7 de febrero de 2016

A tiempo y a destiempo


A TIEMPO Y A DESTIEMPO

Por Javier Leoz

Remar cuando vemos que no avanzamos demasiado en el mar de la vida; desplegar las redes cuando, día tras día, no conseguimos la proporción entre esfuerzo y fruto hace que nos preguntemos constantemente si merece la pena seguir en la brecha. Es bueno recordar aquello de San Francisco de Asís; volvía de un viaje cuando se encontró con una congregación decadente y totalmente desnortada. Es cuando, en su diálogo con Dios, escucho una voz que le recordaba: “recuerda que yo soy el dueño, que tú eres mi siervo”. Sólo entonces, Francisco de Asís, descansó poniéndose manos a la obra como si todo dependiera de él pero no olvidando que todo descansaba en las manos de Dios.

1.- El pesimismo es la oscuridad que se interpone entre la luz y las retinas de los ojos de nuestros corazones, de nuestras almas y de nuestros brazos. Brindar amor, cuando no se recoge contraprestación, nos puede hacer caer en el absentismo o en lo raquítico de una vida espiritual sin más trascendencia que una vivencia sincretista: creo como quiero y a mi manera. Ofrecer a Dios la belleza de nuestro interior sin más condescendencia que una relación simple y nada comprometida, nos puede llevar a un desentendimiento total de todo lo que nos rodea: una fe privada (excesivamente fácil) pero sin cuño en el ámbito social. Finalmente una entrega que busca los resultados inmediatos nos puede desactivar como cristianos, como católicos y como hombres y mujeres de fe. El seguimiento a Jesús no es subirse a la barca para alcanzar nuestros propios objetivos sino para vivir con el tiempo de Dios y con el reloj de Cristo: cuando Él quiera, como Él quiera pero contando con nosotros. La situación de nuestra Iglesia con muchos problemas, no en todos los continentes de la tierra, nos ha de llevar a ser mucho más creativos para que, las redes de nuestra evangelización, puedan llegar a esos fondos que son muy distintos a los de hace 40 o 50 años. La fe no cambia pero, su expresión, sí. La fe no muda pero la plataforma para transmitirla y los medios han de estar a la altura de los nuevos tiempos. ¿Problema? Que vivimos en un mundo saturado y colapsado de mensajes, propuestas, ocio y entretenimiento.

2.- Sacerdotes y laicos, hombres y mujeres, estamos llamados – desde la profesión que estamos ejerciendo- a remar mar adentro. Y, esto, no es palabrería ni simple poesía. ¡Es la hora de la iglesia! ¡Hoy más que nunca! Es nuestra hora, con su color (a veces negro) y su prueba (a veces excesiva) pero también con el convencimiento de que el Señor nos acompaña siempre; de que nada ocurre porque sí o de que todos nuestros afanes tarde o temprano verán su luz. Verlo y trabajarlo de otra manera sería excesivamente peligroso para nuestra salud espiritual y con aplastante cargo de conciencia.

El desasosiego, además de crearnos fantasmas, nos paraliza. Una Iglesia que cree y anuncia la Resurrección de Jesús es una iglesia que, entre otras cosas, no tiene miedo ni a la misma muerte. ¿Por qué habría de tener temor a seguir remando contracorriente? ¿Por qué nos ha de temblar el pulso o la mano a la hora de presentar, tal cual, el Evangelio y sus consecuencias? ¿Por miedo a quedarnos solos en la barca? ¿Por miedo a que nos falten relevos? ¿Por recelo a dejar la comodidad de lo que estamos haciendo? ¿Por la tristeza que produce el “ya no somos tantos”?

3.- Si Jesús creyó y echó el resto por su reino, nosotros no podemos dejarle en la estacada. No podemos romper los planes que tiene para cada uno de nosotros. Estamos en el Año de la Misericordia. Pidamos al Señor que, Él, salga con todo su corazón a socorrer nuestras miserias. Una de ellas la “parálisis evangelizadora” cuando se convierte en carne viva por el pesimismo o nuestra tristeza por los logros no conseguidos.

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