7 de noviembre de 2025

Santo Evangelio 7 noviembre 2025

 



 Texto del Evangelio (Lc 16,1-8):

 En aquel tiempo, Jesús decía a sus discípulos: «Había un hombre rico que tenía un administrador a quien acusaron ante él de malbaratar su hacienda; le llamó y le dijo: ‘¿Qué oigo decir de ti? Dame cuenta de tu administración, porque ya no podrás seguir administrando’. Se dijo a sí mismo el administrador: ‘¿Qué haré, pues mi señor me quita la administración? Cavar, no puedo; mendigar, me da vergüenza. Ya sé lo que voy a hacer, para que cuando sea removido de la administración me reciban en sus casas’.

»Y convocando uno por uno a los deudores de su señor, dijo al primero: ‘¿Cuánto debes a mi señor?’. Respondió: ‘Cien medidas de aceite’. Él le dijo: ‘Toma tu recibo, siéntate en seguida y escribe cincuenta’. Después dijo a otro: ‘Tú, ¿cuánto debes?’. Contestó: ‘Cien cargas de trigo’. Dícele: ‘Toma tu recibo y escribe ochenta’.

»El señor alabó al administrador injusto porque había obrado astutamente, pues los hijos de este mundo son más astutos con los de su generación que los hijos de la luz».



«Los hijos de este mundo son más astutos (...) que los hijos de la luz»


Mons. Salvador CRISTAU i Coll Obispo de Terrassa

(Barcelona, España)

Hoy, el Evangelio nos presenta una cuestión sorprendente a primera vista. En efecto, dice el texto de san Lucas: «El señor alabó al administrador injusto porque había obrado astutamente» (Lc 16,8).

Evidentemente, no se nos propone aquí que seamos injustos en nuestras relaciones, y menos aún con el Señor. No se trata, por tanto, de una alabanza a la estafa que comete el administrador. Lo que Jesús manifiesta con su ejemplo es una queja por la habilidad en solucionar los asuntos de este mundo y la falta de verdadero ingenio por parte de los hijos de la luz en la construcción del Reino de Dios: «Los hijos de este mundo son más astutos con los de su generación que los hijos de la luz» (Lc 16,8).

Todo ello nos muestra —¡una vez más!— que el corazón del hombre continúa teniendo los mismos límites y pobrezas de siempre. En la actualidad hablamos de tráfico de influencias, de corrupción, de enriquecimientos indebidos, de falsificación de documentos... Más o menos como en la época de Jesús.

Pero la cuestión que todo esto nos plantea es doble: ¿Acaso pensamos que podemos engañar a Dios con nuestras apariencias, con nuestra mediocridad como cristianos? Y, al hablar de astucia, tendríamos también que hablar de interés. ¿Estamos interesados realmente en el Reino de Dios y su justicia? ¿Es frecuente la mediocridad en nuestra respuesta como hijos de la luz? Jesús dijo también que allí donde esté nuestro tesoro estará nuestro corazón (cf. Mt 6,21). ¿Cuál es nuestro tesoro en la vida? Debemos examinar nuestros anhelos para conocer dónde está nuestro tesoro... Nos dice san Agustín: «Tu anhelo continuo es tu voz continua. Si dejas de amar callará tu voz, callará tu deseo».

Quizás hoy, ante el Señor, tendremos que plantearnos cuál ha de ser nuestra astucia como hijos de la luz, es decir nuestra sinceridad en las relaciones con Dios y con nuestros hermanos. «En verdad, la vida es siempre una opción: entre honradez e injusticia, entre fidelidad e infidelidad, entre bien y mal (…). En definitiva —dice Jesús— hay que decidirse» (Benedicto XVI).

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Jaculatoria

 


EL SIGNIFICADO DEL MARTIRIO

  


De los sermones de san Agustín, obispo.

(Sermón 335, 1-2: PL 38, 1470)

EL SIGNIFICADO DEL MARTIRIO 


Tratándose de la fiesta de los santos mártires, ¿de qué podemos hablar mejor que de la gloria de los mismos? Ayúdenos el Señor de los mártires, puesto que él es su corona. Hace poco escuchamos al bienaventurado apóstol Pablo que pregonaba el grito de los mismos mártires: ¿Quién nos separará del amor de Cristo? Tal es el grito de los mártires. ¿La tribulación? ¿La angustia? ¿La persecución? ¿El hambre? ¿La desnudez? ¿Los peligros? ¿La espada? Porque está escrito: «Por ti somos mortificados todo el día y considerados como ovejas de matadero». Pero en todas estas cosas vencemos por aquel que nos amó. Éste es el grito de los mártires: soportarlo todo, no presumir de sí mismos y amar a quien es glorificado en los suyos, para que quien se gloríe, se gloríe en el Señor. Ellos conocían también lo que hace poco hemos cantado: Alegraos en el Señor y exultad, justos. Si los justos se alegran en el Señor, los injustos no saben alegrarse más que en el mundo. Pero éste es el primer ejército que hay que vencer: primero hay que vencer al placer y luego al dolor. ¿Cómo puede superar la crueldad del mundo quien es incapaz de superar sus halagos? Este mundo halaga prometiendo honores, riquezas, placer; este mundo amenaza sirviéndose del dolor, la pobreza y la humillación. Quien no desprecia lo que él promete, ¿cómo puede vencer sus amenazas? Las riquezas causan su propio deleite; ¿quién lo ignora? Pero la justicia lo tiene aún mayor. El Apóstol pasó ciertamente por alto todos los halagos del mundo, y quiso que los recordases tú, el halagado por el mundo. ¿Por qué? Porque anunciaba de antemano los combates de los mártires; aquellos combates en que vencieron la persecución, el hambre, la sed, la penuria, la deshonra y, por último, el temor de la muerte y al más cruel de los enemigos. Mas considerad, hermanos, que todo es obra del arte de Cristo. El Apóstol nos invita a preferir el amor de Cristo al del mundo. ¿Cuántas estrecheces han de pasar quienes quieren robar cosas ajenas? ¿La persecución? Ni la persecución los quiebra. El avaro dice en su corazón lo que quizá no se atreve a decir con su lengua: ¿Quién nos separa de la ambición del oro? ¿La tribulación? ¿La angustia? ¿La persecución? También los avaros pueden decir al oro: «Por ti somos llevados a la muerte día a día». Con razón, pues, dicen los santos mártires en el salmo: Júzgame, ¡oh Dios! y distingue mi causa de la de la gente malvada. Distingue, dijo, mi tribulación, pues tribulaciones las sufren también los avaros. Distingue mis angustias, pues las sufren también los avaros. Distingue mis persecuciones, pues las sufren también los avaros. Distingue mi hambre, pues, con tal de adquirir el oro, la sufren también los avaros. Distingue mi desnudez, pues por el oro se dejan desnudar también los avaros. Distingue mi muerte, pues por el oro mueren también los avaros. ¿Qué significa: Distingue mi causa? Por ti somos llevados a la muerte día a día. Ellos sufren todo eso por el oro, nosotros por ti. La pena es igual, pero distinta la causa. Si la causa es distinta, la victoria está asegurada. Por tanto, si miramos a su causa, amaremos estas fiestas de los mártires. Amemos en ellos no sus sufrimientos, sino la causa de los mismos; pues, si amamos solamente sus sufrimientos, encontraremos a muchos que sufren cosas peores por causas malas. Pero fijémonos en la causa; mirad la cruz de Cristo; allí estaba Cristo y allí estaban los ladrones. La pena era igual, pero diferente la causa. Un ladrón creyó, otro blasfemó. El Señor, como en el tribunal, hizo de juez para ambos; al que blasfemó lo mandó al infierno; al otro lo llevó consigo al paraíso. ¿Por qué esto? Porque, aunque la pena era igual, la causa de cada uno era diferente. Elegid, pues, las causas de los mártires si queréis alcanzar la palma de los mártires.  

6 de noviembre de 2025

Santo Evangelio 6 noviembre 2025

  


Texto del Evangelio (Lc 15,1-10):

 En aquel tiempo, todos los publicanos y los pecadores se acercaban a Jesús para oírle, y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: «Éste acoge a los pecadores y come con ellos».

Entonces les dijo esta parábola. «¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto, y va a buscar la que se perdió hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, la pone contento sobre sus hombros; y llegando a casa, convoca a los amigos y vecinos, y les dice: ‘Alegraos conmigo, porque he hallado la oveja que se me había perdido’. Os digo que, de igual modo, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión.

»O, ¿qué mujer que tiene diez dracmas, si pierde una, no enciende una lámpara y barre la casa y busca cuidadosamente hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, convoca a las amigas y vecinas, y dice: ‘Alegraos conmigo, porque he hallado la dracma que había perdido’. Del mismo modo, os digo, se produce alegría ante los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta».



«Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta»


Rev. D. Francesc NICOLAU i Pous

(Barcelona, España)

Hoy, el evangelista de la misericordia de Dios nos expone dos parábolas de Jesús que iluminan la conducta divina hacia los pecadores que regresan al buen camino. Con la imagen tan humana de la alegría, nos revela la bondad de Dios que se complace en el retorno de quien se había alejado del pecado. Es como un volver a la casa del Padre (como dirá más explícitamente en Lc 15,11-32). El Señor no vino a condenar el mundo, sino a salvarlo (cf. Jn 3,17), y lo hizo acogiendo a los pecadores que con plena confianza «se acercaban a Jesús para oírle» (Lc 15,1), ya que Él les curaba el alma como un médico cura el cuerpo de los enfermos (cf. Mt 9,12). Los fariseos se tenían por buenos y no sentían necesidad del médico, y es por ellos —dice el evangelista— que Jesús propuso las parábolas que hoy leemos.

Si nosotros nos sentimos espiritualmente enfermos, Jesús nos atenderá y se alegrará de que acudamos a Él. Si, en cambio, como los orgullosos fariseos pensásemos que no nos es necesario pedir perdón, el Médico divino no podría obrar en nosotros. Sentirnos pecadores lo hemos de hacer cada vez que recitamos el Padrenuestro, ya que en él decimos «perdona nuestras ofensas...». ¡Y cuánto hemos de agradecerle que lo haga! ¡Cuánto agradecimiento también hemos de sentir por el sacramento de la reconciliación que ha puesto a nuestro alcance tan compasivamente! Que la soberbia no nos lo haga menospreciar. San Agustín nos dice que Jesucristo, Dios Hombre, nos dio ejemplo de humildad para curarnos del “tumor” de la soberbia, «ya que gran miseria es el hombre soberbio, pero más grande misericordia es Dios humilde».

Digamos todavía que la lección que Jesús da a los fariseos es ejemplar también para nosotros; no podemos alejar de nosotros a los pecadores. El Señor quiere que nos amemos como Él nos ha amado (cf. Jn 13,34) y hemos de sentir gran gozo cuando podamos llevar una oveja errante al redil o recobrar una moneda perdida.


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Jaculaoria

 


De las catequesis de san Cirilo de Jerusalén, obispo

  


De las catequesis de san Cirilo de Jerusalén, obispo

(Catequesis 5, Sobre la fe y el símbolo, 10-11: PG 33, 518-519)

LA FE REALIZA OBRAS QUE SUPERAN LAS FUERZAS HUMANAS


La fe, aunque por su nombre es una, tiene dos realidades distintas. Hay, en efecto, una fe por la que se cree en los dogmas y que exige que el espíritu atienda y la voluntad se adhiera a determinadas verdades; esta fe es útil al alma, como lo dice el mismo Señor: Quien escucha mi palabra y cree al que me envió posee la vida eterna y no se le llamará a juicio; y añade: El que cree en el Hijo no está condenado, sino que ha pasado ya de la muerte a la vida. ¡Oh gran bondad de Dios para con los hombres! Los antiguos justos, ciertamente, pudieron agradar a Dios empleando para este fin los largos años de su vida; mas lo que ellos consiguieron con su esforzado y generoso servicio de muchos años, eso mismo te concede a ti Jesús realizarlo en un solo momento. Si, en efecto, crees que Jesucristo es el Señor y que Dios lo resucitó de entre los muertos, conseguirás la salvación y serás llevado al paraíso por aquel mismo que recibió en su reino al buen ladrón. No desconfíes ni dudes de si ello va a ser posible o no: el que salvó en el Gólgota al ladrón a causa de una sola hora de fe, él mismo te salvará también a ti si creyeres. La otra clase de fe es aquella que Cristo concede a algunos como don gratuito: Uno recibe del Espíritu el hablar con sabiduría; otro, el hablar con inteligencia, según el mismo Espíritu. Hay quien, por el mismo Espíritu, recibe el don de la fe; y otro, por el mismo Espíritu, don de curar. Esta gracia de fe que da el Espíritu no consiste solamente en una fe dogmática, sino también en aquella otra fe capaz de realizar obras que superan toda posibilidad humana; quien tiene esta fe podría decir a una montaña que viniera aquí, y vendría. Cuando uno, guiado por esta fe, dice esto y cree sin dudar en su corazón que lo que dice se realizará, entonces este tal ha recibido el don de esta fe. Es de esta fe de la que se afirma: Si fuera vuestra fe como un grano de mostaza. Porque así como el grano de mostaza, aunque pequeño en tamaño, está dotado de una fuerza parecida a la del fuego y, plantado aunque sea en un lugar exiguo, produce grandes ramas hasta tal punto que pueden cobijarse en él las aves del cielo, así también la fe, cuando arraiga en el alma, en pocos momentos realiza grandes maravillas. El alma, en efecto, iluminada por esta fe, alcanza a concebir en su mente una imagen de Dios, y llega incluso hasta contemplar al mismo Dios en la medida en que ello es posible; le es dado recorrer los límites del universo y ver, antes del fin del mundo, el juicio futuro y la realización de los bienes prometidos. Procura, pues, llegar a aquella fe que de ti depende y que conduce al Señor a quien la posee, y así el Señor te dará también aquella otra que actúa por encima de las fuerzas humanas

5 de noviembre de 2025

Santo Evangelio 5 noviembre 2025

 



 Texto del Evangelio (Lc 14,25-33):

 En aquel tiempo, mucha gente acompañaba a Jesús; él se volvió y les dijo: «Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío. Quien no lleve su cruz detrás de mí no puede ser discípulo mío.

»Así, ¿quién de vosotros, si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla? No sea que, si echa los cimientos y no puede acabarla, se pongan a burlarse de él los que miran, diciendo: "Este hombre empezó a construir y no ha sido capaz de acabar". ¿O qué rey, si va a dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si con diez mil hombres podrá salir al paso del que le ataca con veinte mil? Y si no, cuando el otro está todavía lejos, envía legados para pedir condiciones de paz. Lo mismo vosotros: el que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío.»



«Quien no lleve su cruz detrás de mí no puede ser discípulo mío»


Rev. D. Joan GUITERAS i Vilanova

(Barcelona, España)

Hoy contemplamos a Jesús en camino hacia Jerusalén. Allí entregará su vida para la salvación del mundo. «En aquel tiempo, mucha gente acompañaba a Jesús» (Lc 14,25): los discípulos, al andar con Jesús que les precede, deben aprender a ser hombres nuevos. Ésta es la finalidad de las instrucciones que el Señor expone y propone a quienes le siguen en su ascensión a la “Ciudad de la paz”.

Discípulo significa “seguidor”. Seguir las huellas del Maestro, ser como Él, pensar como Él, vivir como Él... El discípulo convive con el Maestro y le acompaña. El Señor enseña con hechos y palabras. Han visto claramente la actitud de Cristo entre el Absoluto y lo relativo. Han oído de su boca muchas veces que Dios es el primer valor de la existencia. Han admirado la relación entre Jesús y el Padre celestial. Han visto la dignidad y la confianza con la que oraba al Padre. Han admirado su pobreza radical.

Hoy el Señor nos habla en términos claros. El auténtico discípulo ha de amar con todo su corazón y toda su alma a nuestro Señor Jesucristo, por encima de todo vínculo, incluso del más íntimo: «Si alguno viene conmigo y no pospone (…) incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío» (Lc 14,26-27). Él ocupa el primer lugar en la vida del seguidor. Dice san Agustín: «Respondamos al padre y a la madre: ‘Yo os amo en Cristo, no en lugar de Cristo’». El seguimiento precede incluso al amor por la propia vida. Seguir a Jesús, al fin y al cabo, comporta abrazar la cruz. Sin cruz no hay discípulo.

La llamada evangélica exhorta a la prudencia, es decir, a la virtud que dirige la actuación adecuada. Quien quiere construir una torre debe calcular si podrá afrontar el presupuesto. El rey que ha de combatir decide si va a la guerra o pide la paz después de considerar el número de soldados de que dispone. Quien quiere ser discípulo del Señor ha de renunciar a todos sus bienes. ¡La renuncia será la mejor apuesta!

4 de noviembre de 2025

Santo Evangelio 4 noviembre 2025

 



Texto del Evangelio (Lc 14,15-24):

 En aquel tiempo, dijo a Jesús uno de los que comían a la mesa: «¡Dichoso el que pueda comer en el Reino de Dios!». Él le respondió: «Un hombre dio una gran cena y convidó a muchos; a la hora de la cena envió a su siervo a decir a los invitados: ‘Venid, que ya está todo preparado’. Pero todos a una empezaron a excusarse. El primero le dijo: ‘He comprado un campo y tengo que ir a verlo; te ruego me dispenses’. Y otro dijo: ‘He comprado cinco yuntas de bueyes y voy a probarlas; te ruego me dispenses’. Otro dijo: ‘Me he casado, y por eso no puedo ir’.

»Regresó el siervo y se lo contó a su señor. Entonces, airado el dueño de la casa, dijo a su siervo: ‘Sal en seguida a las plazas y calles de la ciudad, y haz entrar aquí a los pobres y lisiados, y ciegos y cojos’. Dijo el siervo: ‘Señor, se ha hecho lo que mandaste, y todavía hay sitio’. Dijo el señor al siervo: ‘Sal a los caminos y cercas, y obliga a entrar hasta que se llene mi casa’. Porque os digo que ninguno de aquellos invitados probará mi cena».



«Sal a los caminos y cercas, y obliga a entrar hasta que se llene mi casa»


Rev. D. Joan COSTA i Bou

(Barcelona, España)

Hoy, el Señor nos ofrece una imagen de la eternidad representada por un banquete. El banquete significa el lugar donde la familia y los amigos se encuentran juntos, gozando de la compañía, de la conversación y de la amistad en torno a la misma mesa. Esta imagen nos habla de la intimidad con Dios trinidad y del gozo que encontraremos en la estancia del cielo. Todo lo ha hecho para nosotros y nos llama porque «ya está todo preparado» (Lc 14,17). Nos quiere con Él; quiere a todos los hombres y las mujeres del mundo a su lado, a cada uno de nosotros.

Es necesario, sin embargo, que queramos ir. Y a pesar de saber que es donde mejor se está, porque el cielo es nuestra morada eterna, que excede todas las más nobles aspiraciones humanas —«ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman» (1Cor 2,9) y, por lo tanto, nada le es comparable—; sin embargo, somos capaces de rechazar la invitación divina y perdernos eternamente el mejor ofrecimiento que Dios podía hacernos: participar de su casa, de su mesa, de su intimidad para siempre. ¡Qué gran responsabilidad!

Somos, desdichadamente, capaces de cambiar a Dios por cualquier cosa. Unos, como leemos en el Evangelio de hoy, por un campo; otros, por unos bueyes. ¿Y tú y yo, por qué somos capaces de cambiar a aquél que es nuestro Dios y su invitación? Hay quien por pereza, por dejadez, por comodidad deja de cumplir sus deberes de amor para con Dios: ¿Tan poco vale Dios, que lo sustituimos por cualquier otra cosa? Que nuestra respuesta al ofrecimiento divino sea siempre un sí, lleno de agradecimiento y de admiración.

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Jaculatoria

 


NECESIDAD DE INCULCAR SENTIMIENTOS QUE LLEVAN A LA PAZ

  


De la Constitución pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, del Concilio Vaticano segundo

(Núms. 82-83)

NECESIDAD DE INCULCAR SENTIMIENTOS QUE LLEVAN A LA PAZ


Procuren los hombres no limitarse a confiar sólo en el esfuerzo de unos pocos, descuidando su propia actitud mental. Pues los gobernantes de los pueblos, como gerentes que son del bien común de su propia nación y promotores al mismo tiempo del bien universal, están enormemente influenciados por la opinión pública y por los sentimientos del propio ambiente. Nada podrían hacer en favor de la paz si los sentimientos de hostilidad, desprecio y desconfianza, y los odios raciales e ideologías obstinadas, dividieran y enfrentaran entre sí a los hombres. De ahí la urgentísima necesidad de una reeducación de las mentes y de una nueva orientación de la opinión pública.

Quienes se consagran a la educación de los hombres, sobre todo de los jóvenes, o tienen por misión educar la opinión pública consideren como su mayor deber el inculcar en todas las mentes sentimientos nuevos, que llevan a la paz. Es necesario que todos convirtamos nuestro corazón y abramos nuestros ojos al mundo entero, pensando en aquello que podríamos realizar en favor del progreso del género humano si todos nos uniéramos.

No deben engañarnos las falsas esperanzas. En efecto, mientras no desaparezcan las enemistades y los odios y no se concluyan pactos sólidos y leales para el futuro de una paz universal, la humanidad, amenazada ya hoy por graves peligros, a pesar de sus admirables progresos científicos, puede llegar a conocer una hora funesta en la que ya no podría experimentar otra paz que la paz horrenda de la muerte. La Iglesia de Cristo, que participa de las angustias de nuestro tiempo, mientras denuncia estos peligros no pierde con todo la esperanza; por ello, no deja de proponer al mundo actual, una y otra vez, con oportunidad o sin ella, aquel mensaje apostólico: Ahora es tiempo favorable, para que se opere un cambio en los corazones, ahora es día de salvación.

Para construir la paz es preciso que desaparezcan primero todas las causas de discordia entre los hombres, que son las que engendran las guerras; entre estas causas deben desaparecer principalmente las injusticias. No pocas de estas injusticias tienen su origen en las excesivas desigualdades económicas y también en la lentitud con que se aplican los remedios necesarios para corregirlas. Otras injusticias provienen de la ambición de dominio, del desprecio a las personas, y, si queremos buscar sus causas más profundas, las encontraremos en la envidia, la desconfianza, el orgullo y demás pasiones egoístas. Como el hombre no puede soportar tantos desórdenes, de ahí se sigue que, aun cuando no se llegue a la guerra, el mundo se ve envuelto en contiendas y violencias.

Además, como estos mismos males se encuentran también en las relaciones entre las diversas naciones, se hace absolutamente imprescindible que, para superar o prevenir esas discordias y para acabar con las violencias, se busque, como mejor remedio, la cooperación y coordinación entre las instituciones internacionales, y se estimule sin cesar la creación de organismos que promuevan la paz.

3 de noviembre de 2025

Santo Evangelio 3 de noviembre 2025

 



 Texto del Evangelio (Lc 14,12-14):

 En aquel tiempo, Jesús dijo también a aquel hombre principal de los fariseos que le había invitado: «Cuando des una comida o una cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a tus vecinos ricos; no sea que ellos te inviten a su vez, y tengas ya tu recompensa. Cuando des un banquete, llama a los pobres, a los lisiados, a los cojos, a los ciegos; y serás dichoso, porque no te pueden corresponder, pues se te recompensará en la resurrección de los justos».

«Cuando des un banquete, llama a los pobres, (...) porque no te pueden corresponder, pues se te recompensará en la resurrección de los justos»


Fr. Austin Chukwuemeka IHEKWEME

(Ikenanzizi, Nigeria)

Hoy, el Señor nos enseña el verdadero sentido de la generosidad cristiana: el darse a los demás. «Cuando des una comida o una cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a tus vecinos ricos; no sea que ellos te inviten a su vez, y tengas ya tu recompensa» (Lc 14,12).

El cristiano se mueve en el mundo como una persona corriente; pero el fundamento del trato con sus semejantes no puede ser ni la recompensa humana ni la vanagloria; debe buscar ante todo la gloria de Dios, sin pretender otra recompensa que la del Cielo. «Al contrario, cuando des un banquete, llama a los pobres, a los lisiados, a los cojos, a los ciegos; y serás dichoso, porque no te pueden corresponder, pues se te recompensará en la resurrección de los justos» (Lc 14,13-14).

El Señor nos invita a darnos incondicionalmente a todos los hombres, movidos solamente por amor a Dios y al prójimo por el Señor. «Si prestáis a aquellos de quienes esperáis recibir, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a los pecadores para recibir lo correspondiente» (Lc 6,34).

Esto es así porque el Señor nos ayuda a entender que si nos damos generosamente, sin esperar nada a cambio, Dios nos pagará con una gran recompensa y nos hará sus hijos predilectos. Por esto, Jesús nos dice: «Más bien, amad a vuestros enemigos; haced el bien, y prestad sin esperar nada a cambio; y vuestra recompensa será grande, y seréis hijos del Altísimo» (Lc 6,35).

Pidamos a la Virgen la generosidad de saber huir de cualquier tendencia al egoísmo, como su Hijo. «Egoísta. —Tú, siempre a “lo tuyo”. —Pareces incapaz de sentir la fraternidad de Cristo: en los demás, no ves hermanos; ves peldaños (...)» (San Josemaría).

2 de noviembre de 2025

Santo Evangelio 2 de noviembre 2025

 



 Texto del Evangelio (Lc 23,33.39-43):

 Cuando los soldados llegaron al lugar llamado Calvario, crucificaron allí a Jesús y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Uno de los malhechores colgados le insultaba: «¿No eres tú el Cristo? Pues ¡sálvate a ti y a nosotros!». Pero el otro le respondió diciendo: «¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, éste nada malo ha hecho». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino». Jesús le dijo: «Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso».



«Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino»


Fra. Agustí BOADAS Llavat OFM

(Barcelona, España)

Hoy, el Evangelio evoca el hecho más fundamental del cristiano: la muerte y resurrección de Jesús. Hagamos nuestra, hoy, la plegaria del Buen Ladrón: «Jesús, acuérdate de mí» (Lc 23,42). «La Iglesia no ruega por los santos como ruega por los difuntos, que duermen en el Señor, sino que se encomienda a las oraciones de aquéllos y ruega por éstos», decía san Agustín en un Sermón. Una vez al año, por lo menos, los cristianos nos preguntamos sobre el sentido de nuestra vida y sobre el sentido de nuestra muerte y resurrección. Es el día de la conmemoración de los fieles difuntos, de la que san Agustín nos ha mostrado su distinción respecto a la fiesta de Todos los Santos.

Los sufrimientos de la Humanidad son los mismos que los de la Iglesia y, sin duda, tienen en común que todo sufrimiento humano es de algún modo privación de vida. Por eso, la muerte de un ser querido nos produce un dolor tan indescriptible que ni tan sólo la fe puede aliviarlo. Así, los hombres siempre han querido honrar a los difuntos. La memoria, en efecto, es un modo de hacer que los ausentes estén presentes, de perpetuar su vida. Pero sus mecanismos psicológicos y sociales amortiguan los recuerdos con el tiempo. Y si eso puede humanamente llevar a la angustia, cristianamente, gracias a la resurrección, tenemos paz. La ventaja de creer en ella es que nos permite confiar en que, a pesar del olvido, volveremos a encontrarlos en la otra vida.

Una segunda ventaja de creer es que, al recordar a los difuntos, oramos por ellos. Lo hacemos desde nuestro interior, en la intimidad con Dios, y cada vez que oramos juntos, en la Eucaristía, no estamos solos ante el misterio de la muerte y de la vida, sino que lo compartimos como miembros del Cuerpo de Cristo. Más aún: al ver la cruz, suspendida entre el cielo y la tierra, sabemos que se establece una comunión entre nosotros y nuestros difuntos. Por eso, san Francisco proclamó agradecido: «Alabado seas, mi Señor, por nuestra hermana, la muerte corporal».

1 de noviembre de 2025

Santo Evangelio 1 de noviembre 2025

 



 Texto del Evangelio (Mt 5,1-12a): 

En aquel tiempo, viendo Jesús la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le acercaron. Y tomando la palabra, les enseñaba diciendo: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos».



«Alegraos y regocijaos»


Mons. F. Xavier CIURANETA i Aymí Obispo Emérito de Lleida

(Lleida, España)

Hoy celebramos la realidad de un misterio salvador expresado en el “credo” y que resulta muy consolador: «Creo en la comunión de los santos». Todos los santos, desde la Virgen María, que han pasado ya a la vida eterna, forman una unidad: son la Iglesia de los bienaventurados, a quienes Jesús felicita: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8). Al mismo tiempo, también están en comunión con nosotros. La fe y la esperanza no pueden unirnos porque ellos ya gozan de la eterna visión de Dios; pero nos une, en cambio el amor «que no pasa nunca» (1Cor 13,13); ese amor que nos une con ellos al mismo Padre, al mismo Cristo Redentor y al mismo Espíritu Santo. El amor que les hace solidarios y solícitos para con nosotros. Por tanto, no veneramos a los santos solamente por su ejemplaridad, sino sobre todo por la unidad en el Espíritu de toda la Iglesia, que se fortalece con la práctica del amor fraterno.

Por esta profunda unidad, hemos de sentirnos cerca de todos los santos que, anteriormente a nosotros, han creído y esperado lo mismo que nosotros creemos y esperamos y, sobre todo, han amado al Padre Dios y a sus hermanos los hombres, procurando imitar el amor de Cristo.

Los santos apóstoles, los santos mártires, los santos confesores que han existido a lo largo de la historia son, por tanto, nuestros hermanos e intercesores; en ellos se han cumplido estas palabras proféticas de Jesús: «Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos» (Mt 5,11-12). Los tesoros de su santidad son bienes de familia, con los que podemos contar. Éstos son los tesoros del cielo que Jesús invita a reunir (cf. Mt 6,20). Como afirma el Concilio Vaticano II, «su fraterna solicitud ayuda, pues, mucho a nuestra debilidad» (Lumen gentium, 49). Esta solemnidad nos aporta una noticia reconfortante que nos invita a la alegría y a la fiesta.