31 de marzo de 2019



Día litúrgico: Domingo IV (C) de Cuaresma

Texto del Evangelio (Lc 15,1-3.11-32): 

En aquel tiempo, viendo que todos los publicanos y los pecadores se acercaban a Jesús para oírle, los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: «Este acoge a los pecadores y come con ellos». Entonces les dijo esta parábola. «Un hombre tenía dos hijos; y el menor de ellos dijo al padre: ‘Padre, dame la parte de la hacienda que me corresponde’. Y él les repartió la hacienda. Pocos días después el hijo menor lo reunió todo y se marchó a un país lejano donde malgastó su hacienda viviendo como un libertino. Cuando hubo gastado todo, sobrevino un hambre extrema en aquel país, y comenzó a pasar necesidad. Entonces, fue y se ajustó con uno de los ciudadanos de aquel país, que le envió a sus fincas a apacentar puercos. Y deseaba llenar su vientre con las algarrobas que comían los puercos, pero nadie se las daba. Y entrando en sí mismo, dijo: ‘¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras que yo aquí me muero de hambre! Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y ante ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros’. Y, levantándose, partió hacia su padre. 

»Estando él todavía lejos, le vio su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente. El hijo le dijo: ‘Padre, pequé contra el cielo y ante ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo’. Pero el padre dijo a sus siervos: ‘Traed aprisa el mejor vestido y vestidle, ponedle un anillo en su mano y unas sandalias en los pies. Traed el novillo cebado, matadlo, y comamos y celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado’. Y comenzaron la fiesta. 

»Su hijo mayor estaba en el campo y, al volver, cuando se acercó a la casa, oyó la música y las danzas; y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. El le dijo: ‘Ha vuelto tu hermano y tu padre ha matado el novillo cebado, porque le ha recobrado sano’. Él se irritó y no quería entrar. Salió su padre, y le suplicaba. Pero él replicó a su padre: ‘Hace tantos años que te sirvo, y jamás dejé de cumplir una orden tuya, pero nunca me has dado un cabrito para tener una fiesta con mis amigos; y ¡ahora que ha venido ese hijo tuyo, que ha devorado tu hacienda con prostitutas, has matado para él el novillo cebado!’ Pero él le dijo: ‘Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto, y ha vuelto a la vida; estaba perdido, y ha sido hallado’».


«Padre, pequé contra el cielo y ante ti»

Rev. D. Joan Ant. MATEO i García 
(La Fuliola, Lleida, España)

Hoy, domingo Laetare (“Alegraos”), cuarto de Cuaresma, escuchamos nuevamente este fragmento entrañable del Evangelio según san Lucas, en el que Jesús justifica su práctica inaudita de perdonar los pecados y recuperar a los hombres para Dios.

Siempre me he preguntado si la mayoría de la gente entendía bien la expresión “el hijo pródigo” con la cual se designa esta parábola. Yo creo que deberíamos rebautizarla con el nombre de la parábola del “Padre prodigioso”.

Efectivamente, el Padre de la parábola —que se conmueve viendo que vuelve aquel hijo perdido por el pecado— es un icono del Padre del Cielo reflejado en el rostro de Cristo: «Estando él todavía lejos, le vio su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente» (Lc 15,20). Jesús nos da a entender claramente que todo hombre, incluso el más pecador, es para Dios una realidad muy importante que no quiere perder de ninguna manera; y que Él siempre está dispuesto a concedernos con gozo inefable su perdón (hasta el punto de no ahorrar la vida de su Hijo).

Este domingo tiene un matiz de serena alegría y, por eso, es designado como el domingo “alegraos”, palabra presente en la antífona de entrada de la Misa de hoy: «Festejad a Jerusalén, gozad con ella todos los que la amáis, alegraos de su alegría». Dios se ha compadecido del hombre perdido y extraviado, y le ha manifestado en Jesucristo —muerto y resucitado— su misericordia.

San Juan Pablo II decía en su encíclica Dives in misericordia que el amor de Dios, en una historia herida por el pecado, se ha convertido en misericordia, compasión. La Pasión de Jesús es la medida de esta misericordia. Así entenderemos que la alegría más grande que damos a Dios es dejarnos perdonar presentando a su misericordia nuestra miseria, nuestro pecado. A las puertas de la Pascua acudimos de buen grado al sacramento de la penitencia, a la fuente de la divina misericordia: daremos a Dios una gran alegría, quedaremos llenos de paz y seremos más misericordiosos con los otros. ¡Nunca es tarde para levantarnos y volver al Padre que nos ama!

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Oración al Corazón de Jesús


Será su hijo querido, que se había perdido

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SERÁ SU HIJO QUERIDO, QUE SE HABÍA PERDIDO

Por Antonio García-Moreno

1.- LIBRES, OPTIMISTAS SIEMPRE. Por fin el pueblo ha llegado a la tierra prometida. Atrás quedaron los largos años de caminar con rumbo perdido por el desierto. También, en el lejano horizonte del tiempo, se perdió la esclavitud y la opresión. Ahora ha cesado su vida de judío errante, ahora el pueblo descansará en la posesión de esa tierra que Dios les ha dado. En la estepa de Jericó, en Guilgal, acamparon los israelitas para celebrar la Pascua, la primera dentro de los confines de la tierra soñada tanto tiempo. El sol va declinando encendido en rojo naranja. El atardecer sereno se llena de canciones rituales. Dios ha liberado a su pueblo y éste le canta agradecido.

La liturgia de nuestra Madre la Iglesia nos va haciendo recordar las diversas etapas de la Historia de la salvación, la historia de los amores de Dios para con su pueblo. Quiere así despertarnos del sueño de nuestro vivir rutinario, quiere actualizar en nosotros esos acontecimientos que nos pertenecen en cierto modo, que son como el pasado de nuestra misma historia, el pasado que prepara el futuro de nuestro presente de hoy.

Se acerca la Pascua, la que realmente nos libra de la más terrible esclavitud, la del pecado. Ante esa liberación que ya estamos pregustando, ha de nacer en nuestro corazón un canto de gratitud, un deseo de pagar con amor tanto amor como Dios nos da.

La tierra generosa dio su fruto. Una siega abundante culminó la siembra de aquellos hombres rudos del desierto. Han comenzado un nuevo género de vida; de pastores se han tornado agricultores. Ya el maná no cae del cielo. Dios ha cerrado esa providencia extraordinaria de los tiempos duros del desierto, para dar paso al orden normal de los acontecimientos.

Pero el hombre seguirá pendiente del cielo, de la dirección del viento, del pasar de las nubes, de la lluvia temprana y de la lluvia tardía, que irán haciendo posible el sencillo milagro de cada cosecha. Y Dios, en su providencia, secundará los planes del hombre. Unas veces con abundancia y otras con escasez. Pero siempre con un gran amor, buscando el bien del hombre, aunque el hombre no lo sepa, o no quiera, comprenderlo.

Y es que un padre actúa a veces de modo incomprensible para sus hijos. Incluso puede dar la impresión que permite su sufrimiento, que no se hace cargo del dolor de su hijo. Y no es así. Todo lo contrario. Sufre en su carne el mismo dolor del hijo, que carne suya es. Pero está persuadido de que sólo a través de ese proceder suyo, es como el hijo logrará su propio bien. Su propia salvación eterna, en el caso de nuestro Padre Dios... Por eso siempre hemos de confiar en la providencia divina. Siempre dar gracias, siempre esperar, siempre estar tranquilos, serenos, optimistas. Dios proveerá. Puedes estar plenamente seguro del Señor, de su inmenso amor y de su poder infinito. Y, pase lo que pase, recobrar pronto la calma.

2.- UNA LLAMADA DE ESPERANZA. La conducta de Jesucristo era motivo de escándalo para los "justos" de su tiempo. Resultaba llamativo que los publicanos y los pecadores se acercaran al Señor. Pero lo era todavía más que el Maestro los acogiera con simpatía y que no tuviera el menor reparo en comer con ellos, y era realmente inadmisible que uno de los Doce elegidos para el Colegio apostólico, fuera precisamente un publicano. Por eso los fariseos y los letrados, la elite de Israel, murmuraban contra Jesús y le rechazaban más y más.

Pero el Redentor no se preocupaba de aquellas críticas. Él había venido a salvar lo que estaba perdido, a curar a los que estaban enfermos, a redimir a los pecadores. De muchas maneras Jesús, a lo largo de su vida pública, explica el porqué de su conducta. Las parábolas que hablan de la misericordia divina son numerosas y emotivas. Pero de entre todas, sobresale por su belleza y ternura la que contemplamos hoy en la liturgia de la Palabra, la del hijo pródigo. En primer lugar, destaca la maldad que supone el pecado. Es pedir la herencia que tanto costó ganar al padre y malgastarla en vicios, derrochar de mala forma la heredad de los mayores, destruir en un momento lo que se edificó al precio de la sangre de Jesucristo, Dios y hombre verdadero. Como resultado, la soledad y la tristeza, el remordimiento y el desasosiego… El ser un porquero era para un judío abominable, máxime cuando tenía que comer lo mismo que comían aquellos animales, impuros según la Ley. El pecado, en efecto, sumerge al hombre en una situación penosa y sucia, lo hunde en un lodazal de miseria, lo expone al peligro de una condenación eterna.

Comprender esta realidad es la primera condición para salir de esa triste situación. Si perdemos el sentido profundo del pecado, estamos perdidos. Difícilmente se sale de una situación, cuya gravedad no se comprende ni se acepta. Por eso hemos de pararnos a pensar un poco en lo que supone el pecado, tratar de penetrar en su malicia y en sus terribles consecuencias. Eso es lo que hizo el hijo pródigo. Y luego acordarse de la bondad de Dios nuestro Padre. Pensar que el Señor es compasivo y misericordioso, pronto al perdón y al olvido de nuestros pecados. Él nos ama tanto que tiene más deseos de perdonarnos, que nosotros de ser perdonados. Al final, el Padre abraza al hijo perdido, le llena de besos y de lágrimas, le corta esas palabras que durante el camino había ido pensando decir. Para el padre todo volverá a ser igual que antes; ese que ha llegado no será un jornalero como pretende, será su hijo querido, que se había perdido y que ha vuelto a la casa paterna. Todo termina con aires de fiesta, con una llamada al arrepentimiento y a la esperanza.

30 de marzo de 2019

Santo Evangelio 30 de Marzo 2019



Día litúrgico: Sábado III de Cuaresma


Texto del Evangelio (Lc 18,9-14): En aquel tiempo, Jesús dijo también a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, esta parábola: «Dos hombres subieron al templo a orar; uno fariseo, otro publicano. El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: ‘¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias’. En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: ‘¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!’. Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se ensalce será humillado; y el que se humille será ensalzado».


«Os digo que éste bajó a su casa justificado»

Fr. Gavan JENNINGS 
(Dublín, Irlanda)

Hoy, Cristo se nos presenta con dos hombres que, ante un observador "casual", podrían aparecer casi como idénticos, ya que ellos se encuentran en el mismo lugar realizando la misma actividad: ambos «subieron al templo a orar» (Lc 18,10). Pero más allá de las apariencias, en lo más profundo de sus conciencias personales, los dos hombres difieren radicalmente: uno, el fariseo, tiene la conciencia tranquila, mientras que el otro, el publicano —cobrador de impuestos— se encuentra inquieto por los sentimientos de culpa.

Hoy día tendemos a considerar los sentimientos de culpa —el remordimiento— como algo cercano a una aberración psicológica. Sin embargo, el sentimiento de culpa le permite al publicano salir reconfortado del Templo, puesto que «éste bajó a su casa justificado y aquél no» (Lc 18,14). «El sentimiento de culpa», escribió Benedicto XVI cuando él todavía era Cardenal Ratzinger ("Conciencia y verdad"), «remueve la falsa tranquilidad de conciencia y puede ser llamado "protesta de la conciencia" contra mi existencia auto-satisfecha. Es tan necesario para el hombre como el dolor físico, que significa una alteración corporal del funcionamiento normal».

Jesús no nos induce a pensar que el fariseo no esté diciendo la verdad cuando él afirma que no es rapaz, injusto, ni adúltero y que ayuna y entrega dinero al Templo (cf. Lc 18,11); ni tampoco que el recaudador de impuestos esté delirando al considerarse a sí mismo como un pecador. Ésta no es la cuestión. Más bien ocurre que «el fariseo no sabe que él también tiene culpa. Él tiene una conciencia completamente clara. Pero el "silencio de la conciencia" lo hace impenetrable ante Dios y ante los hombres, mientras que el "grito de conciencia" que inquieta al publicano lo hace capaz de la verdad y del amor. ¡Jesús puede remover a los pecadores!» (Benedicto XVI).


«Todo el que se ensalce será humillado; y el que se humille será ensalzado»

Rev. D. David COMPTE i Verdaguer 
(Manlleu, Barcelona, España)

Hoy, inmersos en la cultura de la imagen, el Evangelio que se nos propone tiene una profunda carga de contenido. Pero vayamos por partes.

En el pasaje que contemplamos vemos que en la persona hay un nudo con tres cuerdas, de tal manera que es imposible deshacerlo si uno no tiene presentes las tres cuerdas mencionadas. La primera nos relaciona con Dios; la segunda, con los otros; y la tercera, con nosotros mismos. Fijémonos en ello: aquéllos a quien se dirige Jesús «se tenían por justos y despreciaban a los demás» (Lc 18,9) y, de esta manera, rezaban mal. ¡Las tres cuerdas están siempre relacionadas!

¿Cómo fundamentar bien estas relaciones? ¿Cuál es el secreto para deshacer el nudo? Nos lo dice la conclusión de esa incisiva parábola: la humildad. Así mismo lo expresó santa Teresa de Ávila: «La humildad es la verdad».

Es cierto: la humildad nos permite reconocer la verdad sobre nosotros mismos. Ni hincharnos de vanagloria, ni menospreciarnos. La humildad nos hace reconocer como tales los dones recibidos, y nos permite presentar ante Dios el trabajo de la jornada. La humildad reconoce también los dones del otro. Es más, se alegra de ellos.

Finalmente, la humildad es también la base de la relación con Dios. Pensemos que, en la parábola de Jesús, el fariseo lleva una vida irreprochable, con las prácticas religiosas semanales e, incluso, ¡ejerce la limosna! Pero no es humilde y esto carcome todos sus actos.

Tenemos cerca la Semana Santa. Pronto contemplaremos —¡una vez más!— a Cristo en la Cruz: «El Señor crucificado es un testimonio insuperable de amor paciente y de humilde mansedumbre» (San Juan Pablo II). Allí veremos cómo, ante la súplica de Dimas —«Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino» (Lc 23,42)— el Señor responde con una “canonización fulminante”, sin precedentes: «En verdad te digo, hoy mismo estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43). Este personaje era un asesino que queda, finalmente, canonizado por el propio Cristo antes de morir.

Es un caso inédito y, para nosotros, un consuelo...: la santidad no la “fabricamos” nosotros, sino que la otorga Dios, si Él encuentra en nosotros un corazón humilde y converso.

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Sirvamos a Cristo en la pesona de los pobres

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SIRVAMOS A CRISTO EN LA PERSONA DE LOS POBRES

Dichosos los misericordiosos -dice la Escritura-, porque ellos alcanzarán misericordia. La misericordia no es, ciertamente, la última de las bienaventuranzas. Y dice también el salmo: Dichoso el que cuida del pobre y desvalido. Y asimismo: Dichoso el que se apiada y presta. Y en otro lugar: El justo a diario se compadece y da prestado. Hagámonos, pues, dignos de estas bendiciones divinas.

Ni la misma noche ha de interrumpir el ejercicio de nuestra misericordia. No digas al prójimo: Anda, vete; mañana te lo daré. Que no haya solución de continuidad entre nuestra decisión y su cumplimiento. La beneficencia es lo único que no admite dilación.

Parte tu pan con el que tiene hambre, da hospedaje a los pobres que no tienen techo, y ello con prontitud y alegría. Quien practique la misericordia -dice el Apóstol-, que lo haga con jovialidad; esta prontitud y diligencia duplicarán el premio de tu dádiva. Pues lo que se ofrece de mala gana y por fuerza no resulta en modo alguno agradable ni hermoso. Hemos de alegrarnos en vez de entristecernos cuando prestamos algún beneficio. Si quitas las cadenas y la opresión, dice la Escritura, esto es, la avaricia y la reticencia, las dudas y palabras quejumbrosas, ¿qué resultará de ello? Algo grande y admirable. Una gran recompensa. Brillará tu luz como la aurora, en seguida te brotará la carne sana. ¿Y quién hay que no desee la luz y la salud?

Por esto, si me juzgáis digno de alguna atención, siervos de Cristo, hermanos y coherederos suyos, visitemos a Cristo siempre que se presente la ocasión, alimentemos a Cristo, vistamos a Cristo, demos albergue a Cristo, honremos a Cristo, no sólo en la mesa, como Simón, ni sólo con ungüentos, como María, ni sólo en el sepulcro, como José de Arimatea, ni con lo necesario para la sepultura, como aquel que amaba a medias a Cristo, Nicodemo, ni, por último, con oro, incienso y mirra, como los Magos, sino que, ya que el Señor de todo quiere misericordia y no sacrificios, y ya que la compasión está por encima de la grasa de millares de carneros, démosela en la persona de los pobres y de los que están hoy echados en el polvo, para que, al salir de este mundo, nos reciban en las moradas eternas, por el mismo Cristo nuestro Señor, a quien sea la gloria por los siglos. Amén.


De las Disertaciones de san Gregorio de Nacianzo, obispo
(Disertación 14, Sobre el amor a los pobres, 38. 40: PG 35, 907. 910)

29 de marzo de 2019

Santo Evangelio 29 de Marzo de 2019



Día litúrgico: Viernes III de Cuaresma


Texto del Evangelio (Mc 12,28b-34): En aquel tiempo, uno de los maestros de la Ley se acercó a Jesús y le hizo esta pregunta: «¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?». Jesús le contestó: «El primero es: ‘Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas’. El segundo es: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’. No existe otro mandamiento mayor que éstos». 

Le dijo el escriba: «Muy bien, Maestro; tienes razón al decir que Él es único y que no hay otro fuera de Él, y amarle con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a si mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios». Y Jesús, viendo que le había contestado con sensatez, le dijo: «No estás lejos del Reino de Dios». Y nadie más se atrevía ya a hacerle preguntas.


«No existe otro mandamiento mayor que éstos»

Rev. D. Pere MONTAGUT i Piquet 
(Barcelona, España)

Hoy, la liturgia cuaresmal nos presenta el amor como la raíz más profunda de la autocomunicación de Dios: «El alma no puede vivir sin amor, siempre quiere amar alguna cosa, porque está hecha de amor, que yo por amor la creé» (Santa Catalina de Siena). Dios es amor todopoderoso, amor hasta el extremo, amor crucificado: «Es en la cruz donde puede contemplarse esta verdad» (Benedicto XVI). Este Evangelio no es sólo una autorrevelación de cómo Dios mismo —en su Hijo— quiere ser amado. Con un mandamiento del Deuteronomio: «Ama al Señor, tu Dios» (Dt 6,5) y otro del Levítico: «Ama a los otros» (Lev 19,18), Jesús lleva a término la plenitud de la Ley. Él ama al Padre como Dios verdadero nacido del Dios verdadero y, como Verbo hecho hombre, crea la nueva Humanidad de los hijos de Dios, hermanos que se aman con el amor del Hijo.

La llamada de Jesús a la comunión y a la misión pide una participación en su misma naturaleza, es una intimidad en la que hay que introducirse. Jesús no reivindica nunca ser la meta de nuestra oración y amor. Da gracias al Padre y vive continuamente en su presencia. El misterio de Cristo atrae hacia el amor a Dios —invisible e inaccesible— mientras que, a la vez, es camino para reconocer, verdad en el amor y vida para el hermano visible y presente. Lo más valioso no son las ofrendas quemadas en el altar, sino Cristo que quema como único sacrificio y ofrenda para que seamos en Él un solo altar, un solo amor.

Esta unificación de conocimiento y de amor tejida por el Espíritu Santo permite que Dios ame en nosotros y utilice todas nuestras capacidades, y a nosotros nos concede poder amar como Cristo, con su mismo amor filial y fraterno. Lo que Dios ha unido en el amor, el hombre no lo puede separar. Ésta es la grandeza de quien se somete al Reino de Dios: el amor a uno mismo ya no es obstáculo sino éxtasis para amar al único Dios y a una multitud de hermanos.

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Oración al Corazón de Jesús


El Misterios de nuestra vivificación




EL MISTERIO DE NUESTRA VIVIFICACIÓN

El venerable Job, figura de la Iglesia, unas veces habla en nombre del cuerpo, otras en nombre de la cabeza; y, así, a veces está hablando de los miembros y, súbitamente, toma las palabras de la cabeza. Por esto dice: Todo esto lo he sufrido aunque en mis manos no hay violencia y es sincera mi oración.

Sin que hubiera violencia en sus manos, en efecto, sufrió aquel que no cometió pecado, ni se halló engaño en su boca, y sin embargo padeció por nuestra redención los dolores de la cruz. Él fue el único que dirigió a Dios una oración sincera, ya que en medio de los sufrimientos de su pasión oró al Padre, diciendo: Padre, perdónalos; porque no saben lo que hacen.

¿Se puede, en efecto, pronunciar o pensar una oración más sincera que ésta, por la cual intercede por los mismos que lo atormentan? De ahí deriva el hecho de que la sangre de nuestro Redentor, derramada por la furia de sus perseguidores, se convirtiera luego en fuente de vida para los creyentes, los cuales lo proclamarían Hijo de Dios.

Con respecto a esta sangre, añade con razón el libro santo: ¡Tierra, no cubras mi sangre, no encierres mi demanda de justicia! Al hombre pecador se le había dicho: Eres tierra y a la tierra volverás.

Pero esta tierra no sorbió la sangre de nuestro Redentor, pues cualquier pecador, al beber el precio de su redención, lo confiesa y proclama, y así se hace patente a todos su valor.

La tierra no sorbió su sangre, pues la santa Iglesia ha predicado ya en todas partes el misterio de su redención. Es digno de notarse también lo que sigue: No encierres mi demanda de justicia. La misma sangre redentora que bebemos, en efecto, es la demanda de justicia de nuestro Redentor. Por eso dice Pablo: Os habéis acercado a la aspersión de una sangre que habla mejor que la de Abel. De la sangre de Abel se había dicho: La sangre de tu hermano está clamando a mí desde la tierra.

Pero la sangre de Jesús habla mejor que la de Abel, pues la sangre de Abel pedía la muerte del hermano fratricida, mientras que la sangre del Señor impetró la vida para sus perseguidores.

Por tanto, para que dé su fruto en nosotros el sacramento de la pasión del Señor, debemos imitar aquello que bebemos, y anunciar a los demás aquello que veneramos.

Pues su demanda de justicia quedaría oculta en nosotros, si nuestra lengua callara lo que cree nuestra mente. Para que su demanda de justicia no quede oculta en nosotros, sólo falta que cada uno de nosotros, a medida de sus posibilidades, dé a conocer a los demás el misterio de su vivificación.

De los libros de las Morales de san Gregorio Magno, papa, sobre el libro de Job
(Libro 13, 21-23: PL 75, 1028.1029)

28 de marzo de 2019

Santo Evangelio 28 de Marzo de 2018



Día litúrgico: Jueves III de Cuaresma

Texto del Evangelio (Lc 11,14-23): En aquel tiempo, Jesús estaba expulsando un demonio que era mudo; sucedió que, cuando salió el demonio, rompió a hablar el mudo, y las gentes se admiraron. Pero algunos de ellos dijeron: «Por Beelzebul, Príncipe de los demonios, expulsa los demonios». Otros, para ponerle a prueba, le pedían una señal del cielo. Pero Él, conociendo sus pensamientos, les dijo: «Todo reino dividido contra sí mismo queda asolado, y casa contra casa, cae. Si, pues, también Satanás está dividido contra sí mismo, ¿cómo va a subsistir su reino?, porque decís que yo expulso los demonios por Beelzebul. Si yo expulso los demonios por Beelzebul, ¿por quién los expulsan vuestros hijos? Por eso, ellos serán vuestros jueces. Pero si por el dedo de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios. Cuando uno fuerte y bien armado custodia su palacio, sus bienes están en seguro; pero si llega uno más fuerte que él y le vence, le quita las armas en las que estaba confiado y reparte sus despojos. El que no está conmigo, está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama».


«Si por el dedo de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios»

Rev. D. Josep GASSÓ i Lécera 
(Ripollet, Barcelona, España)

Hoy, en la proclamación de la Palabra de Dios, vuelve a aparecer la figura del diablo: «Jesús estaba expulsando un demonio que era mudo» (Lc 11,14). Cada vez que los textos nos hablan del demonio, quizá nos sentimos un poco incómodos. En cualquier caso, es cierto que el mal existe, y que tiene raíces tan profundas que nosotros no podemos conseguir eliminarlas del todo. También es verdad que el mal tiene una dimensión muy amplia: va “trabajando” y no podemos de ninguna manera dominarlo. Pero Jesús ha venido a combatir estas fuerzas del mal, al demonio. Él es el único que lo puede echar.

Se ha calumniado y acusado a Jesús: el demonio es capaz de conseguirlo todo. Mientras que la gente se maravilla de lo que ha obrado Jesucristo, «algunos de ellos dijeron: ‘Por Beelzebul, Príncipe de los demonios, expulsa los demonios’» (Lc 11,15).

La respuesta de Jesús muestra la absurdidad del argumento de quienes le contradicen. De paso, esta respuesta es para nosotros una llamada a la unidad, a la fuerza que supone la unión. La desunión, en cambio, es un fermento maléfico y destructor. Precisamente, uno de los signos del mal es la división y el no entenderse entre unos y otros. Desgraciadamente, el mundo actual está marcado por este tipo de espíritu del mal que impide la comprensión y el reconocimiento de los unos hacia los otros.

Es bueno que meditemos cuál es nuestra colaboración en este “expulsar demonios” o echar el mal. Preguntémonos: ¿pongo lo necesario para que el Señor expulse el mal de mi interior? ¿Colaboro suficientemente en este “expulsar”? Porque «del corazón del hombre salen las intenciones malas» (Mt 15,19). Es muy importante la respuesta de cada uno, es decir, la colaboración necesaria a nivel personal. 

Que María interceda ante Jesús, su Hijo amado, para que expulse de nuestro corazón y del mundo cualquier tipo de mal (guerras, terrorismo, malos tratos, cualquier tipo de violencia). María, Madre de la Iglesia y Reina de la Paz, ¡ruega por nosotros!

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Oración al Corazón de Jesús


Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios

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Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios

San Teófilo de Antioquía A Autólico 1,2.7

Tú me dices: «Muéstrame a tu Dios»; yo te diré a mi vez: «Muéstrame tú al hombre que hay en ti», y yo te mostraré a mi Dios. Muéstrame, por tanto, si los ojos de tu mente ven y si oyen los oídos de tu corazón.

Pues de la misma manera que los que ven con los ojos del cuerpo, con ellos perciben las realidades de esta vida terrena y advierten las diferencias que se dan entre ellas -por ejemplo, entre la luz y las tinieblas, lo blanco y lo negro, lo deforme y lo bello, lo proporcionado y lo desproporcionado, lo que está bien formado y lo que no lo está, lo que existe de superfluo y lo que es deficiente en las cosas-, y lo mismo se diga de lo que cae bajo el dominio del oído -sonidos agudos, graves o agradables-, eso mismo hay que decir de los oídos del corazón y de los ojos de la mente, en cuanto a su poder para captar a Dios.

En efecto, ven a Dios los que son capaces de mirarlo, porque tienen abiertos los ojos del espíritu. Porque todo el mundo tiene ojos, algunos los tienen oscurecidos y no ven la luz del sol. Y no porque los ciegos no vean ha de decirse que el sol ha dejado de lucir, sino que esto hay que atribuírselo a sí mismos y a sus propios ojos. De la misma manera, tienes tú los ojos de tu alma oscurecidos a causa de tus pecados y malas acciones.

El alma del hombre tiene que ser pura, como un espejo brillante. Cuando en el espejo se produce el orín, no se puede ver el rostro de una persona; de la misma manera, cuando el pecado está en el hombre, el hombre ya no puede contemplar a Dios.

Pero puedes sanar, si quieres. Ponte en manos del médico, y él punzará los ojos de tu alma y de tu corazón. ¿Qué médico es éste? Dios, que sana y vivifica mediante su Palabra y su sabiduría. Pues por medio de la Palabra y de la sabiduría se hizo todo. Efectivamente, la palabra del Señor hizo el cielo, el aliento de su boca, sus ejércitos. Su sabiduría está por encima de todo: Dios, con su sabiduría, puso el fundamento de la tierra; con su inteligencia, preparó los cielos; con su voluntad, rasgó los abismos, y las nubes derramaron su rocío.

Si entiendes todo esto, y vives pura, santa y justamente, podrás ver a Dios; pero la fe y el temor de Dios han de tener la absoluta preferencia en tu corazón y entonces entenderás todo esto. Cuando te despojes de lo mortal y te revistas de la inmortalidad, entonces verás a Dios de manera digna. Dios hará que tu carne sea inmortal con su alma, y entonces, convertido en inmortal, verás al que es inmortal, con tal de que ahora creas en él.

27 de marzo de 2019

Santo Evangelio 27 de Marzo de 2019



Día litúrgico: Miércoles III de Cuaresma

Texto del Evangelio (Mt 5,17-19): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento. Sí, os lo aseguro: el cielo y la tierra pasarán antes que pase una i o una tilde de la Ley sin que todo suceda. Por tanto, el que traspase uno de estos mandamientos más pequeños y así lo enseñe a los hombres, será el más pequeño en el Reino de los Cielos; en cambio, el que los observe y los enseñe, ése será grande en el Reino de los Cielos».


«No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas (...), sino a dar cumplimiento»

Rev. D. Vicenç GUINOT i Gómez 
(Sant Feliu de Llobregat, España)

Hoy día hay mucho respeto por las distintas religiones. Todas ellas expresan la búsqueda de la trascendencia por parte del hombre, la búsqueda del más allá, de las realidades eternas. En cambio, en el cristianismo, que hunde sus raíces en el judaísmo, este fenómeno es inverso: es Dios quien busca al hombre.

Como recordó San Juan Pablo II, Dios desea acercarse al hombre, Dios quiere dirigirle sus palabras, mostrarle su rostro porque busca la intimidad con él. Esto se hace realidad en el pueblo de Israel, pueblo escogido por Dios para recibir sus palabras. Ésta es la experiencia que tiene Moisés cuando dice: «¿Dónde hay una nación tan grande que tenga unos dioses tan cercanos como el Señor, nuestro Dios, siempre que lo invocamos?» (Dt 4,7). Y, todavía, el salmista canta que Dios «Anuncia su palabra a Jacob, sus decretos y mandatos a Israel; con ninguna nación obró así, ni les dio a conocer sus mandatos» (Sal 147,19-20).

Jesús, pues, con su presencia lleva a cumplimiento el deseo de Dios de acercarse al hombre. Por esto, dice que «no penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento» (Mt 5,17). Viene a enriquecerlos, a iluminarlos para que los hombres conozcan el verdadero rostro de Dios y puedan entrar en intimidad con Él.

En este sentido, menospreciar las indicaciones de Dios, por insignificantes que sean, comporta un conocimiento raquítico de Dios y, por eso, uno será tenido por pequeño en el Reino del Cielo. Y es que, como decía san Teófilo de Antioquía, «Dios es visto por los que pueden verle; sólo necesitan tener abiertos los ojos del espíritu (...), pero algunos hombres los tienen empañados».

Aspiremos, pues, en la oración a seguir con gran fidelidad todas las indicaciones del Señor. Así, llegaremos a una gran intimidad con Él y, por tanto, seremos tenidos por grandes en el Reino del Cielo.

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Oración al Corazón de Jesús


26 de marzo de 2019

Santo Evangelio 26 de Marzo de 2019



Día litúrgico: Martes III de Cuaresma


Texto del Evangelio (Mt 18,21-35): En aquel tiempo, Pedro se acercó entonces y le dijo: «Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces?». Dícele Jesús: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.

»Por eso el Reino de los Cielos es semejante a un rey que quiso ajustar cuentas con sus siervos. Al empezar a ajustarlas, le fue presentado uno que le debía 10.000 talentos. Como no tenía con qué pagar, ordenó el señor que fuese vendido él, su mujer y sus hijos y todo cuanto tenía, y que se le pagase. Entonces el siervo se echó a sus pies, y postrado le decía: ‘Ten paciencia conmigo, que todo te lo pagaré’. Movido a compasión el señor de aquel siervo, le dejó en libertad y le perdonó la deuda. 

»Al salir de allí aquel siervo se encontró con uno de sus compañeros, que le debía cien denarios; le agarró y, ahogándole, le decía: ‘Paga lo que debes’. Su compañero, cayendo a sus pies, le suplicaba: ‘Ten paciencia conmigo, que ya te pagaré’. Pero él no quiso, sino que fue y le echó en la cárcel, hasta que pagase lo que debía. Al ver sus compañeros lo ocurrido, se entristecieron mucho, y fueron a contar a su señor todo lo sucedido. Su señor entonces le mandó llamar y le dijo: ‘Siervo malvado, yo te perdoné a ti toda aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también compadecerte de tu compañero, del mismo modo que yo me compadecí de ti?’. Y encolerizado su señor, le entregó a los verdugos hasta que pagase todo lo que le debía. Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro hermano».


«Movido a compasión (...) le perdonó la deuda»

Rev. D. Enric PRAT i Jordana 
(Sort, Lleida, España)

Hoy, el Evangelio de Mateo nos invita a una reflexión sobre el misterio del perdón, proponiendo un paralelismo entre el estilo de Dios y el nuestro a la hora de perdonar.

El hombre se atreve a medir y a llevar la cuenta de su magnanimidad perdonadora: «Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces?» (Mt 18,21). A Pedro le parece que siete veces ya es mucho o que es, quizá, el máximo que podemos soportar. Bien mirado, Pedro resulta todavía espléndido, si lo comparamos con el hombre de la parábola que, cuando encontró a un compañero suyo que le debía cien denarios, «le agarró y, ahogándole, le decía: ‘Paga lo que debes’» (Mt 18,28), negándose a escuchar su súplica y la promesa de pago.

Echadas las cuentas, el hombre, o se niega a perdonar, o mide estrictamente a la baja su perdón. Verdaderamente, nadie diría que venimos de recibir de parte de Dios un perdón infinitamente reiterado y sin límites. La parábola dice: «Movido a compasión el señor de aquel siervo, le dejó en libertad y le perdonó la deuda» (Mt 18,27). Y eso que la deuda era muy grande.

Pero la parábola que comentamos pone el acento en el estilo de Dios a la hora de otorgar el perdón. Después de llamar al orden a su deudor moroso y de haberle hecho ver la gravedad de la situación, se dejó enternecer repentinamente por su petición compungida y humilde: «Postrado le decía: ‘Ten paciencia conmigo, que todo te lo pagaré’. Movido a compasión...» (Mt 18,26-27). Este episodio pone en pantalla aquello que cada uno de nosotros conoce por propia experiencia y con profundo agradecimiento: que Dios perdona sin límites al arrepentido y convertido. El final negativo y triste de la parábola, con todo, hace honor a la justicia y pone de manifiesto la veracidad de aquella otra sentencia de Jesús en Lc 6,38: «Con la medida con que midáis se os medirá».

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El ministerios de nuestra reconciciliación

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EL MISTERIO DE NUESTRA RECONCILIACIÓN

De las Cartas de san León Magno, papa
(Carta 28, a Flaviano, 3-4: PL 54, 763-767)

La majestad asume la humildad, el poder la debilidad, la eternidad la mortalidad; y, para saldar la deuda contraída por nuestra condición pecadora, la naturaleza invulnerable se une a la naturaleza pasible; de este modo, tal como convenía para nuestro remedio, el único y mismo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también él, pudo ser a la vez mortal e inmortal, por la conjunción en él de esta doble condición.

El que es Dios verdadero nace como hombre verdadero, sin que falte nada a la integridad de su naturaleza humana, conservando la totalidad de la esencia que le es propia y asumiendo la totalidad de nuestra esencia humana. Y, al decir nuestra esencia humana, nos referimos a la que fue plasmada en nosotros por el Creador, y que él asume para restaurarla.

Esta naturaleza nuestra quedó viciada cuando el hombre se dejó engañar por el maligno, pero ningún vestigio de este vicio original hallamos en la naturaleza asumida por el Salvador. Él, en efecto, aunque hizo suya nuestra misma debilidad, no por esto se hizo partícipe de nuestros pecados.

Tomó la condición de esclavo, pero libre de la sordidez del pecado, ennobleciendo nuestra humanidad sin mermar su divinidad, porque aquel anonadamiento suyo -por el cual, él, que era invisible, se hizo visible, y él, que es el Creador y Señor de todas las cosas, quiso ser uno más entre los mortales- fue una dignación de su misericordia, no una falta de poder. Por tanto, el mismo que, permaneciendo en su condición divina, hizo al hombre es el mismo que se hace él mismo hombre, tomando la condición de esclavo.

Y, así, el Hijo de Dios hace su entrada en la bajeza de este mundo, bajando desde el trono celestial, sin dejar la gloria que tiene junto al Padre, siendo engendrado en un nuevo orden de cosas.

En un nuevo orden de cosas, porque el que era invisible por su naturaleza se hace visible en la nuestra, el que era inaccesible a nuestra mente quiso hacerse accesible, el que existía antes del tiempo empezó a existir en el tiempo, el Señor de todo el universo, velando la inmensidad de su majestad, asume la condición de esclavo, el Dios impasible e inmortal se digna hacerse hombre pasible y sujeto a las leyes de la muerte.

El mismo que es Dios verdadero es también hombre verdadero, y en él, con toda verdad, se unen la pequeñez del hombre y la grandeza de Dios.

Ni Dios sufre cambio alguno con esta dignación de su piedad, ni el hombre queda destruido al ser elevado a esta dignidad. Cada una de las dos naturalezas realiza sus actos propios en comunión con la otra, a saber, la Palabra realiza lo que es propio de la Palabra, y la carne lo que es propio de la carne.

En cuanto que es la Palabra, brilla por sus milagros; en cuanto que es carne, sucumbe a las injurias. Y así como la Palabra retiene su gloria igual al Padre, así también su carne conserva la naturaleza propia de nuestra raza.

La misma y única persona, no nos cansaremos de repetirlo, es verdaderamente Hijo de Dios y verdaderamente hijo del hombre. Es Dios, porque ya al comienzo de las cosas existía la Palabra, y la Palabra estaba con Dios y la Palabra era Dios; es hombre, porque la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros.

25 de marzo de 2019

Santo Evangelio 25 de Marzo de 2019



Día litúrgico: 25 de Marzo: La Anunciación del Señor


Texto del Evangelio (Lc 1,26-38): Al sexto mes fue enviado por Dios el ángel Gabriel a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María. Y entrando, le dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo». Ella se conturbó por estas palabras, y discurría qué significaría aquel saludo. El ángel le dijo: «No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin». 

María respondió al ángel: «¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?». El ángel le respondió: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios. Mira, también Isabel, tu pariente, ha concebido un hijo en su vejez, y este es ya el sexto mes de aquella que llamaban estéril, porque ninguna cosa es imposible para Dios». Dijo María: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra». Y el ángel dejándola se fue.


«Alégrate, llena de gracia»

+ Dr. Johannes VILAR 
(Köln, Alemania)

Hoy, en el «alégrate, llena de gracia» (Lc 1,28) oímos por primera vez el nombre de la Madre de Dios: María (segunda frase del arcángel Gabriel). Ella tiene la plenitud de la gracia y de los dones. Se llama así: "keharitoméne", «llena de gracia» (saludo del Ángel).

Quizás con 15 años y sola, María tiene que dar una respuesta que cambiará la historia entera de la humanidad. San Bernardo suplicaba: «Se te ofrece el precio de nuestra Redención. Seremos liberados inmediatamente, si tú dices sí. Todo el orbe está a tus pies esperando tu respuesta. Di tu palabra y engendra la Palabra Eterna». Dios espera una respuesta libre, y "La llena de gracia", representando a todos los necesitados de Redención, responde: "génoitó", hágase! Desde hoy ha quedado María libremente unida a la Obra de su Hijo, hoy comienza su Mediación. Desde hoy es Madre de los que son uno en Cristo (cf. Gal 3,28). 

Benedicto XVI decía en un interview: «[Quisiera] despertar el ánimo de atreverse a decisiones para siempre: sólo ellas posibilitan crecer e ir adelante, lo grande en la vida; no destruyen la libertad, sino que posibilitan la orientación correcta. Tomar este riesgo —el salto a lo decisivo— y con ello aceptar la vida por entero, esto es lo que desearía trasmitir». María: ¡he aquí un ejemplo!

Tampoco San José queda al margen de los planes de Dios: él tiene que aceptar recibir a su esposa y dar nombre al Niño (cf. Mt 1,20s): Jesua, "el Señor salva". Y lo hace. ¡Otro ejemplo!

La Anunciación revela también a la Trinidad: el Padre envía al Hijo, encarnado por obra del Espíritu Santo. Y la lglesia canta: «La Palabra Eterna toma hoy carne por nosotros». Su obra redentora —Navidad, Viernes Santo, Pascua— está presente en esta semilla. Él es Emmanuel, «Dios con nosotros» (Is 7,15). ¡Alégrate humanidad! 

Las fiestas de San José y de la Anunciación nos prepararan admirablemente para celebrar los Misterios Pascuales.

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El Misterio de nuestra reconciliación



EL MISTERIO DE NUESTRA RECONCILIACIÓN

De las Cartas de san León Magno, papa
(Carta 28, a Flaviano, 3-4: PL 54, 763-767)


La majestad asume la humildad, el poder la debilidad, la eternidad la mortalidad; y, para saldar la deuda contraída por nuestra condición pecadora, la naturaleza invulnerable se une a la naturaleza pasible; de este modo, tal como convenía para nuestro remedio, el único y mismo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también él, pudo ser a la vez mortal e inmortal, por la conjunción en él de esta doble condición.

El que es Dios verdadero nace como hombre verdadero, sin que falte nada a la integridad de su naturaleza humana, conservando la totalidad de la esencia que le es propia y asumiendo la totalidad de nuestra esencia humana. Y, al decir nuestra esencia humana, nos referimos a la que fue plasmada en nosotros por el Creador, y que él asume para restaurarla.

Esta naturaleza nuestra quedó viciada cuando el hombre se dejó engañar por el maligno, pero ningún vestigio de este vicio original hallamos en la naturaleza asumida por el Salvador. Él, en efecto, aunque hizo suya nuestra misma debilidad, no por esto se hizo partícipe de nuestros pecados.

Tomó la condición de esclavo, pero libre de la sordidez del pecado, ennobleciendo nuestra humanidad sin mermar su divinidad, porque aquel anonadamiento suyo -por el cual, él, que era invisible, se hizo visible, y él, que es el Creador y Señor de todas las cosas, quiso ser uno más entre los mortales- fue una dignación de su misericordia, no una falta de poder. Por tanto, el mismo que, permaneciendo en su condición divina, hizo al hombre es el mismo que se hace él mismo hombre, tomando la condición de esclavo.

Y, así, el Hijo de Dios hace su entrada en la bajeza de este mundo, bajando desde el trono celestial, sin dejar la gloria que tiene junto al Padre, siendo engendrado en un nuevo orden de cosas.

En un nuevo orden de cosas, porque el que era invisible por su naturaleza se hace visible en la nuestra, el que era inaccesible a nuestra mente quiso hacerse accesible, el que existía antes del tiempo empezó a existir en el tiempo, el Señor de todo el universo, velando la inmensidad de su majestad, asume la condición de esclavo, el Dios impasible e inmortal se digna hacerse hombre pasible y sujeto a las leyes de la muerte.

El mismo que es Dios verdadero es también hombre verdadero, y en él, con toda verdad, se unen la pequeñez del hombre y la grandeza de Dios.

Ni Dios sufre cambio alguno con esta dignación de su piedad, ni el hombre queda destruido al ser elevado a esta dignidad. Cada una de las dos naturalezas realiza sus actos propios en comunión con la otra, a saber, la Palabra realiza lo que es propio de la Palabra, y la carne lo que es propio de la carne.

En cuanto que es la Palabra, brilla por sus milagros; en cuanto que es carne, sucumbe a las injurias. Y así como la Palabra retiene su gloria igual al Padre, así también su carne conserva la naturaleza propia de nuestra raza.

La misma y única persona, no nos cansaremos de repetirlo, es verdaderamente Hijo de Dios y verdaderamente hijo del hombre. Es Dios, porque ya al comienzo de las cosas existía la Palabra, y la Palabra estaba con Dios y la Palabra era Dios; es hombre, porque la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros.

24 de marzo de 2019

Santo Evangelio 24 de Marzo 2019



Día litúrgico: Domingo III (C) de Cuaresma


Texto del Evangelio (Lc 13,1-9): En aquel tiempo, llegaron algunos que contaron a Jesús lo de los galileos, cuya sangre había mezclado Pilato con la de sus sacrificios. Les respondió Jesús: «¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que todos los demás galileos, porque han padecido estas cosas? No, os lo aseguro; y si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo. O aquellos dieciocho sobre los que se desplomó la torre de Siloé matándolos, ¿pensáis que eran más culpables que los demás hombres que habitaban en Jerusalén? No, os lo aseguro; y si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo». 

Les dijo esta parábola: «Un hombre tenía plantada una higuera en su viña, y fue a buscar fruto en ella y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: ‘Ya hace tres años que vengo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro; córtala; ¿para qué va a cansar la tierra?’. Pero él le respondió: ‘Señor, déjala por este año todavía y mientras tanto cavaré a su alrededor y echaré abono, por si da fruto en adelante; y si no da, la cortas’».


«Si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo»



+ Cardenal Jorge MEJÍA Archivista y Bibliotecario de la S.R.I. 
(Città del Vaticano, Vaticano)

Hoy, tercer domingo de Cuaresma, la lectura evangélica contiene una llamada de Jesús a la penitencia y a la conversión. O, más bien, una exigencia de cambiar de vida. 

“Convertirse” significa, en el lenguaje del Evangelio, mudar de actitud interior, y también de estilo externo. Es una de las palabras más usadas en el Evangelio. Recordemos que, antes de la venida del Señor Jesús, san Juan Bautista resumía su predicación con la misma expresión: «Predicaba un bautismo de conversión» (Mc 1,4). Y, enseguida, la predicación de Jesús se resume con estas palabras: «Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15). 

Esta lectura de hoy tiene, sin embargo, características propias, que piden atención fiel y respuesta consecuente. Se puede decir que la primera parte, con ambas referencias históricas (la sangre derramada por Pilato y la torre derrumbada), contiene una amenaza. ¡Imposible llamarla de otro modo!: lamentamos las dos desgracias —entonces sentidas y lloradas— pero Jesucristo, muy seriamente, nos dice a todos: —Si no cambiáis de vida, «todos pereceréis del mismo modo» (Lc 13,5). 

Esto nos muestra dos cosas. Primero, la absoluta seriedad del compromiso cristiano. Y, segundo: de no respetarlo como Dios quiere, la posibilidad de una muerte, no en este mundo, sino mucho peor, en el otro: la eterna perdición. Las dos muertes de nuestro texto no son más que figuras de otra muerte, sin comparación con la primera.

Cada uno sabrá cómo esta exigencia de cambio se le presenta. Ninguno queda excluido. Si esto nos inquieta, la segunda parte nos consuela. El “viñador”, que es Jesús, pide al dueño de la viña, su Padre, que espere un año todavía. Y entretanto, él hará todo lo posible (y lo imposible, muriendo por nosotros) para que la viña dé fruto. Es decir, ¡cambiemos de vida! Éste es el mensaje de la Cuaresma. Tomémoslo entonces en serio. Los santos —san Ignacio, por ejemplo, aunque tarde en su vida— por gracia de Dios cambian y nos animan a cambiar.

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Conversión hacia la Pascua

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CONVERSIÓN HACIA LA PASCUA

Por Francisco Javier Corominas Campos

La liturgia de la palabra de Dios de este tercer domingo de Cuaresma nos sitúa en clave de conversión. Es lo propio en este camino hacia la Pascua. Dios nos urge hoy a convertirnos a Él, pues Él es nuestro salvador, nuestro liberador. Dios revela hoy su nombre: “Soy el que soy”, un Dios salvador, compasivo y lleno de misericordia.

1. Dios elige a Moisés y le revela su nombre. En la primera lectura de hoy escuchamos cómo Dios ha visto la opresión de su pueblo en Egipto, y decide llamar a Moisés para liberarlo. Por medio de una zarza que arde sin consumirse, Dios llama la atención de Moisés. Éste se sorprende ante este espectáculo admirable, y la curiosidad le lleva a acercarse a la zarza ardiente. Es ahí donde Dios le llama “Moisés, Moisés”. La respuesta de Moisés es de disponibilidad: “Aquí estoy”. Dios le hace ver que está ante su presencia, que la tierra que pisa es sagrada, pues ahí mismo Moisés se encuentra con la presencia de Dios. Dios se presenta a Moisés como el Dios de Abraham, Isaac y Jacob, el dios de sus antepasados, y le expone cuál es la misión para la que le ha llamado: ser el liberador de su pueblo de la esclavitud de Egipto. Pero Moisés ofrece resistencia ante esta llamada: ¿Qué les digo a los israelitas cuando me preguntes cómo se llama este Dios que me envía? Y Dios revela su nombre: “Soy el que soy”. Dios es el que existe, el que es, el que está presente. Dios es el Dios cercano a su pueblo, el Dios que se preocupa por el sufrimiento de los suyos. En el salmo de hoy encontramos otra definición de Dios: el que es compasivo y misericordioso. Dios no se queda tranquilo ante el sufrimiento de su pueblo, por eso decide intervenir y liberarlos por medio de Moisés, que es enviado como liberador. Él sacará al pueblo de la esclavitud y lo guiará por medio del desierto hasta llegar a la tierra prometida. Este es un texto fundamental en la fe de Israel.

2. Moisés es figura de Cristo. Nosotros, los cristianos, vemos en Moisés la figura de Cristo, nuestro salvador. San Pablo, en la segunda lectura de hoy, recuerda a los corintios de Corinto que lo que sucedió durante el éxodo fue una figura de Cristo, que mientras que Moisés guiaba al pueblo por el desierto, era Cristo quien les daba de beber. La fuente espiritual de la que bebieron los israelitas en su peregrinar por el desierto era el mismo Cristo. Él es en quien somos bautizados, como recordaremos al final de la Cuaresma en la noche de la Vigilia Pascual. Esa fuente viva es Cristo, y nosotros participamos de Él por medio del Bautismo. Pero Pablo recuerda en su carta que los que salieron de Egipto con Moisés no creyeron, no agradaron a Dios por su arrogancia, por su desconfianza de Dios, por eso perecieron durante el camino por el desierto. Así, san Pablo nos anima a no codiciar el mal, a no dar la espalda a Dios, a no ser arrogantes ante Él. San Pablo nos llama hoy a la conversión, a volver a Dios. Él es nuestro libertador, él es quien nos guía por el desierto de nuestra vida. En Él hemos de poner nuestra confianza y nuestra seguridad.

3. La paciencia de Dios. Jesús, en el Evangelio, nos apremia a la conversión. No podemos alargar más en el tiempo nuestra conversión y nuestra vuelta a Dios. Jesús nos lo explica con la parábola de la higuera. Dios es aquel señor que desea cortar la higuera que no da fruto. Pero el viñador, figura de Cristo, interviene ante aquel hombre para pedirle que tenga paciencia, que no corte todavía la viña, que espere un año para ver si da fruto. El viñador se compromete a cuidar la viña y a abonarla, en espera que finalmente dé furto. Nos recuerda Jesús con esta parábola que Dios tiene paciencia con nosotros, que es paciente y espera que demos fruto. Pero también nos apremia para que no retrasemos durante más tiempo nuestra conversión. El fruto de nuestras buenas obras, que comienza por la conversión y por dejar atrás lo que es malo y lo que no agrada a Dios, es lo que Él espera de nosotros. No retrasemos más nuestra conversión. Dios aguarda paciente a que volvamos a Él.

En este tercer domingo recordamos que la cuaresma es tiempo de conversión, y que la conversión no podemos retrasarla más en el tiempo. Dios nos salva a través de Cristo, nos saca de la esclavitud de nuestras malas acciones, pero nosotros hemos de corresponder a esa salvación. Dejemos atrás lo que desagrada a Dios, comencemos ya desde hoy a vivir las buenas obras que Dios espera, y con su gracia avancemos por el camino de la conversión en esta Cuaresma.