2 de noviembre de 2017

Muramos con Cristo, y viviremos en El.


MURAMOS CON CRISTO, Y VIVIREMOS CON ÉL

Vemos que la muerte es una ganancia y la vida un sufrimiento. Por esto dice san Pablo: Para mí la vida es Cristo, y la muerte una ganancia. Cristo, a través de la muerte corporal, se nos convierte en espíritu de vida. Por tanto, muramos con él, y viviremos con él. En cierto modo debemos irnos acostumbrando y disponiendo a morir, por este esfuerzo cotidiano que consiste en ir separando el alma de las concupiscencias del cuerpo, que es como irla sacando fuera del mismo para colocarla en un lugar elevado, donde no puedan alcanzarla ni pegarse a ella los deseos terrenales, lo cual viene a ser como una imagen de la muerte, que nos evitará el castigo de la muerte. Porque la ley de la carne está en oposición a la ley del espíritu e induce a ésta a la ley del error. ¿Qué remedio hay para esto? ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? ¡Gracias a Dios, por Jesucristo, Señor nuestro, me veré libre!

Tenemos un médico, sigamos sus remedios. Nuestro remedio es la gracia de Cristo, y el cuerpo de muerte es nuestro propio cuerpo. Por lo tanto, emigremos del cuerpo, para no vivir lejos del Señor; aunque vivimos en el cuerpo, no sigamos las tendencias del cuerpo ni obremos en contra del orden natural, antes busquemos con preferencia los dones de la gracia.

¿Qué más diremos? Con la muerte de uno solo fue redimido el mundo. Cristo hubiese podido evitar la muerte, si así lo hubiese querido; mas no la rehuyó como algo inútil, sino que la consideró como el mejor modo de salvarnos. Y, así, su muerte es la vida de todos. Hemos recibido el signo sacramental de su muerte, anunciamos y proclamamos su muerte siempre que nos reunimos para ofrecer la eucaristía; su muerte es una victoria, su muerte es sacramento, su muerte es la máxima solemnidad anual que celebra el mundo.

¿Qué más podremos decir de su muerte, si el ejemplo de Cristo nos demuestra que ella sola consiguió la inmortalidad y se redimió a sí misma? Por esto no debemos deplorar la muerte, ya que es causa de salvación para todos; no debemos rehuirla, puesto que el Hijo de Dios no la rehuyó ni tuvo en menos el sufrirla.

Además, la muerte no formaba parte de nuestra naturaleza, sino que se introdujo en ella; Dios no instituyó la muerte desde el principio, sino que nos la dio como un remedio. En efecto, la vida del hombre, condenada, por culpa del pecado, a un duro trabajo y a un sufrimiento intolerable, comenzó a ser digna de lástima: era necesario dar fin a estos males, de modo que la muerte restituyera lo que la vida había perdido. La inmortalidad, en efecto, es más una carga que un bien, si no entra en juego la gracia.

Nuestro espíritu aspira a abandonar las sinuosidades de esta vida y los enredos del cuerpo terrenal y llegar a aquella asamblea celestial, a la que sólo llegan los santos, para cantar a Dios aquella alabanza que, como nos dice la Escritura, le cantan al son de la cítara: Grandes y maravillosas son tus obras, Señor, Dios omnipotente, justos y verdaderos tus caminos, ¡oh Rey de los siglos! ¿Quién no temerá, Señor, y glorificará tu nombre? Porque tú solo eres santo, porque vendrán todas las naciones y se postrarán en tu acatamiento; y también para contemplar, Jesús, tu boda mística, cuando la esposa, en medio de la aclamación de todos, será transportada de la tierra al cielo -a ti acude todo mortal-, libre ya de las ataduras de este mundo y unida al espíritu.

Este deseo expresaba con especial vehemencia el salmista, cuando decía: Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por los días de mi vida y gozar de la dulzura del Señor.

Del Libro de san Ambrosio, obispo, Sobre la muerte de su hermano Sátiro 
(Libro 2, 40. 41. 46. 47. 132. 133: CSEL 73, 270-274. 323-324)

Tú, Señor, que asumiste la existencia



Himno: 

TÚ, SEÑOR, QUE ASUMISTE LA EXISTENCIA

Tú, Señor, que asumiste la existencia,
la lucha y el dolor que el hombre vive,
no dejes sin la luz de tu presencia
la noche de la muerte que lo aflige.

Te rebajaste, Cristo, hasta la muerte,
y una muerte de cruz, por amor nuestro;
así te exaltó el Padre, al acogerte,
sobre todo poder de tierra y cielo.

Para ascender después gloriosamente,
bajaste sepultado a los abismos;
fue el amor del Señor omnipotente
más fuerte que la muerte y su sino.

Primicia de los muertos, tu victoria
es la fe y la esperanza del creyente,
el secreto final de nuestra historia,
abierta a nueva vida para siempre.

Cuando la noche llegue y sea el día
de pasar de este mundo a nuestro Padre,
concédenos la paz y la alegría
de un encuentro feliz que nunca acabe. Amén.

Abandono y confianza



Acordémonos que Jesús es siempre el mismo: ayer, hoy y siempre. Vamos a su corazón herido por la lanza y dejemos caer en Él el fardo de nuestras culpas. Tengamos confianza, inquebrantable confianza en que su amor infinito es más fuerte que todas nuestras miserias, que todos nuestros crímenes. 

Beato Padre Padre Alberto Hurtado Cruchaga S.J.

1 de noviembre de 2017

Santo Evangelio 1 de noviembre 2017



Día litúrgico: 1 de Noviembre: Todos los Santos

Texto del Evangelio (Mt 5,1-12a): En aquel tiempo, viendo Jesús la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le acercaron. Y tomando la palabra, les enseñaba diciendo: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos».


«Alegraos y regocijaos»
Mons. F. Xavier CIURANETA i Aymí Obispo Emérito de Lleida 
(Lleida, España)


Hoy celebramos la realidad de un misterio salvador expresado en el “credo” y que resulta muy consolador: «Creo en la comunión de los santos». Todos los santos, desde la Virgen María, que han pasado ya a la vida eterna, forman una unidad: son la Iglesia de los bienaventurados, a quienes Jesús felicita: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8). Al mismo tiempo, también están en comunión con nosotros. La fe y la esperanza no pueden unirnos porque ellos ya gozan de la eterna visión de Dios; pero nos une, en cambio el amor «que no pasa nunca» (1Cor 13,13); ese amor que nos une con ellos al mismo Padre, al mismo Cristo Redentor y al mismo Espíritu Santo. El amor que les hace solidarios y solícitos para con nosotros. Por tanto, no veneramos a los santos solamente por su ejemplaridad, sino sobre todo por la unidad en el Espíritu de toda la Iglesia, que se fortalece con la práctica del amor fraterno.

Por esta profunda unidad, hemos de sentirnos cerca de todos los santos que, anteriormente a nosotros, han creído y esperado lo mismo que nosotros creemos y esperamos y, sobre todo, han amado al Padre Dios y a sus hermanos los hombres, procurando imitar el amor de Cristo.

Los santos apóstoles, los santos mártires, los santos confesores que han existido a lo largo de la historia son, por tanto, nuestros hermanos e intercesores; en ellos se han cumplido estas palabras proféticas de Jesús: «Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos» (Mt 5,11-12). Los tesoros de su santidad son bienes de familia, con los que podemos contar. Éstos son los tesoros del cielo que Jesús invita a reunir (cf. Mt 6,20). Como afirma el Concilio Vaticano II, «su fraterna solicitud ayuda, pues, mucho a nuestra debilidad» (Lumen gentium, 49). Esta solemnidad nos aporta una noticia reconfortante que nos invita a la alegría y a la fiesta.

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Que no decaiga la esperanza!



QUE NO DECAIGA LA ESPERANZA!

Por Javier Leoz

1.- SANTIDAD Y FELICIDAD

Por José María Martín OSA

1.- La felicidad de las bienaventuranzas. En el evangelio de hoy Jesús dirige el discurso que llamamos “bienaventuranzas” sólo a sus discípulos, pues son ellos los que suben a la montaña y se acercan a El. Quiso estar a solas con ellos después de haber estado rodeado de la multitud. Quiso transmitir la “carta magna de su mensaje” en primer lugar a sus más íntimos, quizá porque sólo ellos estaban dispuestos a aceptar este anuncio revolucionario, aunque no lo entendieran muy bien. Bienaventurado es lo mismo que decir feliz, dichoso o bendito (del griego “makários”). A mí me gusta más la palabra “feliz” porque se entiende mejor en el mundo de hoy, donde todo el mundo persigue la felicidad. Lo que hoy leemos es la página clave de toda la enseñanza de Jesús. Jesús escoge una montaña encantadora, bella, verdeante, que domina todo el lago de Genesaret. Jesús habla de la auténtica felicidad. ¡Felices, felices, felices!... Felices, ¿quiénes? ¿Los ricos? No... ¿Los que ríen? No... ¿Los violentos y poderosos? No... ¿Los que están hartos de bienes? No... ¿Los que buscan sólo el placer? No... Todo lo contrario…

2.- Es feliz el “pobre de espíritu”, que pone su confianza en el Señor, aquél que depende absolutamente de Dios. Jesús dirige estas palabras a aquellos que, habiendo dejado todo, le siguieron. Eran pobres económicamente y eran pobres en espíritu. Mateo señala el valor de aquellos que no estaban satisfechos con lo que sabían y se consideran pobres. Lucas, más radical, proclama la felicidad de aquellos que por seguir a Jesús se empobrecieron materialmente porque fueron capaces de compartir sus bienes. Tanto unos como otros son bienaventurados. En alguna edición de la Biblia se traduce así: “felices los que eligen ser pobres”. La pobreza en sí no es ningún bien, pues todo hombre y mujer tiene derecho a unas condiciones materiales que le permitan vivir una vida digna. En el Antiguo Testamento los bienes materiales son considerados como una bendición de Dios. Sin embargo, aquellos que no “se atan” a lo material y conservan la libertad de espíritu son los auténticamente felices. Los que eligen ser pobres, los pacíficos y pacificadores, los limpios de corazón, los sufridos, los que tienen hambre y sed de justicia, los que son perseguidos por ser justos, son felices. Reciben la felicitación porque su situación cambiará, el reino de Dios les pertenece y serán saciados.

3.- Celebramos hoy la fiesta de los que han sabido vivir una vida de servicio y de entrega, de los que han hecho el bien. Sin embargo, muchas personas hoy día buscan la felicidad sólo en la tierra, de tejas para abajo. Hay que huir de todo lo que sea doloroso y disfrutar de todo lo que tenemos, sin pensar en nada más. Se olvidan de que todo aquí se acaba. No es que Jesús quiera, busque o proclame la pobreza y el dolor como el ideal de la vida cristiana. Porque todo lo que oprime al hombre está en contra de la voluntad de Dios. Por lo tanto, Dios quiere que luchemos por eliminar del mundo el hambre. Quiere que enjuguemos las lágrimas de muchos ojos. Quiere que trabajemos por la paz. Quiere como que nos ganemos en una vida tranquila nuestro sustento de cada día, y que la vida cristiana sea alegría, gozo y paz. Pero las realidades del mundo, por culpa de los hombres y no de Dios, son a veces muy injustas. Y entonces, ¿quiénes son los felices? ¿Los ricos satisfechos, o más bien son felices los pobres en su espíritu, que, no teniendo otro en quien apoyarse, confían solamente en Dios?...Así lo han hecho y han sido felices tantos y tantos hombres y mujeres que han hecho el bien durante el paso por este mundo. No han sido seres extraterrestres vestidos de blanco, han sido seres de carne y hueso, padres y madres de familia, jóvenes y viejos, religiosos o laicos. Todos han llegado a la meta y han recibido una recompensa grande en el cielo. Han experimentado el gozo de llamarnos y ser en verdad hijos de Dios. Por eso celebramos hoy su fiesta, la de Todos los Santos.

4.- Un ideal al que aspiramos.  A veces da la sensación de que tenemos que hacer lo que hizo éste o aquél santo para llegar al cielo. Por cierto, lo que hicieron algunos -como el Estilita que se pasó la vida subido en una columna- es desaconsejable para la salud y ante los ojos de hoy antievangélico. Tampoco podemos ponernos un listón que todos tenemos que saltar para llegar a ser santos. Cada cual se santifica a su modo, con sus cualidades, con los dones que le ha dado el Señor. Es santo aquél que vive según el espíritu de las bienaventuranzas. Como todo ideal es imposible de cumplir -entonces dejaría de ser ideal- pero la cuestión está en vivir según ese estilo e intentar ser manso, pacífico, misericordioso, pobre de espíritu, sufrido, luchador en favor de la justicia, limpio de corazón. Esta manera de vivir contrasta con lo que dice el mundo, pero es la única manera de seguir a Jesús. Es su principal mensaje, lo que distingue a un cristiano, pues de los que viven a así "es el Reino de los cielos".