31 de julio de 2021

Santo Evangelio 31de Julio 2021

  


Texto del Evangelio (Mt 14,1-12): 

En aquel tiempo, se enteró el tetrarca Herodes de la fama de Jesús, y dijo a sus criados: «Ese es Juan el Bautista; él ha resucitado de entre los muertos, y por eso actúan en él fuerzas milagrosas».

Es que Herodes había prendido a Juan, le había encadenado y puesto en la cárcel, por causa de Herodías, la mujer de su hermano Filipo. Porque Juan le decía: «No te es lícito tenerla». Y aunque quería matarle, temió a la gente, porque le tenían por profeta.

Mas llegado el cumpleaños de Herodes, la hija de Herodías danzó en medio de todos gustando tanto a Herodes, que éste le prometió bajo juramento darle lo que pidiese. Ella, instigada por su madre, «dame aquí, dijo, en una bandeja, la cabeza de Juan el Bautista». Entristecióse el rey, pero, a causa del juramento y de los comensales, ordenó que se le diese, y envió a decapitar a Juan en la cárcel. Su cabeza fue traída en una bandeja y entregada a la muchacha, la cual se la llevó a su madre. Llegando después sus discípulos, recogieron el cadáver y lo sepultaron; y fueron a informar a Jesús.



«Se enteró el tetrarca Herodes de la fama de Jesús»


Rev. D. Joan Pere PULIDO i Gutiérrez Secretario del obispo de Sant Feliu

(Sant Feliu de Llobregat, España)

Hoy, la liturgia nos invita a contemplar una injusticia: la muerte de Juan Bautista; y, a la vez, descubrir en la Palabra de Dios la necesidad de un testimonio claro y concreto de nuestra fe para llenar de esperanza el mundo.

Os invito a centrar nuestra reflexión en el personaje del tetrarca Herodes. Realmente, para nosotros, es un contratestigo pero nos ayudará a destacar algunos aspectos importantes para nuestro testimonio de fe en medio del mundo. «Se enteró el tetrarca Herodes de la fama de Jesús» (Mt 14,1). Esta afirmación remarca una actitud aparentemente correcta, pero poco sincera. Es la realidad que hoy podemos encontrar en muchas personas y, quizás también en nosotros. Mucha gente ha oído hablar de Jesús, pero, ¿quién es Él realmente?, ¿qué implicación personal nos une a Él?

En primer lugar, es necesario dar una respuesta correcta; la del tetrarca Herodes no pasa de ser una vaga información: «Ese es Juan el Bautista; él ha resucitado de entre los muertos» (Mt 14,2). De cierto que echamos en falta la afirmación de Pedro ante la pregunta de Jesús: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Simón Pedro le respondió: ‘Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo’» (Mt 16,15-16). Y esta afirmación no deja lugar para el miedo o la indiferencia, sino que abre la puerta a un testimonio fundamentado en el Evangelio de la esperanza. Así lo definía San Juan Pablo II en su Exhortación apostólica La Iglesia en Europa: «Con toda la Iglesia, invito a mis hermanos y hermanas en la fe a abrirse constante y confiadamente a Cristo y a dejarse renovar por Él, anunciando con el vigor de la paz y el amor a todas las personas de buena voluntad que, quién encuentra al Señor conoce la Verdad, descubre la Vida y reconoce el Camino que conduce a ella».

Que, hoy sábado, la Virgen María, la Madre de la esperanza, nos ayude a descubrir realmente a Jesús y a dar un buen testimonio de Él a nuestros hermanos.


San Fabio, soldado 31 de julio

 


San Fabio, soldado 31 de julio

mártir


Autor: P. Felipe Santos


Etimológicamente significa “de haba”. Viene de la lengua latina.

Son muchos en la tierra los que, sin saberlo y quizá sin atreverse a creerlo, reflejan la santidad de Cristo.

Si echas una mirada a tu derredor, te darás cuenta de que un montón de gente buena. Muchos son creyentes y otros son buena gente de buena voluntad.

Fabio fue un mártir del siglo IV.

Era un cristiano y un militar en el ejército imperial. Todo un grave problema para su conciencia.

El dilema que se le planteaba era el siguiente: ¿se puede ser creyente y soldado a la vez?

El hecho de ser militar no implicaba que no se pudiese practicar y vivir la fe en Cristo.

En el caso de Fabio, soldado cristiano en Mauritania, Africa, diríamos que es único.

En una reunión militar hubo un desfile de las legiones que eran elegidas entre los soldados más valientes.

Fabio, como cristiano, rechazó aquellos honores e insignias.

¿Por qué rechazó las insignias?

Porque llevaban las efigies de los emperadores Diocleciano y Maximiliano.

Eran imágenes que intentaban divinizar a estos dos jefes supremos del imperio.

Una vez que se dieron cuenta de que no tomaba parte en la parada militar, lo llevaron a la cárcel.

La policía militar lo sometió a un juicio severo. Los tribunales ordenaron que se le diese muerte por desacato a la autoridad. Murió en Cesarea de Mauritania.


 

San Justino de Jacobis 31 de julio



San Justino de Jacobis 31 de julio

(† 1860)

Y

30 de Agosto San Ghebra Miguel

 († 1855)

mártires


La vida de Justino de Jacobis es una apología de la vida interior. Su vida mística tiene auténticas raíces en la abnegación de sí mismo por la humildad y la mortificación y se vierte entera en obras de caridad y apostolado. Hasta los treinta y nueve años es el misionero más popular del reino de Nápoles, con fama de santo y taumaturgo. Después es el apóstol de la unidad en Etiopía, donde llega a incorporar a la Iglesia romana a doce mil cismáticos, según los cálculos sobrios del breviario romano. Su muerte en el campo, como la de San Francisco Javier, corona gloriosamente su vida.

Con su vida se confunde en parte la de Ghebra Miguel, monje y sacerdote, mártir de la unidad en su patria de Abisinia.

Jacobis había nacido en San Fele del reino de Nápoles el 9 de octubre de 1800. Su madre, Josefina Muccia, pone especial interés en su formación religiosa. Un día su padre comprueba: "nuestro Justino es un ángel". A los dieciocho años ingresa en la Congregación de la Misión, en la famosa casa Dei Vergini, centro de la espiritualidad napolitana en el momento. Allí se enseña aún la tribuna donde más tarde es fama que pasó una noche entera en éxtasis.

A los treinta y nueve años la Santa Sede le nombra "vicario apostólico de Etiopía y países limítrofes". Abisinia es un país de altas mesetas —entre dos y tres mil metros de altura—, separadas por valles profundos y montañas altísimas. Gracias a su geografía conservó su cristianismo en medio de la pleamar musulmana. Cerrada al catolicismo desde 1640, vive ahora un momento medieval en su organización política y social.

Sobre el terreno, los tres misioneros hacen el plan y se dividen el país como los apóstoles. El padre Sapeto ocupa el reino de Choa; el padre Montuori, el de Amhara y el vicario apostólico se queda en el Tigré para mantener el contacto con Europa.

El Ras Ubié, rey del Tigré, le autoriza para residir en Adua y el misionero prepara la toma de contacto, desnudándose de europeo y vistiéndose de abisinio. Tal fue su acomodación que a Mons. Massaia le costó trabajo distinguirle de los abisinios. Su apostolado en aquel momento es el único posible, el apostolado del testimonio. Reza, estudia, planea, visita a los enfermos, saluda cordialmente a las gentes y reparte la Medalla Milagrosa recientemente acuñada, ocupando con ella el terreno común entre cismáticos y católicos.

Justino de Jacobis se da cuenta de que el cisma en Etiopía persiste principalmente por el aislamiento. Un día dice a un grupo de sacerdotes y de monjes: "Yo quisiera llevaros a todos a Roma para que la vierais". Y he aquí que el príncipe Ubié, ganado por el trato evangélico del misionero, le pone al frente de una embajada, que se dirige a El Cairo en busca de un obispo para toda Etiopía. Jacobis insinuó la conveniencia de pedir el obispo al Papa, pero el príncipe no se decidió. En cambio, le daba permiso para llevar hasta Roma a los embajadores con una carta suya de cortesía para el Papa.

Este viaje es decisivo en el apostolado de Jacobis. A su vuelta de Roma estos abisinios —nobles, sacerdotes y monjes— sin convertir aún, harán a lo largo y a lo ancho del imperio la mejor apología de la Iglesia católica y la propaganda de la santidad de Justino de Jacobis.

En este momento se cruza en su vida Ghebra Miguel, que andando el tiempo será su mejor colaborador.

Ghebra Miguel es el doctor más famoso de todo el imperio y representa en la embajada a los monjes de Gondar. Culmina su vida en la madurez de los cincuenta y tres años. Nacido en Kidane Meherett en 1788, a orillas del Nilo Azul, había estudiado con los monjes mientras éstos tuvieron algo que enseñarle. A los veinticinco años profesa la vida monacal. Después peregrina con sus discípulos de convento en convento con el único afán de consultar sus libros. Hecho maestro en Gondar, la escuela más famosa del país, descubre la inconsistencia de la teología copta, y por primera vez sospecha que su Iglesia no está en posesión de la verdad. Incluido en la embajada, sólo piensa en la oportunidad de aclarar sus ideas en El Cairo y en Jerusalén.

Su encuentro con Jacobis no fue simpático. Jacobis era europeo y católico. La obligación era tolerarle, no más. Pero Ghebra era sincero, objetivo y justo y la conducta de Jacobis a pleno Evangelio le conmovió.

Su ascensión hacia la luz va jalonada de fracasos en sus mejores planes de reforma religiosa. En la sede patriarcal de El Cairo no encuentra más que ignorancia y mala fe, que él mismo palpa por su propia mano. La visita a Roma y la familiaridad con Jacobis alumbran otra ruta en su alma.

Con todo, a su vuelta de Roma y Jerusalén arranca al viejo patriarca un decreto favorable a las dos naturalezas de Cristo y, soñando aún con la unidad doctrinal de todo el país, llega a Gendar, pero el Abuna se apodera del documento y se niega a publicarlo. Fue el golpe definitivo.

Poco después llama a las puertas de la misión católica de Adua, donde Mons. Jacobis le recibe con alegría inmensa. Más tarde será ordenado de sacerdote y meses antes de su martirio pide la entrada en la Congregación de la Misión.

Desde este momento Ghebra Miguel toma parte en todas las obras de la misión. Enseña en el seminario y colabora en la composición de los libros necesarios para los seminaristas y en las obras de apologética destinadas a los cismáticos.

Mientras tanto, el espíritu de Dios soplaba sobre las almas en Abisinia y no había día en que no llamasen a sus puertas nuevos convertidos. Justino de Jacobis se multiplicaba en todas las direcciones, pero al mismo tiempo planeaba con sabiduría. Pensaba en la persistencia de su obra por medio del clero nativo y en su propio rito copto. Por eso el seminario era su obra más querida. Con un método paternal de contacto inmediato con los seminaristas, llegó a ordenar a unos treinta sacerdotes. Casi todos hicieron una labor hermosa en la misión y muchos confesaron a Cristo en el tormento.

Jacobis no tomaba parte permanente en las tareas escolares: pero era el alma del seminario. Más bien se reservaba para la expansión misionera. Viajaba sin cesar en todas las direcciones. Precedido de la fama de su santidad, abríansele todas las puertas. Los jefes de tribu poníanse a su disposición y los monasterios le recibían con alegría y admiración. Entre los monjes charla familiarmente con ellos, plantea con naturalidad el problema religioso y resuelve las dificultades. Y en todas partes incorpora nuevos adeptos a la Iglesia católica. En estos viajes Ghebra Miguel era a su lado la mejor apología del catolicismo. El gran maestro conocía por sí mismo los enredos de las dificultades y en sus manos se sueltan solas. Con frecuencia Jacobis se hace acompañar de un grupo de alumnos al estilo de los doctores del país y hace una figura conmovedora aprovechando los descansos obligados para las lecciones y los actos de piedad.

Un momento llegaron a soñar en una conversión masiva de Etiopía; pero el enemigo no descansaba. Los protestantes sembraban la confusión y no siempre jugaron limpio. El Abuna Salama —único obispo en todo el imperio— no le perdonaba que Jacobis fuese también el Abuna Yakob y no perdía ocasión de perseguirle en su persona, en las casas de la misión o en las personas de los convertidos. Hubo momentos de persecución general. A esto se añadió en algunos momentos la calumnia y la desconfianza de los superiores.

En la persecución del emperador Teodoros es encarcelado con un grupo de cristianos; pero esta vez sólo Ghebra Miguel es seleccionado para el holocausto. Trece meses duró su cautiverio sin que pudieran doblegar su espíritu ni promesas, ni amenazas, ni el terrible ghenz —cepo abisinio— que agarrotó sus piernas durante la mayor parte de este tiempo. Golpeado por orden del tirano en el único ojo sano que tenía, apareció más luminoso que nunca después del tormento, cuando todos pensaban verle ciego. Murió en el campamento del tirano, donde unos soldados semibárbaros ya le veneraban como santo.

Al maestro le sorprendió la muerte cinco años después también en el campo, en el camino de Hallay, en medio de sus discípulos. Tres horas antes comprendió que se moría. Se confesó y luego fue dando el último consejo y la última bendición. A los monjes les recordó cómo había pensado agruparles en comunidad y cómo no había tenido tiempo de realizar la empresa. A los seminaristas les dijo: "Caminad siempre y con diligencia por el camino del bien".

Por fin, recibida la extremaunción, a la sombra de una mimosa, con una piedra por almohada, rindió su alma al Señor.


EMILIO CID, C. M.

Ignacio de Loyola 31 de Julio

 


Ignacio de Loyola 31 de Julio

(† 1556)


 El fundador de la Compañía de Jesús fue un español que nació en la casa-torre de Loyola (Azpeitia) el año 1491. Su niñez pertenece al siglo XV, siglo de otoño medieval con restos feudales y luces nuevas de humanismo, descubrimientos, aventuras; su juventud y madurez, al siglo XVI, a la época de Lutero, de Carlos V y del concilio de Trento. Algo medieval latirá siempre en el corazón de Loyola, aunque su espíritu será siempre moderno, hasta el punto de ser tenido por uno de los principales forjadores de la moderna catolicidad, organizada, práctica y apostólica.

En el verde valle que baña el río Urola, entre Azcoitia y Azpeitia, corrieron los primeros pasos de aquel niño de cara redonda y sonrosada, último vástago —el decimotercero— de una familia rica y poderosa en el país. Diéronle por nombre de bautismo Iñigo, que él cambiará en París por el de Ignacio.

Pronto murió su madre. Quizá ya estaba muy débil cuando Iñigo nació, pues, no pudiéndolo criar ella, lo puso en brazos de una nodriza campesina, cuyo marido trabajaba en las herrerías de los señores de Loyola. Allí se familiarizaría Iñigo con la misteriosa lengua vasca, de la que, siendo mayor, no pudo hacer mucho uso; allí aprendería las costumbres tradicionales del país, fiestas populares, cantos y danzas, como el zorcico y el aurresku, etc. Sabemos que siempre fue aficionado a la música, y una vez, siendo de cuarenta años, no tuvo reparo en bailar un aire de su tierra para consolar a un melancólico discípulo espiritual que se lo pedía. La educación que el niño recibió en su casa fue profundamente religiosa, si bien alguna vez llegarían a su conocimiento ciertos extravíos morales de sus parientes. Parece que su padre quería enderezarlo hacia la carrera eclesiástica, pero al niño le fascinaba mucho más la vida caballeresca y aventurera de sus hermanos mayores. Dos de ellos habían seguido las banderas del Gran Capitán en Nápoles. Un tercero se embarcó después para América, siendo comendador de Calatrava. Otro se estableció en un pueblo de Toledo, después de participar, como capitán de compañía, en la lucha contra los moriscos de Granada. Y otro, finalmente, acaudilló tropas guipuzcoanas al servicio del duque de Alba contra los franceses.

Poco antes de morir su padre, pidióle el caballero don Juan Velázquez de Cuéllar que le enviase el más joven de sus hijos, para educarlo en palacio y abrirle las puertas de la corte. Don Juan, pariente de los Loyola por parte de su mujer, María de Velasco, era contador mayor, algo así como ministro de Hacienda, del Rey Católico, y recibió a Iñigo entre sus hijos, dándole una educación exquisitamente cortesana y caballeresca, que admirarán después en el fundador de la Compañía cuantos se le acerquen: distinción en el porte, en la conversación, en el trato, hasta en el comer. En Arévalo, provincia de Avila —su residencia ordinaria—, y también en Medina del Campo, Valladolid, Tordesillas, Segovia, Madrid, en dondequiera que se hallase la corte, estaría frecuentemente don Juan Velázquez, y con él su paje Iñigo de Loyola. Toda la inmensa llanura de la vieja Castilla la pasearía éste a caballo, acostumbrando sus ojos a la redonda lejanía de los horizontes. Ejercitábase en la caza, en los torneos, en tañer la viola, en correr toros, en servir y participar en los opíparos banquetes que su señora doña María de Velasco preparaba a la reina Doña Germana de Foix, segunda esposa de Don Fernando. Devoraba ávidamente las novelas de caballerías, como el Amadís, y las poesías amatorias de los Cancioneros. "Aunque era aficionado a la fe —nos dirá más tarde su secretario—, no vivió nada conforme a ella ni se guardaba de pecados, antes era especialmente travieso en juegos y cosas de mujeres y en revueltas y cosas de armas"; mas todos reconocían en él eximias cualidades naturales: valor, magnanimidad, desinterés, fina destreza en gobernar a los hombres. Se ha dado excesiva importancia a un proceso criminal que en 1515 se entabló en Azpeitia "contra don Pero López de Loyola, capellán, e Iñigo de Loyola, su hermano, sobre cierto exceso, por ellos diz que el día de carnestuliendas últimamente pasado cometido e perpetrado". Ignoramos en qué consistió aquel exceso, que acaso se redujo a una nocturna asechanza frustrada contra alguna persona eclesiástica.

Caballerescamente se enamoró de una alta dama que "no era de vulgar nobleza; no condesa ni duquesa, mas era su estado más alto" (¿quizá la reina Doña Germana o la infanta doña Catalina?). Muerto don Juan Velázquez en 1517, Iñigo, que había pasado en Arévalo más de doce años, se acogió a otro alto pariente suyo, don Antonio Manrique, duque de Nájera y virrey de Navarra. Sirviendo al duque participó en sosegar los tumultos durante la revolución de los comuneros —espada en mano en la toma de Nájera, diplomáticamente en Guipúzcoa—, y peleó animosamente defendiendo el castillo de Pamplona contra los franceses, hasta caer herido en las piernas por una bala de cañón (20 de mayo de 1521). Impropiamente se le llama "capitán", era un caballero cortesano, o, mejor, un gentilhombre de la casa del duque.

Mientras le curaban en Loyola se hizo aserrar un hueso, encabalgado sobre otro, sólo porque le afeaba un poco, impidiéndole llevar una media elegante, y estirar con instrumentos torturadores la pierna, a fin de no perder la gallardía en el mundo de la corte; todo lo cual sufrió con estoica imperturbabilidad. En la convalecencia, no hallando las novelas de caballerías que él deseaba, se puso a leer las Vidas de los santos y la Vida de Cristo, lo cual le encendió en deseos de imitar las hazañas de aquellos héroes y de militar al servicio no de un "rey temporal", sino del "Rey eterno y universal, que es Cristo Nuestro Señor". Reflexionando sobre las desolaciones y consolaciones que experimentaba, aprendió a discernir el buen espíritu del malo con fina psicología sobrenatural. Su conversión y entrega a Dios fue perfecta.

A principios de 1522 sale de Loyola en peregrinación a Jerusalén. Detiénese unos días en el santuario de Montserrat, donde cambia sus ropas lujosas por las de un pobre; conságrase a la Santísima Virgen, hace confesión general y recibe de un monje benedictino las primeras instrucciones espirituales. Pasa un año en Manresa, llevando al principio vida de continua oración y penitencia; luego, de apostolado y asistencia a los hospitales. En una cueva de los contornos escribe, iluminado por Dios, sus primeras experiencias en las vías del espíritu, normas y meditaciones que, redondeadas más adelante, formarán el inmortal librito de los Ejercicios espirituales, "el código más sabio y universal de la dirección espiritual de las almas", como dijo Pío XI. Ya en Manresa el Espíritu Santo le transformó en uno de los místicos más auténticos que recuerda la historia. La ilustración más alta que entonces tuvo, y que le iluminó aun los problemas de orden natural, fue junto al río Cardoner. Prosiguiendo su peregrinación se embarca en Barcelona para Italia. De Roma sube a Venecia, siempre mendigando; el mismo dux veneciano le procura pasaje en una nave que va a Chipre, de donde el Santo sigue hasta Palestina. Visita con íntima devoción los santos lugares de Jerusalén, Belén, el Jordán, el Monte Calvario, el Olivete. A su vuelta, persuadido de que para la vida apostólica son necesarios los estudios, comienza a los treinta y tres años a aprender la gramática latina en Barcelona, pasa luego a las universidades de Alcalá y Salamanca, juntando los estudios con un ardiente proselitismo religioso. Falsamente le tienen por "alumbrado". No la Inquisición, como a veces se ha dicho, sino los vicarios generales de esas dos ciudades le forman proceso y le declaran inocente.

En febrero de 1528 se presenta en la célebre universidad de París, adonde confluyen estudiantes y maestros de toda Europa. Obtiene el grado de maestro en artes o doctor en filosofía (abril de 1534) y reúne en torno de sí algunos universitarios, que serán los pilares de la Compañía de Jesús: Fabro, Javier, Laínez, Salmerón, Rodrigues, Bobadilla, con quienes hace voto de apostolado, en pobreza y castidad, a ser posible en Palestina, y, si no, donde el Vicario de Cristo les ordenare (Montmartre, 15 de agosto de 1534).

De hecho el viaje a Tierra Santa resulta irrealizable, e Ignacio de Loyola va con sus compañeros a Roma, a ofrecerse enteramente al Sumo Pontífice. Una honda experiencia mística, recibida en el camino (La Storta, noviembre de 1537), le confirma en la idea de fundar una Compañía o grupo de apóstoles, que llevará el nombre de Jesús. Paulo III, el mismo que abrirá el concilio de Trento, aprueba el instituto de la Compañía de Jesús, innovador en la historia del monaquismo (27 de septiembre de 1540). Mientras los compañeros de Ignacio y sus primeros discípulos salen con misiones pontificias a diversas tierras de Italia, de Alemania y Austria, de Irlanda, de la India, de Etiopía, el fundador permanece fijo en Roma, como en su cuartel general, recibiendo órdenes inmediatas del Papa y comunicándolas a sus hijos en innumerables cartas, de las que hoy conservamos 6.795. No por eso deja de predicar, dar ejercicios, enseñar el catecismo en las plazas de Roma, remediar las plagas sociales, fundando instituciones y patronatos para atender a los pobres, a los enfermos, a las muchachas en peligro, a las ya caídas que querían redimirse, etc. Con razón ha sido llamado "el apóstol de Roma". Y no se contenta con regenerar moralmente la Ciudad Eterna. Quiere que la capital del catolicismo sea un centro de ciencia eclesiástica, con un plantel de doctores, de los que pueda disponer cuando quiera el Sumo Pontífice. Y con este fin crea el Colegio Romano (1551), que después se llamará, como en nuestros días, Universidad Gregoriana, madre fecunda de alumnos ilustres y de maestros que enseñarán en todas las naciones. A su lado surge desde 1552 el Colegio Germánico, primer seminario de la Edad Moderna, prototipo de los tridentinos, cuya finalidad era educar romanamente a los jóvenes sacerdotes alemanes que habían de reconquistar a su patria para la Iglesia. Sus estatutos fueron redactados por el mismo San Ignacio.

A sus hijos esparcidos por todo el mundo los exhortaba a dar los ejercicios espirituales, método eficaz de reforma individual; a enseñar el catecismo a los ignorantes, a visitar los hospitales. Los últimos años de su vida despliega increíble actividad, fundando colegios, orientados principalmente a la formación del clero, para lo cual se enseñará en ellos desde la gramática latina hasta la teología y los casos de conciencia. Dicta sabias normas de táctica misional para los que evangelizan tierras de infieles, para Javier en la India y Japón, Andrés de Oviedo en Abisinia, etc., y no menos prudentes reglas propone a Pedro Canisio para la restauración católica en Alemania, y a Carlos V y Felipe II para el aniquilamiento de la media luna en el Mediterráneo.

Pocas figuras de la Contrarreforma son comparables a la de Ignacio de Loyola. Su devoción al Vicario de Cristo y a "nuestra Santa Madre la Iglesia jerárquica" brota naturalmente de su apasionado amor al Redentor, "nuestro común Señor Jesús", "nuestro Sumo Pontífice", "Cabeza y Esposo de la Iglesia". Sus Reglas para sentir con la Iglesia serán siempre la piedra de toque del buen católico.

El fundador de la Compañía de Jesús murió en Roma el 31 de julio de 1556. Su magnitud histórica impone admiración a todos los historiadores, a los protestantes tanto o más que a los católicos. Quizá su misma excelsitud haya impedido que su culto popular cundiese tanto como el de otros santos, al parecer, más amables. Preciso es reaccionar contra ciertos retratos literarios que nos lo presentan tétrico y sombrío. Sus coetáneos nos lo pintan risueño y sereno siempre, tierno y afectuoso, con extraordinaria propensión a las lágrimas. "El padre Ignacio —decía Gaspar Loarte— es una fuente de óleo." Sabía hacerse amar, aunque es verdad que todos sus afectos, aun los que parecían más espontáneos, iban gobernados por la reflexión. El "reflectir" (verbo de prudencia) le brota a cada paso de la pluma; pero no menos frecuente en sus labios era el "señalarse" (verbo de audacia), es decir, el distinguirse y descollar por el heroísmo y por las aspiraciones hacia lo más alto y perfecto: Ad maiorem Dei gloriam. Nunca fue un gran especulativo, pero sí un genio práctico y organizador, grande entre los grandes. Reduciendo a esquemas simplistas sus consejos espirituales, muchos interpretaron falsamente su doctrina como un ascetismo voluntarista y árido. No era ésa su alma. Basta leer su Diario espiritual, donde con palabras entrecortadas y realistas, no destinadas al público, descubre las intimidades de su alma y las altas experiencias místicas de cada día, para persuadirnos que estamos ante una de las almas más privilegiadas con dones y carismas del Señor.

RICARDO GARCÍA-VILLOSLADA, S. I.


IGNACIO LOYOLA, VASCO UNIVERSAL

De Mundano a Santo

Era muy buen escribano, escribe el Padre Rivadeneira, pero los libros le dejaban indiferente. Más le importaba jugar a los naipes, cuidar su ondulada cabellera rubia, esgrimir la lanza y galantear. Fue procesado por sus graves desórdenes; se le vio, en Pamplona, arremeter calle abajo contra una multitud que no le guardó las debidas consideraciones, "y si no hubiera quien le detuviera, o matara a algunos de ellos, o le mataran”.

Era, dicen los mismos compañeros de su vida cristiana, hombre metido en todas las vanidades del mundo, soldado ducho en travesuras juveniles y mozo polido, amigo de galas y buen vividor. No obstante, se hacía querer de todos, "porque era recio y valiente, muy animoso para emprender cosas grandes, de noble ánimo y liberal, y tan ingenioso y prudente en las cosas del mundo, que en lo que se ponía y aplicaba se mostraba siempre para mucho". La gran pasión de Íñigo a los veinte años era la guerra. Guerreando estaba en Pamplona en 1521 como ayudante del duque de Nájera, cuando los franceses sitiaron la ciudad. Tratábase ya en el castillo de rendirse, cuando Loyola se interpuso defendiendo la resistencia hasta la muerte. Resistió, efectivamente, como un héroe, hasta que una bala de cañón le dejó destrozada una pierna y herida la otra.

Obligado a capitular, el herido fue colocado en una litera y conducido a Loyola. Allí empezó la cura de los cirujanos. Quisieron atarle, Como se acostumbraba en semejantes operaciones, pero él no lo consintió; sereno e inmóvil, aguantó la espantosa carnicería. Sólo un momento se le vio apretar fuertemente los puños. Pronto advirtió que debajo de la rodilla le quedaba un hueso saliente, y no estuvo dispuesto a sufrirlo. Le advirtieron que su desaparición le produciría dolores atroces, pero no estaba dispuesto a hacer el ridículo en los torneos y en las fiestas cortesanas. Y por segunda vez ofreció su pierna a la sierra con valor estoico, y la oyó rechinar en su cuerpo sin inmutarse; "todo -dice Rivadeneira-, poder traer una bota muy justa y muy polida, como entonces se usaba".

EL RENACIMIENTO


Cuando entre los años 1491-1556, la corrupción del Renacimiento invadía hasta la misma cátedra de Pedro, cuando el fermento de la Reforma protestante hervía en las Universidades alemanas, Dios llamó al hombre destinado a oponer un dique a esa doble inundación. Es un gentilhombre español, nacido en el seno de una noble familia guipuzcoana. Engastada en una soberbia iglesia barroca, se levanta todavía la casa solariega de su linaje, como una fortaleza medieval. Iñigo, el hijo de Beltrán Yáñez de Oñaz y Loyola, no piensa todavía en conquistas evangélicas. Con su temperamento vehemente, audaz y ambicioso, aspira al brillo de los honores y a la gloria de las armas. Desde su adolescencia tiene un protector poderoso, el noble caballero de Arévalo Juan Velázquez de Cuellar, contador mayor de Castilla. Con él vive unas veces en Arévalo y otras en la corte, entre compañeros que serán grandes políticos o famosos conquistadores. Es un paje apuesto, generoso y batallador, con los vicios y virtudes del guerrero español de su tiempo. Cuentan que la mujer del contador le decía: "Iñigo, no asesarás hasta que te quiebren una pierna." Soldado desgarrado y sin letras, le llamará el Padre Granada.

EL PODER DE LOS LIBROS


Para entretener el ocio de la convalecencia, pidió que le trajesen libros de caballerías, el Amadís, o algún otro de los que hacían las delicias de la juventud, pero en casa del señor de Loyola no se encontraban estas obras profanas, y, por darle algo, le ofrecieron un “Flos Sanctorum” y la “Vida de Cristo”, del Cartujano.

Estas lecturas empezaron a despertar en su alma sentimientos de noble emulación. Inclinado a las más quiméricas empresas, veía abrirse ante sus ojos un mundo de heroísmos más vasto que el que se vivía en Europa. ¿Por qué no había de hacer él lo que hicieron los santos? ¿Por qué no había de vestir de saco, comer hierbas y sufrir los tormentos de los mártires? Entusiasmado con su lectura, se le oía exclamar: “Santo Domingo hizo esto, pues yo lo tengo de hacer; San Francisco hizo esto, pues yo lo tengo de hacer." Pero apenas cerraba el libro, caía sobre él el tumulto de los pensamientos mundanos, y se pasaba largas vigilias soñando hazañas, fantasías y vanidades. Estaba enamorado. La señora de sus pensamientos era mujer de alta alcurnia, cuyo nombre nunca quiso descubrir, aunque hay quien dice que era la viuda del Rey don Fernando el Católico, Germana de Foix. "Tan poseído en ella tenía el seso, que se estaba embebido en pensar en ella dos, tres y cuatro horas sin sentirlo, imaginando lo que habría de hacer en su servicio; los medios que tomaría para poder ir a la tierra donde ella estaba; los motes, las palabras que le diría; los hechos de armas que haría por ella; y estaba con esto tan envanecido, que no miraba cuán imposible era poderlo alcanzar: porque la señora no era de vulgar nobleza, ni condesa, ni duquesa, mas era su estado más alto que ninguno de estos."

Solicitado por ideas tan diversas, empezó a examinarlas y compararlas entre sí, notando que las del mundo, aunque le deleitaban, dejaban su corazón triste y vacío, mientras que las de Dios le llenaban de consuelo y alegría. Poco a poco la gracia iba trabajando su espíritu, hasta que vino al fin la resolución irrevocable, una resolución como sabía tomarlas aquella voluntad indomable.

LA CONVERSION


Una noche, se levantó del lecho, se postró de rodillas ante una imagen de la Virgen, y prometió renunciar a sus antiguas vanidades. El caballero mundano quedaba convertido en soldado de Dios. Fue una conversión radical, integral, definitiva. El nunca había tenido la menor duda sobre su fe católica; sentía particular devoción al príncipe de los Apóstoles, y hasta le cantó en trabajosos versos al mismo tiempo que a las damas; pero desde este momento su vida entera quedó consagrada al servicio de Dios. Su primer pensamiento fue peregrinar a Jerusalén; luego se le ocurrió entrar en la Cartuja de Miraflores. Las horas que antes gastaba pensando en su dama, las dedica ahora a orar, contemplando la noche estrellada y repitiendo aquella exclamación favorita: "¡Cuán baja me parece la tierra cuando miro al cielo!". Sigue leyendo las Vidas de Cristo y de los santos, y para no olvidar los buenos pensamientos que se le ocurren, anota en un libro los hechos, las ideas, los afectos piadosos que agitan su corazón y su mente durante la lectura.

EL DON DE LA PUREZA


Escribe en su Autobiografía: “Y ya se le iban olvidando los pensamientos pasados con estos santos deseos que tenía, los cuales se le confirmaron con una visitación, de esta manera. Estando una noche despierto, vio claramente una imagen de nuestra Señora con el Santo Niño Jesús, con cuya vista por espacio notable recibió consolación muy excesiva, y quedó con tanto asco de toda la vida pasada, y especialmente de cosas de carne, que le parecía habérsele quitado del ánima todas las especies que antes tenía en ella pintadas. Así, desde aquella hora hasta el agosto de 53, que esto se escribe, nunca más tuvo ni un mínimo consenso en cosas de carne; y por este efecto se puede .juzgar haber sido la cosa de Dios, aunque él no osaba determinarlo, ni decía más que afirmar lo susodicho. Mas así su hermano, como todos los demás de casa, fueron conociendo por lo exterior la mudanza que se había hecho en su ánima interiormente”.

Comenta el Padre Victoriano Larrañaga: “Esta gracia extraordinaria tuvo lugar estando en su cama enfermo. Así lo indica la circunstancia de la hora: "Estando una noche despierto." Y lo confirma el hecho, poco después registrado, de cuando comenzó a levantarse un poco por casa. Una transformación radical y perpetua en materia de pureza, unida a una "consolación muy excesiva", fue el sello sobrenatural que quiso poner el cielo a la conversión de San Ignacio: desde ese momento pasaba a ser la casa-torre de Loyola "la santa casa" que venerarán los siglos. Los efectos producidos interiormente en su alma se inician visibles aun a los ojos de sus familiares, y el tiempo que con ellos conversaba "todo lo gustaba en cosas de Dios, con lo cual hacia provecho a sus ánimas". Es entonces también cuando empieza a dedicar parte de las 'horas del día a la oración a tomar los apuntes de las vidas de Cristo y de los Santos.

EL PEREGRINO.


Después de muchos meses de forzado encierro, empieza su mística aventura. Se arrodilla primero ante la Virgen de Aranzazu, va luego a Navarrete para despedirse del duque de Nájera, su antiguo protector; allí se separa de sus criados, solo, montado en una mula. Cuando se dirige en peregrinación a Montserrat, una alegría íntima llena su alma; medita penitencias, peregrinaciones y hazañas por Cristo; y para reparar su vida de pecado, se disciplina cada día hasta derramar sangre. En Montserrat se confiesa durante tres días; escribe luego su confesión, regala su mula al monasterio y cuelga la espada y la daga ante el altar de la Virgen. El soldado vanidoso y ambicioso ha muerto para siempre y ha nacido el general de la Compañía de Dios. Aquí empieza la parte más dramática de su vida. Su antiguo ardor bélico se dirige ahora contra sí mismo y contra los enemigos de la fe. Faltó poco para que en el camino de la montaña no apuñalase a un moro que atacaba la perpetua virginidad de María. Extremoso en todo, quiso practicar todo lo que había leído de los héroes del cristianismo.

El 24 de marzo de 1522 halló un pobre andrajoso, le dio sus vestidos de caballero, y se vistió un traje que consistía en un saco de cáñamo, un pedazo de cuerda para ceñirlo y una alpargata de esparto para el pie derecho, que era el de la herida. Con estas galas y en la mano el bordón rematado en una calabaza, pasó una noche al pie del altar de la Virgen, según la costumbre de velar las armas de los caballeros medievales. Cojeando penosamente, llega a Manresa. Allí vive en un hospital, y se pasa las horas muertas rezando en una gruta. Mal formado todavía en la vida del espíritu, se imagina que toda la santidad está en la mortificación; pasa siete horas en oración de rodillas, come lo que le dan de limosna, se disciplina tres veces al día, y él, antes tan ufano en cuidar su persona, se deja ahora crecer las uñas y el cabello. Se ríen de él, pero él lo sufre con paciencia. Nadie sabe su nombre. Por las finas facciones de su rostro, las gentes empiezan a sospechar en su vida algún misterio. El sólo se llama el Peregrino.

EN TIEMPOS DE TURBACIÓN


Después de cuatro meses de una serenidad imperturbable, entra su alma en los más terribles combates de la vida interior. Va a empezar su noviciado. El enemigo le decía: "¿Quién resiste una vida semejante durante treinta años?". Pero esta prueba se le desvanece con esta sencilla respuesta: "¿Quién me asegura que voy a vivir una sola hora?". No tardó en advertir en medio de la oración olas terribles de tedio y amargura, que empezaron a hacerle dudar sobre el camino que había emprendido. Siguieron después los escrúpulos sobre su confesión, acompañados de tales congojas, que hasta tuvo la tentación de arrojarse por un barranco. Se le veía llorando en su habitación y pidiendo a gritos el socorro de la divina misericordia. En aquel terrible trance, resolvió no comer ni beber hasta recobrar la calma. Después de una semana, le echaron de menos unas mujeres piadosas que escuchaban sus consejos, y tras muchas pesquisas le encontraron en una ermita de la Virgen, tan extenuado, que no podía andar ni tenerse en pie, y fue preciso que el confesor le negase la absolución, para hacerle tomar alimento.

LA CONSOLACIÓN


Después se sintió repentinamente inundado de paz y alegría. Llegaron los días de los regalos y las consolaciones. Escribirá en sus Ejercicios: “En tiempo de turbación, no hacer mudanza”. Según él mismo lo declara, "Dios trataba a su siervo de la misma manera que un maestro trata a un niño de la escuela a quien instruye". "Aunque no existieran los libros santos –añadía- estaría dispuesto a dar la vida por las verdades que en ellos se enseñan, sólo por lo que en la contemplación se me ha comunicado." Un día, contemplando las cosas divinas en las cercanías de Manresa, se sentó en el camino, que pasa a la ribera del río Cardoner, y estuvo mirando el agua.

"Allí -dice el Padre Laínez- aprendió en una hora más de lo que hubieran podido enseñarle todos los sabios del mundo." Recuerda aquellos versos del Doctor Místico:

“Este saber no sabiendo

es de tan alto poder

Que los sabios arguyendo

jamás le pueden vencer

que no llega su saber

a no entender entendiendo,

toda ciencia trascendiendo”.

Tenía visiones, coloquios con los bienaventurados y raptos de ocho días. Se había convertido en un maestro de la vida espiritual, y un grupo de mujeres, que los maliciosos llamaban las “Iñigas”, practicaban los Ejercicios espirituales bajo su dirección.

EL LIBRO DE LOS EJERCICIOS


Así nació un librito breve y compendioso, escrito en un lenguaje sencillo e inteligible. Así nació el Libro de los Ejercicios. Sumergido en la meditación de las verdades eternas, o zarandeado por las tempestades interiores, Ignacio no cesaba de estudiar y analizar los diversos estados de su espíritu. "El Peregrino -decía más tarde a uno de sus compañeros -observaba en su alma ya éstos, ya aquellos afectos y se aprovechó de ello, y por ahí vino a pensar que podrían bien aprovechar a otros, y por eso escribió los Ejercicios”. Al principio, lo único que le importaba era conocer la voluntad divina y cumplirla perfectamente; después coordinó sus experiencias, y al salir de la gruta completamente transformado, se encontró con un método espiritual que podría obrar en los otros una transformación análoga a la suya. La sustancia de esa obra, que resume el trabajo íntimo realizado en su alma, data de estos días de Manresa. Más tarde, los experimentos que hizo con los otros le permitieron perfeccionar su sistema, que siguió enriqueciendo con nuevas aportaciones durante sus estudios teológicos y en el período italiano de su vida.

EFICACIA MARAVILLOSA


La experiencia de los siglos ha confirmado su eficacia maravillosa para transformar y educar a las almas. Las causas de esta influencia, aparte del poder de la gracia, hay que buscarlas en la combinación y ordenación lógica de los diversos ejercicios, en el método, en la sabia disposición de las materias, fruto de un estudio profundo del alma humana. Escuela incomparable de hombres, de cristianos y de apóstoles, los Ejercicios no son para leídos, sino para practicados. Entonces es cuando tienen su eficacia, cuando producen corazones como los de San Francisco Javier, San Francisco de Regis, San Francisco de Sales, San Carlos Borromeo o San Pedro Canisio y un largo etcétera. Críticos de todas las ideas han reconocido en ellos un edificio de armonioso, una verdadera obra de arte, de unidad perfecta, un género enteramente nuevo y peculiar.

Todo resumido en la invitación de Cristo: "Toma tu cruz y sígueme.", cuya esencia es el “abneget”, la renuncia. Sin embargo, lejos de abatir las fuerzas naturales, las intensifican, purificándolas de lo inferior y bestial, dirigiéndolas hacia un ideal más alto, y potenciándolas con la ayuda de la gracia. Si dan la paz al alma, no es por el aniquilamiento de la voluntad personal; ya que su efecto es siempre un robustecimiento de la personalidad, orientada y polarizada en Dios. Son la obra maestra de una pedagogía. Se ha reprochado la excesiva importancia que se da en ellos al razonamiento, se ha dicho que la meticulosidad de las reglas es contraria a la operación del Espíritu. Pero es que San Ignacio ve en el razonamiento la base sólida de toda convicción. Para él no puede existir renovación sin convicción profunda. Por lo demás, su método, con todas las apariencias de regularidad mecánica, es siempre respetuoso con los movimientos del Espíritu, “que mueve a su ánima devota”. Hay que tener también presente que él sólo establece el método de la oración ordinaria. Aunque conocía las alturas de la contemplación, no se ocupa en lanzar el alma hacia ellas. Para él la perfección de la vida espiritual no consiste propiamente en la unión con Dios por medio de la oración. Solía decir que, de cien personas de oración, las noventa vivían engañadas. Consideraba que se daba más gloria a Dios con la imitación perfecta de Cristo en la vida apostólica, y a esta imitación dirige los Ejercicios, haciéndola consistir en la renuncia al bienestar del cuerpo y en la mortificación total del amor propio y del amor del mundo.

CONTEMPLATIVO EN LA ACCIÓN

El período místico de Manresa sólo fue un episodio en la vida militante de San Ignacio. Hombre de acción, se lanzó en busca de su destino. No ha llegado a verlo todavía con claridad. Durante algún tiempo se cree llamado a predicar la fe entre los infieles. Visita los Santos Lugares y decide permanecer en Oriente enseñando a los mahometanos, pero el provincial de San Francisco en Jerusalén le obliga a venir a Europa, temiendo que su celo provocase algún conflicto. En 1524 reaparece en Barcelona estudiando latín con los niños de la escuela. Comprendiendo su necesidad de instrucción religiosa y humanística, se entregó ardorosamente a conseguirla, a pesar de que el demonio le acometía con toda clase de pensamientos devotos y dulzuras interiores cuando cogía la Gramática. Siendo tan mayor entre niños el maestro le trataba con consideración, hasta que un día le rogó con ahínco que le tratase como al menor muchacho de sus discípulos, y que cuando le viese flojo y descuidado, le castigase y azotase como a los demás. Con el mismo entusiasmo empieza en Alcalá el estudio de la Filosofía y de la Teología.

ESTUDIANTE Y BUSCADOR DE ALMAS


Pero a la vez que estudiante, era un fogoso apóstol. Un grupito de gentes piadosas escuchaba sus consejos e imitaban su vida. Algunos de sus compañeros y devotos caminaban descalzos como él y vestían el mismo sayal pardo y grosero, que les valió el apodo de ensayalados. En los círculos eclesiásticos y universitarios se discutía al extraño penitente, que producía repentinos cambios de vida. Unos le veneraban como a santo, otros empezaban a sospechar si sería uno de aquellos alumbrados fanáticos que, entre supuestas revelaciones, sembraban los más absurdos errores. No tardó en estallar la persecución: Ignacio tuvo que teñir su sayo, disolver su grupo, calzar sus pies y resignarse a vestir como los demás. A todo obedeció puntualmente; pero habiéndose reproducido las sospechas, se le abrió un proceso canónico y se le encerró en la cárcel, donde permaneció dos meses. Él rehusaba defenderse pero hablaba a los inquisidores con la libertad propia de su carácter. –“¿Qué mal habéis hallado en mí, después de tanto ínquirir?” preguntaba al Vicario de Alcalá. –“Nada -contestó el interpelado-; si algo se hallara en vos, os castigaran y aún os quemaran”. Respondió Iñigo: -“Así os quemaran a vos si errárades”. –“Es anssí” -replicó secamente el Vicario. Reconocida su inocencia, Ignacio pasó de Alcalá a Salamanca. Allí también fue acusado, procesado y encarcelado veintidós días en un aposento viejo, destartalado, sucio y maloliente, con una cadena de doce palmos a los pies, y sin poder dormir "por la gran multitud de bestias varias". “¡No sabía, dijo, que fuera tan peligroso predicar a Cristo a los cristianos!”.

Absuelto una vez más por las autoridades eclesiásticas, dejó aquella Universidad y se dirigió a la de París, montado en un asno, que llevaba sus libros y cartapacios. Llegó el 2 de febrero de 1528, y pasó aún siete años escuchando a los doctores de la Sorbona. Vivía de la limosna que le mandaban los mercaderes españoles de FIandes. A los tres años obtuvo el grado de maestro en filosofía. Durante las vacaciones viajaba hasta Brujas, Amberes y Londres para recoger limosnas. La mirada de aquel colegial viejo, cojo y desarrapado seducía de una manera irresistible. En Barcelona, en Alcalá, en Salamanca había encontrado discípulos que sufrían el enojo de sus familias por seguirle e imitarle. Lo mismo sucedía en París. El primero que se le juntó fue su compañero de celda en el colegio de Santa Bárbara, el saboyano Pedro Fabro. Después ganó el alma ardorosa del joven profesor navarro Francisco Javier. Siguieron Diego Laínez y el toledano Salmerón, el portugués Rodrígues de Acevedo y el joven Alfonso de Bobadilla, palentino.

MONTMARTRE


El 15 de agosto de 1534, seguido por estos seis, en la colina de Montmartre, en una capilla, dedicada a San Dionisio, perteneciente a las monjas benedictinas, oyeron la misa celebrada por Pedro Fabro, que era el único sacerdote. A la comunión, Fabro se volvió a sus companeros con la sagrada Hostia en la mano. Arrodillados los seis en torno del altar, fueron pronunciando uno a uno sus votos. Después, bajaron y se sentaron alrededor de una fuente y celebraron un frugal banquete con pan y agua. La alegría era tan grande y el fervor tal, que se les pasaron las horas sin sentir alabando a Dios, manifestando los afectos de sus corazones.

Al año siguiente, Ignacio se dirigió por última vez a su tierra para restablecer su quebrantada salud. Aún no saben qué es lo que Dios quiere ellos. Por de pronto, deciden ir en peregrinación a Tierra Santa. Los iñiguistas de la Sorbona dan a su sociedad el nombre de Compañía de Jesús, y su jefe empieza a llamarse Ignacio. Alentado por una visión famosa ocurrida en la Iglesia de la Storta en la que Cristo le dijo “En Roma os seré propicio”, Ignacio viaja a Roma con dos de sus compañeros, dispuesto a dar el paso decisivo. Aún sigue en la incertidumbre más completa, pero su alegría sólo puede compararse con la que sentirá Francisco Javier al entrar en la capital del Japón. “No sé lo que me espera en Roma –decía-, ni si quiere Dios que muramos en cruz o descoyuntados; sólo sé que Jesucristo nos será propicio."

PERSECUCIONES Y APROBACIÓN


En Roma, frialdades, indiferencias y persecuciones. En los pulpitos se desautorizaba a aquella compañía de "sacerdotes reformados”. La causa de Ignacio parecía perdida, cuando vino en su ayuda la influencia de algunos hombres poderosos, ganados por la práctica de los Ejercicios. Príncipes, cardenales y embajadores empezaban a sentirse transformados por la magia de aquel libro prodigioso. El mismo Papa Paulo III se sintió impresionado por la grandeza moral del fundado y en sus conversaciones con el pontífice, empezó a esbozar el plan de una Orden nueva, que abarcase la actividad apostólica en todas sus formas, la enseñanza literaria y teológica en todos sus grados, las obras de caridad en todos los aspectos, las misiones entre fieles e infieles, considerando el mundo entero campo de su acción. Tal era el gran ideal en que había cuajado definitivamente la ambición desaforada del hidalgo español. El 27 de septiembre de 1540 aparecía la bula por la cual el Papa Paulo III aprobaba la nueva fundación, y el comienzo de la Compañía de Jesús. Una serie de acontecimientos, independientes de la voluntad de Ignacio, le habían llevado a crear una vasta y poderosa organización de enseñanza, de predicación y de dirección espiritual, que será la barrera más fuerte de la verdad frente al protestantismo, y colaborará de una manera decisiva en la obra del Concilio de Trento. Innumerables obras en la Iglesia, y multitud de Santos en los altares, para la Mayor Gloria de Dios, Ad Majorem Dei Gloriam.

EN EL GESU DE ROMA


Los quince años últimos de su vida los dedica Ignacio en el Gesú de Roma, a perfilar, acrecentar y completar la gran obra de su vida. Escribe las Constituciones, forma a los novicios en el Colegio Romano, envía sus teólogos al Concilio de Trento, esparce sus discípulos por todas las partes del mundo, escribe cartas, legisla, ordena, vigila. Quiere que el alma de su milicia espiritual sea la obediencia, una obediencia consciente, voluntaria y alegre; una obediencia ciega. El religioso debe ser como un cadáver, o como el bastón en la mano del anciano. Escribiendo a San Francisco Javier, le ordenaba volver a las Indias: "Os lo ordeno en nombre de Jesucristo. Y a fin de que vos podáis exponer los motivos de vuestra partida a aquellos que quieren reteneros, os diré las razones que me han decidido." Su mandato era a la vez firme y suave, razonado y autoritario.

Medía el límite de su autoridad, como antes había medido el límite de su obligación a obedecer. Durante el proceso de Salamanca, preguntado por los jueces cómo se atrevía a enseñar, falto de estudios teológicos, contestó: "O es verdad, o no es verdad lo que enseño. Si no es verdad, condénenme; si es verdad, déjenlo estar." Y cuando le leyeron la sentencia, por la cual le declaraban inocente y ortodoxo, mandándole al mismo tiempo que no se metiese en honduras y distinciones sutiles, declaró que obedecería en aquello que estaba dentro de la jurisdicción de los jueces; pero que no era justo, puesto que no se encontraba delito en su conducta ni error en su doctrina, impedirle servir a las almas, privándole del derecho de hablar de las cosas de Dios con libertad. Era natural que el odio se cebase en un hombre que se presentaba como el aguafiestas del Renacimiento, como el censor de la moral fácil de los falsos reformadores, como el campeón de la disciplina cuando el mundo se indisciplinaba.

SU RETRATO


La pasión ha hecho de aquel gran hombre un enigma o una paradoja. Ya los pintores empiezan por desconcertarnos: el Ignacio de Valdés Leal parece un San Juan de la Cruz, místico y poeta, puesto en éxtasis ante la belleza del Crucificado; el de Sánchez Coello conserva todavía algo de esa mirada suave y lejana, contemplativa, pero insinuando una sonrisa enigmática. Dice Ribadeneira que tenía una estatura mediana, o mejor, era pequeño y bajo de cuerpo; el rostro autorizado, la frente ancha y sin arrugas, hundidos los ojos, encogidos y arrugados los párpados por las muchas lágrimas que derramaba; las orejas medianas, la nariz alta y el color vivo y templado y con la calva de muy venerable aspecto, el rostro alegremente grave y gravemente alegre. Su serenidad alegraba y con su gravedad componía a los que le miraban. Al trazar el retrato de su alma, se le ha representado como un luchador y un contemplativo, como un fino político y como un hombre que encauza exclusivamente su vida hacia el orden social; como un corazón vehemente y como un temperamento frío y calculador; como una inteligencia de ideas amplias y vigorosas. No era un sentimental, sino más bien cerebral. El castellano de sus Ejercicios peca de seco y premioso; él aprendió el castellano en Arévalo, pues su lengua materna era el vascuence.

Toda la vida de Ignacio está en el lema que señaló a la Compañía: "Ad maiorem Dei gloriam". Este pensamiento sublime da unidad a todas sus acciones. Podrá sentir vacilaciones en ciertos momentos de su vida; pero hay una cosa que la ordena y armoniza por entero desde que deja el servicio del emperador y recoge y encauza la corriente de sus energías, su ingenio, su fantasía, su memoria, su prudencia y tenacidad, su temple de hierro y su ojo infalible para tomar la medida exacta de las personas y las cosas, que hacen de él, sin dejar de ser un enamorado de Cristo, el tipo perfecto del hombre de acción. Su fuerza superior, alma de su alma, es el deseo de la gloria de Dios, que le llena y le consume. San Ignacio, dice Papión, es el más católico de los santos.

DON DE LÁGRIMAS


Su don de lágrimas es tan excepcional que pocas veces habrá sido igualado en la hagiografía católica ni por los mayores santos contemplativos de la Iglesia. En los primeros cuarenta días, dedicados a la elección de la pobreza de las casas e iglesias de la Compañía llegan hasta 175 las veces que nos habla de sus lágrimas; es decir, que por término medio venía a derramar lágrimas cuatro veces por día. Llamaba la atención ante todo su misma abundancia, como él anota: "Viniendo en mucha grande devoción y muchas lágrimas intensísimas"; "cubriéndome tanto de lagrimas": "con grande efusión de lágrimas por el rostro"; "un cubrirme de lagrimas y de amor". Su Diario, es un caso asombroso de llevar la contabilidad de las lágrimas, el día que no llora más que tres veces, se siente desconsolado. Temió quedarse ciego de tanto llorar, y no podía sin mucho dolor en los ojos salir al sol y al aire. Es amoroso, no sentimental. Vive la mística del servicio Y su virtud preferida es la obediencia. En su mesa sólo tenía el Nuevo Testamento y el Gersoncito "la perdiz de los libros espirituales", el Kempis. Ignacio de Loyola (Loyola, Guipúzcoa, 1491- Roma, 1556) fundó la Compañía de Jesús en el año 1540 y fue elegido primer superior general. En el año 1535, un año después de haber emitido sus primeros votos, llegó a Valencia donde residió a lo largo de varios meses y en 1542 fue nombrado prior de la cartuja de Porta Coeli en Valencia. Continuó vinculado con la ciudad de Valencia, donde decidió levantar un colegio jesuítico en 1544. Años más tarde, mantuvo correspondencia periódica con los jesuitas de Valencia y, especialmente, con Santo Tomás de Villanueva, arzobispo de Valencia entre 1544 y 1555, "con quien le unía una estrecha amistad". Murió el 31 de julio de 1556 y fue canonizado por Gregorio XV el 1622.


Jesús Marti Ballester

 

30 de julio de 2021

Santo Evangelio 30 de julio 2021

  


Texto del Evangelio (Mt 13,54-58):

En aquel tiempo, Jesús viniendo a su patria, les enseñaba en su sinagoga, de tal manera que decían maravillados: «¿De dónde le viene a éste esa sabiduría y esos milagros? ¿No es éste el hijo del carpintero? ¿No se llama su madre María, y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas? Y sus hermanas, ¿no están todas entre nosotros? Entonces, ¿de dónde le viene todo esto?». Y se escandalizaban a causa de Él. Mas Jesús les dijo: «Un profeta sólo en su patria y en su casa carece de prestigio». Y no hizo allí muchos milagros, a causa de su falta de fe.




«Un profeta sólo en su patria y en su casa carece de prestigio»


Rev. D. Jordi POU i Sabater

(Sant Jordi Desvalls, Girona, España)

Hoy, como ayer, hablar de Dios a quienes nos conocen desde siempre resulta difícil. En el caso de Jesús, san Juan Crisóstomo comenta: «Los de Nazaret se admiran de Él, pero esta admiración no les lleva a creer, sino a sentir envidia, es como si dijeran: ‘¿Por qué Él y no yo?’». Jesús conocía bien a aquellos que en vez de escucharle se escandalizaban de Él. Eran parientes, amigos, vecinos a quienes apreciaba, pero justamente a ellos no les podrá hacer llegar su mensaje de salvación.

Nosotros —que no podemos hacer milagros ni tenemos la santidad de Cristo— no provocaremos envidias (aun cuando en ocasiones pueda suceder si realmente nos esforzamos por vivir cristianamente). Sea como sea, nos encontraremos a menudo, como Jesús, con que aquellos a quienes más amamos o apreciamos son quienes menos nos escuchan. En este sentido, debemos tener presente, también, que se ven más los defectos que las virtudes y que aquellos a quienes hemos tenido a nuestro lado durante años pueden decir interiormente: —Tú que hacías (o haces) esto o aquello, ¿qué me vas a enseñar a mí?

Predicar o hablar de Dios entre la gente de nuestro pueblo o familia es difícil pero necesario. Hace falta decir que Jesús cuando va a su casa está precedido por la fama de sus milagros y de su palabra. Quizás nosotros también necesitaremos, un poco, establecer una cierta fama de santidad fuera (y dentro) de casa antes de “predicar” a los de casa.

San Juan Crisóstomo añade en su comentario: «Fíjate, te lo ruego, en la amabilidad del Maestro: no les castiga por no escucharle, sino que dice con dulzura: ‘Un profeta sólo en su patria y en su casa carece de prestigio’ (Mt 13,57)». Es evidente que Jesús se iría triste de allí, pero continuaría rogando para que su palabra salvadora fuera bien recibida en su pueblo. Y nosotros (que nada habremos de perdonar o pasar por alto), lo mismo tendremos que orar para que la palabra de Jesús llegue a aquellos a quienes amamos, pero que no quieren escucharnos.

Oración al Corazón de Jesús

 


Corazón de Jesús, acudo a Ti porque eres mi refugio, mi esperanza; el remedio de todos mis males, el alivio de mis miserias, la reparación de todas mis faltas, la seguridad de todas mis peticiones, la fuente inagotable para mí, y para todos la luz, fuerza, constancia, paz y bendiciónCorazón de Jesús, acudo a Ti porque eres mi refugio, mi esperanza; el remedio de todos mis males, el alivio de mis miserias, la reparación de todas mis faltas, la seguridad de todas mis peticiones, la fuente inagotable para mí, y para todos la luz, fuerza, constancia, paz y bendición

Santos Abdón y Senén 30 de julio

  



Santos Abdón y Senén 30 de julio

(s. III)


De los Santos Abdón y Senén se recitaba esta "lección" en el oficio de maitines del Breviario antes de la simplificación de rúbricas llevada a cabo el año 1956 por la Sagrada Congregación de Ritos, en que su antiguo oficio de rito simple quedó reducido a "memoria" o conmemoración:

Bajo el imperio de Decio, Abdón y Senén, de nacionalidad persa, fueron acusados de enterrar en sus propiedades los cuerpos de los cristianos que eran dejados insepultos. Habiendo sido detenidos por orden del emperador, intentóse obligarles a sacrificar a los dioses; mas ellos se negaron a hacerlo, proclamando con toda energía la divinidad de Jesucristo, por lo cual, después de haber sido sometidos a un riguroso encarcelamiento, al volver Decio a Roma obligóles a entrar en ella cargados de cadenas, caminando delante de su carroza triunfal. Conducidos a través de las calles de la ciudad a la presencia de las estatuas de los ídolos, escupieron sobre ellas en señal de execración, lo que les valió ser expuestos a los osos y a los leones, los cuales no se atrevieron a tocarles. Por último, después de haberlos degollado, arrastraron sus cuerpos, atados por los pies, delante del simulacro del Sol, pero fueron retirados secretamente de aquel lugar, para darles sepultura en la casa del diácono Quirino."

La "lección" transcrita recoge la leyenda que nos ha transmitido la "pasión de San Policronio" , pieza que parece remontarse a finales del siglo V o principios del VI. Esta pasión representa a nuestros Santos como subreguli o jefes militares de Persia, donde habrían sido hechos prisioneros por Decio, circunstancia evidentemente falsa, puesto que Decio no hizo guerra alguna contra aquella nación. Añade el documento que padecieron martirio en Roma bajo Decio, siendo prefecto Valeriano, detalle igualmente inexacto, puesto que Valeriano no fue prefecto durante el reinado de Decio. Sin embargo, la mención de estos dos emperadores nos permite fijar la fecha del martirio de Abdón y Senén ya bajo Decio, en 250, ya bajo Valeriano. en 258.

Lo que sí podemos retener como seguro es el origen oriental de ambos Santos, suficientemente atestiguado por sus nombres. Muy bien puede creerse que fueran de origen ilustre, príncipes o sátrapas, ya refugiados en Roma a consecuencia de alguna revolución en su país o por haber caído en desgracia de sus soberanos, ya traídos de Persia como prisioneros o como rehenes, no por Decio, que no estuvo allí, sino por su inmediato predecesor, el emperador Felipe el Arabe. Si vivieron en la corte de Decio pudieron haber muerto víctimas no solamente de su fe cristiana, sino también del odio que los escritores cristianos atribuyen a Decio contra todo lo que guardaba relación con su predecesor.

Alguien ha propuesto otra hipótesis. Teniendo en cuenta que el cementerio de Ponciano, donde fueron sepultados estos mártires, se halla enclavado en un barrio pobre, próximo a los almacenes del puerto de Roma, cabría preguntarse si Abdón y Senén no fueron simplemente dos obreros orientales. Se habla en la pasión de un cierto Galba, cuyo nombre podría haber sido sugerido por la proximidad de los horrea Galbae, los docks para el vino, el aceite y otras mercancías de importación.

Sea lo que fuere de tales conjeturas, hay un dato cierto e indudable en la vida de nuestros Santos, y es la constancia de su martirio, atestiguada por su sepultura en el referido cementerio o catacumba de Ponciano y la nota que trae el cronógrafo de Filócalo, del año 354, que dice así en su lista de enterramiento de mártires: "El 3 de las calendas de agosto (es decir, el 30 de julio), Abdón y Senén en el cementerio de Ponciano, que se encuentra junto al "Oso encapuchado". Igual referencia y para igual fecha aporta el calendario jeronimiano, repitiéndola los diversos itinerarios compuestos para uso de los peregrinos del siglo VII, e incluyéndola los martirológios de redacción posterior, como el de Beda, Adón y Usuardo.

El cementerio de Ponciano se encuentra en la vía de Porto, y una de sus criptas, la situada junto a la escalera, poseyó la tumba de estos mártires. Fue decorada posteriormente, en la época bizantina, hacia el siglo VI según Marucchi y monseñor Wilper. Esta cripta fue siempre objeto de particular veneración. En un hueco cavado en la roca se edificó un baptisterio, decorándolo con una cruz gemada que parece salir de las aguas, mientras de los brazos de la cruz penden las letras alfa y omega. Debajo del nicho se encuentra una pintura con el bautismo del Señor.

La tumba de Abdón y Senén ocupaba la pared de la derecha y hallábase coronada con un fresco representando a Cristo que sale entre nubes y pone dos coronas sobre las frentes de los mártires, estando escrito debajo de uno SCS ABDO, y del otro SCS SENNE. Su indumentaria es asiática, y ambos están tocados con un capuchón enroscado, en forma de gorro frigio. El resto de sus vestidos se compone de un manto que prolonga el capuchón, dejando ver una túnica de piel, que va recogida por delante, quedando las piernas al aire.

Tales detalles en el vestido denotan que, al tiempo en que fue decorada la cripta, la tradición oriental de Abdón y Senén no ofrecía duda alguna, pero no concuerdan del todo con el origen ilustre que la pasión les atribuye, pues la túnica recogida, dejando ver las piernas, parece indumentaria de gente humilde. Sin embargo, ha aparecido una lámpara de terracotta, que se data como del siglo V, la cual representa a San Abdón portando el manto persa de pieles, aunque adornado con esferillas y piedras preciosas, lo que está acorde con la pasión al decir que los mártires se presentaron ante Decio con su espléndida vestimenta oriental, como sátrapas o príncipes. Esta lámpara pudo inspirarse en alguna pintura del mismo cementerio de Ponciano, hoy desaparecida.

Los cuerpos de San Abdón y San Senén no estuvieron mucho tiempo en el sarcófago de ladrillo que aún se conserva en la cripta. Después de la paz de la Iglesia se les transportó a la rica basílica que fue levantada encima de la catacumba. El itinerario de Salzburgo lo indica claramente cuando invita al peregrino a que, después de visitar el subterráneo o espelunca, suba arriba y entre en la gran iglesia, "donde descansan los santos mártires Abdón y Senén".

Esta basílica fue restaurada a fines del siglo VIII por el papa Adriano I, pero de ella hoy no queda rastro. Años después, en 826, el papa Gregorio IV transfirió los cuerpos de los dos mártires a la iglesia de San Marcos, dentro del actual palacio de Venecia.

En Roma llegaron a tener dedicada otra iglesuela cerca del Coliseo, la cual se construiría en relación con la noticia de la pasión de que sus cadáveres fueron arrojados ante el "simulacro del Sol", que era la grandiosa estatua de Nerón que daba nombre de Coliseo al anfiteatro Flavio. Esta iglesia está registrada en un catálogo mandado confeccionar por San Pío V y debe señalar el sitio en que fueron ajusticiados ambos Santos.

Parte de las reliquias de San Abdón y San Senén fueron transportadas al monasterio de Nuestra Señora de Arlés-sur-Tech, en el actual departamento francés de los Pirineos Orientales. Están guardadas en dos bustos relicarios, ricos y artísticos. Por esta región se conservan poblaciones como Dondesennec, que evocan el nombre del primero de los mártires.

Aquí terminaríamos esta semblanza si no creyéramos defraudar al lector.

No debe tomarse a menoscabo para los gloriosos mártires el tener que movernos entre conjeturas; es una prueba de la antigüedad de su martirio, si bien la carencia de documentación abundante nos impida noticias ciertas, que el relato fantástico de la pasión procuró suplir tres siglos después. Lo principal, que es su martirio, está atestiguado por el calendario filocaliano y por el culto constante junto a su tumba y después en su basílica. También está comprobado su origen oriental, como lo demuestran sus nombres, la propia leyenda y la iconografía.

Fueron mártires de una de las más tristes y gloriosas persecuciones, la de Decio.

Este emperador reinó tres años, del 249 al 251. Era hombre de grandes cualidades; pero, cegado por el esplendor del trono, quiso volverlo a su antigua grandeza, pretendió que la religión del Estado alcanzara la significación que tuvo en los tiempos de gloria del Imperio.

Como el cristianismo había echado hondas raíces en la sociedad romana, se propuso exterminarlo, pues Decio lo consideraba como el principal estorbo a sus proyectos. Anteriormente las persecuciones habían sido esporádicas, en virtud de una legislación ambigua, que por un lado prohibía buscar a los cristianos, y por otro los juzgaba y condenaba cuando se presentaban denuncias contra ellos en los tribunales.

El edicto que ahora se publicó era general y sentaría las bases jurídicas de la persecución, nuevas en relación con la antigua jurisprudencia. Los procónsules o gobernadores de provincias habían de exigir de todos los súbditos del Imperio una prueba explícita del reconocimiento de la religión del Estado, ya ofreciendo alguna libación o sacrificio, ya quemando unos granos de incienso ante el altar de los dioses. Los que cumplieran este requisito recibirían un certificado o libellum, y su nombre sería incluido en las listas oficiales.

La persecución se extendió a todo el Imperio, desde España a Egipto, desde Italia a Africa. Los efectos fueron terribles, porque hubo muchos mártires, pero los magistrados preferían hacer apóstatas, recurriendo para ello a todas las estratagemas.

Entre los que resistieron heroicamente la prueba, tenemos a nuestros Santos Abdón y Senén. Ya fuesen de origen noble, ya de condición plebeya, demostraron gran entereza de alma.

¿Serían apresados porque, como afirma la pasión, enterraban en sus propiedades los cuerpos de los mártires?

No es inverosímil. En momentos de terror hasta los mismos familiares abandonan a sus parientes para no comprometerse. Por esta o por otra causa, o porque hubieran sido convocados simplemente a sacrificar, como otros muchos ciudadanos, lo cierto es que no retrocedieron ante el peligro y confesaron con valentía su fe. Tenemos también constancia de otros muchos mártires, sobre todo obispos y personas de relieve, que sufrieron la muerte en esta persecución, como el papa San Fabián, el obispo de Alejandría, San Dionisio; el de Cartago, San Cipriano; la virgen Santa Agueda, de Sicilia, San Félix, de Zaragoza. Los perseguidores buscaban las cabezas para desorganizar mejor la Iglesia.

Hubo también innumerables "confesores" que soportaron cárceles, cadenas y torturas por Cristo, aunque obtuvieran posteriormente la libertad, pudiendo mostrar las señales de sus padecimientos en sus heridas y cicatrices. Eran como mártires vivientes, que habían conservado la vida para ejemplo y estímulo de los demás. Uno de los más célebres confesores de este período fue el ilustre escritor alejandrino Orígenes.

En fin, de esta época y de este ambiente son San Abdón y San Senén. Si podemos tomar por novelescos muchos detalles de la pasión, siempre será cierto el hecho fundamental: que derramaron generosamente su sangre por Cristo en la confesión de su fe, y así los ha venerado por mártires, a través de una larga tradición de siglos, la Iglesia católica.


CASIMIRO SÁNCHEZ ALISEDA

San Pedro Crisologo 30 de julio

  


San Pedro Crisologo 30 de julio

(+ 445)


"Confieso que un mismo sentimiento de veneración y de devoción me liga por igual con todas las iglesias; mas me siento obligado de un modo particular con la iglesia de Imola (Corneliensi ecclesiae), a causa de su nombre mismo. Pues Cornelio, de muy santa memoria..., fue mi padre, fue él quien me engendró por el Evangelio; piadoso que era, piadosamente me crió; él, santo, me dedicó a los oficios santos; siendo obispo me ofreció y consagró al servicio de los sagrados altares..." Estas palabras que San Pedro Crisólogo pronunció siendo metropolitano de Ravena al consagrar a su sufragánea Proyecto como obispo de Imola (Forum Cornelii ) (sermón 165 ), hacen suponer que esta localidad sea la patria de nuestro Santo, si bien no lo afirman expresamente. Pedro debió de nacer hacia el año 380. Parece que le satisfizo que se le llamara con un nombre apostólico; con este nombre juega al exclamar durante la consagración de otro sufragáneo suyo, Marcelino de Voghenza, un antiguo pescador: "Que nadie se admire si Pedro se ha escogido como colega a un pescador" (sermón 175). Cornelio de Imola, como hemos visto, le educó y le inició en el orden sagrado: le ordenó de diácono, dice Andrés Agnelo en el Líber Pont:ificalis de Ravena, no sabemos con qué fundamento histórico.

Es curioso que un forastero, un imolense como Pedro, forastero por lo menos como clérigo, fuese elegido para gobernar la iglesia de Ravena. Quizá para justificar tal anormalidad se tejió una leyenda que reproduce Andrés Agnelo. A la muerte del prelado ravenés, una representación de la ciudad y de su clero habría ido a presentar al Papa el nuevo candidato para la sede vacante de Ravena; entre los de la delegación de dicha sede se hubiese encontrado el obispo de Imola, acompañado de su diácono Pedro que ejercía entonces funciones de vicario general. Repetidas apariciones del apóstol San Pedro y de San Apolinar, el fundador de la iglesia de Ravena, habrían indicado al Papa (que Angelo dice ser, sin duda erróneamente Sixto III) el verdadero escogido por Dios para regir la diócesis huérfana: por lo cual el Sumo Pontífice, rechazado el candidato ravenés y vencidas las resistencias momentáneas de los ciudadanos disgustados, habría designado a Pedro Crisólogo como pastor querido por Dios para ocupar la cátedra episcopal vacante.

La elevación de Pedro a la dignidad de obispo de Ravena tuvo lugar probablemente entre los años 424-429. Desde el año 404 Ravena era residencia imperial de Occidente. Se explica que, a instancias del emperador romano, el Papa confiriera a esta sede la dignidad de metropolitana. Pedro fue el primer arzobispo, "antistes", como se decia entonces. Como a tal, ya en 431 Teodoreto de Ciro, y más tarde, a principios del 449, Eutiques, le escriben para pedir su protección en la polémica suscitada por las cuestiones cristológicas, tan debatidas en Oriente. Se ha conservado la respuesta de Pedro a Eutiques, la cual es un preclaro testimonio en favor de la sumisión debida al sumo jerarca de la Iglesia, el Papa, máxime en cuestiones de fe. "En todo te exhortamos, honorable hermano —escribe—, a que acates con obediencia todas las decisiones escritas por el santísimo Papa de la ciudad de Roma, ya que San Pedro, que continúa viviendo y presidiendo en su propia sede, brinda a los que la buscan la verdadera fe. Nosotros, en cambio, para el bien de la paz y de la fe, no podemos asumir las funciones de juez sin el consentimiento del obispo de Roma."

Como prelado, Pedro se distinguió por su actividad como constructor de edificios sagrados y como consejero de la emperatriz regente, Gala Placidia. Ambos se estimularon en la devoción hacia la memoria de los santos. En 445 expiró en brazos de Pedro el obispo de Auxerre, San Germán, a quien, de paso por Ravena, llamó a la gloria.

Pero sobre todo sobresalió Pedro como predicador. Su celebridad, el titulo de "Doctor de la Iglesia" que el papa Benedicto XIII le otorgó en 1729, proviene de sus sermones, que han llegado hasta nosotros. Su sermonario clásico consta de 176 piezas, de las cuales hay que rechazar ocho como no auténticas (las números 53, 107. 119, 129, 135, 138, 149 y 159); en cambio, a la colección de los sermones genuinos hay que añadir otros catorce, editados en lugares muy distintos. La mayor parte de estos discursos sagrados son homilías sobre determinadas pericopes evangélicas. Seis sermones comentan otros tantos salmos (son los únicos textos del Antiguo Testamento a los que nuestro predicador ha dedicado expresamente unos comentarios). Doce explican varios pasajes de las epístolas de San Pablo. Siete son explanaciones del símbolo de la fe y seis de la oración dominical; están dirigidos, por consiguiente, a los catecúmenos. Hay, además, algunas series de sermones heortásticos, parte homiléticos, parte no, mezclados con exhortaciones al ayuno, panegíricos de santos y otros discursos circunstanciales, principalmente los pronunciados con motivo de consagraciones episcopales.

El estilo de Pedro es retórico, académico. Sus discursos acusan una preparación esmerada; Pedro no decía nada que antes no hubiese escrito, estudiado, aprendido. Le falta la espontaneidad, la naturalidad de un Agustín, por ejemplo. A pesar de todo, en sus frases, llenas de figuras retóricas y de sentencias, de juegos de palabras, de redundancias y pleonasmos, terminadas siempre con cláusulas rítmicas, se refleja el talento del orador. El retoricismo, sin duda decadente, de Pedro, que en la primera mitad de la Edad Media le mereció el sobrenombre de "Crisólogo" (palabra de oro o también el que dice oro), no es suficiente para ahogar el calor humano y el fervor divino que desprenden las palabras de nuestro santo predicador.

San Pedro Crisólogo predicó entre los concilios de Efeso y de Calcedonia. Por eso es natural que sus discursos estén saturados de las preocupaciones cristológicas de la época. Creemos que este aspecto es el más interesante de los sermones. Mas no hay que olvidar que Crisólogo no es teólogo propiamente dicho. En las exhortaciones se refleja, ante todo, la preocupación pastoral del obispo de Ravena. En este sentido sus palabras son realmente el espejo de su santidad. Si algún epíteto hubiese que darse a este orador, el más apropiado seria el de "Doctor del amor paternal de Dios". Es característica, por ejemplo, la afición que manifiesta por la idea, que continuamente está repitiendo, de que Dios prefiere ser amado que temido. Su mariología está impregnada de un verdadero lirismo; lo que él dice de la Santísima Virgen, con unas exuberarcias de conceptos que parecen preanunciar las bizantinas, no tienen parangón en la literatura patrística.

Pedro murió el 3 de diciembre del año 450. Según la tradición, fue a morir a su patria, junto al sepulcro del mártir San Casiano. De hecho, actualmente su sepulcro se venera en la cripta llamada de San Casiano, de la catedral de Imola.


ALEJANDRO OLIVAR, O. S. B.


 

29 de julio de 2021

Santo Evangelio 29 de julio 2021

  


Texto del Evangelio (Lc 10,38-42):

 En aquel tiempo, Jesús entró en un pueblo; y una mujer, llamada Marta, le recibió en su casa. Tenía ella una hermana llamada María, que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra, mientras Marta estaba atareada en muchos quehaceres. Acercándose, pues, dijo: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en el trabajo? Dile, pues, que me ayude». Le respondió el Señor: «Marta, Marta, te preocupas y te agitas por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola. María ha elegido la parte buena, que no le será quitada».



«Te preocupas y te agitas por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola»


Rev. D. Antoni CAROL i Hostench

(Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España)

Hoy, también nosotros —atareados como vamos a veces por muchas cosas— hemos de escuchar cómo el Señor nos recuerda que «hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola» (Lc 10,42): el amor, la santidad. Es el punto de mira, el horizonte que no hemos de perder nunca de vista en medio de nuestras ocupaciones cotidianas.

Porque “ocupados” lo estaremos si obedecemos a la indicación del Creador: «Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla» (Gn 1,28). ¡La tierra!, ¡el mundo!: he aquí nuestro lugar de encuentro con el Señor. «No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del Maligno» (Jn 17,15). Sí, el mundo es “altar” para nosotros y para nuestra entrega a Dios y a los otros.

Somos del mundo, pero no hemos de ser mundanos. Bien al contrario, estamos llamados a ser —en bella expresión de san Juan Pablo II— “sacerdotes de la creación”, “sacerdotes” de nuestro mundo, de un mundo que amamos apasionadamente.

He aquí la cuestión: el mundo y la santidad; el tráfico diario y la única cosa necesaria. No son dos realidades opuestas: hemos de procurar la confluencia de ambas. Y esta confluencia se ha de producir —en primer lugar y sobre todo— en nuestro corazón, que es donde se pueden unir cielo y tierra. Porque en el corazón humano es donde puede nacer el diálogo entre el Creador y la criatura.

Es necesaria, por tanto, la oración. «El nuestro es un tiempo de continuo movimiento, que a menudo desemboca en el activismo, con el riesgo fácil del “hacer por hacer”. Tenemos que resistir a esta tentación, buscando “ser” antes que “hacer”. Recordemos a este respecto el reproche de Jesús a Marta: ‘Tú te afanas y te preocupas por muchas cosas y sin embargo sólo una es necesaria’ (Lc 10,41-42)» (San Juan Pablo II).

No hay oposición entre el ser y el hacer, pero sí que hay un orden de prioridad, de precedencia: «María ha elegido la parte buena, que no le será quitada» (Lc 10,42).