26 de marzo de 2017

Creer para ver



"CRER PARA VER"

Por José María Martín OSA

1.- El Señor no se fija en las apariencias. Samuel es enviado a ungir al que debe ser el nuevo rey. Pero el Señor no ha escogido a un hombre "de buena estatura", como Saúl, sino al más joven de todos, que estaba cuidando el rebaño de su padre. El Señor, como tantas veces repetirá la Escritura, no se fija en las apariencias, sino en el fondo del corazón. David no es elegido por ser el más fuerte, sino por puro amor. La imagen del pastor para designar la misión del rey de Israel y la del Señor mismo entrará en la tradición de Israel y llegará al Nuevo Testamento. El Salmo 22 proclama: “El Señor es mi pastor, nada me falta”. Debemos seguir a Jesús, el auténtico guía de nuestra vida. El nos muestra el camino, pero nosotros debemos caminar como hijos de la luz, tal como nos recuerda Pablo en la Carta a los Efesios

2.- Jesucristo ilumina con su luz nuestro corazón. Las lecturas de los domingos de Cuaresma del Ciclo A tienen un marcado carácter bautismal. Se trata de una catequesis sobre el Bautismo y la necesidad de la fe para seguir a Jesús. Igual que en los sacramentos, en el relato de la curación del ciego aparecen símbolos y mediaciones como la saliva, el barro, la piscina, la ayuda de los demás. El barro es el reconocimiento de nuestra falta, la saliva la fuerza curativa, la piscina la Iglesia, sacramento universal de salvación, la ayuda que recibe es la Palabra de Jesús. Quien devuelve la vista al ciego no es el agua, es su fe en Jesús. Como ocurrió el domingo pasado con la samaritana, el ciego de nacimiento nos representa a todos. ¿Quién de nosotros no está ciego? Somos ciegos cuando andamos perdidos en las tinieblas del pecado, cuando nos cerramos a los demás, cuando nos fijamos en las apariencias sin darnos cuenta, como afirma el Principito, que sólo se ve bien con el corazón. Así lo expresa también San Agustín:

“¿Cuándo lavó este ciego el rostro de su corazón? Cuando, echado de la sinagoga por los judíos, el Señor le abrió los ojos del alma; pues, habiéndole encontrado, le dijo, según hemos oído: ¿Crees tú en el Hijo de Dios? ¿Quién es, Señor, respondió, para que crea en él? (Jn 9,35-36). Ya le veía con los ojos, pero aún no con el corazón. Esperad; ahora le verá. Jesús le respondió: Soy yo, el que habla contigo (Jn 9,37). ¿Acaso lo dudó? Inmediatamente lavó su rostro. En efecto, estaba hablando con aquel Siloé que significa enviado. Luego él era Siloé. El ciego de corazón se le acercó, lo escuchó, lo creyó, lo adoró; lavó su rostro y vio” (San Agustín, Sermón 136).

3.- La ceguera del mundo. En este fragmento del evangelio podemos apreciar la dimensión colectiva del pecado. En el mundo hay muchos ciegos que, viendo con los ojos, no ven con el corazón. Sean los padres, los fariseos, los vecinos… Ciegos que se niegan a la aceptación de una cosa tan sencilla como que Dios quiera que aquel ciego se cure y vea. Esa resistencia, que podemos llamar el pecado del mundo, va más allá del pecado personal. Es esa especie de ceguera que hace que nadie entienda realmente nada en ciertas situaciones. Esa especie de ignorancia existencial que sistemáticamente borra a Dios de nuestro mundo, de nuestra sociedad. Lo dice con claridad San Agustín:

“Quienes lo arrojaron de la sinagoga continuaron en su ceguera, como se vio en el reproche que dirigieron al Señor de haber violado el sábado por hacer lodo con su saliva y untar los ojos al ciego. Digo en su ceguera, porque reprocharle al Señor las curaciones obradas con su sola palabra no era ceguera, sino calumnia manifiesta. ¿Hacía en efecto algo en sábado, cuando curaba con la palabra? Calumnia manifiesta, porque se le acusaba de mandar, se le acusaba de hablar, como si ellos no hablaran el sábado. Sin embargo, bien puedo decir que no hablaban ni en sábado ni en ningún otro día, porque habían dejado de alabar al verdadero Dios”. (San Agustín, Sermón 136).

4.- Jesús, luz del mundo. Sólo podemos salir de la oscuridad si reconocemos nuestra ceguera y acudimos a Cristo, "luz del mundo". Jesús viene a iluminar nuestra ceguera espiritual. Este es el mensaje del evangelio del ciego de nacimiento. El autor sagrado parte del principio de que nuestra vida es un camino. Para caminar necesitamos en primer lugar ver por dónde queremos ir. Solo Jesús puede iluminar nuestro camino y quitar la ceguera de nuestro corazón. Para ver de verdad, hay que creer en EL. Por eso, hay que estar abiertos a la luz de la verdad, que es Cristo, y no cegarnos en nuestra soberbia. Debemos aceptar a Jesucristo, aceptar su amistad y su amor, aceptar la verdad de sus palabras y creer en sus promesas; reconocer que su enseñanza nos conducirá a la felicidad y, finalmente, a la vida eterna.

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