28 de febrero de 2017

Santo Evangelio 28 de Febrero 2017


Día litúrgico: Martes VIII del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Mc 10,28-31): En aquel tiempo, Pedro se puso a decir a Jesús: «Ya lo ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido». Jesús dijo: «Yo os aseguro: nadie que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o hacienda por mí y por el Evangelio, quedará sin recibir el ciento por uno: ahora en el presente, casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y hacienda, con persecuciones; y en el mundo venidero, vida eterna. Pero muchos primeros serán últimos y los últimos, primeros».


«Nadie que haya dejado casa (...) por mí y por el Evangelio, quedará sin recibir el ciento por uno (...) y en el mundo venidero, vida eterna»
Rev. D. Jordi SOTORRA i Garriga 
(Sabadell, Barcelona, España)



Hoy, como aquel amo que iba cada mañana a la plaza a buscar trabajadores para su viña, el Señor busca discípulos, seguidores, amigos. Su llamada es universal. ¡Es una oferta fascinante! El Señor nos da confianza. Pero pone una condición para ser discípulos, condición que nos puede desanimar: hay que dejar «casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o hacienda por mí y por el Evangelio» (Mc 10,29).

¿No hay contrapartida? ¿No habrá recompensa? ¿Esto aportará algún beneficio? Pedro, en nombre de los Apóstoles, recuerda al Maestro: «Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido» (Mc 10,28), como queriendo decir: ¿qué sacaremos de todo eso?

La promesa del Señor es generosa: «El ciento por uno: ahora en el presente (...) y en el mundo venidero, vida eterna» (Mc 10,30). Él no se deja ganar en generosidad. Pero añade: «Con persecuciones». Jesús es realista y no quiere engañar. Ser discípulo suyo, si lo somos de verdad, nos traerá dificultades, problemas. Pero Jesús considera las persecuciones y las dificultades como un premio, ya que nos ayudan a crecer, si las sabemos aceptar y vivir como una ocasión de ganar en madurez y en responsabilidad. Todo aquello que es motivo de sacrificio nos asemeja a Jesucristo que nos salva por su muerte en Cruz.

Siempre estamos a tiempo para revisar nuestra vida y acercarnos más a Jesucristo. Estos tiempos y todo tiempo nos permiten —por medio de la oración y de los sacramentos— averiguar si entre los discípulos que Él busca estamos nosotros, y veremos también cuál ha de ser nuestra respuesta a esta llamada. Al lado de respuestas radicales (como la de los Apóstoles) hay otras. Para muchos, dejar “casa, hermanos, hermanas, madre, padre...” significará dejar todo aquello que nos impida vivir en profundidad la amistad con Jesucristo y, como consecuencia, serle sus testigos ante el mundo. Y esto es urgente, ¿no te parece?

Sentido del pecado, experiencia del perdón y el amor misericordioso de Dios



Sentido del pecado, experiencia del perdón y el amor misericordioso de Dios

Examen de conciencia.Confesión

El amor de Dios es más fuerte que nuestro pecado y en el sacramento de la reconciliación, la redención de Cristo se hace personal.


Por: Mensaje | Fuente: Mensaje 


La Iglesia nos exhorta siempre a la conversión con las mismas palabras de Jesús: «Conviértete y cree en el evangelio» (Mc 1,15), pues se acerca el tiempo de celebrar el misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo.

El misterio de la redención de Cristo pone de relieve que el amor de Dios es más fuerte que nuestro pecado. Y el sacramento de la reconciliación es uno de esos momentos en los que, de modo más evidente, esta eficacia redentora de Cristo se hace personal y actual en la vida de cada uno de nosotros.

Ofreceremos algunas reflexiones que les ayuden a tomar mayor conciencia del amor de Dios en sus vidas y de la realidad del propio pecado; para, de este modo, valorar y vivir mejor el sacramento de la penitencia.

Después de un período de crisis progresiva de este sacramento en la vida de muchos cristianos, se ha registrado en los últimos años el fenómeno de una mayor conciencia entre los fieles, y aun entre los mismos sacerdotes, de su importancia y necesidad. Lo pudimos constatar en Roma durante la celebración del jubileo del año 2000; de manera especial, en la jornada mundial de la juventud, cuando el Circo Máximo se convirtió en un inmenso santuario de reconciliación para decenas de miles de jóvenes.

Sin embargo, es frecuente encontrar en no pocos cristianos, una mentalidad un tanto superficial en el modo de vivir este sacramento; y, en algunos casos, una concepción deformada de su verdadero significado. Sin llegar al escepticismo o a una postura de abierto rechazo, pueden darse diversas formas de rutina o de indiferencia, postergando frecuentemente esta práctica sacramental por respeto humano o pereza, e incluso abandonándola por períodos más o menos largos. Estas manifestaciones se deben principalmente a la pérdida del verdadero sentido del pecado y a la falta de experiencia personal del amor y de la misericordia de Dios en la propia vida.

1. El verdadero sentido del pecado en nuestra vida
El pecado no es solamente la trasgresión de un precepto divino o la cerrazón ante los reclamos de la conciencia. Pecar es fallar al amor de Dios. El pecado consiste en el rechazo del amor de Dios, en la ofensa a una persona que nos ama. «Contra ti, contra ti sólo pequé; cometí la maldad que tú aborreces» (Sal 51,6).

El pecado de desobediencia de los ángeles y de nuestros primeros padres nació cuando empezaron a sospechar del amor de Dios. Fue entonces cuando la inocente desnudez de un inicio se trocó en vergüenza y en temor de que Dios pudiese descubrirles tal como eran; y el Creador, garante de su felicidad, comenzó a ser desde ese momento su principal amenaza (cf. Gn 3,1-10). Todo pecado, cualquiera que sea su género o calificación moral, es, en el fondo, un acto de desobediencia y desconfianza de la bondad de Dios (cf. Catecismo, 397).

Entre los diversos pecados que podamos encontrar en nuestro pasado descubriremos, como una constante, esa voluntad de preferirnos a nosotros mismos en lugar de Dios; de construir nuestra vida sin Dios o al margen de Él; de anteponer nuestros bienes e intereses personales a su voluntad; de ver y juzgar las cosas según nuestros criterios egoístas, pero no según Dios (cf. Catecismo,Reconciliación y Penitencia, 18). Sólo cuando se comprende el pecado en su verdadero significado, se puede valorar y entender mejor el sentido y la importancia que las normas y preceptos tienen en nuestra vida.

La ley de Dios no es una limitación de la libertad humana, sino una ayuda que la protege y la hace posible, pues sólo quien camina en la verdad es plenamente libre (cf. Jn 8,32). El cristiano, guiado por su razón iluminada por la fe, descubre detrás de una determinada norma del decálogo o de una disposición de la Iglesia, la expresión concreta de la voluntad de Dios que, como buen Padre, busca lo mejor para sus hijos, aun a costa de muchas lágrimas (cf. Hb 12,5-13). Cada una de las normas custodia una serie de valores y de bienes profundamente humanos; en cada una resuena el eco de una llamada de Dios a seguirle, se fija una señal que delimita el camino de la felicidad y la realización del propio destino eterno. La vida moral del cristiano no es, por tanto, la sumisión ciega a un conjunto de leyes, sino la adhesión de la propia voluntad al querer de Dios, como respuesta personal de amor a Él. «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos» (Jn 14,15).

De esta consideración se desprende la grave obligación moral de un trabajo serio de comprensión y profundización en las verdades de la fe cristiana y en sus exigencias morales, que sólo se logrará con el estudio, la reflexión y la oración constantes. Sólo entonces se podrá repetir con el salmista: «Hazme entender, para guardar tu ley y observarla de todo corazón (...) y me deleitaré en tus mandamientos, que amo mucho» (Sal 118,34.47). El amor, pues, representa la motivación fundamental que simplifica toda «la ley y los profetas» (cf. Mt 22,34-40), y la única fuerza que suaviza la carga y hace dulce el yugo del seguimiento de Cristo (cf. Mt 11,30).

¡Qué poco nos duele a veces el pecado! ¡Con cuánta facilidad vendemos nuestra primogenitura de hijos de Dios al primer postor que se cruza en nuestro camino! ¿Creemos de verdad en la vida eterna? Nos duelen mucho las ofensas que los demás nos hacen, pero nos importa muy poco el dolor que infligimos al Corazón de Cristo con nuestro comportamiento. Cuidamos demasiado nuestra imagen ante los hombres y olvidamos fácilmente esa otra imagen de Dios que llevamos esculpida en nuestro ser. Buscamos salvar las apariencias, pero nos esforzamos poco por salvar la propia alma y por construir nuestra vida ante Aquel que nos examinará sobre el amor el día de nuestra muerte. Lamentablemente para muchos el pecado no supone una gran desgracia ni un grave problema, como podría serlo la pérdida de la posición social o un fracaso económico.

La mentalidad del mundo materialista y hedonista se nos filtra, casi sin darnos cuenta, y va cambiando poco a poco nuestra jerarquía de valores. Nos preocupan mucho los problemas materiales -el hambre, la pobreza, las injusticias sociales, la ecología y las especies de animales en extinción- y con facilidad nos solidarizamos para remediarlos. Pero pocas veces prestamos la misma atención y nos movilizamos para socorrer a los demás en sus problemas espirituales y morales, que son la causa de la verdadera miseria del hombre. El mundo ahoga nuestra sed de trascendencia en el horizonte de lo inmediato, y nos impide percibir que «el amor de Dios vale más que la vida» (Sal 62,4). ¿Qué pasaría si Dios me llamara a su presencia en este momento: me encontraría con el alma limpia y las manos llenas de buenas obras?

2. La experiencia del perdón y del amor misericordioso de Dios

Contemplar el rostro misericordioso de Cristo
Contemplar el rostro de Cristo: ésta es la consigna que el San Juan Pablo II nos ha dejado en su carta apostólica Novo Millennio Inuente (cf. nn. 16-28). Fijar la mirada en su rostro significa dejarse cautivar por la belleza irresistible de su amor y de su misericordia.

Contemplemos a Cristo, Buen Samaritano, que se agacha hasta el abismo de nuestra miseria para levantarnos de nuestro pecado, que limpia y venda nuestras heridas, que se dona totalmente sin pedirnos nada a cambio (cf. Lc 10,29-37). Cristo, que espera con paciencia nuestro regreso a casa, cuando nos alejamos azotados por las tormentas de la adolescencia y juventud o instigados por el aguijón del mundo y de la carne; y que nos abraza, nos llena de besos y hace fiesta por nosotros, porque estábamos perdidos y hemos vuelto a la vida (cf. Lc 15,11-32). Cristo, el único inocente, que no nos condena ni arroja contra nosotros la piedra de su justicia (cf. Jn 8,1-11). Cristo, que vuelve a mirarnos con amor, como el primer día de nuestra llamada, y que sigue confiando en cada uno de nosotros, a pesar de que el canto del gallo haya anunciado muchas veces nuestra traición (cf. Mc 14,66-72; Jn 21,15-19). Es maravilloso, es emocionante contemplar este amor y misericordia de Dios sobre cada uno de nosotros; su sola experiencia es suficiente para cambiar nuestra vida para siempre. El amor de Dios nos confunde. Nos cuesta pensar que Dios pueda amarnos sin límites y para siempre; que su perdón nos llegue puro y fresco, aunque sí sepamos lo que hacemos; que nos siga perdonando, incluso si nosotros no perdonamos a los que nos ofenden. Él no nos trata como merecemos; su amor no es como el nuestro, limitado, voluble, interesado. Él perdona todo y para siempre. Él nos conoce perfectamente y, aunque cometamos el peor de los pecados, nunca se avergonzará de nosotros. Así es Dios: «Aunque pequemos, tuyos somos, porque conocemos tu poder» (Sab 15,2). Incluso en el pecado seguimos siendo sus hijos y podemos acudir a Él como Padre.

Sólo quien ha contemplado y meditado, quien ha experimentado personalmente este amor y misericordia de Dios es capaz de vivir en permanente paz, de levantarse siempre sin desalentarse, de tratar a los demás con el mismo amor, la misma comprensión y paciencia con la que Dios le ha tratado.

No nos engañemos, sólo quien vive reconciliado con Dios puede reconciliarse, también, consigo mismo y con los demás. Y para el cristiano el sacramento del perdón «es el camino ordinario para obtener el perdón y la remisión de sus pecados graves cometidos después del Bautismo» (Reconciliación y Penitencia, 31).

Necesidad de la mediación de la Iglesia
Al igual que al leproso del evangelio, también Cristo nos pide la mediación humana y eclesial en nuestro camino de conversión y de purificación interior: «Vete, muéstrate al sacerdote y haz por tu purificación la ofrenda que prescribió Moisés para que les sirva de testimonio» (Mc 1,40-45). Tenemos necesidad de escuchar de labios de una persona autorizada las palabras de Cristo: «Vete, y en adelante no peques más» (Jn 8,11), «tus pecados te son perdonados» (Mc 2,5).

Nadie puede ser al mismo tiempo juez, testigo y acusado en su misma causa. Nadie puede absolverse a sí mismo y descansar en la paz sincera. La estructura sacramental responde también a esta necesidad humana de la que hacemos experiencia todos los días. A este respecto, qué realismo adquieren las palabras que el sacerdote pronuncia en el momento de la absolución: «Dios, Padre de misericordia, que ha reconciliado consigo al mundo por la muerte y resurrección de su Hijo, y ha infundido el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda, mediante el ministerio de la Iglesia el perdón y la paz». Es en este preciso momento, cuando el perdón de Dios borra realmente nuestro pecado, que deja de existir para Él. Sólo entonces brota en nuestro corazón la verdadera paz, que el mundo no pueda dar porque no le pertenece, al no conocer al Señor de la paz (cf. Jn 14,27).

La paz interior fruto del perdón
La paz que nace del perdón sacramental es fuente de serenidad y equilibrio incluso emocional y psicológico. ¡Cuántas personas he encontrado en mi camino que, como la mujer hemorroísa del evangelio (cf. Mc 5,25-34), han consumido su fortuna, lo mejor de su tiempo y de sus energías, buscando en las estrellas la respuesta a sus problemas, o recurriendo a sofisticadas técnicas médicas o de introspección psicológica que, bajo una apariencia científica, han explotado la debilidad de esas personas, dejándolas más vacías y destrozadas que al inicio! No mediando un caso patológico o un problema estructural de personalidad, la verdad de nosotros mismos y la solución a nuestros problemas la encontraremos únicamente en la fuerza curativa que emana de Cristo, cuando se le «toca» con la fe y el amor.

La psicología y las ciencias humanas pueden apoyar o acompañar este proceso de conversión interior, sobre todo ante problemas especialmente complejos o ante casos de personalidades frágiles, pero nunca podrán sustituir ni mucho menos pretender dar una respuesta a aquello que únicamente se puede solucionar con el poder de Dios, pues sólo Él puede perdonar los pecados (cf. Mc 2,6-12).

No duden del perdón infinito de Dios. Dejen que Él transforme sus vidas, que su amor y misericordia sea el objeto permanente de su contemplación y de su diálogo con Él. No se cansen de pedir todos los días la gracia sublime del conocimiento y de la experiencia personal de este amor. Cultiven en su corazón la memoria de la infinita misericordia de Dios frente a sus faltas y pecados; se darán cuenta de que habrá siempre más motivos para agradecer que para pedir perdón.



27 de febrero de 2017

Santo Evangelio 27 de Febrero 2017


Día litúrgico: Lunes VIII del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Mc 10,17-27): Un día que Jesús se ponía ya en camino, uno corrió a su encuentro y arrodillándose ante Él, le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener en herencia la vida eterna?». Jesús le dijo: «¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios. Ya sabes los mandamientos: No mates, no cometas adulterio, no robes, no levantes falso testimonio, no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre». Él, entonces, le dijo: «Maestro, todo eso lo he guardado desde mi juventud». Jesús, fijando en él su mirada, le amó y le dijo: «Una cosa te falta: anda, cuanto tienes véndelo y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; luego, ven y sígueme». Pero él, abatido por estas palabras, se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes. 

Jesús, mirando a su alrededor, dice a sus discípulos: «¡Qué difícil es que los que tienen riquezas entren en el Reino de Dios!». Los discípulos quedaron sorprendidos al oírle estas palabras. Mas Jesús, tomando de nuevo la palabra, les dijo: «¡Hijos, qué difícil es entrar en el Reino de Dios! Es más fácil que un camello pase por el ojo de la aguja, que el que un rico entre en el Reino de Dios». Pero ellos se asombraban aún más y se decían unos a otros: «Y ¿quién se podrá salvar?». Jesús, mirándolos fijamente, dice: «Para los hombres, imposible; pero no para Dios, porque todo es posible para Dios».

«Anda, cuanto tienes véndelo y dáselo a los pobres (...); luego, ven y sígueme»
P. Joaquim PETIT Llimona, L.C. 
(Barcelona, España)


Hoy, la liturgia nos presenta un evangelio ante el cual es difícil permanecer indiferente si se afronta con sinceridad de corazón.

Nadie puede dudar de las buenas intenciones de aquel joven que se acercó a Jesucristo para hacerle una pregunta: «Maestro bueno: ¿qué he de hacer para tener en herencia la vida eterna?» (Mc 10,17). Por lo que nos refiere san Marcos, está claro que en ese corazón había necesidad de algo más, pues es fácil suponer que —como buen israelita— conocía muy bien lo que la Ley decía al respecto, pero en su interior había una inquietud, una necesidad de ir más allá y, por eso, interpela a Jesús.

En nuestra vida cristiana tenemos que aprender a superar esa visión que reduce la fe a una cuestión de mero cumplimiento. Nuestra fe es mucho más. Es una adhesión de corazón a Alguien, que es Dios. Cuando ponemos el corazón en algo, ponemos también la vida y, en el caso de la fe, superamos entonces el conformismo que parece hoy atenazar la existencia de tantos creyentes. Quien ama no se conforma con dar cualquier cosa. Quien ama busca una relación personal, cercana, aprovecha los detalles y sabe descubrir en todo una ocasión para crecer en el amor. Quien ama se da.

En realidad, la respuesta de Jesús a la pregunta del joven es una puerta abierta a esa donación total por amor: «Anda, cuanto tienes véndelo y dáselo a los pobres (…); luego, ven y sígueme» (Mc 10,21). No es un dejar porque sí; es un dejar que es darse y es un darse que es expresión genuina del amor. Abramos, pues, nuestro corazón a ese amor-donación. Vivamos nuestra relación con Dios en esa clave. Orar, servir, trabajar, superarse, sacrificarse... todo son caminos de donación y, por tanto, caminos de amor. Que el Señor encuentre en nosotros no sólo un corazón sincero, sino también un corazón generoso y abierto a las exigencias del amor. Porque —en palabras de san Juan Pablo II— «el amor que viene de Dios, amor tierno y esponsal, es fuente de exigencias profundas y radicales».

Renacemos del agua y del Espíritu Santo



RENACEMOS DEL AGUA Y DEL ESPÍRITU SANTO

¿Qué es lo que viste en el bautisterio? Agua, desde luego, pero no sólo agua; viste también a los diáconos ejerciendo su ministerio, al obispo haciendo las preguntas de ritual y santificando. El Apóstol te enseñó, lo primero de todo, que no hemos de fijarnos en lo que se ve, sino en lo que no se ve; lo que se ve es transitorio, lo que no se ve es eterno. Pues, como leemos en otro lugar, desde la creación del mundo, lo invisible de Dios, su eterno poder y divinidad, son conocidos mediante las obras. Por esto dice el Señor en persona: Si no me creéis a mí, creed a las obras. Cree, pues, que está allí presente la divinidad. ¿Vas a creer en su actuación y no en su presencia? ¿De dónde vendría esta actuación sin su previa presencia?

Considera también cuán antiguo sea este misterio, pues fue prefigurado en el mismo origen del mundo. Ya en el principio, cuando hizo Dios el cielo y la tierra, el espíritu -leemos- se cernía sobre las aguas. Y si se cernía es porque obraba. El salmista nos da a conocer esta actuación del espíritu en la creación del mundo, cuando dice: La palabra del Señor hizo el cielo; el espíritu de su boca, sus ejércitos. Ambas cosas, esto es, que se cernía y que actuaba, son atestiguadas por la palabra profética. Que se cernía, lo afirma el autor del Génesis; que actuaba, el salmista.

Tenemos aún otro testimonio. Toda carne se había corrompido por sus iniquidades. No permanecerá mi espíritu en el hombre -dijo Dios- porque no es más que carne. Con las cuales palabras demostró que la gracia espiritual era incompatible con la inmundicia carnal y la mancha del pecado grave. Por esto, queriendo Dios reparar su obra, envió el diluvio y mandó al justo Noé que subiera al arca. Cuando menguaron las aguas del diluvio, soltó primero un cuervo, el cual no volvió, y después una paloma que, según leemos, volvió con una rama de olivo. Ves cómo se menciona el agua, el leño, la paloma, ¿y aún dudas del misterio?

En el agua es sumergida nuestra carne, para que quede borrado todo pecado carnal. En ella quedan sepultadas todas nuestras malas acciones. En un leño fue clavado el Señor Jesús, cuando sufrió por nosotros su pasión. En forma de paloma descendió el Espíritu Santo, como has aprendido en el nuevo Testamento, el cual inspira en tu alma la paz, en tu mente la calma.

Del Tratado de san Ambrosio, obispo, Sobre los misterios.
(Núms. 8-11: SC 25 bis, 158-160)

26 de febrero de 2017

Santo Evangelio 26 de Febrero 2017


Día litúrgico: Domingo VIII (A) del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Mt 6,24-34): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Nadie puede servir a dos señores; porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al dinero. 

»Por eso os digo: No andéis preocupados por vuestra vida, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis. ¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? Mirad las aves del cielo: no siembran, ni cosechan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas? Por lo demás, ¿quién de vosotros puede, por más que se preocupe, añadir un solo codo a la medida de su vida? 

»Y del vestido, ¿por qué preocuparos? Observad los lirios del campo, cómo crecen; no se fatigan, ni hilan. Pero yo os digo que ni Salomón, en toda su gloria, se vistió como uno de ellos. Pues si a la hierba del campo, que hoy es y mañana se echa al horno, Dios así la viste, ¿no lo hará mucho más con vosotros, hombres de poca fe? No andéis, pues, preocupados diciendo: ¿Qué vamos a comer?, ¿qué vamos a beber?, ¿con qué vamos a vestirnos? Que por todas esas cosas se afanan los gentiles; pues ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso. Buscad primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura. Así que no os preocupéis del mañana: el mañana se preocupará de sí mismo. Cada día tiene bastante con su propio mal».

«No andéis preocupados por vuestra vida»
Rev. P. Floyd L. McCOY Jordán 
(Hormigueros, Puerto Rico)


Hoy, Jesús, recurriendo a metáforas tomadas de la naturaleza propias de su entorno en las más fértiles tierras de Galilea donde pasó su niñez y su adolescencia —los lirios del campo y los pájaros del cielo— nos recuerda que Dios Padre es providente y que, si vela por las creaturas suyas más débiles, tanto más lo hará por los seres humanos, sus creaturas predilectas (cf. Mt 6,26.30). 

El texto de Mateo es de un carácter alegre y optimista, donde encontramos un Hijo muy orgulloso de su Padre porque éste es providente y vela constantemente por el bienestar de su creación. Ese optimismo de Jesús no solamente debe ser el nuestro para que nos mantengamos firmes en la esperanza —«No andéis preocupados» (Mt 6,31)— cuando surgen las situaciones duras en nuestras vidas. También debe ser un incentivo para que nosotros seamos providentes en un mundo que necesita vivir lo que es la verdadera caridad, o sea, la puesta del amor en acción. 

Por lo general, se nos dice que tenemos que ser los pies, las manos, los ojos, los oídos, la boca de Jesús en medio del mundo, pero, en el sentido de la caridad, la situación es todavía más profunda: tenemos que ser eso mismo, pero del Padre providente de los cielos. Los seres humanos estamos llamados a hacer realidad esa Providencia de Dios, siendo sensibles y acudiendo en auxilio de los más necesitados. 

En palabras de Benedicto XVI, «los hombres destinatarios del amor de Dios, se convierten en sujetos de caridad, llamados a hacerse ellos mismos instrumentos de la gracia para difundir la caridad de Dios y para tejer redes de caridad». Pero también nos recordó el Santo Padre que la caridad tiene que ir acompañada de la Verdad que es Cristo, para que no se convierta en un mero acto de filantropía, desnudo de todo el sentido espiritual cristiano, propio de los que viven según nos enseñó el Maestro.

Confiad siempre en Dios, no en el dinero




CONFIAD SIEMPRE EN DIOS, NO EN EL DINERO

Por José María Martín OSA

1.- ¿Se puede servir a Dios y al dinero? El peligro de las riquezas es el apego a lo material y el olvido de Dios y del hermano que sufre. Jesús nos dice hoy que no podemos “servir a Dios y al dinero”. Jesús avisa del peligro y el riesgo de las riquezas. Aquí la palabra de Jesús no se anda con rodeos. La idolatría del dinero es mala porque aparta de Dios y aparta del hermano. La preocupación por la riqueza casi inevitablemente ahoga la palabra de Dios. La crítica de Jesús al abuso de la riqueza se basa en el poder totalizador y absorbente de ésta. La riqueza quiere ser señora absoluta de aquél a quien posee. Muchas veces esa riqueza es conseguida injustamente Más que a la riqueza en sí o a los ricos, Jesús combate la actitud de apego frente a esas riquezas. Jesús veía en la mayor parte de los fariseos y saduceos, representantes de la clase rica y dirigente del país, las funestas y alarmantes consecuencias del culto a Mammón. Lo que les impedía seguirle, manteniéndoles alejados del reino de los cielos, no era la riqueza en sí, sino su egoísmo duro, su orgullo, su apego a ella, a sus privilegios. Cuando Jesús llama la atención a los ricos es porque el rico, apegado a las riquezas, no siente necesidad de nada, pues lo tiene todo y no desea que cambien las cosas para seguir en su posición privilegiada. Muchas veces la riqueza pervierte al hombre y trastorna su vida, quitándole la paz. La mayor riqueza es el desapego de las riquezas materiales.

2.- El desapego de las riquezas. Hemos de ser libres y evitar la esclavitud que nos produce el dinero. El que tiene muchos bienes no descansa tranquilo, pensando que los va a perder. El desapego nos devuelve la libertad. Esta parábola es un buen ejemplo de ello:

Un individuo que se mudó de aldea, en la India, y se encontró con lo que allí llaman un sennyasi. Este es un mendicante errante, una persona que, tras haber alcanzado la iluminación, comprende que el mundo entero es su hogar, el cielo su techo y Dios su Padre, que cuidará de él. Entonces se traslada de un lugar al otro. Tal como tú y yo nos trasladaríamos de una habitación a otra de nuestro hogar.

Al encontrarse con el sennyasi, el aldeano dijo:

"¡No lo puedo creer!

Anoche soñé con usted. Soñé que el Señor me decía:

-Mañana por la mañana abandonarás la aldea, hacia las once, y te encontrarás con este sennyasi errante- y aquí me encontré con usted."

"¿Qué más le dijo el Señor?" Preguntó el sennyasi.

Me dijo: "Si el hombre te da una piedra preciosa que posee, serás el hombre más rico del mundo... ¿Me daría usted la piedra?"

Entonces el sennyasi revolvió en un pequeño zurrón que llevaba y dijo:

"¿Será ésta la piedra de la cual usted hablaba?"

El aldeano no podía dar crédito a sus ojos, porque era un diamante, el diamante más grande del mundo. "¿Podría quedármelo?"

"Por supuesto, puede conservarlo; lo encontré en un bosque. Es para usted."

Siguió su camino y se sentó bajo un árbol, en las afueras de la aldea. El aldeano tomó el diamante y ¡qué inmensa fue su dicha! Como lo es la nuestra el día en que obtenemos algo que realmente deseamos.

El aldeano en vez de ir a su hogar, se sentó bajo un árbol y permaneció todo el día sentado, sumido en meditación.

Al caer la tarde, se dirigió al árbol bajo el cual estaba sentado el sennyasi, le devolvió a éste el diamante y dijo: "¿Podría hacerme un favor?"

"¿Cuál?" le pregunto el sennyasi.

"¿Podría darme la riqueza que le permite a usted deshacerse de esta piedra preciosa tan fácilmente?"

2.- Invitación a la confianza. Lo que Jesús propone es una inversión de orden: Buscad "primero" el Reino de Dios. Sólo se busca lo que se valora como necesario. Jesús propone, en definitiva, una inversión en el orden de los valores, un ordenamiento distinto, una justicia distinta. El ordenamiento de la vida basado en el dinero genera en la persona un estado angustioso de agobio que termina por aniquilarla. ¿Y no vale más la persona que todos los dineros juntos? Contempla los pájaros: no hay en ellos el más leve asomo de angustia. Propone Jesús la confianza absoluta en Dios. Nos lo recuerda también Isaías: igual que una buena madre nunca se olvida de su criatura, de la misma manera Dios nunca se olvida de nosotros. Sólo en Dios descansa nuestra alma, proclamamos en el Salmo 61. La propuesta de Jesús es una apuesta por la libertad y la alegría de todos y cada uno de nosotros. Las palabras de Jesús nacen de su descubrimiento de una persona, de su descubrimiento del Padre. Esta experiencia de fe genera serenidad y evita el sufrimiento de la inseguridad por el futuro: "El mañana traerá su propio agobio. A cada día le bastan sus disgustos". El evangelio de hoy nos invita a la confianza en Dios y a evitar el agobio de los bienes materiales.

25 de febrero de 2017

Santo Evangelio 25 de Febrero 2017





Día litúrgico: Sábado VII del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Mc 10,13-16): En aquel tiempo, algunos presentaban a Jesús unos niños para que los tocara; pero los discípulos les reñían. Mas Jesús, al ver esto, se enfadó y les dijo: «Dejad que los niños vengan a mí, no se lo impidáis, porque de los que son como éstos es el Reino de Dios. Yo os aseguro: el que no reciba el Reino de Dios como niño, no entrará en él». Y abrazaba a los niños, y los bendecía poniendo las manos sobre ellos.


«Dejad que los niños vengan a mí»
Rev. D. Josep Lluís SOCÍAS i Bruguera 
(Badalona, Barcelona, España)

Hoy, los niños son noticia. Más que nunca, los niños tienen mucho que decir, a pesar de que la palabra “niño” significa “el que no habla”. Lo vemos en los medios tecnológicos: ellos son capaces de ponerlos en marcha, de usarlos e, incluso, de enseñar a los adultos su correcta utilización. Ya decía un articulista que, «a pesar de que los niños no hablan, no es signo de que no piensen».

En el fragmento del Evangelio de Marcos encontramos varias consideraciones. «Algunos presentaban a Jesús unos niños para que los tocara; pero los discípulos les reñían» (Mc 10,13). Pero el Señor, a quien en el Evangelio leído en los últimos días le hemos visto hacerse todo para todos, con mayor motivo se hace con los niños. Así, «al ver esto, se enfadó y les dijo: ‘No se lo impidáis, porque de los que son como éstos es el Reino de Dios’» (Mc 10,14).

La caridad es ordenada: comienza por el más necesitado. ¿Quién hay, pues, más necesitado, más “pobre”, que un niño? Todo el mundo tiene derecho a acercarse a Jesús; el niño es uno de los primeros que ha de gozar de este derecho: «Dejad que los niños vengan a mí» (Mc 10,14).

Pero notemos que, al acoger a los más necesitados, los primeros beneficiados somos nosotros mismos. Por esto, el Maestro advierte: «Yo os aseguro: el que no reciba el Reino de Dios como niño, no entrará en él» (Mc 10,15). Y, correspondiendo al talante sencillo y abierto de los niños, Él los «abrazaba (...), y los bendecía poniendo las manos sobre ellos» (Mc 10,16).

Hay que aprender el arte de acoger el Reino de Dios. Quien es como un niño —como los antiguos “pobres de Yahvé”— percibe fácilmente que todo es don, todo es una gracia. Y, para “recibir” el favor de Dios, escuchar y contemplar con “silencio receptivo”. Según san Ignacio de Antioquía, «vale más callar y ser, que hablar y no ser (...). Aquel que posee la palabra de Jesús puede también, de verdad, escuchar el silencio de Jesús».

Nuestro corazón de dilata



NUESTRO CORAZÓN SE DILATA

Nuestro corazón se dilata. Del mismo modo que el calor dilata los cuerpos, así también la caridad tiene un poder dilatador, pues se trata de una virtud cálida y ardiente. Esta caridad es la que abría la boca de Pablo y dilataba su corazón. «No os amo sólo de palabra -es como si dijera-, sino que mi corazón está de acuerdo con mi boca; por eso os hablo confiadamente, con el corazón en la mano.» Nada encontraríamos más dilatado que el corazón de Pablo, el cual, como un enamorado, estrechaba a todos los creyentes con el fuerte abrazo de su amor, sin que por ello se dividiera o debilitara su amor, sino que se mantenía íntegro en cada uno de ellos. Y ello no debe admirarnos, ya que este sentimiento de amor no sólo abarca a los creyentes, sino que en su corazón tenían también cabida los infieles de todo el mundo.

Por esto, no dice simplemente: «Os amo», sino que emplea esta expresión más enfática: «Nuestro corazón está abierto de par en par y se dilata; os llevamos a todos dentro de nosotros, y no de cualquier manera, sino con gran amplitud.» Porque aquel que es amado se mueve con gran libertad dentro del corazón del que lo ama; por esto dice también: Hay mucho sitio en nuestro corazón para vosotros, mientras en el vuestro no hay lugar para nosotros. Date cuenta, pues, de cómo atempera su reprensión con una gran indulgencia, lo cual es muy propio del que ama. No les dice: «No me amáis», sino: «No me amáis como yo», porque no quiere censurarles con mayor aspereza.

Y si vamos recorriendo todas sus cartas, descubrimos a cada paso una prueba de este amor casi increíble que tiene para con los fieles. Escribiendo a los romanos, dice: Tengo deseo de veros; y también: Me he propuesto muchas veces ir a visitaros; como también: Pido a Dios que por fin alguna vez me allane el camino para que pueda ir a visitaros. A los gálatas les dice: Hijos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto; y a los efesios: Por todo ello doblo mis rodillas por vosotros; a los tesalonicenses: ¿Cuál es nuestra esperanza, nuestro gozo, la corona de la que nos sentiremos orgullosos, sino vosotros? Añadiendo, además, que los lleva consigo en su corazón y en sus cadenas.

Asimismo escribe a los colosenses: No quiero que desconozcáis la dura lucha que estoy librando por vosotros y por cuantos no me han visto personalmente; y deseo infundir aliento en vuestros corazones; y a los tesalonicenses: Como una madre que cuida con cariño de sus hijos, de esta manera, amándoos a vosotros, queríamos daros no sólo el Evangelio de Dios, sino incluso nuestro propio ser. Hay mucho sitio en nuestro corazón para vosotros, dice. Y no les dice solamente que los ama, sino también que es amado por ellos, con la intención de levantar sus ánimos. Y da la prueba de ello, diciendo: Tito nos refirió los grandes deseos que teníais de verme, vuestro disgusto por lo que había pasado y vuestro amor por mí.

De las Homilías de san Juan Crisóstomo, obispo, sobre la segunda carta a los Corintios
(Homilía 13, 1-2: PG 61, 491-492)

El Papa en Sta. Marta: Nunca ser cristianos de doble vida



El Papa en Sta. Marta: Nunca ser cristianos de doble vida

Mensaje del Evangelio del jueves, en la misa de la Casa de Sta. Martha en el Vaticano.

Francisco indica a quienes se consideran católicos pero explotan, roban y hacen ofertas que por lo tanto están sucias

Por: Redacción. Papa Francisco | Fuente: ZENIT Roma 


(ZENIT- Ciudad del Vaticano, 23 Feb. 2017).- Arrancarse el ojo, cortarse la mano, pero nunca escandalizar a los pequeños. Este es el mensaje del Evangelio de este jueves, comentado por el papa Francisco en la misa de la Casa Santa Marta en el Vaticano.

¿Qué es el escándalo? El escándalo es decir una cosa y hacer otra; es la doble vida, la doble vida. Yo soy muy católico, yo voy siempre a Misa, pertenezco a esta asociación y a esta otra; pero mi vida no es cristiana, no pago lo justo a mis empleados, exploto a la gente, soy sucio en los negocios, hago blanqueo de dinero… doble vida”. Y añadió: “Tantos católicos son así y dan escándalo. Cuántas veces hemos oído todos nosotros, en el barrio y en otras partes: – ‘Para ser católico como aquel, es mejor ser ateo’”.

“Esto sucede todos los días, basta ver el telediario o los periódicos. Hay tantos escándalos y también está la gran publicidad de los escándalos. Y con los escándalos se destruye”.

El Santo Padre narró de una empresa importante que estaba cercana a la bancarrota con los trabajadores que no recibían el sueldo, mientras el responsable que se decía católico estaba de vacaciones de invierno en una playa de Oriente Medio. “Estos son los escándalos”.

“Jesús dice en el Evangelio –señala el Papa– sobre los que escandalizan sin decir la palabra escándalo: ‘Tú llegarás al Cielo y llamarás a la puerta y:
-‘¡Soy yo, Señor!’, ‘Sí, ¿no te acuerdas? Yo iba a la iglesia, estaba cerca de ti, pertenecía a tal asociación, hago esto… ¿no te acuerdas de todas las ofrendas que hice?’
– Sí, recuerdo. Las ofrendas, aquellas las recuerdo: todas sucias. Todas robadas a los pobres. No te conozco’. Aquella será la respuesta de Jesús a estos escandalosos que tienen doble vida”.



El Santo Padre invitó además a no retardar la conversión y no tener una confianza excesiva en la misericordia:“A todos nosotros, a cada uno de nosotros hoy nos hará bien pensar si tenemos algo de doble vida” y si “por debajo hay otra cosa; si hay algo de doble vida, si hay una confianza excesiva”.

“’Me convertiré, hoy no: mañana’. Pensemos en esto. Y aprovechemos la Palabra del Señor y pensemos que el Señor en esto es muy duro. El escándalo destruye”.

24 de febrero de 2017

Santo Evangelio 24 de Febrero 2017


Día litúrgico: Viernes VII del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Mc 10,1-12): En aquel tiempo, Jesús, levantándose de allí, va a la región de Judea, y al otro lado del Jordán, y de nuevo vino la gente donde Él y, como acostumbraba, les enseñaba. Se acercaron unos fariseos que, para ponerle a prueba, preguntaban: «¿Puede el marido repudiar a la mujer?». Él les respondió: «¿Qué os prescribió Moisés?». Ellos le dijeron: «Moisés permitió escribir el acta de divorcio y repudiarla». Jesús les dijo: «Teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón escribió para vosotros este precepto. Pero desde el comienzo de la creación, El los hizo varón y hembra. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y los dos se harán una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió, no lo separe el hombre». 

Y ya en casa, los discípulos le volvían a preguntar sobre esto. Él les dijo: «Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquélla; y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio».


«Como acostumbraba, les enseñaba»
Rev. D. Miquel VENQUE i To 
(Barcelona, España)


Hoy, Señor, quisiera hacer un rato de oración para agradecerte tu enseñanza. Tú enseñabas con autoridad y lo hacías siempre que te dejábamos, aprovechabas todas las ocasiones: ¡claro!, lo entiendo, Señor, tu misión básica era transmitir la Palabra del Padre. Y lo hiciste.

—Hoy, “colgado” en Internet te digo: Háblame, que quiero hacer un rato de oración como fiel discípulo. Primero, quisiera pedirte capacidad para aprender lo que enseñas y, segundo, saber enseñarlo. Reconozco que es muy fácil caer en el error de hacerte decir cosas que Tú no has dicho y, con osadía malévola, intento que Tú digas aquello que a mí me gusta. Reconozco que quizá soy más duro de corazón que aquellos oyentes.

—Yo conozco tu Evangelio, el Magisterio de la Iglesia, el Catecismo, y recuerdo aquellas palabras del papa Juan Pablo II en la Carta a las Familias: «El proyecto del utilitarismo asentado en una libertad orientada según el sentido individualista, es decir, una libertad vacía de responsabilidad, es el constitutivo de la antítesis del amor». Señor, rompe mi corazón deseoso de felicidad utilitarista y hazme entrar dentro de tu verdad divina, que tanto necesito.

—En este lugar de mirada, como desde la cima de la cordillera, comprendo que Tú digas que el amor matrimonial es definitivo, que el adulterio —además de ser pecado como toda ofensa grave hecha a ti, que eres el Señor de la Vida y del Amor— es un camino errado hacia la felicidad: «Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquélla» (Mc 10,11). 

—Recuerdo a un joven que decía: «Mossèn el pecado promete mucho, no da nada y lo roba todo». Que te entienda, buen Jesús, y que lo sepa explicar: Aquello que Tú has unido, el hombre no lo puede separar (cf. Mc 10,9). Fuera de aquí, fuera de tus caminos, no encontraré la auténtica felicidad. ¡Jesús, enséñame de nuevo!

Gracias, Jesús, soy duro de corazón, pero sé que tienes razón.