29 de febrero de 2020

Santo Evangelio 1 de Marzo 2020



Día litúrgico: Domingo I (A) de Cuaresma


Texto del Evangelio (Mt 4,1-11): En aquel tiempo, Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo. Y después de hacer un ayuno de cuarenta días y cuarenta noches, al fin sintió hambre. Y acercándose el tentador, le dijo: «Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes». Mas Él respondió: «Está escrito: ‘No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios’».

Entonces el diablo le lleva consigo a la Ciudad Santa, le pone sobre el alero del Templo, y le dice: «Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: ‘A sus ángeles te encomendará, y en sus manos te llevarán, para que no tropiece tu pie en piedra alguna’». Jesús le dijo: «También está escrito: ‘No tentarás al Señor tu Dios’».

Todavía le lleva consigo el diablo a un monte muy alto, le muestra todos los reinos del mundo y su gloria, y le dice: «Todo esto te daré si postrándote me adoras». Dícele entonces Jesús: «Apártate, Satanás, porque está escrito: ‘Al Señor tu Dios adorarás, y sólo a Él darás culto’». Entonces el diablo le deja. Y he aquí que se acercaron unos ángeles y le servían.


«Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado»

Mn. Antoni BALLESTER i Díaz
(Camarasa, Lleida, España)

Hoy celebramos el primer domingo de Cuaresma, y este tiempo litúrgico “fuerte” es un camino espiritual que nos lleva a participar del gran misterio de la muerte y de la resurrección de Cristo. Nos dice san Juan Pablo II que «cada año, la Cuaresma nos propone un tiempo propicio para intensificar la oración y la penitencia, y para abrir el corazón a la acogida dócil de la voluntad divina. Ella nos invita a recorrer un itinerario espiritual que nos prepara a revivir el gran misterio de la muerte y resurrección de Jesucristo, ante todo mediante la escucha asidua de la Palabra de Dios y la práctica más intensa de la mortificación, gracias a la cual podemos ayudar con mayor generosidad al prójimo necesitado».

La Cuaresma y el Evangelio de hoy nos enseñan que la vida es un camino que nos tiene que llevar al cielo. Pero, para poder ser merecedores de él, tenemos que ser probados por las tentaciones. «Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo» (Mt 4,1). Jesús quiso enseñarnos, al permitir ser tentado, cómo hemos de luchar y vencer en nuestras tentaciones: con la confianza en Dios y la oración, con la gracia divina y con la fortaleza.

Las tentaciones se pueden describir como los “enemigos del alma”. En concreto, se resumen y concretan en tres aspectos. En primer lugar, “el mundo”: «Di que estas piedras se conviertan en panes» (Mt 4,3). Supone vivir sólo para tener cosas.

En segundo lugar, “el demonio”: «Si postrándote me adoras (…)» (Mt 4,9). Se manifiesta en la ambición de poder.

Y, finalmente, “la carne”: «Tírate abajo» (Mt 4,6), lo cual significa poner la confianza en el cuerpo. Todo ello lo expresa mejor santo Tomás de Aquino diciendo que «la causa de las tentaciones son las causas de las concupiscencias: el deleite de la carne, el afán de gloria y la ambición de poder».

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Sin la caridad, todo es vanidad de vanidades



SIN LA CARIDAD, TODO ES VANIDAD DE VANIDADES

La caridad es aquella buena disposición del ánimo que nada antepone al conocimiento de Dios. Nadie que esté subyugado por las cosas terrenas podrá nunca alcanzar esta virtud del amor a Dios.

El que ama a Dios antepone su conocimiento a todas las cosas por él creadas, y todo su deseo y amor tienden continuamente hacia él.

Como sea que todo lo que existe ha sido creado por Dios y para Dios, y Dios es inmensamente superior a sus creaturas, el que dejando de lado a Dios, incomparablemente mejor, se adhiere a las cosas inferiores demuestra con ello que tiene en menos a Dios que a las cosas por él creadas.

El que me ama -dice el Señor- guardará mis mandamientos. Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros. Por tanto, el que no ama al prójimo no guarda su mandamiento. Y el que no guarda su mandamiento no puede amar a Dios.

Dichoso el hombre que es capaz de amar a todos los hombres por igual.

El que ama a Dios ama también inevitablemente al prójimo; y el que tiene este amor verdadero no puede guardar para sí su dinero, sino que lo reparte según Dios a todos los necesitados.

El que da limosna no hace, a imitación de Dios, discriminación alguna, en lo que atañe a las necesidades corporales, entre buenos y malos, justos e injustos, sino que reparte a todos por igual, a proporción de las necesidades de cada uno, aunque su buena voluntad le inclina a preferir a los que se esfuerzan en practicar la virtud, más bien que a los malos.

La caridad no se demuestra solamente con la limosna, sino sobre todo con el hecho de comunicar a los demás las enseñanzas divinas y prodigarles cuidados corporales.

El que, renunciando sinceramente y de corazón a las cosas de este mundo, se entrega sin fingimiento a la práctica de la caridad con el prójimo pronto se ve liberado de toda pasión y vicio, y se hace partícipe del amor y del conocimiento divinos.

El que ha llegado a alcanzar en sí la caridad divina no se cansa ni decae en el seguimiento del Señor su Dios, según dice el profeta Jeremías, sino que soporta con fortaleza de ánimo todas las fatigas, oprobios e injusticias, sin desear mal a nadie.

No os contentéis con decir -advierte el profeta Jeremías-: «Somos templo del Señor.» Tú no digas tampoco: «La sola y escueta fe en nuestro Señor Jesucristo puede darme la salvación.» Ello no es posible si no te esfuerzas en adquirir también la caridad para con Cristo, por medio de tus obras. Por lo que respecta a la fe sola, dice la Escritura: También los demonios creen y tiemblan.

El fruto de la caridad consiste en la beneficencia sincera y de corazón para con el prójimo, en la liberalidad y la paciencia; y también en el recto uso de las cosas.

De los Capítulos de san Máximo Confesor, abad, Sobre la caridad
(Centuria 1, cap. 1, 4-5. 16-17. 23-24. 26-28. 30-40: PG 90, 962-967)

28 de febrero de 2020

Santo Evangelio 29 de Febrero 2020



Día litúrgico: Sábado después de Ceniza

Texto del Evangelio (Lc 5,27-32): En aquel tiempo, Jesús salió y vio a un publicano llamado Leví, sentado en el despacho de impuestos, y le dijo: «Sígueme». El, dejándolo todo, se levantó y le siguió. Leví le ofreció en su casa un gran banquete. Había un gran número de publicanos, y de otros que estaban a la mesa con ellos. Los fariseos y sus escribas murmuraban diciendo a los discípulos: «¿Por qué coméis y bebéis con los publicanos y pecadores?». Les respondió Jesús: «No necesitan médico los que están sanos, sino los que están mal. No he venido a llamar a conversión a justos, sino a pecadores».


«No he venido a llamar a conversión a justos, sino a pecadores»

Rev. D. Joan Carles MONTSERRAT i Pulido
(Cerdanyola del Vallès, Barcelona, España)

Hoy vemos cómo avanza la Cuaresma y la intensidad de la conversión a la que el Señor nos llama. La figura del apóstol y evangelista Mateo es muy representativa de quienes podemos llegar a pensar que, por causa de nuestro historial, o por los pecados personales o situaciones complicadas, es difícil que el Señor se fije en nosotros para colaborar con Él.

Pues bien, Jesucristo, para sacarnos toda duda nos pone como primer evangelista el cobrador de impuestos Leví, a quien le dice sin más: «Sígueme» (Lc 5,27). Con él hace exactamente lo contrario de lo que una mentalidad “prudente” pudiera considerar si quisiéramos aparentar ser “políticamente correctos”. Leví —en cambio— venía de un mundo donde padecía el rechazo de todos sus compatriotas, ya que se le consideraba, sólo por el hecho de ser publicano, colaboracionista de los romanos y, posiblemente, defraudador por las “comisiones”, el que ahogaba a los pobres para cobrarles los impuestos, en fin, un pecador público.

A los que se consideraban perfectos no se les podía pasar por la cabeza que Jesús no solamente le llamara a seguirlo, sino ni tan sólo a sentarse en la misma mesa.

Pero con esta actitud de escogerlo, Nuestro Señor Jesucristo nos dice que más bien es este tipo de gente de quien le gusta servirse para extender su Reino; ha escogido a los malvados, a los pecadores, a los que no se creen justos: «Para confundir a los fuertes, ha escogido a los que son débiles a los ojos del mundo» (1Cor 1,27). Son éstos los que necesitan al médico, y sobre todo, ellos son los que entenderán que los otros lo necesiten.

Hemos de huir, pues, de pensar que Dios quiere expedientes limpios e inmaculados para servirle. Este expediente sólo lo preparó para Nuestra Madre. Pero para nosotros, sujetos de la salvación de Dios y protagonistas de la Cuaresma, Dios quiere un corazón contrito y humillado. Precisamente, «Dios te ha escogido débil para darte su propio poder» (San Agustín). Éste es el tipo de gente que, como dice el salmista, Dios no menosprecia.

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La Iglesia de Cristo se apoya en la firmeza de la fe de Pedro



LA IGLESIA DE CRISTO SE APOYA EN LA FIRMEZA DE LA FE DE PEDRO

De entre todo el mundo, sólo Pedro es elegido para ser puesto al frente de la multitud de los llamados, de todos los apóstoles, de todos los Padres de la Iglesia; pues, aunque en el pueblo de Dios son muchos los sacerdotes, muchos los pastores, a todos los rige Pedro, bajo el Supremo gobierno de Cristo. Dios, amadísimos hermanos, se dignó conceder a este hombre una grande y admirable participación en su poder; y todo aquello que quiso que los demás jefes del pueblo tuvieran en común con él se lo otorgó a través de él.

El Señor pregunta a los apóstoles qué piensa la gente acerca de él, y su respuesta concuerda en cuanto que expresa la desorientación de la ignorancia de los hombres.

Pero tan pronto como interroga a sus discípulos sobre la convicción que ellos tienen, el primero entre ellos en dignidad es el primero también en confesar al Señor. Cuando Pedro hubo dicho a Jesús: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo, Jesús le respondió: Bienaventurado eres tú, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Es decir: «Bienaventurado eres, porque mi Padre te ha instruido; no has sido engañado por las opiniones terrenas, sino que te ha iluminado la inspiración celestial; ni la carne ni la sangre te han proporcionado el conocimiento de mi persona, sino aquel de quien soy el Hijo único.»

Y yo -añade- te digo; esto es: «Así como mi Padre te ha revelado mi divinidad, así quiero yo a mi vez darte a conocer tu propia dignidad: Tú eres Pedro», esto es: Yo soy la piedra inquebrantable, yo soy la piedra angular que hago de los dos pueblos una sola cosa, yo soy el fundamento fuera del cual nadie puede edificar; pero también tú eres piedra, porque por mi virtud has adquirido tal firmeza, que tendrás juntamente conmigo, por participación, los poderes que yo tengo en propiedad.»

Y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y los poderes del infierno no la derrotarán. «Sobre esta piedra firme -quiere decir- edificaré un templo eterno, y la alta mole de mi Iglesia, llamada a penetrar en el cielo, se apoyará en la firmeza de esta fe.»

Los poderes del infierno no podrán impedir esta profesión de fe, los vínculos de la muerte no la sujetarán, porque estas palabras son palabras de vida. Ellas introducen en el cielo a los que las aceptan, hunden en el infierno a los que las niegan.

Por esto dice Jesús al bienaventurado Pedro: Yo te daré las llaves del reino de los cielos; y todo lo que atares sobre la tierra será atado en el cielo, y todo lo que desatares sobre la tierra será desatado en el cielo.

Verdad es que este poder fue comunicado también a los demás apóstoles y que este decreto constitutivo concierne igualmente a todos los que rigen la Iglesia; pero, al confiar semejante prerrogativa, no sin razón se dirige el Señor a uno solo, aunque hable para todos, la autoridad queda confiada de un modo singular a Pedro porque él es constituido cabeza de todos los pastores de la Iglesia.


De los Sermones de san León Magno, papa
(Sermón 4 En el aniversario de su entronización, 2-3: PL 54, 149-151)

27 de febrero de 2020

Santo Evangelio 28 de febrero 2020



Día litúrgico: Viernes después de Ceniza

Texto del Evangelio (Mt 9,14-15): En aquel tiempo, se le acercan los discípulos de Juan y le dicen: «¿Por qué nosotros y los fariseos ayunamos, y tus discípulos no ayunan?». Jesús les dijo: «Pueden acaso los invitados a la boda ponerse tristes mientras el novio está con ellos? Días vendrán en que les será arrebatado el novio; entonces ayunarán».


«Días vendrán en que les será arrebatado el novio; entonces ayunarán»

Rev. D. Xavier PAGÉS i Castañer
(Barcelona, España)

Hoy, primer viernes de Cuaresma, habiendo vivido el ayuno y la abstinencia del Miércoles de Ceniza, hemos procurado ofrecer el ayuno y el rezo del Santo Rosario por la paz, que tanto urge en nuestro mundo. Nosotros estamos dispuestos a tener cuidado de este ejercicio cuaresmal que la Iglesia, Madre y Maestra, nos pide que observemos, y a recordar que el mismo Señor dijo: «Días vendrán en que les será arrebatado el novio; entonces ayunarán» (Mt 9,15). Tenemos el deseo de vivirlo no sólo como el cumplimiento de un precepto al que estamos obligados, sino —sobre todo— procurando llegar a encontrar el espíritu que nos conduce a vivir esta práctica cuaresmal y que nos ayudará en nuestro progreso espiritual.

Buscando este sentido profundo, nos podemos preguntar: ¿cuál es el verdadero ayuno? Ya el profeta Isaías, en la primera lectura de hoy, comenta cuál es el ayuno que Dios aprecia: «Partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, cubrir a quien ves desnudo y no desentenderte de los tuyos. Entonces surgirá tu luz como la aurora, enseguida se curarán tus heridas, ante ti marchará la justicia, detrás de ti la gloria del Señor» (Is 58,7-8). A Dios le gusta y espera de nosotros todo aquello que nos lleva al amor auténtico con nuestros hermanos.

Cada año, el Santo Padre Juan Pablo II nos escribía un mensaje de Cuaresma. En uno de estos mensajes, bajo el lema «Hace más feliz dar que recibir» (Hch 20,35), sus palabras nos ayudaron a descubrir esta misma dimensión caritativa del ayuno, que nos dispone —desde lo profundo de nuestro corazón— a prepararnos para la Pascua con un esfuerzo para identificarnos, cada vez más, con el amor de Cristo que le ha llevado hasta dar la vida en la Cruz. En definitiva, «lo que todo cristiano ha de hacer en cualquier tiempo, ahora hay que hacerlo con más solicitud y con más devoción» (San León Magno, papa).

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Dias vendràn en que les será arrebatado el novio, entonces ayunarán



Días vendrán en que les será arrebatado el novio; entonces ayunarán»

Rev. D. Xavier PAGÉS i Castañer
(Barcelona, España)

Hoy, primer viernes de Cuaresma, habiendo vivido el ayuno y la abstinencia del Miércoles de Ceniza, hemos procurado ofrecer el ayuno y el rezo del Santo Rosario por la paz, que tanto urge en nuestro mundo. Nosotros estamos dispuestos a tener cuidado de este ejercicio cuaresmal que la Iglesia, Madre y Maestra, nos pide que observemos, y a recordar que el mismo Señor dijo: «Días vendrán en que les será arrebatado el novio; entonces ayunarán» (Mt 9,15). Tenemos el deseo de vivirlo no sólo como el cumplimiento de un precepto al que estamos obligados, sino —sobre todo— procurando llegar a encontrar el espíritu que nos conduce a vivir esta práctica cuaresmal y que nos ayudará en nuestro progreso espiritual.

Buscando este sentido profundo, nos podemos preguntar: ¿cuál es el verdadero ayuno? Ya el profeta Isaías, en la primera lectura de hoy, comenta cuál es el ayuno que Dios aprecia: «Partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, cubrir a quien ves desnudo y no desentenderte de los tuyos. Entonces surgirá tu luz como la aurora, enseguida se curarán tus heridas, ante ti marchará la justicia, detrás de ti la gloria del Señor» (Is 58,7-8). A Dios le gusta y espera de nosotros todo aquello que nos lleva al amor auténtico con nuestros hermanos.

Cada año, el Santo Padre Juan Pablo II nos escribía un mensaje de Cuaresma. En uno de estos mensajes, bajo el lema «Hace más feliz dar que recibir» (Hch 20,35), sus palabras nos ayudaron a descubrir esta misma dimensión caritativa del ayuno, que nos dispone —desde lo profundo de nuestro corazón— a prepararnos para la Pascua con un esfuerzo para identificarnos, cada vez más, con el amor de Cristo que le ha llevado hasta dar la vida en la Cruz. En definitiva, «lo que todo cristiano ha de hacer en cualquier tiempo, ahora hay que hacerlo con más solicitud y con más devoción» (San León Magno, papa).


26 de febrero de 2020

Santo Evangelio 27 de febrero 2020



Día litúrgico: Jueves después de Ceniza

Texto del Evangelio (Lc 9,22-25): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «El Hijo del hombre debe sufrir mucho, y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar al tercer día». Decía a todos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ése la salvará. Pues, ¿de qué le sirve al hombre haber ganado el mundo entero, si él mismo se pierde o se arruina?».


«Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame»

Fray Josep Mª MASSANA i Mola OFM
(Barcelona, España)

Hoy es el primer jueves de Cuaresma. Todavía tenemos fresca la ceniza que la Iglesia nos ponía ayer sobre la frente, y que nos introducía en este tiempo santo, que es un trayecto de cuarenta días. Jesús, en el Evangelio, nos enseña dos rutas: el Via Crucis que Él ha de recorrer, y nuestro camino en su seguimiento.

Su senda es el Camino de la Cruz y de la muerte, pero también el de su glorificación: «El Hijo del hombre debe sufrir mucho, y ser reprobado (...), ser matado y resucitar al tercer día» (Lc 9,22). Nuestro sendero, esencialmente, no es diferente del de Jesús, y nos señala cuál es la manera de seguirlo: «Si alguno quiere venir en pos de mí...» (Lc 9,23).

Abrazado a su Cruz, Jesús seguía la Voluntad del Padre; nosotros, cargándonos la nuestra sobre los hombros, le acompañamos en su Via Crucis.

El camino de Jesús se resume en tres palabras: sufrimiento, muerte, resurrección. Nuestro sendero también lo constituyen tres aspectos (dos actitudes y la esencia de la vocación cristiana): negarnos a nosotros mismos, tomar cada día la cruz y acompañar a Jesús.

Si alguien no se niega a sí mismo y no toma la cruz, quiere afirmarse y ser él mismo, quiere «salvar su vida», como dice Jesús. Pero, queriendo salvarla, la perderá. En cambio, quien no se esfuerza por evitar el sufrimiento y la cruz, por causa de Jesús, salvará su vida. Es la paradoja del seguimiento de Jesús: «¿De qué le sirve al hombre haber ganado el mundo entero, si él mismo se pierde o se arruina?» (Lc 9,25).

Esta palabra del Señor, que cierra el Evangelio de hoy, zarandeó el corazón de san Ignacio y provocó su conversión: «¿Qué pasaría si yo hiciera eso que hizo san Francisco y eso que hizo santo Domingo?». ¡Ojalá que en esta Cuaresma la misma palabra nos ayude también a convertirnos!

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Convertíos



CONVERTÍOS

Fijémonos atentamente en la sangre de Cristo y démonos cuenta de cuán valiosa es a los ojos del Dios y Padre suyo, ya que, derramada por nuestra salvación, ofreció a todo el mundo la gracia de la conversión.

Recorramos todas las etapas de la historia y veremos cómo en cualquier época el Señor ha concedido oportunidad de arrepentirse a todos los que han querido convertirse a él. Noé predicó la penitencia, y los que le hicieron caso se salvaron. Jonás anunció la destrucción a los ninivitas, pero ellos, haciendo penitencia de sus pecados, aplacaron la ira de Dios con sus plegarias y alcanzaron la salvación, a pesar de que no pertenecían al pueblo de Dios.

Los ministros de la gracia divina, inspirados por el Espíritu Santo, hablaron acerca de la conversión. El mismo Señor de todas las cosas habló también de la conversión, avalando sus palabras con juramento: Por mi vida -dice el Señor-, no me complazco en la muerte del pecador, sino en que cambie de conducta, añadiendo además aquellas palabras tan conocidas: Cesad de obrar mal, casa de Israel. Di a los hijos de mi pueblo: «Aunque vuestros pecados lleguen hasta el cielo, aunque sean como la grana y rojos como escarlata, si os convertís a mí de todo corazón y decís: "Padre", os escucharé como a mí pueblo santo que sois.»

Queriendo, pues, que todos los que él ama se beneficien de la conversión, confirmó aquella sentencia con su voluntad omnipotente.

Sometámonos, pues, a su espléndida y gloriosa voluntad, e, implorando humildemente su misericordia y benignidad, refugiémonos en su clemencia, abandonando las obras vanas, las riñas y la envidia, cosas que llevan a la muerte. Seamos, pues, hermanos, humildes de espíritu; abandonemos toda soberbia y altanería, toda insensatez, y pongamos por obra lo que está escrito, pues dice el Espíritu Santo: No se gloríe el sabio de su sabiduría, no se gloríe el fuerte de su fortaleza, no se gloríe el rico de su riqueza, quien se gloríe, que se gloríe en el Señor, buscándolo a él y obrando el derecho y la justicia, recordando sobre todo las palabras del Señor Jesús, con las que enseña la equidad y la bondad.

En efecto, él dijo: Sed misericordiosos y alcanzaréis misericordia; perdonad y seréis perdonados; como vosotros hagáis, así se os hará a vosotros; dad y se os dará; no juzguéis y no seréis juzgados; en la medida en que seáis benignos, experimentaréis la benignidad; con la medida con que midáis se os medirá a vosotros.

Ajustemos nuestra conducta a estos mandatos y así, obedeciendo a sus palabras, comportémonos siempre con toda humildad. Dice, en efecto, la palabra de Dios: En ése pondré mis ojos: en el humilde y el abatido que se estremece ante mis palabras.

De este modo, imitando las obras de tantos otros, grandes e ilustres, corramos de nuevo hacia la meta que se nos ha propuesto desde el principio y que es la paz; no perdamos de vista al que es Padre y Creador de todo el mundo, y tengamos puesta nuestra esperanza en la munificencia y exuberancia del don de la paz que nos ofrece.


De la carta de san Clemente primero, papa, a los Corintios
(Cap. 7, 4--8, 3; 8, 5--9, 1; 13, 1-4; 19, 2: Funk, 1, 71-73. 77-79. 87)

25 de febrero de 2020

Santo Evangelio 26 de febrero 2020



Día litúrgico: Miércoles de Ceniza

Texto del Evangelio (Mt 6,1-6.16-18): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos; de lo contrario no tendréis recompensa de vuestro Padre celestial. Por tanto, cuando hagas limosna, no lo vayas trompeteando por delante como hacen los hipócritas en las sinagogas y por las calles, con el fin de ser honrados por los hombres; en verdad os digo que ya reciben su paga. Tú, en cambio, cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha; así tu limosna quedará en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.

»Y cuando oréis, no seáis como los hipócritas, que gustan de orar en las sinagogas y en las esquinas de las plazas bien plantados para ser vistos de los hombres; en verdad os digo que ya reciben su paga. Tú, en cambio, cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará. Cuando ayunéis, no pongáis cara triste, como los hipócritas, que desfiguran su rostro para que los hombres vean que ayunan; en verdad os digo que ya reciben su paga. Tú, en cambio, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lava tu rostro, para que tu ayuno sea visto, no por los hombres, sino por tu Padre que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará».


«Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos»

Pbro. D. Luis A. GALA Rodríguez
(Campeche, México)

Hoy comenzamos nuestro itinerario hacia la Pascua, y el Evangelio nos recuerda los deberes fundamentales del cristiano, no sólo como preparación hacia un tiempo litúrgico, sino en preparación hacia la Pascua Eterna: «Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres, para ser vistos por ellos; de lo contrario no tendréis recompensa de vuestro Padre celestial» (Mt 6,1). La justicia de la que habla Jesús consiste en vivir conforme a los principios evangélicos, sin olvidar que «si vuestra justicia no supera la justicia de los doctores de la ley y de los fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos» (Mt 5,20).

La justicia nos lleva al amor, manifestado en la limosna y en obras de misericordia: «Cuando hagas limosna que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha» (Mt 6,3). No es que se deban ocultar las obras buenas, sino que no debe pensarse en la alabanza humana al hacerlas, ni desear algún otro bien. En otras palabras, debo dar limosna de tal modo que ni yo tenga la sensación de estar haciendo una cosa buena que merece una recompensa por parte de Dios y elogio por parte de los hombres.

Benedicto XVI insistía en que socorrer a los necesitados es un deber de justicia, aun antes que un acto de caridad: «La caridad va más allá de la justicia (…), pero nunca carece de justicia, la cual lleva a dar al otro lo que es "suyo", lo que le corresponde en virtud de su ser y de su obrar». No debemos olvidar que no somos propietarios absolutos de los bienes que poseemos, sino administradores. Cristo nos ha enseñado que la auténtica caridad es aquella que no se limita a "dar" la limosna, sino que lleva a "darse" uno mismo, a ofrecerse a Dios como culto espiritual (cf. Rom 12,1). Ése sería el verdadero gesto de justicia y caridad cristiana, «y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará» (Mt 6,4).

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El Camino para llegar a la vida verdadera



EL CAMINO PARA LLEGAR A LA VIDA VERDADERA

Cristo en persona es el camino, por esto dice: Yo soy el camino. Lo cual tiene una explicación muy verdadera, ya que por medio de él tenemos acceso al Padre.

Mas, como este camino no dista de su término, sino que está unido a él, añade: La verdad y la vida; y, así, él mismo es a la vez el camino y su término. Es el camino según su humanidad, el término según su divinidad. En este sentido, en cuanto hombre, dice: Yo soy el camino; en cuanto Dios, añade: La verdad y la vida, dos expresiones que indican adecuadamente el término de este camino.

Efectivamente, el término de este camino es la satisfacción del deseo humano, y el hombre desea principalmente dos cosas: en primer lugar el conocimiento de la verdad, lo cual es algo específico suyo; en segundo lugar la prolongación de su existencia, lo cual le es común con los demás seres. Ahora bien, Cristo es el camino para llegar al conocimiento de la verdad, con todo y que él mismo en persona es la verdad: Enséñame, Señor, tu camino, para que siga tu verdad. Cristo es asimismo el camino para llegar a la vida, con todo y que él mismo en persona es la vida: Me enseñarás el sendero de la vida.

Por esto el evangelista identifica el término de este camino con las nociones de verdad y vida, que ya antes ha aplicado a Cristo. En primer lugar, afirma que él es la vida, al decir que él era la fuente de la vida; en segundo lugar, afirma que es la verdad, cuando dice que era la luz para los hombres, ya que luz y verdad significan lo mismo.

Si buscas, pues, por donde has de ir, acoge en ti a Cristo, porque él es el camino: Éste es el camino, caminad por él. Y san Agustín dice: «Camina a través del hombre y llegarás a Dios.» Es mejor andar por el camino, aunque sea cojeando, que caminar rápidamente fuera de camino. Porque el que va cojeando por el camino, aunque adelante poco, se va acercando al término; pero el que anda fuera del camino, cuanto más corre, tanto más se va alejando del término.

Si buscas a dónde has de ir, adhiérete a Cristo, porque él es la verdad a la que deseamos llegar: Mi paladar repasa la verdad. Si buscas dónde has de quedarte, adhiérete a Cristo, porque él es la vida: Quien me alcanza encuentra la vida y obtiene el favor del Señor.
Adhiérete, pues, a Cristo, si quieres vivir seguro; es imposible que te desvíes, porque él es el camino. Por esto, los que a él se adhieren no van descaminados, sino que van por el camino recto. Tampoco pueden verse engañados, ya que él es la verdad y enseña la verdad completa, pues dice: Yo para esto nací y para esto vine al mundo: para declarar, como testigo, en favor de la verdad. Tampoco pueden verse decepcionados, ya que él es la vida y dador de vida, tal como dice: Yo he venido para que tengan vida, y que la tengan en abundancia.

Del Comentario de santo Tomás de Aquino, presbítero, sobre el evangelio de san Juan
(Cap. 14, lect. 2)

24 de febrero de 2020

Santo Evangelio 25 de febrero 2020



Día litúrgico: Martes VII del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Mc 9,30-37): En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos iban caminando por Galilea, pero Él no quería que se supiera. Iba enseñando a sus discípulos. Les decía: «El Hijo del hombre será entregado en manos de los hombres; le matarán y a los tres días de haber muerto resucitará». Pero ellos no entendían lo que les decía y temían preguntarle.

Llegaron a Cafarnaúm, y una vez en casa, les preguntaba: «¿De qué discutíais por el camino?». Ellos callaron, pues por el camino habían discutido entre sí quién era el mayor. Entonces se sentó, llamó a los Doce, y les dijo: «Si uno quiere ser el primero, sea el último de todos y el servidor de todos». Y tomando un niño, le puso en medio de ellos, le estrechó entre sus brazos y les dijo: «El que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe; y el que me reciba a mí, no me recibe a mí sino a Aquel que me ha enviado».


«El Hijo del hombre será entregado»

Rev. D. Jordi PASCUAL i Bancells
(Salt, Girona, España)

Hoy, el Evangelio nos trae dos enseñanzas de Jesús, que están estrechamente ligadas una a otra. Por un lado, el Señor les anuncia que «le matarán y a los tres días de haber muerto resucitará» (Mc 9,31). Es la voluntad del Padre para Él: para esto ha venido al mundo; así quiere liberarnos de la esclavitud del pecado y de la muerte eterna; de esta manera Jesús nos hará hijos de Dios. La entrega del Señor hasta el extremo de dar su vida por nosotros muestra la infinidad del Amor de Dios: un Amor sin medida, un Amor al que no le importa abajarse hasta la locura y el escándalo de la Cruz.

Resulta aterrador escuchar la reacción de los Apóstoles, todavía demasiado ocupados en contemplarse a sí mismos y olvidándose de aprender del Maestro: «No entendían lo que les decía» (Mc 9,32), porque por el camino iban discutiendo quién de ellos sería el más grande, y, por si acaso les toca recibir, no se atreven a hacerle ninguna pregunta.

Con delicada paciencia, Jesús añade: hay que hacerse el último y servidor de todos. Hay que acoger al sencillo y pequeño, porque el Señor ha querido identificarse con él. Debemos acoger a Jesús en nuestra vida porque así estamos abriendo las puertas a Dios mismo. Es como un programa de vida para ir caminando.

Así lo explica con claridad el Santo Cura de Ars, Juan Bautista Mª Vianney: «Cada vez que podemos renunciar a nuestra voluntad para hacer la de los otros, siempre que ésta no vaya contra la ley de Dios, conseguimos grandes méritos, que sólo Dios conoce». Jesús enseña con sus palabras, pero sobre todo enseña con sus obras. Aquellos Apóstoles, en un principio duros para entender, después de la Cruz y de la Resurrección, seguirán las mismas huellas de su Señor y de su Dios. Y, acompañados de María Santísima, se harán cada vez más pequeños para que Jesús crezca en ellos y en el mundo.

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Jaculatoria 25


Conflictos por fuea, temores por dentro


CONFLICTOS POR FUERA, TEMORES POR DENTRO

Los santos varones, al hallarse involucrados en el combate de las tribulaciones, teniendo que soportar al mismo tiempo a los que atacan y a los que intentan seducirlos, se defienden de los primeros con el escudo de su paciencia, atacan a los segundos arrojándoles los dardos de su doctrina, y se ejercitan en una y otra clase de lucha con admirable fortaleza de espíritu, en cuanto que por dentro oponen una sabia enseñanza a las doctrinas desviadas, y por fuera desdeñan sin temor las cosas adversas; a unos corrigen con su doctrina, a otros superan con su paciencia. Padeciendo, superan a los enemigos que se alzan contra ellos; compadeciendo, retornan al camino de la salvación a los débiles; a aquéllos les oponen resistencia, para que no arrastren a los demás; a éstos les ofrecen su solicitud, para que no pierdan del todo el camino de la rectitud.

Veamos cómo lucha contra unos y otros el soldado de la milicia de Dios. Dice san Pablo: Conflictos por fuera, temores por dentro. Y enumera estas dificultades exteriores diciendo: Con peligros en los ríos, peligros de bandidos, peligros de parte de los de mi raza, peligros de parte de los paganos, peligros en las ciudades, peligros en el desierto, peligros en el mar, peligros de parte de falsos hermanos. Y añade cuáles son los dardos que asesta contra el adversario, en semejante batalla: Con trabajos y fatigas, con muchas noches sin dormir, con hambre y con sed, con ayunos frecuentes, con frío y sin ropa.

Pero, en medio de tan fuertes batallas, nos dice también cuánta es la vigilancia con que protege el campamento, ya que añade a continuación: Y, además de muchas otras cosas, la responsabilidad que pesa sobre mí diariamente, mi preocupación por todas las Iglesias. Además de la fuerte batalla que él ha de sostener, se dedica compasivamente a la defensa del prójimo. Después de explicarnos los males que ha de sufrir, añade los bienes que comunica a los otros.

Pensemos lo gravoso que ha de ser tolerar las adversidades, por fuera, y proteger a los débiles, por dentro, todo ello al mismo tiempo. Por fuera sufre ataques, porque es azotado, atado con cadenas; por dentro sufre por el temor de que sus padecimientos sean un obstáculo no para él, sino para sus discípulos. Por esto les escribe también: Nadie vacile a causa de estas tribulaciones. Ya sabéis que éste es nuestro destino. Él temía que sus propios padecimientos fueran ocasión de caída para los demás, que los discípulos, sabiendo que él había sido azotado por causa de la fe, se hicieran atrás en la profesión de su fe. ¡Oh inmenso y entrañable amor! Desdeñando lo que él padece, se preocupa de que los discípulos no padezcan en su interior desviación alguna. Menospreciando las heridas de su cuerpo, cura las heridas internas de los demás. Es éste un distintivo del hombre justo, que, aun en medio de sus dolores y tribulaciones, no deja de preocuparse por los demás; sufre con paciencia sus propias aflicciones, sin abandonar por ello la instrucción que prevé necesaria para los demás, obrando así como el médico magnánimo cuando está él mismo enfermo. Mientras sufre las desgarraduras de su propia herida, no deja de proveer a los otros el remedio saludable.

De los libros de las Morales de san Gregorio Magno, papa, sobre el libro de Job
(Libro 3, 39-40: PL 75, 619-620)

23 de febrero de 2020

Santo Evangelio 24 de Febrero 2020



Día litúrgico: Lunes VII del tiempo ordinario


Texto del Evangelio (Mc 9,14-29): En aquel tiempo, Jesús bajó de la montaña y, al llegar donde los discípulos, vio a mucha gente que les rodeaba y a unos escribas que discutían con ellos. Toda la gente, al verle, quedó sorprendida y corrieron a saludarle. Él les preguntó: «¿De qué discutís con ellos?». Uno de entre la gente le respondió: «Maestro, te he traído a mi hijo que tiene un espíritu mudo y, dondequiera que se apodera de él, le derriba, le hace echar espumarajos, rechinar de dientes y lo deja rígido. He dicho a tus discípulos que lo expulsaran, pero no han podido».

Él les responde: «¡Oh generación incrédula! ¿Hasta cuándo estaré con vosotros? ¿Hasta cuándo habré de soportaros? ¡Traédmelo!». Y se lo trajeron. Apenas el espíritu vio a Jesús, agitó violentamente al muchacho y, cayendo en tierra, se revolcaba echando espumarajos. Entonces Él preguntó a su padre: «¿Cuánto tiempo hace que le viene sucediendo esto?». Le dijo: «Desde niño. Y muchas veces le ha arrojado al fuego y al agua para acabar con él; pero, si algo puedes, ayúdanos, compadécete de nosotros». Jesús le dijo: «¡Qué es eso de si puedes! ¡Todo es posible para quien cree!». Al instante, gritó el padre del muchacho: «¡Creo, ayuda a mi poca fe!».

Viendo Jesús que se agolpaba la gente, increpó al espíritu inmundo, diciéndole: «Espíritu sordo y mudo, yo te lo mando: sal de él y no entres más en él». Y el espíritu salió dando gritos y agitándole con violencia. El muchacho quedó como muerto, hasta el punto de que muchos decían que había muerto. Pero Jesús, tomándole de la mano, le levantó y él se puso en pie. Cuando Jesús entró en casa, le preguntaban en privado sus discípulos: «¿Por qué nosotros no pudimos expulsarle?». Les dijo: «Esta clase con nada puede ser arrojada sino con la oración».


«¡Creo, ayuda a mi poca fe!»

Rev. D. Antoni CAROL i Hostench
(Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España)

Hoy contemplamos —¡una vez más!— al Señor solicitado por la gente («corrieron a saludarle») y, a la vez, Él solícito de la gente, sensible a sus necesidades. En primer lugar, cuando sospecha que alguna cosa pasa, se interesa por el problema.

Interviene uno de los protagonistas, esto es, el padre de un chico que está poseído por un espíritu maligno: «Maestro, te he traído a mi hijo que tiene un espíritu mudo y, dondequiera que se apodera de él, le derriba, le hace echar espumarajos, rechinar de dientes y lo deja rígido» (Mc 9,17-18).

¡Es terrible el mal que puede llegar a hacer el Diablo!, una criatura sin caridad. —Señor, ¡hemos de rezar!: «Líbranos del mal». No se entiende cómo puede haber hoy día voces que dicen que no existe el Diablo, u otros que le rinden algún tipo de culto... ¡Es absurdo! Nosotros hemos de sacar una lección de todo ello: ¡no se puede jugar con fuego!

«He dicho a tus discípulos que lo expulsaran, pero no han podido» (Mc 9,18). Cuando escucha estas palabras, Jesús recibe un disgusto. Se disgusta, sobre todo, por la falta de fe... Y les falta fe porque han de rezar más: «Esta clase con nada puede ser arrojada sino con la oración» (Mc 9,29).

La oración es el diálogo “intimista” con Dios. San Juan Pablo II afirmó que «la oración comporta siempre una especie de escondimiento con Cristo en Dios. Sólo en semejante “escondimiento” actúa el Espíritu Santo». En un ambiente íntimo de escondimiento se practica la asiduidad amistosa con Jesús, a partir de la cual se genera el incremento de confianza en Él, es decir, el aumento de la fe.

Pero esta fe, que mueve montañas y expulsa espíritus malignos («¡Todo es posible para quien cree!») es, sobre todo, un don de Dios. Nuestra oración, en todo caso, nos pone en disposición para recibir el don. Pero este don hemos de suplicarlo: «¡Creo, ayuda a mi poca fe!» (Mc 9,24). ¡La respuesta de Cristo no se hará “rogar”!

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Jaculatoria


¡Creo, ayuda a mi poca fe!



¡Creo, ayuda a mi poca fe!

Rev. D. Antoni CAROL i Hostench
(Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España)

Hoy contemplamos —¡una vez más!— al Señor solicitado por la gente («corrieron a saludarle») y, a la vez, Él solícito de la gente, sensible a sus necesidades. En primer lugar, cuando sospecha que alguna cosa pasa, se interesa por el problema.

Interviene uno de los protagonistas, esto es, el padre de un chico que está poseído por un espíritu maligno: «Maestro, te he traído a mi hijo que tiene un espíritu mudo y, dondequiera que se apodera de él, le derriba, le hace echar espumarajos, rechinar de dientes y lo deja rígido» (Mc 9,17-18).

¡Es terrible el mal que puede llegar a hacer el Diablo!, una criatura sin caridad. —Señor, ¡hemos de rezar!: «Líbranos del mal». No se entiende cómo puede haber hoy día voces que dicen que no existe el Diablo, u otros que le rinden algún tipo de culto... ¡Es absurdo! Nosotros hemos de sacar una lección de todo ello: ¡no se puede jugar con fuego!

«He dicho a tus discípulos que lo expulsaran, pero no han podido» (Mc 9,18). Cuando escucha estas palabras, Jesús recibe un disgusto. Se disgusta, sobre todo, por la falta de fe... Y les falta fe porque han de rezar más: «Esta clase con nada puede ser arrojada sino con la oración» (Mc 9,29).

La oración es el diálogo “intimista” con Dios. San Juan Pablo II afirmó que «la oración comporta siempre una especie de escondimiento con Cristo en Dios. Sólo en semejante “escondimiento” actúa el Espíritu Santo». En un ambiente íntimo de escondimiento se practica la asiduidad amistosa con Jesús, a partir de la cual se genera el incremento de confianza en Él, es decir, el aumento de la fe.

Pero esta fe, que mueve montañas y expulsa espíritus malignos («¡Todo es posible para quien cree!») es, sobre todo, un don de Dios. Nuestra oración, en todo caso, nos pone en disposición para recibir el don. Pero este don hemos de suplicarlo: «¡Creo, ayuda a mi poca fe!» (Mc 9,24). ¡La respuesta de Cristo no se hará “rogar”!

22 de febrero de 2020

Santo Evangelio 23 de Febrero 2020



Día litúrgico: Domingo VII (A) del tiempo ordinario


Texto del Evangelio (Mt 5, 38-48): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Habéis oído que se dijo: ‘Ojo por ojo y diente por diente’. Pues yo os digo: no resistáis al mal; antes bien, al que te abofetee en la mejilla derecha ofrécele también la otra: al que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica déjale también el manto; y al que te obligue a andar una milla vete con él dos. A quien te pida da, y al que desee que le prestes algo no le vuelvas la espalda.

»Habéis oído que se dijo: ‘Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo’. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los publicanos? Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de particular? ¿No hacen eso mismo también los gentiles? Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial».


«Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial»

Rev. P. José PLAZA Monárdez
(Calama, Chile)

Hoy, la Palabra de Dios, nos enseña que la fuente original y la medida de la santidad están en Dios: «Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5,48). Él nos inspira, y hacia Él caminamos. El sendero se recorre bajo la nueva ley, la del Amor. El amor es el seguro conductor de nuestros ideales, expresados tan certeramente en este quinto capítulo del Evangelio de san Mateo.

La antigua ley del Talión del libro del Éxodo (cf. Ex 21,23-35) —que quiso ser una ley que evitara las venganzas despiadadas y restringir al “ojo por ojo”, el desagravio bélico— es definitivamente superada por la Ley del amor. En estos versículos se entrega toda una Carta Magna de la moral creyente: el amor a Dios y al prójimo.

El Papa Benedicto XVI nos dice: «Solo el servicio al prójimo abre mis ojos a lo que Dios hace por mí y a lo mucho que me ama». Jesús nos presenta la ley de una justicia sobreabundante, pues el mal no se vence haciendo más daño, sino expulsándolo de la vida, cortando así su eficacia contra nosotros.

Para vencer —nos dice Jesús— se ha de tener un gran dominio interior y la suficiente claridad de saber por cuál ley nos regimos: la del amor incondicional, gratuito y magnánimo. El amor lo llevó a la Cruz, pues el odio se vence con amor. Éste es el camino de la victoria, sin violencia, con humildad y amor gozoso, pues Dios es el Amor hecho acción. Y si nuestros actos proceden de este mismo amor que no defrauda, el Padre nos reconocerá como sus hijos. Éste es el camino perfecto, el del amor sobreabundante que nos pone en la corriente del Reino, cuya más fiel expresión es la sublime manifestación del desbordante amor que Dios ha derramado en nuestros corazones por el don del Espíritu Santo (cf. Rom 5,5).

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Jaculatoria


Sin la Caridad, todo es vanidad de vanidades


SIN LA CARIDAD, TODO ES VANIDAD DE VANIDADES

La caridad es aquella buena disposición del ánimo que nada antepone al conocimiento de Dios. Nadie que esté subyugado por las cosas terrenas podrá nunca alcanzar esta virtud del amor a Dios.

El que ama a Dios antepone su conocimiento a todas las cosas por él creadas, y todo su deseo y amor tienden continuamente hacia él.

Como sea que todo lo que existe ha sido creado por Dios y para Dios, y Dios es inmensamente superior a sus creaturas, el que dejando de lado a Dios, incomparablemente mejor, se adhiere a las cosas inferiores demuestra con ello que tiene en menos a Dios que a las cosas por él creadas.

El que me ama -dice el Señor- guardará mis mandamientos. Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros. Por tanto, el que no ama al prójimo no guarda su mandamiento. Y el que no guarda su mandamiento no puede amar a Dios.

Dichoso el hombre que es capaz de amar a todos los hombres por igual.

El que ama a Dios ama también inevitablemente al prójimo; y el que tiene este amor verdadero no puede guardar para sí su dinero, sino que lo reparte según Dios a todos los necesitados.

El que da limosna no hace, a imitación de Dios, discriminación alguna, en lo que atañe a las necesidades corporales, entre buenos y malos, justos e injustos, sino que reparte a todos por igual, a proporción de las necesidades de cada uno, aunque su buena voluntad le inclina a preferir a los que se esfuerzan en practicar la virtud, más bien que a los malos.

La caridad no se demuestra solamente con la limosna, sino sobre todo con el hecho de comunicar a los demás las enseñanzas divinas y prodigarles cuidados corporales.

El que, renunciando sinceramente y de corazón a las cosas de este mundo, se entrega sin fingimiento a la práctica de la caridad con el prójimo pronto se ve liberado de toda pasión y vicio, y se hace partícipe del amor y del conocimiento divinos.

El que ha llegado a alcanzar en sí la caridad divina no se cansa ni decae en el seguimiento del Señor su Dios, según dice el profeta Jeremías, sino que soporta con fortaleza de ánimo todas las fatigas, oprobios e injusticias, sin desear mal a nadie.

No os contentéis con decir -advierte el profeta Jeremías-: «Somos templo del Señor.» Tú no digas tampoco: «La sola y escueta fe en nuestro Señor Jesucristo puede darme la salvación.» Ello no es posible si no te esfuerzas en adquirir también la caridad para con Cristo, por medio de tus obras. Por lo que respecta a la fe sola, dice la Escritura: También los demonios creen y tiemblan.

El fruto de la caridad consiste en la beneficencia sincera y de corazón para con el prójimo, en la liberalidad y la paciencia; y también en el recto uso de las cosas.

De los Capítulos de san Máximo Confesor, abad, Sobre la caridad
(Centuria 1, cap. 1, 4-5. 16-17. 23-24. 26-28. 30-40: PG 90, 962-967)

21 de febrero de 2020

Santo Evangelio 22 de febrero 2020



Día litúrgico: 22 de Febrero: La Cátedra de san Pedro, apóstol


Texto del Evangelio (Mt 16,13-19): En aquel tiempo, llegado Jesús a la región de Cesarea de Filipo, hizo esta pregunta a sus discípulos: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?». Ellos dijeron: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías, otros, que Jeremías o uno de los profetas». Díceles Él: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Simón Pedro contestó: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo».

Replicando Jesús le dijo: «Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos».

«Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia»

Rev. D. Antoni CAROL i Hostench
(Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España)

Hoy celebramos la Cátedra de san Pedro. Desde el siglo IV, con esta celebración se quiere destacar el hecho de que —como un don de Jesucristo para nosotros— el edificio de su Iglesia se apoya sobre el Príncipe de los Apóstoles, quien goza de una ayuda divina peculiar para realizar esa misión. Así lo manifestó el Señor en Cesarea de Filipo: «Yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16,18). En efecto, «es escogido sólo Pedro para ser antepuesto a la vocación de todas las naciones, a todos los Apóstoles y a todos los padres de la Iglesia» (San León Magno).

Desde su inicio, la Iglesia se ha beneficiado del ministerio petrino de manera que san Pedro y sus sucesores han presidido la caridad, han sido fuente de unidad y, muy especialmente, han tenido la misión de confirmar en la verdad a sus hermanos.

Jesús, una vez resucitado, confirmó esta misión a Simón Pedro. Él, que profundamente arrepentido ya había llorado su triple negación ante Jesús, ahora hace una triple manifestación de amor: «Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo» (Jn 21,17). Entonces, el Apóstol vio con consuelo cómo Jesucristo no se desdijo de él y, por tres veces, lo confirmó en el ministerio que antes le había sido anunciado: «Apacienta mis ovejas» (Jn 21,16.17).

Esta potestad no es por mérito propio, como tampoco lo fue la declaración de fe de Simón en Cesarea: «No te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (Mt 16,17). Sí, se trata de una autoridad con potestad suprema recibida para servir. Es por esto que el Romano Pontífice, cuando firma sus escritos, lo hace con el siguiente título honorífico: Servus servorum Dei.

Se trata, por tanto, de un poder para servir la causa de la unidad fundamentada sobre la verdad. Hagamos el propósito de rezar por el Sucesor de Pedro, de prestar atento obsequio a sus palabras y de agradecer a Dios este gran regalo.