Santa Luisa de Marillac 15 de Marzo
(† 1660)
A fines del siglo XVI la situación religiosa en Francia era bien lamentable.
Mientras en Alemania cedía el protestantismo por obra de la Contrarreforma, en España la mística alcanzaba sus más altas cimas y en Italia se apagaba la bacanal del Renacimiento con una floración de nuevos santos, la iglesia de Francia tuvo bastante con sobrevivir a las guerras de religión, sin tiempo para aplicar las reformas y remedios propuestos por el concilio de Trento.
Al subir al trono francés Enrique IV, consigue la paz, aunque fuese a costa de igualar los derechos de hugonotes y católicos por el edicto de Nantes.
Bajo el vigoroso impulso de este monarca y de su ministro Sully, el país va a conocer una era de prosperidad insospechada. En el reloj de la historia ha sonado la hora de Francia, no sólo en lo político, artístico y literario, sino también en lo religioso.
Llegan a París de España e Italia las Ordenes nuevas: jesuitas, carmelitas, capuchinos y oratorianos. Francia asimila rápidamente las nuevas formas de espiritualidad, dándoles un tinte propio; además de la santidad de los claustros intentará proporcionar a los cristianos que viven en el mundo los medios de perfección.
París, la antigua Babilonia, ¿se convertirá en una equivalencia de la Ginebra protestante?
Una eclosión de fervor despierta en la gran ciudad. La mística invade los salones y los círculos piadosos hacen competencia a las tertulias del gran mundo.
Alrededor de un director espiritual se juntan las damas de la aristocracia. Se leen las obras de los místicos alemanes, los escritos de los carmelitas españoles, del obispo de Annecy y del cardenal de Berulle.
Esta piedad no se reduce a la devoción interior, sino que se ejercita en las más variadas obras de misericordia: limosnas de alimentos y vestidos a los pobres, visitas de hospitales y cárceles, socorro a los menesterosos.
Sí, París es ahora un carrefour de saints, una encrucijada de santos, en que coinciden madame Acarie, en el Carmelo, sor María de la Encarnación, Francisco de Sales y Juana Francisca, San Vicente de Paúl y Luisa de Marillac.
Vicente de Paúl, a quien todos llaman familiarmente monsieur Vincent, quiere llegar a grandes metas. Pretende hacer de la caridad individualista un movimiento arrollador que acuda al remedio de todas las necesidades.
Su vida está llena de aventuras tan fabulosas que parece una novela.
Emprende la carrera eclesiástica ya mayor. Estudia en Zaragoza y en Toulouse. En un viaje por mar, desde Marsella a Narbona, cae en poder de piratas turcos, que matan a todos sus compañeros, menos a él, que es vendido como esclavo en Túnez. Después de dos años de cautiverio, huye con su propio amo, al que logra convertir. Va a Roma y desde allí a la corte de Enrique IV. Después de pasar por varios cargos eclesiásticos, es nombrado preceptor de los hijos de la familia Gondi. Entonces se percata de las circunstancias dificilísimas por que atraviesa el país y decide entregarse de lleno a las obras de caridad, fundando asociaciones de damas que socorran a los pobres, y para evangelizar a los aldeanos funda la Congregación de la Misión.
En estas circunstancias es cuando conoce a Santa Luisa de Marillac, viuda a los treinta y cuatro años, quien, por consejo de su director, San Francisco de Sales, se pone a disposición, de San Vicente. Desde ahora los dos grandes santos irán asociados al más generoso esfuerzo que se haya hecho para atender a los pobres.
Santa Luisa nació el 12 de agosto de 1591. Era de la segunda nobleza. En la más tierna edad quedó huérfana de madre. Su padre, el señor de Marillac, hombre de extraordinaria inteligencia y de gran virtud, no omitió medio para que su hija recibiera una educación esmerada. Literatura, arte, filosofía e incluso el latín, fueron la base de sus estudios. Al mismo tiempo se ejercitaba en los oficios propios de su sexo.
A los quince años se entregó con gran fervor a la oración y quiso ingresar en el convento de capuchinas, pero su constitución física, muy delicada, no se lo consintió, disuadiéndola el padre Champigny, provincial de los capuchinos: "Hija mía —le dijo—, yo creo que son otros los designios de Dios."
A esa misma edad perdió también a su padre. No pudiendo entrar en religión, ni permanecer sola en el mundo, accediendo a las instancias de sus parientes se desposó con Antonio Le Gras, secretario de la reina María de Médicis, celebrándose el matrimonio en San Gervasio, de París, el 5 de febrero de 1913, fijando su residencia en la capital francesa.
Los testigos del proceso de su beatificación declaran: "Luisa de Marillac fue un dechado de esposas cristianas, Con su bondad y dulzura logró ablandar a su marido, que era de carácter poco llevadero, dando el ejemplo de un matrimonio ideal, en que todo era común, hasta la oración, que hacían juntos."
Bendijo Dios su matrimonio con el nacimiento de un hijo. El amor que la señora Le Gras tuvo a su hijo no conoció limites. San Vicente le escribiría más tarde: "Jamás he visto una madre tan madre como usted; apenas parece usted mujer en otra cosa."
Y en otra carta le diría: "¡Oh qué dicha el ser hijo de Dios! Pues este Señor ama a los suyos con afecto aún más tierno que el que usted tiene a su hijo, con ser este amor tan grande que apenas he visto cosa igual en ninguna otra madre."
Estas experiencias maternales, valiosísimas, servirían a Santa Luisa para derrocharlas en la fundación a que el cielo la destinaba.
Porque el señor Le Gras murió santamente, en brazos de su esposa, el 21 de diciembre de 1625. Entonces ella no pensó más que en consagrarse del todo a Dios y a las buenas obras. ¿No es razón que me entregue a Dios —diría después— de haber sido tanto tiempo del mundo?"
En lo de haber sido del mundo Santa Luisa exageraba. Los directores de su espíritu declararon a su muerte que era un alma angelical, que no había perdido la inocencia de su bautismo.
Pero, ciertamente, estando desligada ya de compromisos familiares, la viuda Le Gras va a ser la colaboradora eficacísima de monsieur Vincent. Ella sabrá poner la nota femenina en sus obras de caridad. Será el ama de casa, providente y buena, que solucione con tacto femenino los conflictos que surjan a cada paso en la organización del bien.
San Vicente había fundado ya las "Caridades", asociación de damas o señoras al servicio de los pobres a domicilio, especialmente en los pueblos y aldeas, donde las dejaba como fruto de sus misiones.
Pero sin conexión con el fundador, tales obras languidecían pronto. Santa Luisa se ofrece a visitar las Caridades y el Santo la anima con estás palabras: "Parta usted, vaya en nombre del Señor. Ruego a su Divina Bondad la acompañe; que Él sea su consuelo en el camino y su fuerza en el trabajo, y finalmente nos la devuelva con perfecta salud y llena de buenas obras."
Las palabras de San Vicente no eran pura retórica. Los viajes en aquellos tiempos eran por demás penosos y peligrosos. Malos vehículos, malos caminos, malas comidas, malos alojamientos...
Su primer biógrafo nos ha descrito aquellas correrías, que recuerdan las de Santa Teresa. "Solía llevar consigo gran cantidad de lienzos y medicinas, y sus viajes y limosnas eran siempre a sus expensas. Apenas llegada al lugar, reunía a las mujeres de la cofradía de la Caridad, las imbuía en el espíritu de la obra, animaba su fervor con el fuego de sus alocuciones y hacia por aumentar su número. Luego visitaba ella misma a los enfermos y era tanta su gracia y actividad, que a su marcha todo quedaba renovado."
Al compás del apostolado su alma crecía en ardores místicos. El 5 de agosto de 1630, aniversario de su boda terrena, escribió sus impresiones después de comulgar: "Parecióme que Nuestro Señor me inspiraba la idea de recibirle por esposo de mi alma, considerando aquel acto como una especie de esponsales."
Aquellas visitas le hicieron ver otra enorme deficiencia: el abandono de las niñas y jóvenes en punto a instrucción y educación, y también atendía con sus pláticas y esfuerzos a proveer a tan gran necesidad.
Entretanto, desgracias familiares pesan terriblemente sobre ella. Su tío, el mariscal Marillac, cae en desgracia del rey y es ajusticiado públicamente en París. Su tía muere de pena; otro pariente cercano desfallece en la prisión. Empero nunca consintió que se hablase mal de Luis XIII ni del cardenal Richelieu, causantes de tantas desgracias.
Su alma se va afinando y acerando para las cosas de Dios. Y bien lo necesitaba aquella Francia de comienzos del XVII. En un informe al Parlamento se aseguraba que era tanta la miseria de ciertas regiones, "que los aldeanos se ven obligados a pacer la hierba de los campos a manera de las bestias".
Para remediar tales males no bastaban las "Caridades" fundadas por San Vicente, porque, siendo las damas señoras de la buena sociedad, se desdeñaban de descender a los servicios más humildes y necesarios. Había que pensar en sirvientas de las caridades", en viudas y jóvenes que se entregaran al servicio exclusivo de ellos. La primera que colaboró con Santa Luisa en tan bella obra fue Margarita Naseau, natural de Suresnes, a diez kilómetros de París, aldeana que había aprendido a leer sola, conduciendo su rebaño y preguntando a los caminantes por el significado de las letras de su abecedario.
Otras muchas jóvenes siguieron los pasos de Margarita, y en 1633 recibía Luisa a las cuatro primeras hermanas, hasta convertirse en un verdadero noviciado al cabo de algunos meses. Santa Luisa pensó en que formularan sus votos, pronunciando los primeros en la fiesta de la Anunciación del año 1634, la fecha en que renuevan anualmente los suyos las hijas de la Caridad de todo el mundo.
A partir de entonces la bola de nieve que decía San Vicente se transforma en alud arrollador. Resulta imposible, en tan breve reseña, seguir paso a paso a los dos Santos fundadores en la obra portentosa que emprendieron en favor de sus señores los pobres, como ellos respetuosamente les llamaban.
Realizaron visitas a los hospitales, tan espantosamente abandonados, que los enfermos se resistían a la fuerza a ingresar en ellos. Baste el dato de que la escasez de camas obligaba a juntar a tres y cuatro en el mismo lecho. Donde más actividad desplegaron, con éxito rotundo, fue en el hospital de Angers, del que se hicieron cargo en 1639.
Luego vendrían las obras en el mismo París, como la asistencia y cuidado de los niños expósitos. Más de cuatrocientos eran recogidos cada año en la gran ciudad y muchísimos fallecían por falta de atenciones.
También hubo fundaciones en el arrabal de Saint Denis, con la gran basílica de San Dionisio, mausoleo de los reyes de Francia. Después en Nantes, a donde llega Santa Luisa acompañada de ocho hermanas, recibiéndolas una multitud inmensa que acude de todas partes para aclamarlas.
De 1649 a 1652 la guerra asola las provincias de Champaña, Picardía y Lorena. Los moribundos yacen, abandonados a lo largo de los caminos, las religiosas huyen de la soldadesca, las iglesias son profanadas.
San Vicente envía al campo de operaciones a las hijas de la Caridad, para cuidar a los enfermos, distribuir alimentos, procurar refugio a las jóvenes arrojadas de sus hogares. Se multiplican los casos de heroísmo, pero nuevas hermanas acuden a reemplazar a las que mueren en el cumplimiento del deber.
En 1658 es Flandes el escenario de nuevos horrores bélicos. La reina ruega a San Vicente que las hermanas se hagan cargo de los hospitales militares y establecen un ambulatorio en Calais.
Pero ya no es Francia solamente el campo de sus actividades. Luisa María de Gonzaga, hija del duque de Nevers, visitadora asidua con las damas de la Caridad del hospital de París, conoce bien a Santa Luisa y a su espíritu. La Providencia la levanta a reina de Polonia, Y desde allí escribe a los Santos fundadores que manden hermanas, por hallarse el país sumido en guerras y catástrofes.
En 1653 surge otra obra nueva, un asilo de pobres de ambos sexos, gracias a la limosna de cien mil francos que donó un caballero parisiense.
Santa Luisa funda un establecimiento modelo. A los hombres los ocupa en diversos oficios, a las mujeres las dedica a hilar. Busca materias primas, cáñamo, lana, mobiliario. La alegría y el trabajo reinaban en el gran asilo general para todos los mendigos de París.
Posteriormente otro establecimiento, "Las Casitas", acoge a locos y enfermos mentales.
No hay dolencia, desgracia o miseria, material o espiritual, que no haya sido remediada por Santa Luisa y su obra.
Ya todo esto, los Santos fundadores, absorbidos por su trabajo de organización, ni se habían preocupado en dar forma canónica al nuevo instituto. Al fin, en 1655, después de veinte años, San Vicente y Santa Luisa presentan una instancia al arzobispo de París, que erige la congregación de las Hijas de la Caridad el 18 de enero de aquel año.
El 30 de mayo reúne San Vicente a sus hijas y, después de haberles leído las reglas, les dice: "De hoy en adelante, llevaréis el nombre de Hijas de la Caridad. Conservad este título, que es el más hermoso que podéis tener."
Santa Luisa, de constitución débil, tiene un espíritu fuerte. Su actividad no conoce cansancio. Su humildad es profundísima. Jamás consintió en tener capilla ni que se dijera misa en ninguna de sus casas. "Quizá —como dice uno de sus biógrafos— temiera de que fuera en detrimento del cuidado de los enfermos y cayeran sus hijas en la tentación de hacerse religiosas."
Ya en 1647 decía San Vicente: "La señora Le Gras debiera haber muerto hace diez años; al verla se diría que sale de la tumba: tan débil está su cuerpo y tan pálido su semblante."
Y, sin embargo, hasta 1660 no entregó su alma al Creador, tras una enfermedad penosa, que comenzó por gangrenarle un brazo. No tuvo el consuelo de que San Vicente la acompañara, pues también enfermo, le envió este sencillo recado: "Usted va delante, pronto la volveré a ver en el cielo." Falleció mientras le rezaban las preces de los agonizantes, el día 15 de marzo, lunes de Pasión, entre las once y las doce de la mañana.
Parodiando a fray Luis de León al hablar de Santa Teresa, podríamos decir que a Santa Luisa de Marillac la podemos conocer por sus escritos y por sus hijas.
Asombra pensar que tuviera tiempo de escribir cientos de cartas, resumir numerosas conferencias de San Vicente, que luego se encargaba de hacer circular, hacer extractos de sus meditaciones y ejercicios espirituales, hasta formar tres volúmenes de 1.500 páginas sus obras completas.
Consejos, alientos, normas y avisos, todo se desliza en su correspondencia familiar. Parece que asistimos al crecimiento de la congregación. No caeré en la ingenuidad de citar párrafos devotos. Quizá éste retrate mejor a la fundadora: "Me han dicho que sor Marta se ha puesto tan gruesa que casi no se la conoce. ¡Oh Dios mío! ¡Cuánto temor me dan los establecimientos en donde se está con más comodidades de lo que a nuestra condición conviene! Os encargo que procuréis que esté ocupada lo más que pueda y en trabajo muy fuerte. ¿No tenéis enfermos en los pueblos vecinos?" (Carta a sor Isabel Turgis, en Chars).
Las Hijas de la Caridad son hoy unas 45.000, extendidas por todo el mundo, en más de 4.000 casas, encontrándose en París, en el número 140 de la Rue de Bac, la casa madre, en cuya capilla, la misma de las apariciones de la Virgen Milagrosa a Santa Catalina Labouré, está el sepulcro de Santa Luisa.
Contrariamente a lo que ha ocurrido con otras comunidades, las Hijas de la Caridad siempre han permanecido al servicio de los pobres, en hospitales, asilos, orfanotrofios, manicomios, casas de beneficencia.
Su espiritualidad se funda en la caridad, generadora del celo, en la humildad personal y en la sencillez, que repugna todo lo falso o afectado. Aunque aplicadas a las obras exteriores, llevan una vida interior sustentada por prácticas de devoción repartidas a lo largo del día. Se levantan a las cuatro, y toda la vida es común: dormitorio, comidas, recreo. Sus votos son anuales y se renuevan el 25 de marzo.
Sí, Santa Luisa de Marillac no ha muerto. Todavía sentimos el tintineo de su largo rosario cuando cruzan junto a nosotros las tocas blancas de alguna Hija de la Caridad.
CASIMIRO SÁNCHEZ ALISEDA
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