para sus hijos, aun a costa de muchas lágrimas (cf. Hb 12,5-13). Cada una de las normas custodia una serie de valores y de bienes profundamente humanos; en cada una resuena el eco de una llamada de Dios a seguirle, se fija una señal que delimita el camino de la felicidad y la realización del propio destino eterno. La vida moral del cristiano no es, por tanto, la sumisión ciega a un conjunto de leyes, sino la adhesión de la propia voluntad al querer de Dios, como respuesta personal de amor a Él. «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos» (Jn 14,15).

De esta consideración se desprende la grave obligación moral de un trabajo serio de comprensión y profundización en las verdades de la fe cristiana y en sus exigencias morales, que sólo se logrará con el estudio, la reflexión y la oración constantes. Sólo entonces se podrá repetir con el salmista: «Hazme entender, para guardar tu ley y observarla de todo corazón (...) y me deleitaré en tus mandamientos, que amo mucho» (Sal 118,34.47). El amor, pues, representa la motivación fundamental que simplifica toda «la ley y los profetas» (cf. Mt 22,34-40), y la única fuerza que suaviza la carga y hace dulce el yugo del seguimiento de Cristo (cf. Mt 11,30).

¡Qué poco nos duele a veces el pecado! ¡Con cuánta facilidad vendemos nuestra primogenitura de hijos de Dios al primer postor que se cruza en nuestro camino! ¿Creemos de verdad en la vida eterna? Nos duelen mucho las ofensas que los demás nos hacen, pero nos importa muy poco el dolor que infligimos al Corazón de Cristo con nuestro comportamiento. Cuidamos demasiado nuestra imagen ante los hombres y olvidamos fácilmente esa otra imagen de Dios que llevamos esculpida en nuestro ser. Buscamos salvar las apariencias, pero nos esforzamos poco por salvar la propia alma y por construir nuestra vida ante Aquel que nos examinará sobre el amor el día de nuestra muerte. Lamentablemente para muchos el pecado no supone una gran desgracia ni un grave problema, como podría serlo la pérdida de la posición social o un fracaso económico.

La mentalidad del mundo materialista y hedonista se nos filtra, casi sin darnos cuenta, y va cambiando poco a poco nuestra jerarquía de valores. Nos preocupan mucho los problemas materiales -el hambre, la pobreza, las injusticias sociales, la ecología y las especies de animales en extinción- y con facilidad nos solidarizamos para remediarlos. Pero pocas veces prestamos la misma atención y nos movilizamos para socorrer a los demás en sus problemas espirituales y morales, que son la causa de la verdadera miseria del hombre. El mundo ahoga nuestra sed de trascendencia en el horizonte de lo inmediato, y nos impide percibir que «el amor de Dios vale más que la vida» (Sal 62,4). ¿Qué pasaría si Dios me llamara a su presencia en este momento: me encontraría con el alma limpia y las manos llenas de buenas obras?

2. La experiencia del perdón y del amor misericordioso de Dios

Contemplar el rostro misericordioso de Cristo
Contemplar el rostro de Cristo: ésta es la consigna que el San Juan Pablo II nos ha dejado en su carta apostólica Novo Millennio Inuente (cf. nn. 16-28). Fijar la mirada en su rostro significa dejarse cautivar por la belleza irresistible de su amor y de su misericordia.

Contemplemos a Cristo, Buen Samaritano, que se agacha hasta el abismo de nuestra miseria para levantarnos de nuestro pecado, que limpia y venda nuestras heridas, que se dona totalmente sin pedirnos nada a cambio (cf. Lc 10,29-37). Cristo, que espera con paciencia nuestro regreso a casa, cuando nos alejamos azotados por las tormentas de la adolescencia y juventud o instigados por el aguijón del mundo y de la carne; y que nos abraza, nos llena de besos y hace fiesta por nosotros, porque estábamos perdidos y hemos vuelto a la vida (cf. Lc 15,11-32). Cristo, el único inocente, que no nos condena ni arroja contra nosotros la piedra de su justicia (cf. Jn 8,1-11). Cristo, que vuelve a mirarnos con amor, como el primer día de nuestra llamada, y que sigue confiando en cada uno de nosotros, a pesar de que el canto del gallo haya anunciado muchas veces nuestra traición (cf. Mc 14,66-72; Jn 21,15-19). Es maravilloso, es emocionante contemplar este amor y misericordia de Dios sobre cada uno de nosotros; su sola experiencia es suficiente para cambiar nuestra vida para siempre. El amor de Dios nos confunde. Nos cuesta pensar que Dios pueda amarnos sin límites y para siempre; que su perdón nos llegue puro y fresco, aunque sí sepamos lo que hacemos; que nos siga perdonando, incluso si nosotros no perdonamos a los que nos ofenden. Él no nos trata como merecemos; su amor no es como el nuestro, limitado, voluble, interesado. Él perdona todo y para siempre. Él nos conoce perfectamente y, aunque cometamos el peor de los pecados, nunca se avergonzará de nosotros. Así es Dios: «Aunque pequemos, tuyos somos, porque conocemos tu poder» (Sab 15,2). Incluso en el pecado seguimos siendo sus hijos y podemos acudir a Él como Padre.

Sólo quien ha contemplado y meditado, quien ha experimentado personalmente este amor y misericordia de Dios es capaz de vivir en permanente paz, de levantarse siempre sin desalentarse, de tratar a los demás con el mismo amor, la misma comprensión y paciencia con la que Dios le ha tratado.

No nos engañemos, sólo quien vive reconciliado con Dios puede reconciliarse, también, consigo mismo y con los demás. Y para el cristiano el sacramento del perdón «es el camino ordinario para obtener el perdón y la remisión de sus pecados graves cometidos después del Bautismo» (Reconciliación y Penitencia, 31).

Necesidad de la mediación de la Iglesia
Al igual que al leproso del evangelio, también Cristo nos pide la mediación humana y eclesial en nuestro camino de conversión y de purificación interior: «Vete, muéstrate al sacerdote y haz por tu purificación la ofrenda que prescribió Moisés para que les sirva de testimonio» (Mc 1,40-45). Tenemos necesidad de escuchar de labios de una persona autorizada las palabras de Cristo: «Vete, y en adelante no peques más» (Jn 8,11), «tus pecados te son perdonados» (Mc 2,5).

Nadie puede ser al mismo tiempo juez, testigo y acusado en su misma causa. Nadie puede absolverse a sí mismo y descansar en la paz sincera. La estructura sacramental responde también a esta necesidad humana de la que hacemos experiencia todos los días. A este respecto, qué realismo adquieren las palabras que el sacerdote pronuncia en el momento de la absolución: «Dios, Padre de misericordia, que ha reconciliado consigo al mundo por la muerte y resurrección de su Hijo, y ha infundido el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda, mediante el ministerio de la Iglesia el perdón y la paz». Es en este preciso momento, cuando el perdón de Dios borra realmente nuestro pecado, que deja de existir para Él. Sólo entonces brota en nuestro corazón la verdadera paz, que el mundo no pueda dar porque no le pertenece, al no conocer al Señor de la paz (cf. Jn 14,27).

La paz interior fruto del perdón
La paz que nace del perdón sacramental es fuente de serenidad y equilibrio incluso emocional y psicológico. ¡Cuántas personas he encontrado en mi camino que, como la mujer hemorroísa del evangelio (cf. Mc 5,25-34), han consumido su fortuna, lo mejor de su tiempo y de sus energías, buscando en las estrellas la respuesta a sus problemas, o recurriendo a sofisticadas técnicas médicas o de introspección psicológica que, bajo una apariencia científica, han explotado la debilidad de esas personas, dejándolas más vacías y destrozadas que al inicio! No mediando un caso patológico o un problema estructural de personalidad, la verdad de nosotros mismos y la solución a nuestros problemas la encontraremos únicamente en la fuerza curativa que emana de Cristo, cuando se le «toca» con la fe y el amor.

La psicología y las ciencias humanas pueden apoyar o acompañar este proceso de conversión interior, sobre todo ante problemas especialmente complejos o ante casos de personalidades frágiles, pero nunca podrán sustituir ni mucho menos pretender dar una respuesta a aquello que únicamente se puede solucionar con el poder de Dios, pues sólo Él puede perdonar los pecados (cf. Mc 2,6-12).

No duden del perdón infinito de Dios. Dejen que Él transforme sus vidas, que su amor y misericordia sea el objeto permanente de su contemplación y de su diálogo con Él. No se cansen de pedir todos los días la gracia sublime del conocimiento y de la experiencia personal de este amor. Cultiven en su corazón la memoria de la infinita misericordia de Dios frente a sus faltas y pecados; se darán cuenta de que habrá siempre más motivos para agradecer que para pedir perdón.



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